Recordé cómo en cierta ocasión, tiempo atrás, admirándole en su juventud, había pensado con añoranza: em«¡Aj, quién fuera mujer!» Y ahora, admirando al hombre más maduro, más fervientemente aún, me preguntaba por qué en mis recientes veleidades imaginativas como Veleda había alentado la fantasía de abrazar al joven Frido, o cualquier otro hombre inferior a Teodorico; hacía días escasos que mi profunda naturaleza de Veleda había sustituido a aquel Frido ilusorio por el real pero intrascendente Tufa al que la necesidad me había unido. Y eso me hizo cavilar: ¿sería que mi imaginación, volando aún más caprichosamente, habría estado sustituyendo a Frido por Teodorico? ¿Sería posible que la mente se prestara a tales complejidades, independientemente de la voluntad?
Teodorico me miraba ceñudo y me decía:
—¡Habla! ¿Cómo justificas haberte apropiado de los derechos de tu rey para condenar a Tufa, emniu?
¿Tienes algo que alegar para atenuar tu culpa?
Habría podido responderle, y con justa indignación, que con arreglo a mi rango y alto cargo, debía concedérseme la opción a adoptar decisiones cuando había que solventar asuntos importantes en lugares alejados en los que no podía contar con la aprobación de mi rey. De hecho, eso fue lo que alegué, pero sin indignarme, sino en son de broma.
—La culpa es tuya, mi rey.
—¿Cómo? —sus ojos azules echaron fuego y su rubio mentón se abatió indignado, mientras los demás contenían la respiración.
—Has elevado a mi humilde persona a la dignidad de emherizogo y me nombraste mariscal. ¿Se me puede reprochar que mis faltas estén a la altura de mi dignidad?
Todos se me quedaron mirando. Luego, Teodorico profirió una sincera carcajada, secundado por sus oficiales, incluido el severo y anciano Soas. Bien, no era de extrañar que yo —igual que todos sus subditos— admirase y amase a nuestro soberano. Aquello demostraba que el carácter de un rey puede ser afable y simpático a la par que recto y majestuoso.
— emAj, Thorn —dijo cuando cesó de reír—, supongo que debo darte las gracias por no haber estado más tiempo por esos mundos exterminando tú solo a mis adversarios en la península. Al menos me has dejado a Odoacro para que me encargue personalmente de él.
—Y unas cuantas legiones romanas aquí y allá —gruñó afable el general Pitzias.
—Aquí y allá, emja —asintió Teodorico, con ademán displicente—. Pero no existe un frente unificado. Todo lo que queda del ejército romano es una barahúnda que no sabe qué hacer y que tiene a su rey escondido y a su comandante muerto. No creo que presenten mucha resistencia. Será cuestión de irlos barriendo conforme avanzamos.
Por lo que se dijo a continuación supe que Teodorico había infligido a los romanos en el río Addua una derrota casi tan aplastante como la del Sontius, y que, una vez disperso el ejército, habían bastado unos días de asedio a Mediolanum para que la guarnición se rindiera y abriese las puertas; la batalla más importante de la primavera la habían sostenido los visigodos, que habían cruzado los Alpes y que al mando del general Respa habían derrotado al ejército romano, arrebatándole la ciudad de Ticinum, en donde acampaban a la espera de órdenes de Teodorico.
—¿Significa eso —inquirí— que el rey Alarico de los visigodos va a atribuirse el mérito de la conquista, y a pedir parte del botín? ¿Quizá una parte de Italia?
— emNe —contestó Teodorico—. Este Alarico no es tan rapaz como su abuelo y no pretende expansionarse. Alarico, como tantos otros reyes actuales, sueña con los tiempos en que el imperio romano comprendía todo el occidente y todos los reinos que lo formaban gozaban de la seguridad y prosperidad de la emPax Romana.
—Recordad —me dijo emsaio Soas— que la mayoría de los reyes germánicos apoyaron a Odoacro mientras parecía que iba a volver a los gloriosos tiempos de Roma, y ahora, con toda evidencia, esperan que lo haga Teodorico. Alarico ha enviado tropas de apoyo, pero el general Respa nos ha enviado embajadas del rey Khlodovekh de los francos, del rey Genserico de los vándalos y hasta del rey Ermanafrido de los turingios del Norte, y todos expresan amistad y apoyo y se ofrecen a prestar la ayuda que necesitemos.
—El rey Clodoveo incluso ofreció a su hermana —añadió muy sonriente el general Herduico.
—¿Qué? ¿Quién es Clodoveo? —inquirí.
—El rey Khlodovekh, que prefiere la versión romana de su nombre. Su hermana, al menos, ha conservado el nombre de Audefleda en el antiguo lenguaje.
—¿Y para qué ofrece Clodoveo a su hermana? —pregunté intrigado.
—Pues para casarse con Teodorico.
Al oírlo, confieso que sentí como un golpe en el estómago de resentimiento femenino. Me cogió
desprevenido, porque nunca había sentido envidia ni antipatía por la dama Aurora, ni desde su muerte me había molestado que Teodorico estuviese a veces con otras mujeres. Bueno, pensé resignado, era de esperar que algún día contrajese matrimonio; hasta ahora sólo ha engendrado hijas y fruto de concubinatos. Es lógico que desee un heredero varón y de sangre real. Empero, por más que me esforzaba, el razonamiento no me consolaba.
El general Ibba añadió:
—La oferta de Clodoveo da a entender que espera que conquistemos Italia y que su hermana comparta en breve el reino de Teodorico, no sólo de Italia, sino un vasto imperio romano restaurado, y no ser simplemente la reina Audefleda, sino la ememperatriz Audefleda. Y si Clodoveo tanto confía en nuestra victoria, también deben esperarla los otros reyes.
—¿Incluido el nuestro? —pregunté yo audazmente a Teodorico.
Él asintió someramente con la cabeza y dijo:
—De momento, dominamos todo el norte de Italia, desde los Alpes al Sontius. No preveo grandes dificultades en apoderarnos del resto de la península en, a lo sumo, un año. En efecto, todo está
concluido, menos la proclamación de la victoria.
—Como me temía, has ganado la guerra sin mí —comenté yo, profundamente desilusionado.
—No del todo —farfulló Soas—. No se puede celebrar el triunfo sin conceder una corona de laurel, y hasta que Odoacro no entregue…
—Vamos, emsaio Casandra —repliqué yo burlón—. Estoy seguro de que el emperador Zenón no necesita recibir la cabeza disecada de Odoacro, como hicimos con Camundus y Babai. Deja que Odoacro se quede en ese corredor pantanoso de la península —añadí, volviéndome hacia Teodorico—. Que permanezca allí encerrado hasta que la humedad le pudra. Mientras, cuando el resto de Italia sea tuya y todo el mundo lo sepa, a Zenón no le quedará otro remedio que proclamarte…
— emNe, Thorn —replicó él, alzando una mano—. La Fortuna ha intervenido y no en favor nuestro; me ha llegado noticia de que Zenón se encuentra muy enfermo y puede que esté agonizando. Así que no puede proclamar nada. Y no se puede nombrar ningún sucesor hasta que muera. Así pues, si durante ese eminterregnum se me conceden laureles, tendré que ganármelos yo y que el mundo lo vea. Ahora más que nunca es necesario que derroque ostensiblemente a Odoacro.
—Pues lamento ser yo quien te lo diga —añadí, lanzando un suspiro—, pero necesitaremos algo más que nuestro ejército para conseguirlo. He observado el terreno en torno a Ravena y es imposible un ataque por tierra y un asedio sería inútil. La cosecha de la provincia de Flaminia ya se había recogido cuando Odoacro se guarneció allí, así que tendrá provisiones en abundancia.
—Y probablemente —musitó Pitzias— ése es el motivo por el que Tufa mató a todos nuestros hombres; para que no mermaran los recursos de la ciudad.
—Si fue por eso, ha sido innecesario —dije yo—, porque los habitantes de Ravena pueden vivir bien y mucho tiempo aún sin haber recogido la cosecha; recuerdo que cuando fui cautivo de Estrabón en la ciudad de Constantiana en el mar Negro, se jactaba de que todos los ejércitos de Europa no serían capaces de impedir que la ciudad fuese aprovisionada por mar; y Ravena está en el Hadriaticus. Deseo recalcarlo. La única manera eficaz de tomar Ravena sería con la flota romana; que sus barcos transportasen a nuestras tropas, desembarcando y…
—No puedo hacerlo —dijo Teodorico, tajante.
—Orgulloso guerrero —dije yo—, ya sé que preferirías tomarla sin ninguna ayuda. Y yo también. Pero debes creerme cuando te digo que es empresa vana. Y el emnavarchus Lentinus de la flota adriática parecía bastante dispuesto a…
—Por Lentinus es por lo que no puedo empeñar a la flota romana. emVái, Thorn, tú estabas presente cuando le di mi palabra de que sería su comandante legítimo y por derecho antes de encomendarle ninguna misión. Zenón no me ha conferido esa autoridad, no puedo hacerlo, y Lentinus lo sabe. Aunque quisiese faltar a mi palabra, no hay modo de que pueda hacer obedecer al emnavarchus. Le bastaría con poner los barcos fuera de mi alcance.
—Y tal desaire —terció Ibba innecesariamente— dejaría en mal lugar a Teodorico ante los ojos de sus futuros subditos y sería peor que la más aciaga derrota.
—Ya he pensando en llevar tropas por mar, Thorn —prosiguió Teodorico—. Y si no, utilizar catapultas desde el mar para batirla. O, como último recurso, hacer un bloqueo naval que impida cuando menos su abastecimiento. Pero emne, no puedo. Lentinus ya se ha prestado muy amablemente a cederme sus barcos más rápidos para llevar mensajes entre Aquileia y Constantinopla. Por eso he sabido la enfermedad de Zenón. Pero no puedo pedirle nada más, y menos exigirle.
—Pues no puedo sugerir otra cosa —dije yo, encogiéndome de hombros—. Asedíala si quieres, cuando nuestros ejércitos entren en Flaminia, pero no servirá de nada, salvo para cercar en ella a Odoacro, cuando lo que realmente quieres es hacerle salir. Bien, al menos sabrás dónde está. Tal vez cuando hayamos conquistado Italia y estemos ya tranquilamente cultivando todos los emjugerum de la península, salvo esa zona pantanosa costera, Odoacro acepte la derrota y se avenga a salir.
— emHabái ita swe —dijo Teodorico, esta vez no en tono autoritario, sino resignado. Tras lo cual, los oficiales se despidieron y yo me rezagué deliberadamente, para preguntarle algo.
—¿Y qué es eso de la hermana del rey Clodoveo, emniu?
—¿Cómo? —replicó él perplejo, cual si hubiese olvidado su existencia—. ¿Qué quieres que te diga de ella? Difícilmente puedo pensar en hacer emperatriz a Audefleda hasta que tenga ese imperio.
—Lo tendrás, emGuth wiljis. ¿Y luego? ¿Es que vas a casarte con una extranjera a quien no conoces?
— emAj, bien sabes que es cosa nada infrecuente, y más en el caso de familias reales que contraen matrimonios de conveniencia. Empero, el general Respa la conoce, y me dice que no es tonta, tiene encantos aceptables y es más bella que lo normal en las princesas.
—Lástima que, como es sabido, las mujeres francas tengan tendencia a envejecer y ajarse antes que otras —dije yo con esa melifluidad con que suelen expresar su desdén las féminas—. Y como dices que ha de correr algún tiempo antes de que puedas…
— ¡Oh, emvái! —exclamó él, con una carcajada—. Clodoveo es un mozuelo de veintitrés y Audefleda debe tener seis o siete años menos. Espero con toda seguridad gozar de esa ciruela antes de que se convierta en pasa.
Y así, salí de la basílica desalentado y reconcomido por dentro; incluso una mujer normalmente tranquila y equilibrada como Veleda, no puede vencer la turbación cuando compara sus cualidades con la de otra y —ya antes de que se preste a considerar cualidades como la belleza, el encanto y la inteligencia— descubre abatida que la otra tiene la enorme, insuperable e injusta ventaja de ser más joven. Y yo, Veleda, tenía — em¡liufs Guth! — casi el doble de años que la doncellil Audefleda. Advertí que iba apretando los dientes y eso necesariamente me hizo recordar que no era vieja. La augusta Iglesia cristiana, que pretende ser infalible en toda cuestión que los mortales puedan plantearse, tiene establecido con precisión cuándo es vieja una mujer, vieja sin remedio y por más que proteste, finja o apele; los doctos padres de la Iglesia han decretado que una mujer es vieja a los cuarenta, que es la edad en que está en condiciones idóneas para la emvelatio monjil; según me explicó la hermana Tilde (cuando yo era, entonces sí, tan jovencita), una mujer de cuarenta años, como reconoce la Iglesia, tiene «edad en la que ya ha superado las ansias indecentes… y está tan envejecida y ajada que ya no inspira esas ansias en el hombre».
Bien, emthags Guth, a mí aún me faltaban seis años para pasar ese linde irreversible; y tal vez fuese una de las pocas que prolongase ese plazo de cuarenta, pues, aunque la naturaleza, en principio, había cometido el enorme error de darme forma humana, por otro lado, esa misma naturaleza, desde entonces, me había tratado con bastante más indulgencia que a otras mujeres y siempre había sido esbelta y de pocas carnes y seguía siéndolo; mi cuerpo no había padecido la hinchazón y el aflojamiento de la maternidad y mi vigor no había mermado por efecto de la sangría de la menstruación; y tal vez por mi carencia de algunas glándulas femeninas —o por tenerlas tan inextricablemente mezcladas con las masculinas— los efectos de la edad no me acosaban. Cierto que mis caderas habían engrosado una pizca y mis senos y vientre ya no eran tan firmes al tacto, pero conservaba una tez suave y sin tacha, en mi semblante no había arrugas y mis poros no eran toscos. No tenía papada ni el cuello abultado y aún poseía un cabello abundante y lustroso; mi voz no se había vuelto chillona y andaba airosamente. Aun comparada con una nubil inmadura y sosa de dieciséis años como Audefleda, no era nada decrépita, pensé. Pero…
No puede negarse que los hombres que de jóvenes son guapos conservan su atractivo mucho más que la mujer más hermosa; Veleda no podría elegir eternamente los hombres que quisiera de cualquier edad y condición, como había hecho en Bononia, mientras que sus coetáneos Thorn y Teodorico aún continuarían muchos años siendo atractivos para mujeres de su misma edad y mujeres jóvenes y más que jóvenes; por no hablar de las mayores que ellos. Ahora mismo, si les diesen a escoger entre la Veleda casi a punto para el velo monástico y la pimpante Audefleda, ¿cuál escogerían? Me daban ganas de mesarme los cabellos y gritar como aquella lastimosa Hildr en la gruta de Gutalandia: «¿Es justo, acaso?»
Pero lo que hice fue detenerme aterrada, de pronto, en la calle. Por decirlo de algún modo, era como si Thorn volviese la cabeza para mirar a Veleda con una mezcla de admiración, horror y sarcasmo y dijera en voz alta: em«¡Gudisks Himins!» Y me devoraba la envidia de mí mismo.