—No... es mejor que no —dijo con determinación—. Caminaré entre los zombis, seré uno más entre ellos. Tendré más posibilidades de saber qué pasa ahí fuera.
Víctor sintió un escalofrío. Lo que acababa de decir se parecía demasiado a lo que hacía aquel sacerdote escalofriante.
—Eh... hombretón —dijo Susana—, no irás a dejarte matar ahora que te hemos recuperado, ¿no?
Dozer sonrió.
—Ni lo sueñes —dijo.
Aranda abrió los ojos al resto de su vida cuando aún era de noche. Se sentía como si hubiera despertado de un sueño, aunque recordaba con escalofriante nitidez lo que había ocurrido.
Se arrastró fuera del túnel, dándose cuenta de que el aire ya no era irrespirable, y se preguntó si esa circunstancia se debía a su nueva condición como
resucitado
o si es que el gas había desaparecido. Salió a la noche, y la lluvia le empapó. No sabía cuánto tiempo había estado
muerto
en el túnel, pero seguía siendo de noche, y eso le pareció significativo: quizá aún pudiera hacer algo. Afortunadamente, no estaba lejos de una de las puertas que había volado Jimmy, y pudo regresar al interior de la Alhambra. Los
caminantes
vagaban por todas partes, así que la historia de Zacarías era verdad, al menos, en esa parte. El suelo estaba lleno de cadáveres (muchos con disparos en mitad de la frente), lo que era una evidencia, también, de alguna contienda, pero por lo visto fracasada.
Atravesó la Alcazaba y se encontró con el espectáculo pavoroso del palacio en llamas. La imagen era tanto más poderosa en cuanto a que, para él, hacía apenas unas horas que se adentraba en él acompañado de Romero. Para entonces parecía que el final de sus aventuras estaba próximo, que allí se resolvería la conclusión de su particular periplo y que desentrañarían los últimos misterios del Necrosum, pero el destino le preparaba aún otras sorpresas. Ahora, las llamas recorrían la histórica fachada y salían, abrasadoras, por las ventanas. En alguna parte estalló un cristal.
Entonces, el sonido de unos disparos llamó su atención. Le quedó muy claro que éstos venían del exterior, más allá del muro que quedaba a su derecha, así que sin saber qué pensar, corrió hasta la Puerta de la Justicia, moviéndose entre los zombis a contracorriente. Allí se encontró con un espectáculo inesperado: unos soldados salían de entre la espesura y corrían hacia unos enormes camiones militares que estaban estacionados. Disparaban con bastante acierto, así que se parapetó detrás de uno de los espectros mientras miraba.
Y entonces reconoció a uno de ellos.
Era Zacarías.
Frunció el ceño, intentando decidir qué hacer. Eran los insurrectos, sin duda. Con la base en llamas, ocupada por los zombis y sin el recurso del secreto que circulaba por sus venas, habían decidido huir.
Pensó en intentar impedírselo, pero luego decidió que le importaba bien poco que se marchasen. Recordó una de las frases que su padre empleaba a menudo cuando veían una película de persecuciones: «A enemigo que huye, puente de plata.» La decisión final le sobrevino cuando uno de los soldados tardó demasiado en saltar a la parte trasera del camión. Los zombis lo agarraron por la espalda y lo tiraron al suelo. Cayó con un golpe sordo, los ojos desencajados, y berreando como un bebé, pero nadie le ayudó. Ni siquiera hubo un tiro de misericordia. El motor arrancó revolucionándose rápidamente y se estremeció. Aranda sacudió la cabeza, sintiendo lástima por el soldado que se había quedado atrás, pero al mismo tiempo supo que no hacía falta que él hiciera nada. Supo que no llegarían muy lejos. Aquellos hombres pensaban demasiado en ellos mismos. El tiempo les daría, poco a poco, lo que merecían.
Se quedó mirando cómo se alejaban, golpeando a los zombis a su paso, hasta que el ruido del motor terminó por desaparecer entre los árboles. Prácticamente al mismo tiempo, los gritos del soldado se detuvieron con una especie de gruñido arrastrado que le recordó al de un gato amenazando. Sacudió la cabeza y cerró los ojos.
Adónde pensaban ir, no lo sabía, pero sí sabía una cosa; huían de algo que estaba por todo el mundo, y huían de algo que, sin saberlo, llevaban en el interior de ellos mismos: el enemigo.
Muy poco después estaba de regreso en la Alhambra. Caminaba ahora por la calle Real, rumbo a la zona civil que había visto desde el helicóptero. Se encontró los jardines en el mismo estado en que los había visto Dozer, llenos de
caminantes
. La visión de las puertas abiertas y el vano expedito le llenaron de inquietud, y se lanzó dentro, apartando a los muertos con fuertes empujones.
Aranda recorrió las salas, impresionado por el estado de éstas. Zacarías no había exagerado en su narración: había cadáveres por todas partes, y los camastros y los diferentes enseres estaban tirados por el suelo. Pero mientras observaba el estado ruinoso del recinto, empezó a escuchar disparos.
Orientándose por la fuente del sonido de éstos, terminó por divisarlos al otro lado del patio interior, a través de la vidriera. Vio a José, a Susana, y también a Sombra, que permanecía en la retaguardia... y el que estaba delante de todos ellos, impidiendo el avance de los espectros con su propio cuerpo, era...
¡Dozer!
Aranda se sintió transportado a nuevos estadios de felicidad. ¡Dozer! Su cuerpo ya no funcionaba como antaño, pero de haberlo hecho, hubiera llorado de la emoción que sentía. ¡Dozer estaba vivo! No sabía cómo había logrado llegar hasta allí aquel viejo hijo de puta, pero si había alguien capaz de regresar de entre los muertos y encontrarlos en aquel rincón del mundo, ese era el líder del Escuadrón de la Muerte.
Se apresuró a recorrer el pasillo para reunirse con ellos y ayudarlos, pero cuando le faltaba ya el último tramo, el resplandor de un relámpago arrancó un destello en uno de los espejos que aún colgaban de la pared. Aranda volvió la cabeza instintivamente, y cuando lo hacía, una réplica de luz le permitió verse reflejado en éste.
Su corazón ya no latía, pero experimentó una sensación de vértigo cuando vio su propia imagen. Instintivamente, lanzó el brazo hacia delante y lo estrelló contra éste, cubriendo su superficie; el espejo se balanceó violentamente y se quedó trabado, pero no cayó.
Había visto su propia cara, pero el espejo le debía haber jugado una mala pasada. Había visto...
Retiró la mano y se enfrentó a su imagen, y entonces un abismo se abrió bajo sus pies. Estaba pálido, cubierto de tierra y suciedad pese a la lluvia, y su pelo largo y negro se había escapado de la coleta y lo tenía pegado a la frente. Y sus ojos...
Sus ojos eran blancos, sin pupila, como los que había visto tantas veces en los muertos. Eso era en lo que él se había convertido: en un muerto. Un muerto viviente.
No lo entiendes, había dicho Barraca. ¿Crees que te estoy diciendo que dejes que te conviertas en un zombi? No entiendes una puta mierda. ¿No lo sabes?, ¿crees que eres humano como yo? No lo eres. El virus ya está dentro de ti... ¡tú eres un zombi!
Barraca se lo dijo, y él, de todas formas, lo sabía. Sabía que Isidro había regresado a la vida en ese estado, pero no quiso prestar atención. Sólo pensaba en quedarse libre para poder hacer
algo
, y se lanzó. Y ahora...
Se miró las manos. Hasta las venas parecían ahora más hinchadas, pero se preguntó si la sangre seguiría fluyendo por ellas. Se llevó la mano al pecho y lo notó silencioso y quedo, y esa quietud lo sumió en una honda desesperación.
Pensó en el reencuentro. En Susana, descubriendo que se había convertido en lo que tanto habían temido. Se la imaginó intentando componer una sonrisa, pero fracasando en su intento de esconder una manifiesta aversión. Pensó en aquella niña, cuyo nombre ni siquiera recordaba, huyendo de él con miedo en los ojos, y pensó también en todos los otros.
Aranda el Monstruo. Aranda
el Zombi
.
Lanzó una mano hacia delante y descolgó el espejo de un fuerte empellón. Éste cayó contra el suelo y se deshizo en un montón de cristales rotos, cada uno de los cuales le ofreció una versión distorsionada de sí mismo. Incapaz de soportarlo, cerró los ojos y se dejó caer de rodillas, recogido sobre sí mismo.
Lentamente miró a través del ventanal y vio a sus compañeros. Trabajaban perfectamente en equipo, como lo habían hecho siempre. Se sincronizaban a la perfección, con una puntería impecable. Dozer mantenía la cabeza agachada, impidiendo el avance de los zombis con los brazos extendidos, mientras Susana y José les disparaban desde atrás. En ese pequeño intervalo, habían avanzado bastante, y ahora estaba claro que en poco tiempo conseguirían recuperar el control de la situación. No le necesitaban.
Y Carranque... Carranque ya no existía. Ya ni siquiera el doctor Rodríguez podría jamás seguir investigando sobre el Necrosum, por no mencionar que su sangre no era más válida ahora que la de cualquiera de aquellas monstruosidades que le rodeaban.
Asintió en silencio, respondiéndose a sí mismo.
No. Él no sería Aranda
el Zombi
.
Se incorporó, con las manos temblorosas, y se dio la vuelta, alejándose por el pasillo sin mirar atrás. Regresó hasta el exterior y recorrió la calle Real, cabizbajo y envuelto en un torbellino de sensaciones, de vuelta a la puerta por donde había entrado momentos antes. Allí abandonó la Alhambra, sin mirar atrás. Una vez tuvo un sueño: rociar la ciudad con alguna suerte de gas que acabara con los zombis y preservara a los vivos, y casi lo consiguió. Casi. Pero lo había estropeado todo, había echado a perder la oportunidad que se le había brindado. Ahora viviría el exilio, una nueva existencia alejado de todos, como la que sufrió los primeros meses de pandemia, allá en el Rincón de la Victoria.
Y cuando empezó a descender la colina entre los arbustos y la vegetación, incapaz siquiera de llorar, el que fuera líder de Carranque salió para siempre de nuestra historia.
Dozer no encontró a Aranda por ninguna parte, ni encontró a nadie más vivo. En el silencio de las primeras horas del día, el palacio era ahora una tumba donde el único sonido era el frufrú del lento caminar de los muertos. Algunos iban vestidos de soldados; otros, eran delgados y vestían ropas sucias, y Dozer no pudo evitar pensar que aquellos habían formado parte, una vez, de los que sobrevivieron en la zona civil.
Caminó por el interior humeante del palacio durante bastante tiempo, pensando que en cualquier parte podían estar los restos de Aranda, y aunque estaba contento por haber encontrado al resto del Escuadrón, a Isabel y los niños, no pudo evitar sentir angustia por los que habían caído.
Sin embargo, encontró algo: el almacén de suministros. Éste estaba emplazado en los sótanos del palacio, y se quedó abrumado por la cantidad de raciones del ejército que estaban allí apiladas. No entendía cómo los soldados no las habían compartido con los civiles, como le habían contado sus amigos.
Tenía que conseguir llevarlos allí.
Dedicó toda la mañana a clausurar de nuevo los accesos a la Alhambra, lo que no fue una tarea fácil. Para conseguirlo, utilizó los camiones que aún quedaban para bloquear los accesos de la Puerta de los Carros, incluyendo la Torre de la Justicia. Allí encontró también una destartalada furgoneta llena de sopas y paquetes de pastas (tallarines, macarrones, espaguetis...), que metió en el interior del recinto. La puerta de la Alcazaba le costó algo más de trabajo, porque las orgullosas hojas de madera habían prácticamente desaparecido y no había forma de llevar ningún vehículo hasta allí, ni siquiera el Roña. En lugar de eso, arrastró con esfuerzo parte de los sacos y los muebles que habían constituido la barricada del ejército, hasta que quedó inaccesible.
Cuando terminó estaba sudoroso y exhausto, los músculos parecían pulsar con vida propia y sentía retortijones en el estómago producidos por el hambre, pero aún tenía que hacer el trabajo más duro: eliminar a todos los zombis que quedaban dentro. Sentado en una de las milenarias piedras de la Alcazaba y bajo un inesperado y ardiente sol, Dozer se pasó una mano por el pelo húmedo y bufó.
Sabía que, después de la refriega de la noche anterior, la munición sería del todo insuficiente para aquella cantidad de espectros, así que tuvo otra idea. Era escalofriante, pero a esas alturas la idea surgió de forma natural y ni siquiera pensó en su atroz naturaleza. Además, resolvía dos problemas a la vez.
Fue hasta el palacio y tomó una tea ardiendo de uno de los muchos fuegos; después se acercó a uno de los zombis y prendió sus ropas. El espectro continuó andando, ignorante de que sus pantalones empezaban a llamear. El sol estaba ya alto en el cielo y hacía tiempo que había secado sus ropas, así que en poco tiempo, el fuego le envolvió casi completamente.
Dozer lo miró alejarse, hasta que se detuvo, meciéndose suavemente, y cayendo hacia delante lentamente, con las piernas extendidas.
El camino estaba marcado.
Repitió aquella operación veinte, cincuenta y hasta cien veces. El aire se llenó del desagradable olor de la carne abrasada, y cuando miró hacia atrás, vio la calle llena de pequeñas hogueras humeantes que se iban apagando poco a poco.
A las cinco de la tarde, todavía sin probar bocado ni beber un sorbo de agua, Dozer no pudo encontrar ni un solo espectro vivo al que prender fuego. Entonces tiró la tea al suelo, y regresó al Parador.
La noticia de sus trabajos dejó a todos impresionados.
—No puedo garantizar que no quede algún muerto en alguna parte —explicó—. Esos hijos de puta se habían esparcido como cucarachas en la cocina de un bareto de mala muerte. Así que sugiero que, por ahora, vayamos todos juntos. Pero he encontrado comida, grandes cantidades de comida. Deberíamos ir allí y que cada uno traiga lo que pueda cargar.
Aquellas palabras arrancaron vítores y lágrimas entre los pocos supervivientes que quedaban. Para las seis de la tarde, ya de vuelta en el Parador, todo el mundo se entregaba a la tarea de devorar las raciones del ejército. No faltó quien no pudo aguantar la abundancia de alimento en su estómago y terminó vomitando en alguna parte, pero entonces abría otro paquete y volvía a comer.
Fue un banquete digno de reyes, dadas las circunstancias, y muchos de aquellos hombres y mujeres recordarían aquellas salsas ácidas y pesadas y aquellas raciones aborrecibles como uno de los más grandes eventos de toda su vida.
Los días pasaron sin que las cosas cambiaran mucho en la fortaleza árabe. Una de las tareas más desagradables a las que se enfrentaron fue retirar, uno por uno, todos los cadáveres que aún quedaban esparcidos por la Alhambra, en particular en el interior del Parador. Como hicieron ya varias veces en el pasado, éstos se arrojaron en fosas donde se les prendía fuego. El olor desagradable y penetrante de la carne quemada les acompañó en todo momento.