Héctor Servadac (24 page)

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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras, Ciencia Ficción, Clásico

BOOK: Héctor Servadac
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El mar estaba todavía líquido a pesar del gran descenso de la temperatura. Esto era debido a su absoluta inmovilidad, porque ni la más leve ráfaga de aire turbaba su superficie, y sabido es que en semejantes condiciones el agua puede soportar cierto número de grados bajo cero sin congelarse; pero un simple choque basta para que se verifique la congelación de pronto.

La pequeña Nina y su amigo Pablo concurrieron, como todos, a la cita.

—Hermosa —dijo el capitán Servadac—, ¿sabrás arrojar un trozo de hielo al mar?

—Sí —respondió la niña—; pero mi amigo Pablo lo arrojaría mucho más lejos que yo.

—Haz tú la prueba —repuso Héctor Servadac, poniendo en la mano de Nina un pequeño fragmento de hielo.

Y luego agregó:

—Mira bien, Pablo, y verás como nuestra pequeña Nina es un hada.

Nina balanceó dos o tres veces el brazo y arrojó el pedazo de hielo, que cayó en el agua tranquila.

En seguida se oyó un inmenso chirrido, que se prolongó hasta más allá de los límites del horizonte.

El mar de Galia se había solidificado en toda su superficie.

Capítulo XXIII
UN SUCESO DE ALTA IMPORTANCIA QUE CONMOVIÓ A TODA LA COLONIA GALIANA

EL 23 de marzo, tres horas después de la puesta del Sol, hizo la diosa Febea su aparición sobre el horizonte opuesto y los galianos pudieron ver que entraba en su último período.

No había necesitado, por consiguiente, el satélite de Galia, más que cuatro días para pasar de sicigia a cuadratura, lo que le asignaba un período de visibilidad de una semana y lunaciones de quince a dieciséis días. Es decir, para Galia los meses lunares habían disminuido en la mitad de los días solares.

A los tres días, el 26, la Luna entraba en conjunción con el Sol, desapareciendo en su irradiación.

—¿Volverá? —dijo Ben-Zuf, que por haber sido e] primero que había visto el satélite estaba muy interesado en el asunto.

Realmente, después de tantos fenómenos cósmicos cuya causa desconocían aún los galianos, la observación del honrado Ben-Zuf no era completamente ociosa. El 26, el tiempo era muy puro, la atmósfera muy seca y el termómetro descendió a doce grados centígrados.

¿A qué distancia se encontraba Galia entonces del Sol? ¿Cuántos millones de leguas había recorrido en su órbita desde la fecha indicada en el último documento encontrado en el mar? Ninguno de los habitantes de Tierra Caliente lo habría podido decir. La disminución aparente del disco solar no servía de base a un cálculo, ni aun aproximado. Era lamentable que el sabio anónimo no hubiera comunicado nuevas noticias a los colonos, indicándoles el resultado de sus últimas observaciones. El capitán Servadac sentía que aquella correspondencia singular con uno de sus compatriotas, porque seguía creyendo que era francés, se hubiera interrumpido.

—Sin embargo —dijo a sus compañeros—, posiblemente nuestro astrónomo ha continuado escribiéndonos por medio de estuches o barriles, pero ninguno de ellos ha llegado a la isla Gurbí ni a Tierra Caliente. Ahora ya he perdido toda esperanza de recibir la menor carta de este hombre original, porque el mar está completamente solidificado.

En efecto, el mar, como ya se ha dicho, estaba por completo congelado y el paso del estado líquido al sólido se había verificado con un tiempo magnífico y cuando no alteraba las aguas el menor soplo de aire. La superficie solidificada estaba, por consiguiente, unida como la de un lago del club de patinadores, sin que hubiera en ella la más pequeña eminencia ni la más leve hendidura. Era hielo puro sin una erosión, sin un solo defecto, que se extendía más allá de los límites del horizonte.

¡Cuan diferente era el aspecto del mar galiano del que suelen presentar los mares polares en la proximidad de los bancos de hielo! En éstos, todos son bloques helados, grandes témpanos acumulados unos sobre otros y expuestos a las caprichosas roturas de equilibrio. Los campos de hielo no son, en realidad de verdad, sino una aglomeración de témpanos irregularmente ajustados, y que el frío mantiene en las posiciones más estrafalarias, montañas de base frágil que dominan los mástiles de los barcos balleneros.

Nada es estable en los océanos Árticos o Antárticos, nada es inmutable, porque, como los bancos de hielo no están fundidos en bronce, un golpe de viento, una modificación de la temperatura produce cambios de efecto mágico. Aquélla es una sucesión de fantásticas decoraciones, y, por el contrario, en Galia el mar tenía mayor fijeza aún que en la época en que ofrecía una superficie sensible a la brisa. La inmensa llanura blanca, más unida que los desiertos del Sahara o las estepas de Rusia, debía sin duda permanecer de la misma manera durante largo tiempo. En las aguas aprisionadas del mar, la corteza' que se iba espesando con la subida de los fríos debía conservar su rigidez hasta el deshielo…, si el deshielo llegaba algún día.

Los rusos, que estaban habituados a los fenómenos de congelación de los mares dei Norte que tiene el aspecto de un campo irregularmente cristalizado, sorprendíanse al ver el mar galiano llano como un lago, pero les complacía mucho aquel campo de hielo donde se podía patinar maravillosamente.

La
Dobryna
poseía un surtido de patines que fueron puestos a disposición de los aficionados, que no tardaron en presentarse. Los rusos dieron lecciones a los españoles y, al poco tiempo, en los hermosos días y en medio del frío vivo, pero soportable en ausencia del viento, no hubo galiano que no se ejercitara en describir con los patines las curvas más elegantes. La pequeña Nina y el joven Pablo hicieron maravillas y fueron entusiastamente aplaudidos y felicitados por su destreza. El capitán Servadac, diestro en todo ejercicio de gimnástica, igualó pronto a su profesor, el conde Timascheff; y el mismo Ben-Zuf hacía prodigios, porque más de una vez había patinado en el inmenso estanque de la plaza de Montmartre…, un mar que… Sí, un mar.

Estos ejercicios, muy higiénicos por sí mismos, llegaron también a ser una útil distracción para los habitantes de Tierra Caliente y, hasta en caso de necesidad, podía ser un medio de rápida locomoción. Efectivamente, el teniente Procopio, uno de los mejores patinadores de Galia, recorrió más de una vez el trayecto de Tierra Caliente a la isla Gurbí, es decir, de unos 40 kilómetros, en el espacio de dos horas. Después de todo, el patín no es sino un carril movible fijo en el pie del viajero.

La temperatura descendía progresivamente y el termómetro marcaba ya, por término medio, 15 ó 16 grados bajo cero. AI mismo tiempo que el calor, disminuía también la luz, como si el disco solar estuviera indefinidamente cubierto por la Luna durante un eclipse parcial. Una especie de media tinta esparcíase por todos los objetos, impresionando tristemente las miradas y apocando el ánimo.

Esto producía una especie de tristeza moral, contra la que convenía provocar la reacción.

¿Cómo aquellos desterrados del globo terrestre no habían de pensar en la soledad que les rodeaba, cuando antes estaban tan íntimamente unidos al movimiento humano? No podían olvidar que la Tierra gravitaba ya a millones de leguas de Galia, alejándose de ellos cada día más.

¿Podían esperar verla de nuevo cuando aquel trozo desprendido de ella iba penetrando cada vez más en los espacios interplanetarios? No había indicio alguno que revelase que había de abandonar algún día los espacios sometidos al poder del astro radiante para correr el mundo sideral y moverse en el centro de atracción de otro Sol.

El conde Timascheff, el capitán Servadac y el teniente Procopio, eran evidentemente los únicos de la colonia galiana que podían pensar en tal eventualidad. Sin embargo, sus compañeros, sin conocer tan profundamente los secretos ni las amenazas del porvenir, sufrían inconscientemente los efectos de una situación que no tenía precedentes en los anales del mundo. Se necesitaba distraerlos, instruyéndolos, ocupándolos o divirtiéndolos, y el ejercicio de los patines fue una diversión feliz en medio de los monótonos trabajos del día. Al decir que todos los habitantes de Tierra Caliente tomaron parte, más o menos activa, en aquel saludable ejercicio, no hemos dicho la verdad, porque Isaac Hakhabut no tomó parte alguna en ellos.

A pesar de lo riguroso de la temperatura, el judío no se había presentado a la colonia desde su llegada de la isla Gurbí, y como el capitán Servadac había prohibido terminantemente que nadie fuera a visitarle, nadie se había presentado en su urca; pero una pequeña columna de humo que se escapaba por el tubo del camarote, revelaba que el propietario continuaba a bordo de la
Hansa
. Sin duda le apesadumbraba mucho el quemar su combustible, por poco que fuera, cuando podía aprovechar gratuitamente el calor volcánico de la Colmena de Nina; pero prefería aquel aumento de gasto a verse obligado a abandonar la
Hansa
para tomar parte en la vida común. ¿Quién habría vigilado su precioso cargamento si se encontraba él ausente?

La urca y la goleta habían quedado sólidamente ancladas de modo que pudieran soportar una larga invernada, a cuyo efecto había puesto en práctica el teniente Procopio, su larga práctica y sus vastos conocimientos marinos. Fuertemente sujetas en la bahía y encerradas en su caparazón de hielo, permanecían inmóviles. Habíase tenido, además, la precaución que toman todos los que invernan en los mares Árticos, de cortar el hielo en bisel debajo de la quilla, para que la masa endurecida de las aguas se reuniera allí y no ejerciera su poderosa presión contra los costados de las dos embarcaciones, poniéndolas en riesgo de romperse.

Si el nivel del hielo se levantaba, la goleta y la urca se levantarían también; pero probablemente volverían a su línea conveniente de flotación cuando el deshielo llegase.

El mar galiano encontrábase, como se ha dicho, congelado en toda su extensión, y el teniente Procopio, en su última visita a la isla Gurbí, había observado que el campo de hielo se extendía hasta perderse de vista por el Norte, el Este y el Oeste.

El único punto de aquel vasto mar que había resistido al fenómeno de la solidificación era la especie de estanque de la caverna central, en donde se derramaba el torrente de lavas incandescentes, porque el agua permanecía en ella completamente libre entre las rocas, y los témpanos de hielo que tendían a formarse bajo la acción del frío, eran devorados en seguida por el fuego. El agua silbaba volatilizándose al contacto de las lavas, y un hervidero continuo mantenía sus moléculas en ebullición permanente. Aquella pequeña parte de mar siempre líquida, habría debido permitir a los pescadores el ejercicio de su arte con buen éxito; pero, como decía Ben-Zuf, «los peces estaban demasiado cocidos y no mordían el anzuelo».

En los primeros días de abril cambió el tiempo, cubriéndose el cielo de nubes, sin que se elevara la temperatura, debido a que el descenso de la columna termométrica no dependía del estado particular de la atmósfera ni de los vapores más o menos densos de que estaba saturada, porque no ocurría en Galia lo mismo que en los países polares del globo, que están necesariamente sometidos a la influencia atmosférica y a cuyos inviernos imprime cierta intermitencia el influjo de los vientos que saltan de un punto de la brújula al otro. El frío del nuevo esferoide no podía ocasionar variaciones termométricas de importancia porque era debido únicamente a su alejamiento del Sol, y seguiría aumentando hasta que llegara al límite señalado por Fourier a la temperatura del espacio.

Lo que hubo en aquella época fue una verdadera tempestad sin lluvia ni nieve, pero durante la cual se desencadenó el viento con violencia incomparable, produciendo efectos muy extraños al precipitarse al través de la sabana de fuego que cerraba exteriormente la entrada de la sala común.

Hubo necesidad de adoptar ciertas precauciones para librarse de las lavas que el viento empujaba al interior; pero no era de temer que las apagase, porque el huracán, saturándolas de oxígeno, activaba, por el contrario, su incandescencia como si fuera un potentísimo ventilador. Su violencia era tal que a veces la cortina líquida se abría por un instante, y una corriente fría penetraba en la gran sala; pero casi inmediatamente volvía a cerrarse la abertura, ocasionando un beneficio aquella renovación del aire interior.

El 4 de abril, la Luna, nuevamente recobrada por Galia, había comenzado a destacarse de la irradiación solar bajo la forma de un semicírculo delgado, reapareciendo al cabo de ocho días de ausencia, como había hecho prever la observación de su revolución. Los temores, más o menos justificados, que se habían tenido de que no reapareciese, no se confirmaron, con gran satisfacción de Ben-Zuf. El nuevo satélite parecía decidido a prestar con toda regularidad su servicio quincenal alrededor de Galia.

Los lectores recordarán que, a causa de la desaparición de toda otra tierra cultivada, las aves que poblaban la atmósfera de Galia habían ido todas a refugiarse a la isla Gurbí, en cuyo suelo cultivado habían encontrado alimento suficiente durante la estación propicia, y de todos los puntos del asteroide habían acudido por millares a la isla.

Pero cuando llegaron los grandes fríos, los campos se habían cubierto completamente de nieve, y la nieve, transformada en seguida en hielo compacto, imposibilitaba a los picos más sólidos penetrar hasta el suelo. En su virtud, la población volátil emigró en masa, yendo a refugiarse en Tierra Caliente.

Aquel continente no tenía realmente ningún alimento que ofrecerles; pero estaba habitado, y las aves, en vez de evitar la presencia del hombre, la buscaban con afán. Los desperdicios que se arrojaban diariamente fuera de las galerías, eran devorados al punto por las aves; pero esto no era suficiente para alimentar aquellos millares de individuos de toda especie. Por esta causa, algunos centenares de volátiles, impulsados por el hambre, se aventuraron a penetrar en el estrecho túnel, estableciendo su domicilio en el interior de la Colmena de Nina.

Como la invasión fue formidable y la situación era insostenible, los habitantes de Tierra Caliente viéronse obligados a cazar los pájaros invasores, llegando a ser la caza una de las ocupaciones diarias de la pequeña colonia. El número de aves era tan considerable, estaban tan hambrientas y eran, por consiguiente, tan rapaces, que arrebataban los restos de carne o las migajas de pan hasta de las manos de los que comían en la gran sala. Éstos las perseguían a pedradas, a palos y hasta a tiros; pero sólo después de una serie de combates encarnizados lograron aminorar el número de aquellos huéspedes incómodos, de los que se guardaron algunas parejas para la renovación de la especie.

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