Harry Flashman (8 page)

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Authors: George MacDonald Fraser

Tags: #Humor, Novela histórica

BOOK: Harry Flashman
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Como ustedes comprenderán, yo tenía unas ideas un poco confusas acerca de los motivos de todo aquello, pero, en algunas cosas, veía algo más que la mayoría de mis conciudadanos. Y lo que yo veía era que no estaba mal que los soldados británicos más escogidos combatieran contra los extranjeros, pero cosa muy distinta era que lo hicieran contra su propio pueblo, pues buena parte de los soldados del Undécimo, por ejemplo, pertenecía a la clase trabajadora, y a mí no me parecía bien que lucharan contra los suyos. Así lo dije, pero se limitaron a contestarme que la disciplina lo resolvería todo. «Bueno —pensé—, puede que sí y puede que no, pero el que se encuentre atrapado entre una muchedumbre por un lado y una columna de chaquetas rojas por el otro no será el viejo Flashy.»

La localidad de Paisley estaba muy tranquila cuando me enviaron allí, pero las autoridades contemplaban con recelo toda aquella zona, considerada un foco de disturbios. Estaban adiestrando una milicia por si acaso, y ésa fue la tarea que me encomendaron a mí: un oficial de un regimiento escogido de caballería adiestrando a una infantería irregular. Era lo que cabía esperar. Por suerte, los hombres resultaron ser un buen material; muchos de los mayores eran veteranos de las guerras napoleónicas, y el sargento había combatido en el 42 Regimiento en Waterloo.

Me alojaron en la residencia de uno de los principales propietarios de fábricas de la zona, un ricachón de larga nariz y severa mirada que vivía con cierto lujo en una casa de Renfrew y que, a su manera, me hizo sentir a gusto cuando llegué.

—Nosotros no tenemos en gran estima a los militares, señor —me dijo—, y podríamos pasarnos muy bien sin ustedes. Pero puesto que, gracias a la debilidad del Gobierno y a toda esta maldita bobada de la Reforma, nos encontramos en esta apurada situación, tenemos que soportar la molestia de la presencia de los soldados a nuestro alrededor. ¡Un escándalo! ¿Ha visto usted a esos desgraciados de mi fábrica, señor? ¡Si por mí fuera, ahora mismo enviaría a la mitad de ellos a Australia! Y que los demás sintieran retortijones en la tripa durante una o dos semanas... entonces dejarían de maullar.

—No tema, señor —le contesté—. Nosotros le protegeremos.

—¿Que no tema? —replicó—. Yo no tengo miedo de nada, señor. John Morrison no tiembla ante los gemidos de sus obreros, se lo aseguro. En cuanto a protegerme, ya veremos —añadió, mirándome con desdén.

Puesto que yo tendría que vivir con la familia —no hubiera podido negarse a facilitarme alojamiento dado el asunto que me había llevado hasta allí—, el hombre salió conmigo de su estudio y me acompañó a la sala de estar de la familia, cruzando el oscuro vestíbulo de su mansión. Toda la casa era tremendamente fría y oscura y olía a moho y rectitud, pero cuando el señor Morrison abrió la puerta de la sala de estar y me hizo pasar, me olvidé de todo lo que me rodeaba.

—Señor Flashman —dijo—, le presento a la señora Morrison y a mis cuatro hijas. — Pronunció los nombres como si pasara lista—. Agnes, Mary, Elspeth y Grizel.

Di un taconazo e hice una estudiada reverencia. Iba de uniforme y la capa ribeteada de oro y los calzones color de rosa del Undécimo de Húsares ya eran famosos y me sentaban muy bien. Cuatro cabezas se inclinaron en respuesta y una quinta asintió... la de la señora Morrison, una alta mujer de nariz aguileña, en la cual se podía entrever toda la ajada belleza de un buitre. Hice un apresurado inventario de las hijas: Agnes, pechugona y misteriosamente agraciada... sería aprovechable. Mary, pechugona y vulgar... no lo sería. Grizel, delgada y tímida y todavía colegiala... no. Elspeth no se parecía a ninguna de las demás. Era guapa, rubia, de ojos azules y mejillas sonrosadas, y fue la única que me sonrió con la sincera y simple sonrisa de los seres auténticamente estúpidos. Tomé nota inmediatamente y dediqué toda mi atención a la señora Morrison.

La tarea no fue nada fácil, pueden creerme, pues era una avinagrada tirana que me miraba con la misma expresión con que miraba a todos los soldados, ingleses, por supuesto, y a los hombres de menos de cincuenta años de edad... como unos seres frívolos, ateos, inútiles e indignos. En eso parece ser que el marido la apoyaba, y las hijas no me dijeron ni una sola palabra en toda la noche. Hubiera deseado mandarlas a todas al infierno (excepto a Elspeth), pero, en su lugar, decidí mostrarme amable, modesto e incluso humilde con la esposa, por lo que, cuando nos sentamos para la cena —servida, por cierto, con gran ceremonia—, la mujer ya se había ablandado hasta el extremo de dedicarme una o dos sonrisas avinagradas.

«Bueno, algo es algo», pensé y aumenté mi puntuación diciendo «amén» en voz alta cuando Morrison rezó en acción de gracias, y preguntando, para remachar el clavo —era un sábado—, a qué hora se celebraba la función religiosa a la mañana siguiente. Morrison tuvo el detalle de mostrarse cortés conmigo una o dos veces, pero, aun así, me alegré de poder refugiarme finalmente en mi habitación, cuyos tonos marrón oscuro la hacían semejante a una lóbrega tumba.

Puede que ustedes se pregunten por qué razón me tomé la molestia de congraciarme con aquellos puritanos pelmazos. La respuesta es que yo siempre he puesto especial empeño en ser amable con cualquier persona que alguna vez me pueda ser útil. Además, le había echado un poco el ojo a la señorita Elspeth y, sin la buena opinión de la madre, no hubiera podido abrigar la menor esperanza con respecto a ella.

Por consiguiente, participé en las oraciones de la familia, la acompañé a la iglesia, por la noche oí cantar a la señorita Agnes, ayudé a la señorita Grizel a hacer los deberes, fingí interesarme por la conversación de la señora Morrison —despreciativa, reprobatoria y exclusivamente limitada a sus amistades en Paisley—, dejé que la señorita Mary me instruyera en el tema de las flores de su jardín, y escuché el monótono zumbido de los comentarios del viejo Morrison acerca de la situación del comercio y la incompetencia del Gobierno, y, entre aquellos libertinos placeres de la vida de un soldado, conversé de vez en cuando con la señorita Elspeth y descubrí que era tonta de capirote. Aun así, la chica era innegablemente apetecible y, a pesar de toda la piedad y el temor al fuego del infierno que le habían inculcado, me pareció entrever una cierta impudicia en su mirada y en su labio inferior, por lo que, al cabo de una semana, ya había conseguido que se enamorara de mí con tanta vehemencia y pasión como cualquier otra chica. No fue nada difícil: los jóvenes y deslumbrantes oficiales de caballería de anchas espaldas no abundaban demasiado en Paisley, y yo había decidido echar mano de todo mi encanto.

Sin embargo, del dicho al hecho hay un trecho, tal como suele decirse, y mi dificultad estribaba en poder reunirme con la señorita Elspeth en el lugar y el momento adecuados. Durante el día yo estaba muy ocupado con la milicia, y por la tarde sus padres la seguían como una sombra. Más por simple afán de guardar las formas que por otra cosa, creo yo, pues para entonces ya parecían confiar plenamente en mí, pero la situación resultaba de lo más embarazosa y yo ya estaba empezando a experimentar una considerable desazón. Al final, fue su padre quien llevó el asunto a una provechosa conclusión... cambiando con ello toda mi vida y la de su hija. Y todo porque él, John Morrison, el que tanto presumía de intrepidez, resultó ser más tímido que un ratón.

Un lunes, a los nueve días de mi llegada, se produjo un gran tumulto en una de las fábricas; una máquina aplastó el brazo de un joven obrero y sus compañeros hicieron una protesta y organizaron una reunión en la calle delante de la entrada de la fábrica. Eso fue todo, pero un insensato magistrado perdió la cabeza y ordenó que se llamara a las tropas «para reprimir a los alborotadores». Envié a su mensajero a paseo, en primer lugar porque la reunión no parecía peligrosa —aunque hubo mucha agitación de puños y muchos gritos y amenazas, eso sí—, y, en segundo término, porque no tengo por costumbre causar sufrimiento.

Como era de esperar, la reunión se dispersó, pero no sin que antes el magistrado hubiera sembrado el pánico y la alarma ordenando que se cerraran las tiendas y los postigos de las ventanas y qué sé yo qué otras sandeces. Le dije a la cara que era un insensato, ordené a mi sargento que enviara a los milicianos a casa (pero que los tuviera preparados para una posible llamada) y me dirigí al trote a Renfrew.

Encontré a Morrison sumido en un estado de desesperación. Me miró desde la puerta principal de la casa con el rostro ceniciento y me preguntó:

—¿Van a venir, en nombre de Dios? ¿Por qué no se ha puesto usted al frente de sus tropas, señor? Nos van a asesinar por culpa de su negligencia.

Le dije con la cara muy seria que no había peligro y que, en caso de haberlo habido, su lugar debiera haber estado sin duda en la fábrica para imponer el orden a los bribones. Se puso a gimotear... raras veces he visto a un hombre tan asustado, y lo digo yo, que soy un auténtico cobarde de nacimiento y hablo por ello con conocimiento de causa.

—¡Mi lugar está aquí —replicó en tono quejumbroso—, defendiendo mi casa y a mis niñas!

—Yo creía que hoy estaban en Glasgow —dije, entrando en el vestíbulo.

—Mi pequeña Elspeth está aquí —dijo él, soltando un gruñido—. Si entraran las turbas...

—Vamos, por Dios —exclamé sin poder disimular mi mal humor, pues el imbécil del magistrado ya me había sacado de mis casillas y sólo me faltaba el pelmazo de Morrison—, las turbas ya no están. Se han ido a casa.

—¿Y se quedarán en casa? —preguntó lloriqueando—. ¡Me odian, señor Flashman, malditos sean todos! ¿Y si entraran aquí? ¿Qué sería de mí... y de mi pobrecita y pequeña Elspeth?

La pobrecita y pequeña Elspeth estaba sentada en el asiento de la repisa de la ventana, admirando su imagen reflejada en los cristales sin dar muestras de la menor inquietud. Al verla, se me ocurrió una idea extraordinaria.

—Si está usted preocupado por ella, ¿por qué no la envía también a Glasgow? —le pregunté con indiferencia.

—¿Está usted loco, señor? ¿Una joven sola por esos caminos?

Traté de tranquilizarlo: yo la escoltaría y la conduciría sana y salva junto a su mamá.

—¿Y me dejaría a mí aquí? —gimoteó.

Le sugerí que nos acompañara. Pero no quiso. Más tarde pensé que, a lo mejor, guardaba su caja fuerte en la casa.

Se pasó un rato murmurando y tartamudeando, pero, al final, el temor por su hija —totalmente infundado por lo que se refería a las turbas— lo venció y ambos fuimos enviados en una calesa conducida por mí, mientras ella tarareaba alegremente ante la perspectiva de la excursión y su amante progenitor me daba instrucciones y me suplicaba con consternados gimoteos en el momento de ponernos en marcha:

—Cuide de mi pobre corderita, señor Flashman.

—Tenga por seguro que así lo haré, señor —le contesté. Y lo hice.

Las riberas del Clyde eran por aquel entonces un lugar muy placentero en el que todavía no se habían construido las barriadas obreras que ahora las afean. Recuerdo que estaban cubiertas por una suave bruma vespertina y que el cálido sol estaba a punto de ponerse. Al cabo de unos dos kilómetros, sugerí a la señorita Elspeth que nos detuviéramos para dar un paseo entre los árboles que bordeaban la orilla. Ella lo deseaba ardientemente, por lo que dejamos a la jaca ramoneando y nos adentramos en un soto. Sugerí que nos sentáramos, y observé que la señorita Elspeth también lo deseaba ardientemente... así me lo hizo saber su preciosa y vacua sonrisa. Creo que le dije en susurros unas cuantas ocurrencias, jugueteé con su cabello y la besé. A continuación, me puse a trabajar en serio y entonces el deseo de la señorita Elspeth ya no conoció límites. Quince días después aún me quedaban las profundas y enrojecidas huellas de sus garras en la espalda.

Cuando terminamos, ella se tendió medio adormilada sobre la hierba como una gatita satisfecha y, tras lanzar unos cuantos suspiros de placer, me preguntó:

—¿Es eso lo que quiere decir el cura cuando habla de la fornicación?

Sorprendido, le contesté que sí.

—Vaya —dijo—. ¿Por qué le tendrá tanta manía?

Pensé que ya era hora de reanudar el camino hacia Glasgow. Había conocido a muchas mujeres ignorantes y sabía que la señorita Elspeth debía de ocupar uno de los primeros lugares entre ellas, pero no había imaginado hasta aquel momento que no tuviera la más mínima idea acerca de las relaciones humanas más elementales. (Y, sin embargo, en mis tiempos había conocido a muchas mujeres casadas que no establecían la menor conexión entre los retozos con sus maridos en la cama y la concepción de los hijos.) Simplemente no comprendía lo que había ocurrido entre nosotros. Le había gustado, por supuesto, pero no había pensado en ninguna otra cosa... ni en las consecuencias, ni en el sentido de culpa, ni en la necesidad de guardar secreto. En ella, la ignorancia y la estupidez formaban un perfecto escudo contra el mundo. Supongo que en eso consiste la inocencia.

Experimenté un sobresalto, puedo asegurarlo. Me la imaginé comentando alegremente: «Mamá, ¿a que no adivinas lo que hemos hecho esta tarde el señor Flashman y yo...?». No es que me preocupara demasiado, pues, en el fondo, me importaba un bledo la opinión de los Morrison y si no eran capaces de cuidar de su hija, peor para ellos. Sin embargo, cuantos menos problemas hubiera, mejor; por su propio bien, confiaba en que la chica mantuviera la boca cerrada.

La acompañé de nuevo a la calesa, la ayudé a subir y pensé en lo guapa y tonta que era. Curiosamente, en aquel momento experimenté por ella una súbita oleada de afecto como jamás había sentido por ninguna otra mujer... a pesar de que muchas habían sido bastante más satisfactorias que ella. Fue algo que no tuvo nada que ver con nuestros retozos sobre la hierba. Mientras contemplaba el dorado cabello que le enmarcaba el rostro y su risueña expresión de felicidad, sentí un profundo deseo de conservarla a mi lado no sólo en la cama sino en todo lugar. Quería ver su cara, la forma en que se alisaba el cabello y la dulce serenidad de su mirada. «Oye, Flashy, ten cuidado, muchacho», recuerdo haber pensado. Sin embargo, me quedó dentro una extraña sensación de vacío y, de entre todos los recuerdos de mi vida, no hay ninguno más claro que el de aquella tibia tarde a orillas del Clyde en que Elspeth me sonrió bajo los árboles.

Casi tan claro como ése, aunque menos agradable, es el recuerdo que conservo de Morrison cuando, unos días más tarde, agitó el puño delante de mi rostro y me gritó, con las mejillas congestionadas por la furia:

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