Héctor Servadac (19 page)

Read Héctor Servadac Online

Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras, Ciencia Ficción, Clásico

BOOK: Héctor Servadac
4.51Mb size Format: txt, pdf, ePub

El capitán Servadac que, como gascón, comprendía bastante el español, oyó que cantaban lo siguiente:

Tu sandunga y un cigarro,

Y una caña de Jerez,

Mi jamelgo y un trabuco,

¡Qué más gloria puede haber!

Mientras tanto, otra voz repetía con acritud: —¡Mi dinero, mi dinero; me habéis de pagar lo que me debéis, miserables majos!

Y el cantor proseguía:

Para alcarrazas, Chiclana,

Para trigo, Trebujena,

Y para niñas bonitas,

Sanlúcar de Barrameda.

—¡Sí, me habéis de pagar, tunantes —repetía la voz, gritando para que se le oyera en medio del ruido de la guitarra y las castañuelas—; me tenéis que pagar por el nombre del Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob!

—Ese diablo es judío —exclamó el capitán Servadac.

—Y lo que es peor, judío alemán —agregó Ben-Zuf. Pero en el momento en que los franceses y los rusos se disponían a penetrar en la espesura, detúvolos a un lado un espectáculo curioso.

Los españoles habían empezado a bailar un fandango y, como su peso había disminuido, lo mismo que el de todos los objetos situados en la superficie de Galia, al saltar subían por el aire a una altura de treinta o cuarenta pies. Resultaba sumamente cómico ver a aquellos bailarines que aparecían y reaparecían por encima de los árboles. Eran cuatro mozos vigorosos que levantaban consigo a un anciano, que gritaba protestando de que lo subieran a aquellas alturas anormales. Veíaseles aparecer y desaparecer como a Sancho Panza cuando los alegres pañeros de Segovia le sometieron al manteamiento.

Héctor Servadac, el conde Timascheff, el teniente Procopio y Ben-Zuf penetraron en la espesura y llegaron a una plazoleta en donde dos hombres, uno de los cuales tocaba la guitarra y el otro las castañuelas, recostados en un árbol reíanse a carcajadas excitando a los bailarines.

Cuando aparecieron el capitán Servadac y sus compañeros, cesaron de sonar los instrumentos, y los danzantes con su víctima bajaron suavemente al suelo.

El judío, sofocado y fuera de sí, avanzó en seguida hacia el oficial de Estado Mayor y, hablándole en francés, aunque con un marcado acento alemán, dijo:

—¡Ah, señor gobernador general! Estos tunantes pretenden robarme mi hacienda; pero confío en que usted, en nombre del Eterno, me haga justicia.

Mientras el judío hablaba, el capitán Servadac miraba a Ben-Zuf como preguntándole qué significaba aquella denominación honorífica que se le daba, y el asistente, moviendo la cabeza, parecía decirle:

—Sí, mi capitán, usted es el gobernador general. Ya lo he dispuesto así.

Servadac indicó por señas al judío que callara, y éste, inclinando con humildad la cabeza, inclinó los brazos sobre el pecho.

Entonces pudo examinarlo detenidamente.

Era un hombre que representaba sesenta años de edad, aunque sólo tenía cincuenta: pequeño, flaco, de ojos vivos, pero de mirada falsa, nariz aguileña, barba rojiza, cabellera inculta, grandes pies, manos largas y dedos engarabitados o lo que es lo mismo, el tipo acabado del judío, del usurero de flexible espina y de corazón seco, roedor de escudos y sumamente avaro. Semejante hombre debía atraer la plata como el imán atrae al hierro, y si aquel Shylock hubiera llegado a hacerse pagar por su deudor, seguramente habría vendido la carne al por menor. Aunque era judío de origen, hacíase pasar por mahometano en las provincias mahometanas cuando así le convenía, y se hubiera hecho pagano si el paganismo le hubiera proporcionado alguna ganancia. Se llamaba Isaac Hakhabut y era natural de Colonia, es decir, prusiano primero y después alemán; pero, según dijo al capitán Servadac, andaba la mayor parte del año vagando para comerciar. Su verdadera ocupación era el comercio de cabotaje en el Mediterráneo y su almacén una urca de doscientas toneladas, tienda flotante que transportaba por el litoral mil artículos diversos, desde fósforos hasta estampas de Francfort y de Epinay.

Isaac Hakhabut, en efecto, no tenía otro domicilio que su urca la
Hansa
, a bordo de la cual vivía porque no tenía mujer ni hijos. Un patrón y tres hombres formaban la tripulación de la urca y eran suficientes para la maniobra de aquel buque que hacía el cabotaje por las costas de Argel, de Túnez, de Egipto, de Turquía, de Grecia y en todas las islas de Levante, donde Isaac Hakhabut, siempre bien provisto de café, de azúcar, de arroz, de tabaco, telas, pólvora, etc., vendía, trocaba, traficaba, ganando en estas operaciones mucho dinero.

La
Hansa
hallábase en Ceuta, en el extremo de la punta de Marruecos, cuando ocurrió la catástrofe. El patrón y los tres hombres no se encontraban a bordo en la noche del 31 de diciembre al 1.° de enero, y, por consiguiente, desaparecieron como muchos de sus semejantes; pero el lector recordará que las últimas rocas de Ceuta, que daban frente a Gibraltar, habíanse librado del cataclismo, y con ellas se libraron también diez españoles que no sospechaban de modo alguno lo que acaba de suceder.

Estos españoles, desaprensivos andaluces, indolentes por naturaleza, holgazanes por afición, tan dispuestos a esgrimir la navaja como a tocar la guitarra, labradores de profesión, tenían por jefe a cierto individuo llamado Negrete, que era el más instruido de ellos, aunque su ilustración se reducía a haber recorrido un poco más la Tierra. Al verse solos y abandonados en las rocas de Ceuta, quedáronse muy perplejos; pero la
Hansa
estaba allí con su propietario y no eran hombres que tuvieran escrúpulos en posesionarse de ella para volver a su patria. Sin embargo, como ninguno era marinero y no podían quedarse eternamente en aquella roca, cuando se agotaron sus provisiones, obligaron a Hakhabut a recibirlos a su lado.

Entonces fue cuando Negrete recibió la visita de los dos oficiales ingleses de Gibraltar, visita que se ha mencionado ya. El judío ignoraba la conversación que habían sostenido los ingleses y los españoles; pero, después de esta conversación, fue cuando Negrete obligó a Hakhabut a desplegar la vela de su embarcación para transportarlo a él y a los suyos al lugar más inmediato de la costa marroquí. El judío, obligado a obedecer, pero habituado a sacar dinero de todo, no emprendió la marcha hasta que los españoles accedieron a pagarle el pasaje, a pesar de estar completamente decididos a no desembolsar un real.

La
Hansa
hízose a la mar el 3 de febrero, y con los vientos reinantes del Oeste la maniobra fue fácil, puesto que todo se reducía a dejarse llevar viento en popa. Los marinos improvisados no tuvieron, pues, que hacer otra cosa que izar la vela para marchar, sin saberlo, hacia el único punto del globo en que podían refugiarse.

Por esta causa, Ben-Zuf vio una mañana aparecer en el horizonte un buque que en nada se parecía a la
Dobryna
, y que, impulsado por el viento, entró tranquilamente en el puerto del Cheliff y se detuvo en la antigua orilla derecha del río.

Ben-Zuf acabó de referir la historia del judío, agregando que el cargamento de la
Hansa
, muy completo a la sazón, sería muy útil a los habitantes de la isla.

Era sumamente penoso entenderse con Isaac Hakhabut; pero dadas las circunstancias, a nadie podía sorprender que se le decomisaran las mercancías en beneficio de la comunidad, puesto que el judío no podía venderlas.

En cuanto a las dificultades surgidas entre el propietario de la
Hansa
y los pasajeros, añadió Ben-Zuf que se había convenido someterlas a la resolución de su excelencia el gobernador general, que, según dijo Ben-Zuf, se encontraba entonces
girando una visita de inspección
.

Héctor Servadac rióse de buena gana al oír las explicaciones dadas por Ben-Zuf; pero prometió al judío Hakhabut que se le haría justicia, lo que puso término a sus continuas exclamaciones e invocaciones al Dios de Israel, de Abraham y de Jacob.

—Pero —dijo el conde Timascheff cuando el judío se hubo retirado—, ¿cómo ha de pagarle esa gente?

—¡Oh! Tienen dinero —respondió Ben-Zuf.

—¡Españoles con dinero! —dijo el conde Timascheff—. No puede creerse.

—Pues lo tienen —contestó Ben-Zuf—; lo he visto con mis propios ojos; y añadiré que es dinero inglés.

—¡Ah! —dijo el capitán Servadac, que recordó la historia de los oficiales ingleses de Ceuta—. En fin, no importa, más adelante arreglaremos esta cuestión. ¿Sabe usted, conde Timascheff, que Galia cuenta ya con varios ejemplares de las diversas poblaciones de nuestra vieja Europa?

—Efectivamente, capitán —respondió el conde Timascheff—; en este fragmento de nuestro antiguo globo hay franceses, rusos, italianos, españoles, ingleses y alemanes, aunque Alemania esté muy mal representada por este judío.

—No, señor; no lo creo así —respondió el capitán Servadac—, sino que, por el contrario, está representada con propiedad.

Capítulo XIX
EL CAPITÁN SERVADAC ES RECONOCIDO GOBERNADOR GENERAL DE GALIA POR UNANIMIDAD DE VOTOS

DIEZ eran los españoles que habían llegado a bordo de la
Hansa
, incluyendo en este número un muchacho de doce años, llamado Pablo, salvado con ellos. Dispensaron una acogida respetuosa al que Ben-Zuf les había dicho que era gobernador general de la provincia, y después de haber salido éste de la plazoleta, reanudaron su trabajo.

Mientras tanto, el capitán Servadac y sus compañeros, seguidos a distancia respetuosa por Isaac Hakhabut, encamináronse hacia la parte del litoral en que se encontraba la
Hansa
.

El estado de las cosas se conocía ya bien. Sólo quedaban de la antigua Tierra la isla Gurbí y cuatro islotes: Gibraltar, ocupado por los ingleses; Ceuta, abandonado por los españoles; Magdalena, donde había sido recogida la italiana, y la tumba de San Luis en la playa tunecina. En torno de estos puntos respetados por la catástrofe extendíase la mar galiana que comprendía casi la mitad del antiguo Mediterráneo y estaba encerrada en un marco intraspasable de peñas y rocas de sustancia y de origen desconocidos.

Únicamente dos de estos puntos estaban habitados: la roca de Gibraltar, que ocupaban trece ingleses con provisiones para largos años todavía, y la isla Gurbí, en la que había veintidós habitantes, a quienes tenía que alimentar con sus solas producciones. Quizá existía, además, en algún islote ignorado algún sobreviviente de la antigua Tierra, el misterioso autor de las noticias recogidas durante el viaje de la
Dobryna
, y, por consiguiente, el nuevo asteroide poseía una población de treinta y seis almas.

Admitiendo que toda esta gente se reuniera alguna vez en la isla Gurbí, ésta, con sus trescientas cincuenta hectáreas de suelo fértil, actualmente cultivadas, bien cuidadas y bien labradas, debía producir lo suficiente para su manutención. La cuestión reducíase, pues, a averiguar en qué época el susodicho suelo volvería a ser productivo; en otros términos: al cabo de cuánto tiempo Galia, libre de los fríos del espacio sideral, recobraría, aproximándose al Sol, su poder vegetativo.

Los habitantes tenían, por lo tanto, que resolver dos grandes problemas: primero, ¿el astro seguía una curva que debiera llevarlos un día hacia el centro de luz, es decir, una curva elíptica?

¿Cuál era el valor de esta curva, o lo que es lo mismo, en qué tiempo Galia, después de haber pasado de su afelio, volvería hacia el Sol? Desgraciadamente en aquellas circunstancias los galianos, desprovistos de todo medio de observación, no podían resolver de una manera satisfactoria ninguno de estos problemas.

Necesitaban contar sólo con los recursos ya adquiridos; a saber, las provisiones de la
Dobryna
, azúcar, vino, aguardiente, conservas, etc., que podían durar dos meses y que el conde Timascheff entregaba generosamente en beneficio de todos; el importante cargamento de la
Hansa
, que el judío Hakhabut iba a verse obligado, tarde o temprano, de buena o de mala gana, a entregar al consumo general; y, por último, los productos vegetales y animales de la isla, que usados con la conveniente economía podrían asegurar a la población el alimento durante largos años.

El capitán Servadac, el conde Timascheff, el teniente Procopio y Ben-Zuf hablaban de estas cosas mientras se encaminaban hacia el mar, y el conde Timascheff, interrumpiendo de pronto la conversación general, dijo al capitán de Estado Mayor:

—Capitán, ha sido usted presentado a esta buena gente como gobernador de la isla, y creo que debe conservar este cargo. Es usted francés; nos encontramos en lo que queda de una colonia francesa; y, como toda reunión de hombres necesita un jefe, yo y los míos lo reconocemos a usted como tal.

—Señor conde —se apresuró a responder el capitán Servadac—, acepto de buen grado el nombramiento y con él toda la responsabilidad que me impone, aunque confío en que nos entenderemos perfectamente y que haremos cuanto esté de nuestra parte en interés común. Lo más difícil está ya hecho y espero que resolveremos todas las dificultades, si Dios ha dispuesto que vivamos siempre separados de nuestros semejantes.

Y, al decir esto, Héctor Servadac tendió la mano al conde Timascheff, que la tomó inclinando ligeramente la cabeza.

Era el primer apretón de manos que cambiaban aquellos dos hombres desde que se habían encontrado; pero ninguno de los dos hizo la menor alusión a la rivalidad pasada, ni debía hacerla jamás.

—Ante todo —dijo el capitán Servadac—, hay una cuestión importante que resolver. ¿Conviene informar a los españoles de la situación en que nos encontramos?

—No, señor gobernador —respondió en seguida Ben-Zuf—. Esa gente se desesperaría si se enterara de lo que ocurre y no habría medio de gobernarla.

—Además —añadió el teniente Procopio—, tengo entendido que son muy ignorantes, y no comprenderían absolutamente nada de cuanto se les dijera desde el punto de vista cosmográfico.

—¡Bah! —contestó el capitán Servadac—. Aunque lo comprendieran, no les importaría mucho. Los españoles son demasiado fatalistas, como los orientales, y éstos no se impresionan demasiado. Una canción, una guitarra y un poco de baile y castañuelas, y estarán contentos.

¿Qué opina usted, conde Timascheff?

—Opino —respondió el conde Timascheff— que es preferible decir la verdad, como yo se la he dicho a mis compañeros de la
Dobryna
.

—Esa es también mi opinión —repuso el capitán Servadac—, y no creo que debamos ocultar la situación a los que tienen que participar de sus peligros. Por ignorantes que sean, y lo son probablemente esos españoles, no habrán dejado de advertir cierta modificación en los fenómenos físicos, como la menor duración de los días, el cambio en la marcha del Sol y la disminución de la gravedad. Por consiguiente, debemos decirles que vamos arrastrados por el espacio, lejos de la Tierra, de la que sólo queda esta isla.

Other books

World Without End by Chris Mooney
The Academy by Ridley Pearson
Found: A Matt Royal Mystery by Griffin, H. Terrell
Briarwood Cottage by JoAnn Ross
Identity Issues by Claudia Whitsitt
Tallahassee Higgins by Mary Downing Hahn
Brass Rainbow by Michael Collins
LoverforRansom by Debra Glass
Colonel Brandon's Diary by Amanda Grange