Read Hermosas criaturas Online
Authors: Kami Garcia & Margaret Stohl
Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil, Romántico
Escuché cómo la silla de Lena se arrastraba por el suelo de nuevo. Se levantó de su asiento y se dirigió hacia la estantería que había bajo la ventana, a un lado de la clase. Simuló sacarle punta al lápiz, pero más bien era un intento de escapar del jurado y del juicio inexorable del Jackson. El sacapuntas comenzó a dar vueltas.
—Melquisedec, eso es.
Dejadlo.
Todavía podía oír el sonido del sacapuntas.
—Mi abuela dice que es un nombre maldito.
Dejadlo, dejadlo, dejadlo.
—Y le va, la verdad.
¡Ya está bien!
Ahora la voz era tan alta que me atravesó los oídos. El sacapuntas cesó repentinamente. Los cristales comenzaron a volar, saltando en añicos, cuando la ventana estalló sin motivo, la que estaba justo al lado de nuestra fila, en el mismo lugar donde Lena afilaba su lápiz, pero también justo al lado de Charlotte, Eden, Emily y yo. Ellas chillaron y saltaron de sus asientos. Entonces fue cuando me di cuenta de a qué se debía el sonido. Había sido la presión, pues los cristales mostraban finas grietas que se extendían como dedos, hasta que la ventana reventó hacia dentro como si hubieran tirado de un hilo.
Estalló el caos, las chicas gritaban y todo el mundo en la clase saltaba de sus asientos. Incluso yo di un salto.
—No os dejéis llevar por el pánico. ¿Estáis todos bien? —preguntó la señora English, intentando recuperar el control.
Me volví hacia el sacapuntas. Quería asegurarme de que Lena estaba bien, pero no era así. Estaba allí de pie, al lado de la ventana rota, rodeada de cristales, asolada por el pánico. Su rostro se había vuelto más pálido de lo habitual y sus ojos más grandes y más verdes, como la noche anterior bajo la lluvia, pero ahora tenían un aspecto diferente, asustados, y ya no me pareció tan valiente.
Ella alzó las manos, en una tenía un corte y sangraba. Las gotas rojas se aplastaban contra el suelo de linóleo.
Yo no quería…
¿Había hecho estallar el cristal ella, o al revés, había estallado y se había cortado?
—Lena…
Salió disparada de la clase antes de que pudiera preguntarle si se encontraba bien.
—¿Habéis visto eso? ¡Ha roto la ventana! ¡La ha roto con algo cuando iba hacia allí!
—La ha roto de un puñetazo, ¡lo he visto con mis propios ojos!
—Y entonces, ¿cómo es que no va chorreando sangre?
—¿Quién eres tú, alguien del CSI? Ha intentado matarnos.
—Voy a llamar a mi padre. ¡Está loca, igual que su tío!
Sonaban como una manada de gatos callejeros, gritándose los unos a los otros. La señora English intentó restablecer el orden, pero eso era pedir lo imposible.
—Que todo el mundo se calme, no hay motivo para el pánico. A veces ocurren accidentes. Seguramente tiene fácil explicación, la ventana es vieja y el viento sopla fuerte.
Pero nadie estaba dispuesto a creerse nada que tuviera que ver con una ventana vieja y el viento, preferían la versión de la sobrina de un anciano y una tormenta de rayos. La tormenta de ojos verdes que había caído sobre la ciudad, el huracán Lena.
Una cosa sí que era segura. El tiempo había cambiado, vale. Gatlin jamás había sufrido una tormenta como ésta.
Y probablemente ella ni siquiera sabía que estaba lloviendo.
N
o lo hagas
.
Seguía escuchando su voz en mi mente. Al menos, así lo creía yo.
No merece la pena, Ethan.
Allí estaba.
Entonces fue cuando empujé mi silla y corrí por el pasillo detrás de ella. Sabía lo que hacía: estaba tomando partido. Me encontraba envuelto en otra clase de problemas, pero no me importaba.
No era sólo por Lena. No era la primera a la que se lo habían hecho. Había observado cómo se lo hacían a otros durante toda mi vida. Le había ocurrido a Allison Birch, cuando su eccema empeoró tanto que nadie quiso sentarse a su lado en la mesa a la hora del almuerzo, y también al pobre Scooter Richman, que fue el peor trombón en la historia de la Orquesta Sinfónica del Jackson.
Aunque yo nunca había cogido un rotulador indeleble y había escrito «fracasado» en una taquilla, había estado allí observando montones de veces. De cualquier modo, siempre me había molestado, sólo que no lo bastante, como ahora, para que saliera de mi mundo.
Pero alguien debía hacer algo. Una escuela entera no podía volverse de ese modo contra una sola persona. Y todo un pueblo no podía volverse contra una familia. Excepto que sí podían hacerlo, claro, pues lo habían estado haciendo durante toda la vida. Quizá por ese motivo, Macon Ravenwood jamás había salido de su casa desde que yo nací.
Sabía lo que estaba haciendo.
No lo sabes. Crees que sí, pero no lo sabes.
Ella estaba allí de nuevo, dentro de mi cabeza, como si hubiera estado siempre. Sabía a lo que tendría que enfrentarme al día siguiente, pero eso me daba absolutamente igual. Todo lo que me importaba en ese instante era encontrarla, y no podía decir si era por ella o por mí. De cualquier modo, no tenía otra elección.
Me detuve frente al laboratorio de biología, sin aliento. Link me echó una ojeada y me alargó las llaves del coche, meneando la cabeza, pero sin hacerme ninguna pregunta. Las cogí y seguí corriendo. Estaba bastante seguro de que sabía dónde encontrarla. Si no me había equivocado, Lena se habría dirigido adonde nadie pudiera hallarla, es decir, adonde hubiera ido yo.
Habría regresado a casa. Si su casa era Ravenwood, entonces había regresado a la casa del Boo Radley de Gatlin.
Ante mí, la mansión Ravenwood se alzaba en lo alto de la colina como una amenaza. No quiero decir que tuviera miedo, porque ésa no era exactamente la palabra. Me asusté cuando la policía llamó a la puerta de casa la noche que murió mi madre. Me asusté cuando mi padre desapareció en su estudio y me di cuenta realmente de que jamás volvería a salir de allí. También sentí miedo cuando, siendo niño, Amma se convirtió en «oscura», al darme cuenta de que las muñecas pequeñas que hacía no eran juguetes.
Ravenwood no me daba miedo, incluso aunque al final fuera tan espeluznante como tenía pinta de ser. Lo inexplicable es algo que se da por hecho aquí en el sur; cada ciudad tiene su mansión encantada, y si preguntas a la mayoría de la gente, al menos un tercio de ellos juraría haber visto un fantasma o dos a lo largo de su vida. Además, yo vivía con Amma, cuyas creencias incluían pintar los postigos de un azul celeste de aspecto sobrenatural para mantener a raya a los espíritus y cuyos hechizos estaban hechos con bolsitas de crin de caballo y tierra. Ya estaba acostumbrado a lo anormal, pero el Viejo Ravenwood era otra cosa.
Caminé hacia la verja y posé la mano con vacilación en el hierro destrozado. Se abrió con un chirrido, pero no ocurrió nada. No hubo rayos, ni combustiones espontáneas, ni tormentas. No sé lo que esperaba, pero si había aprendido algo de Lena hasta ahora era que debía esperar lo inesperado y, por lo tanto, debía proceder con cautela.
Si alguien me hubiera dicho hacía un mes que alguna vez iba a cruzar esa verja y subir aquella colina, o que iba a poner los pies en los terrenos de Ravenwood, le habría dicho que se había vuelto loco. En una localidad como Gatlin, donde todo es previsible, en mi vida hubiera imaginado esto. La última vez sólo me atreví a llegar hasta la verja, pero ahora, cuanto más me acercaba, más fácil me resultaba ver que todo se estaba cayendo. Aquella casa tan grande, la mansión Ravenwood, tenía el mismo aspecto que la plantación sureña que la gente del norte considera que debe tener después de tantos años viendo películas como
Lo que el viento se llevó
.
La mansión seguía siendo impresionante, aunque sólo fuera por el tamaño. Flanqueada por serenoas y cipreses, si no estuviera cayéndose, parecería esa clase de lugar donde la gente se sienta en el porche a beber julepes con menta, el cóctel más típico del sur, y a jugar a las cartas todo el día. Si no fuese Ravenwood.
Era de estilo neoclásico, algo raro en Gatlin. Nuestro pueblo estaba lleno de casas de estilo federal, lo cual hacía que Ravenwood destacara sobre el resto como un dedo metido en una llaga. Unos enormes pilares dóricos blancos, cuya pintura se caía tras años de negligencia, sostenían un tejado inclinado en exceso hacia un lado, dando la impresión de que toda la construcción se torcía como una vieja artrítica. El porche cubierto estaba destrozado, se caía hacia un lado de la casa y amenazaba con hundirse si se ponía en él más de un pie a la vez. La hiedra cubría tan tupidamente las paredes que en algunos lugares era imposible ver las ventanas que había debajo. Era como si la tierra estuviera tragándose la casa misma, intentando devolver al polvo lo que se había construido sobre él.
Había también un dintel sobrepuesto, un trozo de viga que suele colocarse sobre las puertas en algunas casas realmente antiguas. Parecía distinguirse algo tallado en el dintel, una especie de símbolos con aspecto de círculos y medias lunas; quizá representaban las fases lunares. Di un paso vacilante hacia un peldaño chirriante para verlo más de cerca. Sabía algo sobre dinteles. Mi madre era especialista en historia de la Guerra de Secesión y me los había mostrado a lo largo de nuestras incontables excursiones a cualquier lugar histórico que se encontrara en un radio de un día de distancia de Gatlin. Decía que eran habituales en las casas antiguas y en los castillos de lugares como Escocia e Inglaterra, ya que buena parte de la gente de aquí procedía de allí.
Nunca había visto con anterioridad un dintel con signos grabados en él, sólo palabras. Y éstos, situados alrededor de lo que tenía aspecto de ser una palabra única escrita en un lenguaje irreconocible, parecían jeroglíficos. Probablemente sería algo que hiciera referencia a las generaciones de Ravenwood que habían vivido allí antes de que la casa se viniera abajo.
Inhalé una gran bocanada de aire y salté sobre el resto de los escalones del porche, subiéndolos de dos en dos. De ese modo, si no pisaba la mitad, supuse que reduciría al cincuenta por ciento las posibilidades de caerme. Alargué la mano hacia la aldaba, un anillo de bronce que colgaba de la boca de un león, y llamé. Lena no estaba en casa, después de todo, me había equivocado.
Pero entonces oí aquella melodía tan familiar.
Dieciséis lunas
. Estaba en algún lugar cercano.
Empujé el hierro petrificado del picaporte de la puerta. Chirrió y escuché el sonido de un cerrojo en movimiento al otro lado. Me preparé para encontrarme frente a frente con Macon Ravenwood, al que nadie había visto en el pueblo desde que yo había nacido, pero la puerta no se abrió.
Alcé la mirada hacia el dintel, pues algo me decía que lo hiciera. Me refiero a que, ¿qué era lo peor que podía ocurrir?, ¿que la puerta no se abriera? De forma instintiva, levanté el brazo y toqué la talla central situada sobre mi cabeza, la que representaba una luna creciente. Cuando la presioné, percibí como la madera cedía a la presión de mi dedo. Era una especie de resorte.
La puerta se abrió sin emitir apenas sonido. Di un paso y crucé el umbral. Ya no había manera de echarme atrás.
Entraba luz por los cristales, lo cual parecía imposible teniendo en cuenta que las ventanas exteriores de la casa estaban casi completamente cubiertas de enredaderas y escombros. Aun así, dentro lucía una luz flamante, llena de claridad. No se veían muebles de época o viejas pinturas de los Ravenwood anteriores al Viejo, ni reliquias de antes de la guerra. El lugar parecía más bien una página de un catálogo de muebles. Sofás sobrecargados, sillas y mesas cubiertas con láminas de cristal, donde había gran cantidad de libros ilustrados de gran formato. Tenía todo un aspecto muy nuevo y aburguesado. Casi esperaba ver aparcado todavía en la puerta el camión de la mudanza.
—¿Lena?
La escalera en espiral era como las de los
lofts
y parecía seguir elevándose al girar, más allá de la segunda planta. No pude ver adonde daba.
—¿Señor Ravenwood?
Escuché el eco de mi propia voz rebotando contra el techo. Allí no había nadie. Al menos, nadie interesado en hablar conmigo. Oí un ruido a mi espalda y di tal brinco que casi me subí a una especie de silla de gamuza.
Era un perro negro como la tinta, o a lo mejor un lobo. Desde luego, era alguna especie de terrorífico animal doméstico, pues llevaba un grueso collar de cuero con una luna de plata colgando, que tintineaba cuando se movía. Se me quedó mirando fijamente mientras reflexionaba sobre su siguiente movimiento. Había algo extraño en sus ojos: eran demasiado redondos, como si fueran humanos.
El perro lobo me gruñó y me enseñó los dientes. El aullido aumentó de intensidad y se hizo más agudo, como un lamento, de modo que hice lo que hubiera hecho cualquiera.
Eché a correr.
Bajé las escaleras a trompicones antes de que mis ojos se adaptaran a la luz exterior. Seguí corriendo por el camino de grava, escapando de la mansión Ravenwood, lejos de aquel animal terrorífico, de los extraños símbolos y de la puerta espeluznante, de regreso a la seguridad, a la tenue luz y a la realidad de la tarde. El sendero daba vueltas, serpenteando por campos abandonados y arboledas sin cultivar donde crecían zarzas y arbustos. No me preocupaba adónde iba, siempre y cuando me condujera lejos.
Me detuve, agotado, y me agaché con las manos en las rodillas y el pecho a punto de explotar. Sentía las piernas de goma. Cuando alcé la mirada, contemplé la ruina de una pared de piedra justo delante de mí. Apenas podía ver las copas de los árboles detrás de ella.
Inhalé algo familiar, un aroma a limones. Ella estaba ahí.
Te dije que no vinieras.
Losé.
Estábamos manteniendo una conversación, pero sin tenerla. Al igual que había sucedido en clase, sentía su voz dentro de mi cabeza, como si estuviera a mi lado susurrándome al oído.
Me di cuenta de que me encaminaba hacia ella. Era un jardín vallado, quizás secreto, como alguno salido de los libros que mi madre leía en Savannah, donde se crio. Debía de ser un lugar realmente antiguo. El muro de piedra estaba muy desgastado en algunos lugares y completamente destrozado en otros. Cuando aparté a un lado la cortina de ramas de la parra que escondía una vieja arcada podrida, escuché muy a lo lejos el sonido de un llanto. Miré entre los árboles y los arbustos, pero no la veía.
—¿Lena? —No contestó nadie. Mi voz sonaba extraña, como si no fuera la mía, retumbaba en las paredes de piedra que rodeaban la pequeña arboleda. Agarré una rama del arbusto más cercano y la arranqué. Era tomillo, claro. Y del árbol que se cerraba sobre mi
cabeza
colgaba, extrañamente perfecto y suave, un limón amarillo—. Soy Ethan. —Los sonidos camuflados de los sollozos crecieron y me di cuenta de que me estaba acercando.