Harry Flashman (7 page)

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Authors: George MacDonald Fraser

Tags: #Humor, Novela histórica

BOOK: Harry Flashman
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Yo asentí con la cabeza.

Bryant retrocedió para apartarse de la línea de fuego; los padrinos y el médico ocuparon posiciones a su lado, dejándonos a Bernier y a mí separados por una distancia de unos veinte pasos. Bernier se encontraba situado de lado con la pistola al costado, mirándome directamente a la cara como si estuviera eligiendo el blanco... a aquella distancia hubiera podido alcanzar los puntos de un naipe.

—Las pistolas se disparan con una sola presión —dijo Bryant, levantando la voz—. Cuando yo baje el pañuelo, podrán ustedes apuntar y abrir fuego. Bajaré el pañuelo dentro de unos segundos a partir de ahora —añadió, levantando la mano en la que sostenía un pañuelo blanco.

Oí el clic de Bernier amartillando su pistola. Sus ojos estaban clavados en los míos. «Te han vuelto a tomar el pelo, Bernier —pensé—; estás nervioso por nada.» Bryant bajó el pañuelo.

El brazo derecho de Bernier se levantó como una señal de ferrocarril y, antes de amartillar mi arma, mis ojos contemplaron el cañón de su pistola... Al cabo de una décima de segundo, el cañón escupió humo y el estallido de la carga fue seguido por algo que me rozó la mejilla y me la arañó... era el taco. Retrocedí y Bernier me miró enfurecido, como si se sorprendiera de que yo estuviera todavía de pie, supongo. Alguien gritó:

—¡Ha fallado el tiro, por todos los santos!

Otro pidió silencio en tono enojado.

Ahora me tocaba a mí. Por un momento, sentí deseos de abatir al cerdo que tenía delante. Pero, en tal caso, Bryant hubiera podido pagarlo muy caro y, además, era algo que no formaba parte de mis designios. Tenía en mi mano la ocasión de ganarme una fama que se extendería por todo el Ejército en cuestión de una semana... la del valiente Flashy que le había robado la mujer a otro hombre y había sido agredido por éste, pero había tenido la nobleza de no aprovecharse de él en un duelo.

Todos se habían quedado petrificados contemplando a Bernier mientras esperaban a que yo lo abatiera. Amartillé mi pistola y lo miré fijamente.

—¡Venga ya, maldita sea! —me gritó de repente con la cara muy pálida a causa de la cólera y el temor.

Le miré un instante, y después levanté la pistola a la altura de la cadera, pero con el cañón apuntando visiblemente hacia un lado. La sostuve casi con negligencia durante un momento, para que todo el mundo viera que disparaba con la deliberada intención de errar el tiro. Apreté el gatillo.

Lo que ocurrió con aquel disparo ya ha entrado a formar parte de la historia del regimiento. Yo quería disparar al suelo, pero resultó que el médico había dejado el maletín y el frasco de alcohol sobre la hierba en aquella dirección a cosa de unos treinta metros de distancia y, por pura casualidad, el disparo arrancó limpiamente el cuello del frasco.

—¡Qué bárbaro, lo ha desviado! —rugió Forrest—. ¡Lo ha desviado!

Todos se acercaron corriendo mientras el médico soltaba maldiciones, protestando por la rotura de su frasco. Bryant me dio una palmada en la espalda y Forrest me estrechó la mano. Tracy miró a su alrededor con asombro... pensaba, como todo el mundo, que yo le había perdonado la vida a Bernier y, al mismo tiempo, había ofrecido una prueba de mi sorprendente puntería. En cuanto a Bernier, me dirigió la mirada más asesina que jamás se haya visto en un hombre, pero yo me acerqué resueltamente a él con la mano tendida y él no tuvo más remedio que estrechármela. Estaba haciendo un esfuerzo sobrehumano por no golpearme el rostro con su pistola.

—Somos amigos, ¿verdad? —le pregunté.

Soltó un gruñido incoherente y, dando media vuelta, se retiró.

Cardigan, que estaba observando la escena desde lejos, no se había perdido detalle. Más tarde me llamaron mientras estaba desayunando jubilosamente con los fulleros, pues éstos habían querido celebrar el acontecimiento a lo grande y estaban comentando admirados la forma en que yo me había enfrentado a mi adversario y después había desviado el tiro. Cardigan me mandó llamar a su despacho, donde se encontraban presentes su asistente, Jones y Bernier, cuyo rostro parecía un trueno a punto de estallar.

—¡Eso yo no lo puedo consentir! —estaba diciendo Cardigan— ¡Ah,
Fuashman
, pase! Jo, jo. Y
ahoua
, haga usted el favor de
estuechaule
la mano, capitán
Beunier
, y que yo oiga que el asunto ya está
uesuelto
y el honor ha quedado satisfecho.

—Por mí ya está resuelto —dije yo—y lamento muchísimo lo ocurrido. Sin embargo, el golpe lo propinó el capitán Bernier, no yo. Pero aquí está de nuevo mi mano.

—¿Por qué desvió el tiro? —me preguntó Bernier con trémula voz—. Se ha burlado usted de mí. ¿Por qué no disparó como un hombre?

—Mi querido señor —contesté—, jamás se me hubiera ocurrido la idea de decirle a usted hacia dónde tenía que apuntar su disparo; no me diga ahora hacia dónde hubiera tenido yo que apuntar el mío.

Dicen que mi respuesta se incluyó en un diccionario de citas; el
Times
la reprodujo aquella misma semana y cuentan que cuando el duque de Wellington tuvo noticia de ella, comentó:

—Muy buena. Y muy cierta también.

Por consiguiente, aquella mañana de trabajo le dio a Harry Flashman una fama que me permitió disfrutar de una celebridad más inmediata que si hubiera tomado por asalto una batería yo solito. Una fama extraordinaria, teniendo en cuenta sobre todo que me la había ganado en tiempo de paz. La historia corrió como la pólvora, la gente me señalaba incluso por la calle y hasta recibí una carta de un clérigo de Birmingham en la que éste me decía que, por haberme mostrado misericordioso, alcanzaría sin duda la misericordia divina. Por su parte, el armero Parkin de Oxford Street me envió un par de pistolas con incrustaciones de plata y mis iniciales grabadas... de mucho valor comercial, supongo. Hubo también una interpelación en la Cámara a propósito de la inmoral práctica de los duelos, a la cual Macaulay contestó que, puesto que uno de los participantes en un reciente acontecimiento había dado tan elevadas muestras de humanidad, el Gobierno, si bien deploraba semejantes actos, confiaba en que ello se convirtiera en un buen ejemplo. («Bravo, bravo» y enfervorizados vítores.) Mi tío Bindley comentó, al parecer, que su sobrino valía más de lo que él pensaba, y hasta Basset empezó a presumir de ser el criado de semejante gloria.

El único que se mostró crítico conmigo fue mi padre, el cual me escribió en una de sus insólitas cartas:

«Otra vez no seas tan infernalmente insensato. No se bate uno en duelo para desviar el tiro, sino para matar al adversario.»

Por consiguiente, tras haberme apoderado de Josette por derecho de conquista —debo decir que ella me miraba con un cierto respeto reverencial— y haberme ganado la fama de valiente y honrado tirador de primera, me sentí considerablemente satisfecho. El único estorbo era la cuestión de Bryant, pero conseguí resolverla sin dificultad.

En cuanto hubo terminado de hacerme la pelotilla el día del duelo, Bryant me pidió las diez mil... Sabía que yo tenía un montón de dinero, o que lo tenía mi padre por lo menos, pero yo era perfectamente consciente de que jamás le hubiera podido sacar diez mil libras al jefe. Así se lo dije a Bryant, y él se me quedó mirando con la boca abierta como si le hubiera propinado un puntapié en el estómago.

—Pero tú me prometiste diez mil libras —dijo en tono quejumbroso.

—Una promesa muy tonta a poco que uno lo piense, ¿no te parece? —contesté—. Diez mil libras nada menos... ¿Quién podría pagar semejante cantidad?

—¡Eres un cerdo embustero! —me gritó casi llorando de rabia—. ¡Juraste que me las pagarías!

—Tonto tú por haberme creído —contesté.

—¡Muy cierto! —gruñó—. ¡Pero ya lo veremos! Tú a mí no me tomas el pelo, Flashman, vaya...

—¿Qué vas a hacer? —le dije—. ¿Contárselo a todo el mundo? ¿Confesar que enviaste a un hombre a un duelo con una pistola descargada? La historia será muy interesante. Confesarás un delito grave... ¿se te ha ocurrido pensarlo? Además, nadie te creería, pero te expulsarían del Ejército por conducta impropia.

De pronto, Bryant comprendió la situación y se dio cuenta de que no podía hacer nada. Se puso a patalear y a tirarse de los pelos. Después me suplicó, pero yo me burlé de él y entonces él juró que ya me daría mi merecido.

—¡Te arrepentirás de lo que has hecho! —gritó—. ¡Te lo juro por Dios!

—Hay menos probabilidades de que eso ocurra de que tú cobres las diez mil— le dije mientras él se retiraba hecho una furia.

Estaba muy tranquilo, pues lo que le había dicho era la pura verdad. No se atrevería a decir una sola palabra por su propia seguridad. En realidad, a poco que lo hubiera pensado, un soborno de diez mil libras le hubiera tenido que oler a chamusquina. Pero era un tipo muy codicioso y yo he vivido lo bastante como para saber que no hay ninguna locura capaz de arredrar a un hombre cuando está en juego una cantidad de dinero o una mujer.

No obstante, si en aquella ocasión pude congratularme de la forma en que se resolvió el asunto y ahora lo recuerdo como uno de los más importantes y provechosos incidentes de mi vida, muy pronto se me planteó un problema como consecuencia de aquellos hechos. La dificultad surgió unas cuantas semanas más tarde, y me obligó a abandonar el regimiento durante una temporada.

Ocurrió poco antes de que el regimiento tuviera el honor (tal como suele decirse) de ser elegido para escoltar hasta Londres a Alberto, el futuro esposo de la Reina, a su llegada al país. Lo habían nombrado coronel del regimiento y, entre otras cosas, nos habían confeccionado un nuevo uniforme y nos habían cambiado el nombre por el de Undécimo de Húsares. Pero eso es secundario; lo más importante fue que el príncipe se interesó mucho por nosotros y, como la historia del duelo había provocado una gran conmoción y él era un chismoso alemán de marca mayor, averiguó el motivo.

La cosa estuvo a punto de destruirme para siempre. El hombre descubrió que su precioso regimiento albergaba oficiales que mantenían tratos con prostitutas francesas y que incluso se batían en duelo por ellas. El príncipe armó un escándalo y, como consecuencia de ello, Cardigan me mandó llamar y me dijo que, por mi propio bien, tendría que marcharme una temporada.

—Se nos ha pedido —dijo— que abandone usted el
uegimiento
... Supongo que la intención oficial es la de que su
uetiuada
sea
peumanente, peuo
yo la voy a
inteupuetar
como
tuansitouia
. No tengo el menor deseo de
puescindir
de los
seuvicios
de un
puometedor
oficial como usted... ni por Su Alteza
Ueal
ni por nadie, si he de
seule sinceuo. Poduía iuse
de
peumiso, clauo, peuo
yo
consideuo
más
opoutuno
que se
incoupoue
a un destacamento. Le
destinaué
a
otua
unidad, hasta que pase el
uevuelo, Fuashman
.

La idea no me gustaba demasiado y, cuando me anunció que el regimiento al que había decidido enviarme estaba en Escocia, a punto estuve de rebelarme. Pero comprendí que sólo sería por unos meses... y me alegraba saber que Cardigan seguía estando de mi parte. Si el duelo lo hubiera protagonizado Reynolds, la cosa habría sido muy distinta, pero yo era uno de sus preferidos. Y hay que decir en honor del viejo lord Jo Jo que cuando alguien era su preferido, lo defendía a capa y espada con razón o sin ella. El muy estúpido.

4

He servido como soldado en demasiados países y he conocido a demasiadas personas como para caer en la insensatez de dictar sentencias sobre nadie. Les cuento a ustedes lo que he visto y ustedes sacarán sus propias conclusiones. No me gustaron ni Escocia ni los escoceses; el lugar me pareció muy húmedo y los habitantes más bien primitivos. Estaban adornados con todas las excelentes cualidades que más me atacan a los nervios... frugalidad, diligencia y sosa gazmoñería. Las mujeres, por su parte, son en general unas cosas amables y vocingleras que sin duda resultan útiles en la cama siempre y cuando los gustos de uno vayan por ese camino. (Un amigo mío que se acostaba con la hija de un clérigo escocés me describió sus encuentros con ella como una especie de combate con un sargento de dragones.) Los hombres me parecieron serios, hostiles y codiciosos, y ellos, a su vez, me consideraban insolente, arrogante y apuesto.

Eso por regla general; pero había excepciones, como ustedes verán. Lo mejor que descubrí fueron el oporto y el clarete, para el cual los escoceses tienen un gusto exquisito, aunque nunca me aficioné al whisky.

La unidad a la que yo había sido destinado se encontraba en un lugar llamado Paisley, cerca de Glasgow, y, cuando me enteré de lo que era, poco faltó para que desertara. Pero me dije que regresaría al Undécimo en cuestión de unos meses y que no tenía más remedio que tomarme la medicina aunque ello me obligara a permanecer algún tiempo lejos de una existencia como Dios manda. Mis malos presagios se cumplieron con creces, pero, por lo menos, la vida no resultó aburrida, que era lo que yo más me temía. Muy al contrario.

Por aquel entonces se registraba un gran malestar en todas las zonas industriales de Gran Bretaña, lo cual me importaba un bledo y, de hecho, jamás me había molestado en leer las noticias relacionadas con dicho asunto. Los trabajadores se encontraban en un estado de gran agitación y la gente comentaba los disturbios en las ciudades textiles, la rotura de telares por parte de los tejedores y la detención de los cartistas,
[9]
pero los más jóvenes pasábamos de todo eso. Cuando te has criado en el campo o vives en Londres, esas cosas no significan nada para ti y lo único que yo sacaba en claro de todo aquello era que los pobres se habían soliviantado y querían trabajar menos a cambio de más dinero y los propietarios de las fábricas no estaban dispuestos a ceder. Puede que hubiera algo más, pero lo dudo y nunca nadie me ha convencido de que fuera algo más que una guerra entre ambas partes. Siempre lo ha sido y siempre lo será mientras un hombre tenga lo que otro no tiene, y al que Dios se la dé, san Pedro se la bendiga.

Al parecer, san Pedro había dado de lado a los trabajadores con la ayuda del Gobierno, y los soldados éramos la espada del Gobierno. Las tropas salían a la calle para aplastar a los agitadores, se les leía la Ley de Sedición y de vez en cuando se producían enfrentamientos entre ambas partes y se registraban algunas muertes. Ahora soy bastante neutral y tengo el dinero bien guardado en el banco, pero, por aquel entonces, las personas a quienes yo conocía maldecían con toda su alma a los trabajadores y decían que los deberían ahorcar, azotar y deportar a todos, y yo era partidario de que así se hiciera, tal como decía el duque. Ustedes no tienen ni idea hoy en día de lo fuertes que eran entonces los sentimientos. Los obreros textiles eran considerados un enemigo del mismo calibre que los franceses o los afganos. Había que aplastarlos dondequiera que se levantaran, y lo teníamos que hacer nosotros.

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