Read Harry Potter y el prisionero de Azkaban Online
Authors: J.K. Rowling
—Una explosión de gas —gruñó Ernie.
—Y ahora está libre —dijo Stan volviendo a examinar la cara demacrada de Black, en la fotografía del periódico—. Es la primera vez que alguien se fuga de Azkaban, ¿verdad, Ernie? No entiendo cómo lo ha hecho. Da miedo, ¿no? No creo que los guardias de Azkaban se lo pusieran fácil, ¿verdad, Ernie?
Ernie se estremeció de repente.
—Sé buen chico y cambia de conversación. Los guardias de Azkaban me ponen los pelos de punta.
Stan retiró el periódico a regañadientes, y Harry se reclinó contra la ventana del
autobús noctámbulo
, sintiéndose peor que nunca. No podía dejar de imaginarse lo que Stan contaría a los pasajeros noches más tarde: «¿Has oído lo de ese Harry Potter? Hinchó a su tía como si fuera un globo. Lo tuvimos aquí, en el
autobús noctámbulo
, ¿verdad, Ernie? Trataba de huir...»
Harry había infringido las leyes mágicas, exactamente igual que Sirius Black. ¿Inflar a tía Marge sería considerado lo bastante grave para ir a Azkaban? Harry no sabía nada acerca de la prisión de los magos, aunque todos a cuantos había oído hablar sobre ella empleaban el mismo tono aterrador. Hagrid, el guardabosques de Hogwarts, había pasado allí dos meses el curso anterior. Tardaría en olvidar la expresión de terror que puso cuando le dijeron adónde lo llevaban, y Hagrid era una de las personas más valientes que conocía.
El
autobús noctámbulo
circulaba en la oscuridad echando a un lado los arbustos, las balizas, las cabinas de teléfono, los árboles, mientras Harry permanecía acostado en el colchón de plumas, deprimido. Después de un rato, Stan recordó que Harry había pagado una taza de chocolate caliente, pero lo derramó todo sobre la almohada de Harry con el brusco movimiento del autobús entre Anglesea y Aberdeen. Brujos y brujas en camisón y zapatillas descendieron uno por uno del piso superior, para abandonar el autobús. Todos parecían encantados de bajarse.
Al final sólo quedó Harry.
—Bien, Neville —dijo Stan, dando palmadas—, ¿a que parte de Londres?
—Al callejón Diagon —respondió Harry.
—De acuerdo —dijo Stan—, agárrate fuerte...
PRUMMMMBBB.
Circularon por Charing Cross como un rayo. Harry se incorporó en la cama, y vio edificios y bancos apretujándose para evitar al autobús. El cielo aclaraba. Reposaría un par de horas, llegaría a Gringotts a la hora de abrir y se iría, no sabía dónde.
Ernie pisó el freno, y el
autobús noctámbulo
derrapó hasta detenerse delante de una taberna vieja y algo sucia, el Caldero Chorreante, tras la cual estaba la entrada mágica al callejón Diagon.
—Gracias —le dijo a Ernie. Bajó de un salto y con la ayuda de Stan dejó en la acera el baúl y la jaula de
Hedwig
—. Bueno —dijo Harry—, entonces, ¡adiós!
Pero Stan no le prestaba atención. Todavía en la puerta del autobús, miraba con los ojos abiertos de par en par la entrada enigmática del Caldero Chorreante.
—Conque estás aquí, Harry —dijo una voz.
Antes de que Harry se pudiera dar la vuelta, notó una mano en el hombro. Al mismo tiempo, Stan gritó:
—¡Caray! ¡Ernie, ven aquí! ¡Ven aquí!
Harry miró hacia arriba para ver quién le había puesto la mano en el hombro y sintió como si le echaran un caldero de agua helada en el estómago. Estaba delante del mismísimo Cornelius Fudge, el ministro de Magia.
Stan saltó a la acera, tras ellos.
—¿Cómo ha llamado a Neville, señor ministro? —dijo nervioso.
Fudge, un hombre pequeño y corpulento vestido con una capa larga de rayas, parecía distante y cansado.
—¿Neville? —repitió frunciendo el entrecejo—. Es Harry Potter.
—¡Lo sabía! —gritó Stan con alegría—. ¡Ernie! ¡Ernie! ¡Adivina quién es Neville! ¡Es Harry Potter! ¡Veo su cicatriz!
—Sí —dijo Fudge irritado—. Bien, estoy muy orgulloso de que el
autobús noctámbulo
haya transportado a Harry Potter, pero ahora él y yo tenemos que entrar en el Caldero Chorreante...
Fudge apretó más fuerte el hombro de Harry, y Harry se vio conducido al interior de la taberna. Una figura encorvada, que portaba un farol, apareció por la puerta de detrás de la barra. Era Tom, el dueño desdentado y lleno de arrugas.
—¡Lo ha atrapado, señor ministro! —dijo Tom—. ¿Querrá tomar algo? ¿Cerveza? ¿Brandy?
—Tal vez un té —contestó Fudge, que aún no había soltado a Harry.
Detrás de ellos se oyó un ruido de arrastre y un jadeo, y aparecieron Stan y Ernie acarreando el baúl de Harry y la jaula de
Hedwig
, y mirando emocionados a su alrededor.
—¿Por qué no nos has dicho quién eras, Neville? —le preguntó Stan sonriendo, mientras Ernie, con su cara de búho, miraba por encima del hombro de Stan con mucho interés.
—Y un salón privado, Tom, por favor —pidió Fudge lanzándoles una clara indirecta.
—Adiós —dijo Harry con tristeza a Stan y Ernie, mientras Tom indicaba a Fudge un pasadizo que salía del bar.
—¡Adiós, Neville! —dijo Stan.
Fudge llevó a Harry por el estrecho pasadizo, tras el farol de Tom, hasta que llegaron a una pequeña estancia. Tom chascó los dedos, y se encendió un fuego en la chimenea. Tras hacer una reverencia, se fue.
—Siéntate, Harry —dijo Fudge, señalando una silla que había al lado del fuego.
Harry se sentó. Se le había puesto carne de gallina en los brazos, a pesar del fuego. Fudge se quitó la capa de rayas y la dejó a un lado. Luego se subió un poco los pantalones del traje verde botella y se sentó enfrente de Harry.
—Soy Cornelius Fudge, ministro de Magia.
Por supuesto, Harry ya lo sabía. Había visto a Fudge en una ocasión anterior, pero como entonces llevaba la capa invisible que le había dejado su padre en herencia, Fudge no podía saberlo.
Tom, el propietario, volvió con un delantal puesto sobre el camisón y llevando una bandeja con té y bollos. Colocó la bandeja sobre la mesa que había entre Fudge y Harry, y salió de la estancia cerrando la puerta tras de sí.
—Bueno, Harry —dijo Fudge, sirviendo el té—, no me importa confesarte que nos has traído a todos de cabeza. ¡Huir de esa manera de casa de tus tíos! Había empezado a pensar... Pero estás a salvo y eso es lo importante.
Fudge se untó un bollo con mantequilla y le acercó el plato a Harry.
—Come, Harry, pareces desfallecido. Ahora... te agradará oír que hemos solucionado la hinchazón de la señorita Marjorie Dursley. Hace unas horas que enviamos a Privet Drive a dos miembros del departamento encargado de deshacer magia accidental. Han desinflado a la señorita Dursley y le han modificado la memoria. No guarda ningún recuerdo del incidente. Así que asunto concluido y no hay que lamentar daños.
Fudge sonrió a Harry por encima del borde de la taza. Parecía un tío contemplando a su sobrino favorito. Harry, que no podía creer lo que oía, abrió la boca para hablar, pero no se le ocurrió nada que decir, así que la volvió a cerrar.
—¡Ah! ¿Te preocupas por la reacción de tus tíos? —añadió Fudge—. Bueno, no te negaré que están muy enfadados, Harry, pero están dispuestos a volver a recibirte el próximo verano, con tal de que te quedes en Hogwarts durante las vacaciones de Navidad y de Semana Santa.
Harry carraspeó.
—Siempre me quedo en Hogwarts durante la Navidad y la Semana Santa —observó—. Y no quiero volver nunca a Privet Drive.
—Vamos, vamos. Estoy seguro de que no pensarás así cuando te hayas tranquilizado —dijo Fudge en tono de preocupación—. Después de todo, son tu familia, y estoy seguro de que sentís un aprecio mutuo... eh... muy en el fondo.
No se le ocurrió a Harry desmentir a Fudge. Quería oír cuál sería su destino.
—Así que todo cuanto queda por hacer —añadió Fudge untando de mantequilla otro bollo— es decidir dónde vas a pasar las dos últimas semanas de vacaciones. Sugiero que cojas una habitación aquí, en el Caldero Chorreante, y...
—Un momento —interrumpió Harry—. ¿Y mi castigo?
Fudge parpadeó.
—¿Castigo?
—¡He infringido la ley! ¡El Decreto para la moderada limitación de la brujería en menores de edad!
—¡No te vamos a castigar por una tontería como ésa! —gritó Fudge, agitando con impaciencia la mano que sostenía el bollo—. ¡Fue un accidente! ¡No se envía a nadie a Azkaban sólo por inflar a su tía!
Pero aquello no cuadraba del todo con el trato que el Ministerio de Magia había dispensado a Harry anteriormente.
—¡El año pasado me enviaron una amonestación oficial sólo porque un elfo doméstico tiró un pastel en la casa de mi tío! —exclamó Harry arrugando el entrecejo—. ¡El Ministerio de Magia me comunicó que me expulsarían de Hogwarts si volvía a utilizarse magia en aquella casa!
Si a Harry no le engañaban los ojos, Fudge parecía embarazado.
—Las circunstancias cambian, Harry... Tenemos que tener en cuenta... Tal como están las cosas actualmente... No querrás que te expulsemos, ¿verdad?
—Por supuesto que no —dijo Harry.
—Bueno, entonces, ¿por qué protestas? —dijo Fudge riéndose, sin darle importancia—. Ahora cómete un bollo, Harry, mientras voy a ver si Tom tiene una habitación libre para ti.
Fudge salió de la estancia con paso firme, y Harry lo siguió con la mirada. Estaba sucediendo algo muy raro. ¿Por qué lo había esperado Fudge en el Caldero Chorreante si no era para castigarlo por lo que había hecho? Y pensando en ello, seguro que no era normal que el mismísimo ministro de Magia se encargara de problemas como la utilización de la magia por menores de edad.
Fudge regresó acompañado por Tom, el tabernero.
—La habitación 11 está libre, Harry —le comunicó Fudge—. Creo que te encontrarás muy cómodo. Sólo una petición (y estoy seguro de que lo entenderás): no quiero que vayas al Londres
muggle
, ¿de acuerdo? No salgas del callejón Diagon. Y tienes que estar de vuelta cada tarde antes de que oscurezca. Supongo que lo entiendes. Tom te vigilará en mi nombre.
—De acuerdo —respondió Harry—. Pero ¿por qué...?
—No queremos que te vuelvas a perder —explicó Fudge, riéndose con ganas—. No, no... mejor saber dónde estás... Lo que quiero decir...
Fudge se aclaró ruidosamente la garganta y recogió su capa.
—Me voy. Ya sabes, tengo mucho que hacer.
—¿Han atrapado a Black? —preguntó Harry.
Los dedos de Fudge resbalaron por los broches de plata de la capa.
—¿Qué? ¿Has oído algo? Bueno, no. Aún no, pero es cuestión de tiempo. Los guardias de Azkaban no han fallado nunca, hasta ahora... Y están más irritados que nunca. —Fudge se estremeció ligeramente—. Bueno, adiós.
Alargó la mano y Harry, al estrecharla, tuvo una idea repentina.
—¡Señor ministro! ¿Puedo pedirle algo?
—Por supuesto —sonrió Fudge.
—Los de tercer curso, en Hogwarts, tienen permiso para visitar Hogsmeade, pero mis tíos no han firmado la autorización. ¿Podría hacerlo usted?
Fudge parecía incómodo.
—Ah —exclamó—. No, no, lo siento mucho, Harry. Pero como no soy ni tu padre ni tu tutor...
—Pero usted es el ministro de Magia —repuso Harry—. Si me diera permiso...
—No. Lo siento, Harry, pero las normas son las normas —dijo Fudge rotundamente—. Quizá puedas visitar Hogsmeade el próximo curso. De hecho, creo que es mejor que no... Sí. Bueno, me voy. Espero que tengas una estancia agradable aquí, Harry.
Y con una última sonrisa, salió de la estancia. Tom se acercó a Harry sonriendo.
—Si quiere seguirme, señor Potter... Ya he subido sus cosas...
Harry siguió a Tom por una escalera de madera muy elegante hasta una puerta con un número 11 de metal colgado en ella. Tom la abrió con la llave para que Harry pasara.
Dentro había una cama de aspecto muy cómodo, algunos muebles de roble con mucho barniz, un fuego que crepitaba alegremente y, encaramada sobre el armario...
—
¡Hedwig!
—exclamó Harry.
La blanca lechuza dio un picotazo al aire y se fue volando hasta el brazo de Harry.
—Tiene una lechuza muy lista —dijo Tom con una risita—. Ha llegado unos cinco minutos después de usted. Si necesita algo, señor Potter, no dude en pedirlo.
Volvió a hacer una inclinación, y abandonó la habitación.
Harry se sentó en su cama durante un rato, acariciando a
Hedwig
y pensando en otras cosas. El cielo que veía por la ventana cambió rápidamente del azul intenso y aterciopelado a un gris frío y metálico, y luego, lentamente, a un rosa con franjas doradas. Apenas podía creer que acabara de abandonar Privet Drive hacía sólo unas horas, que no hubiera sido expulsado y que tuviera por delante la perspectiva de pasar dos semanas sin los Dursley.
—Ha sido una noche muy rara,
Hedwig
—dijo bostezando.
Y sin siquiera quitarse las gafas, se desplomó sobre la almohada y se quedó dormido.
El Caldero Chorreante
H
ARRY
tardó varios días en acostumbrarse a su nueva libertad. Nunca se había podido levantar a la hora que quería, ni comer lo que le gustaba. Podía ir donde le apeteciera, siempre y cuando estuviera en el callejón Diagon, y como esta calle larga y empedrada rebosaba de las tiendas de brujería más fascinantes del mundo, Harry no sentía ningún deseo de incumplir la palabra que le había dado a Fudge ni de extraviarse por el mundo
muggle
.