Halcón (66 page)

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Authors: Gary Jennings

Tags: #Historica

BOOK: Halcón
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—¿Osarás humillar de tal modo a una princesa amala?

— em¡Vái! ¿Es que crees que lo digo en broma? Quiero ese documento. Si quieres salvar tu pudor, no tienes más que señalarme quién es ese Thorn.

En cierto modo, así lo hice, porque dije entre dientes:

—El empactum lo tengo yo.

Y lo saqué de la blusa y traté de romperlo, pero el pergamino es duro.

El emoptio y el otro volvieron a sujetarme, Estrabón lanzó su desagradable carcajada, se me acercó y me arrebató el pergamino; luego, se contentó con mirarlo, asintió con la cabeza al ver los sellos con la Z

y… para mi gran sorpresa, lo arrojó despreocupadamente al fuego. Después me enteré de que Estrabón no sabía leer. Naturalmente, si lo hubiese abierto, al ver que estaba en blanco, todos mis planes se habrían venido abajo; pero no lo hizo para no pasar por la vergüenza de fingir que lo leía o por no pedir a alguien que lo hiciese y que yo me riese de él por ser un bárbaro ignorante.

De todos modos, me reí con desdén, diciendo:

—Sólo has destruido un trozo de pergamino, no su significación. Mi hermano conserva la estratégica ciudad de Singidunum y por eso logró que el emperador le acordara el empactum con sus concesiones. Basta con que se lo pida y Zenón volverá a firmar y sellar otro pergamino.

—Tu hermano tiene Singidunum y yo tengo a su hermana —gruñó él—. Ya veremos quién pesa más en la balanza—.

Muy bien, Ocer —añadió, dirigiéndose al emoptio—. Ahora ya no hace falta que nos quedemos más aquí. Envía dos hombres a por caballos de tiro para la carruca y arrojad el cadáver que hay dentro. Que otros dos lleven a la princesa, la metan en el carruaje y la vigilen. Lamento haber turbado tu sueño, princesa, pero quiero estar en camino al amanecer. Cabalgaremos rápido y no acamparemos hasta mañana por la noche. Así que si quieres echar un sueñecito antes de partir, te aconsejo que lo hagas. Yo me contenté con dirigirle una mirada desdeñosa, por lo que se volvió de nuevo hacia el emoptio, diciendo:

—Ocer, mientras tanto…

Me habría gustado oír lo que le decía, pero me arrastraron hacia la carruca y, una vez que los caballos estuvieron enganchados, mis guardianes me subieron con rudeza a ella. Ya habían retirado el cadáver de Amalamena y no quedaba nada de ella salvo un poco de sangre reseca en el sitio en que había muerto. Pregunté a los guardianes qué habían hecho con el cadáver, pues temía que un cuerpo tan precioso, aún caliente y blando, hubiese servido para satisfacer brutales instintos de los soldados.

—Somos ostrogodos como vosotros —dijo altivamente uno de los hombres— y no profanamos los cadáveres. Tu criada será enterrada como los guerreros caídos en la lucha. Empero, los dos soldados no eran tan considerados con una joven viva y, cuando quise cerrar las cortinas de la carruca, me obligaron a dejarlas abiertas en ambos lados, y luego, entre burlas groseras y gestos vulgares, me dijeron que me preparase para acostarme —sugiriendo que me desnudase— mientras me miraban a la luz del candil. Yo, sin hacerles caso, me contenté con echarme vestida en el catre de Amalamena, cerré los ojos y procuré descansar mientras pensaba en la rápida sucesión de acontecimientos.

Me gustaría decir que sólo pensé en la pobre princesa muerta. Sentía una gran pena, y aún notaba su presencia en la carruca; perduraba su perfume porque llevaba sus ropas, pero, aparte de eso, sólo quedaba el embromos musarós aún perceptible a pesar de la esencia de rosas, y no quería que me recordase a la Amalamena moribunda; yo quería recordarla como la última vez, vivaz, alegre y llena de ganas de vivir, y esperaba tener pronto ocasión de cambiarme de ropa y eliminar todo lo que en la carruca estaba impregnado de aquel repelente aroma.

Cogí los amuletos de la cadena y rogué en silencio —a ningún dios concreto— que Swanila hubiese llegado sin percances hasta Teodorico. Desde que habíamos salido de Constantinopla las cosas no habían salido precisamente con arreglo a lo previsto, pero seguía con vida y en una situación muy ventajosa, y más si Teodorico había recibido el empactum y Estrabón seguía creyendo que no. Pero había algunos aspectos preocupantes. Allí acostada en la carruca, oía los ruidos del campamento y me imaginaba lo que estaban haciendo: los vencedores despojaban a los muertos de armas, corazas, bolsas con dinero y cualquier objeto de valor y luego arrojarían los cadáveres y el resto al río. Imaginaba que es lo que habrían hecho con el cadáver de Amalamena. Nada de exequias dignas y honorables para los caídos, pero dudo mucho de que a los muertos les importen los ritos. Y así, como me había dicho en cierta ocasión el viejo Wyrd, pueden seguir viviendo en forma de pez, aves acuáticas, nutrias, halcones…

Lo que más me importaba era que nadie llorara de momento por aquellos muertos. Los cadáveres flotantes son cosa corriente en los ríos y a los navegantes y barqueros no les extrañaría encontrar unos cuantos más; y como todos ellos flotarían desnudos, nadie se molestaría en llevarlos hasta la orilla para ver qué podían pillar. Y, desde luego, nadie iba a molestarse en identificarlos. Mientras tanto, la columna de Estrabón seguiría por el mismo camino por el que había ido la mía y aunque fuera más numerosa en jinetes, caballos de repuesto y acémilas, llevaría la misma carruca. Allá en Singidunum, Teodorico no perdería mucho tiempo pensando en qué habría sido de su mariscal Thorn, su hermana Amalamena, el emoptio Daila y los guerreros y no tardaría en enviar exploradores a todo galope en nuestra busca. ¿Pero qué

descubrirían? Ningún indicio de batalla ni noticia alguna de un combate; en Pautalia les dirían que una

columna había salido de allí por tal camino, y, luego, por los viajeros de ese mismo camino o habitantes a lo largo de él, sabrían que un convoy de jinetes ostrogodos habían, efectivamente, pasado por allí y que, emja, iban escoltando una preciosa carruca con una bella mujer…

Para los exploradores de Teodorico sería como si emsaio Thorn hubiese, de pronto e inopinadamente, desviado la columna —quizá movido por la traición— hacia las tierras de Estrabón o a Dios sabía hacia dónde, y Teodorico no tendría posibilidades de saber dónde me tenía Estrabón; y, como era yo quien deliberadamente lo había propiciado, poco me importaba a dónde. De todos modos, habría preferido que alguien a quien le importara me siguiera hasta ese destino.

Por fin me quedé dormido y no me desperté hasta que el carromato dio unas fuertes sacudidas al arrancar. Ahora sí que estaba a oscuras, pues el candil se había consumido; las cortinas seguían descorridas y columbraba apenas a los guardianes cabalgando a los lados. Así, permanecí echado, escuchando el ruido de los cascos, los tintineos, chirridos y traqueteos del convoy que avanzaba por la garganta, hasta que comenzó a amanecer y salió el sol. Estrabón me había prevenido de que iríamos a buen paso y así era; la carruca avanzaba a una velocidad que nunca antes habían alcanzado los caballos de tiro.

La columna progresaba con buena distancia entre sus filas para que los soldados no tragasen mucho polvo y mi carruaje iba aproximadamente en el centro de la larga caravana; pero el camino describía a veces una buena curva y podía atisbar la cabeza y la cola. Me alegró ver entre los caballos de repuesto a mi fino corcel emVelox; no lo montaba nadie, pese a que la tropa cambiaba a veces de caballo, y pensé que no lo hacían porque les chocaba las cuerdas para los pies y quizá pensasen que eran una especie de rienda pectoral que le habían puesto por su temperamento nervioso y díscolo. Pensando en que emVelox y yo iríamos cautivos al mismo lugar, me dije que tendría ocasión —lo esperaba con todo mi corazón— de demostrar lo bien que se cabalgaba en él.

Aquel día no dejamos de avanzar, parándonos exclusivamente para que los hombres cambiasen de caballos y les diesen de beber. En uno o dos de esos altos, mis guardianes me trajeron de comer y de beber: carne fría ahumada o pescado en salazón, un trozo de pan duro y un vaso de cuero de vino o cerveza. Y fueron las escasas ocasiones en que me dejaron bajar de la carruca para estirar las piernas y orinar. Lo hice, naturalmente, al modo femenino y, por supuesto, siempre a la vista de un guerrero, que sonreía impúdico al ver a una princesa haciendo sus necesidades con la misma sencillez que una humilde campesina.

Proseguimos en dirección nordeste, con toda evidencia en dirección a Serdica. Yo sabía que era una ciudad grande, pero ignoraba si pertenecía a Estrabón o era simplemente un lugar en el que le convenía recluirme mientras negociaba con Teodorico. Bueno, pensé, ya me enteraré. Empero, a pesar de lo rápido que íbamos, no llegamos a Serdica aquel día, y, cuando, de noche, acampanos junto al camino, comprobé

que Estrabón tenía otros planes más bajos para con la princesa Amalamena, además de tenerla como rehén.

La carruca, aunque con sus dos guardianes, estaba bastante apartada de la tropa y yo pensaba que era para que yo tuviera cierta intimidad para comer, dormir y otras cosas. Cierto que me trajeron comida y vino —esta vez comida caliente— y así no tuve que unirme a los demás junto a los fuegos, pero después de haber comido y de hacer una breve incursión a la maleza y efectuar un somero lavado, impuesto por las circunstancias, para irme a acostar, de pronto apareció Estrabón junto a la carruca. Sin saludarme ni decirme nada —tan sólo con un erupto cavernícola, indicio de que había comido bien— subió al vehículo y se tumbó a mi lado.

—¿Qué significa esto? —inquirí glacial.

— emAj, muchacha, anoche has debido de dormir mal —dijo, con otro repugnante eructo—, y voy a tomarme la molestia de que esta noche duermas como un tronco. Dormirás conmigo y con el sueño de los saciados. Apaga el candil y corre las cortinas. A menos que prefieras que nos vean los guardianes. Sin miedo, pero con verdadera sorpresa —porque me había creído exenta de vejaciones— repliqué:

—Me dijiste que respetarías mi santa reliquia y que no me violarías.

—No lo pretendo. Vas a entregarte a mí por tu propia voluntad.

—De ninguna manera.

—Como quieras —dijo, alzando sus hombros de oso—. Teodorico Triarius o toda la tropa. O yo o todos ellos, y no voy a esperar mucho a ver si te decides. Imagino que una presunta princesa preferirá

entregarse a un primo suyo que no a ciento quince hombres de dudoso linaje y nobleza.

—No estés tan seguro —repliqué con osadía, sin sentirla—. Serán patanes y vulgares, pero ninguno de ellos es tan aborreciblemente feo como tú.

Él soltó su horrísona risotada.

—Toda mi vida he sido feo y he oído más bromas e insultos de los que puedes imaginarte, así que reserva tus energías para gritar «¡Que me violan!»

—Una princesa no grita —repliqué, tratando de mostrarme altiva y regia—. Con un grito no se puede expresar el asco, el desprecio y el desdén. Pero te lo diré con palabras pausadas, Estrabón. Esperas de mi hermano concesiones, sumisión, un rescate o lo que sea; pero debes darte cuenta de que no pagará

por mercancía dañada.

— emVái, habrá pagado antes de que sepa que la mercancía está dañada. Y puede que incluso ni siquiera le preocupe ese daño cuando lo sepa.

—¡Qué dices!

—No olvides que él es un pretendiente menor a la corona. Muchos monarcas han mejorado su posición complaciendo con una hermana o una hija a otro monarca más poderoso. Puede que el tonto de tu hermano hace tiempo que considere la posibilidad de ofrecerte a mí como esposa o concubina a cambio de algún reconocimiento de sus pretensiones.

Yo lo ponía, francamente, en duda, pero había una cosa por la que sentía gran curiosidad, y pregunté:

—Pero, anciano, ¿por qué quieres a una persona a quien le pareces repelente y detestable?

—Porque tú a mí no me lo pareces —contestó él con bastante calma. Pero, de pronto, abandonó esa calma y agarró con su manaza el cuello del vestido y de un fuerte tirón me arrancó el sutil atavío de Amalamena, dejándome con la cadenita de los amuletos, el emstrophion cubriéndome los senos y la faja de las caderas. Ladeó la cabeza para mirarme complacido con uno y otro ojo de pies a cabeza. Y al instante, otra vez tranquilo, dijo:

— emNe, no te encuentro nada repelente. Algo falta de carnes para mi gusto, pero ya te cebaré bien. Ahora, basta de chachara. Déjame que te vea desnuda. ¿O lo hago yo?

Estaba tan airado y ofendido, que a punto estuve de arrancarme las dos tiras de tela para que el bruto se quedase atónito al ver una persona con senos de mujer y miembro viril; pero como el sentido común me decía que su reacción más probable habría sido matarme, me contuve y me limité a quitarme el emstrophion.

—Poca carne —repitió—, pero tienen el atractivo de la doncellez, y ya se inflarán con el embarazo. Comenzó a quitarse la ropa y yo me le quedé mirando furioso sin decir nada.

— emNe, no te encuentro repelente, y en este momento no tengo esposas ni concubinas. Las anteriores murieron sin darme un varón, salvo ese Rekitakh de cara de pez que ya conoces. El emperador Zenón cree que lo tiene de rehén para que yo me porte bien. ¡ emVái, que se lo quede! Pero tú eres joven, creo que no mayor que Rekitakh. A lo mejor me das un heredero más presentable, y, así, quedaremos unidos para siempre.

—Dios no lo quiera —contesté, haciendo un esfuerzo por conservar la voz firme y fría—. Imagina que ese hijo sale tan monstruoso como tú. Rekitakh sólo parece un pez, no una rana con… Me largó una bofetada y caí de espaldas en el colchón, medio atontado y con un carrillo ardiendo.

—Ya te he dicho, desgraciada, que no malgastes tus energías en insultos. En vez de eso, usa la boca para echarte en la mano toda la saliva que puedas para humedecerte los bajos, no sea que te duelan más

que la cara. Yo no pierdo el tiempo en proemios preparando a una mujer, ni los pretendo por tu parte. No finjas excitación, cariño ni caricias. Ni tampoco hace falta que te lo quites todo, así que, si te parece menos lascivo, quédate con los amuletos y con esa tira romana del pudor. ¿Me has oído? ¡Lo único que quiero es que te eches y aguantes!

Y es lo que hice. Lo único que podía hacer.

Noté algo de dolor al principio porque, por viejo y canoso que fuese, era enorme, correoso y enérgico. Pero al cabo de un rato ya no me hacía daño y sólo me sentí abyectamente emusado, y a partir de ese momento logré resignarme a ser usado, cual si se hubiese contentado con introducir su miembro en mi axila o entre mis senos. El sudor y la baba que me echó fueron como los de un perrazo apestoso y la otra polución opté por considerarla como una simple porquería.

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