Hades Nebula (32 page)

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Authors: Carlos Sisí

Tags: #terror, #Fantástico

BOOK: Hades Nebula
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—Tenemos que salir de aquí... —soltó Dozer, aunque esta vez hablaba más para sí mismo que para nadie en concreto.

Los diez minutos que siguieron fueron los peores a los que se había enfrentado Dozer. De alguna parte de la nave llegaban borbotones de risas lejanas, el rumor impreciso de una conversación, y de tanto en cuando gritos. Ya los había escuchado muchas otras veces, por lo que no le costó trabajo identificarlos: eran los gritos dementes de los muertos. No se parecían a los gritos que pudiera dar un ser humano, en ninguna circunstancia; tenían un trasfondo animal, básico, abominable.

Tienen zombis ahí fuera
, pensó, empezando a alimentar la llama de una pequeña esperanza.
El puto juego tiene que ver con zombis
. Pero cuando descubrieran que los
zombis
tenían más interés en las fases de la luna y sus efectos sobre las mareas canadienses que en él mismo, ¿cómo reaccionarían? Si no contribuía a su estúpido juego, para el que se habían tomado tantas molestias, ¿qué otras cosas planearían para él?

«Si hubieras visto lo que llevaban arrastrando en el coche...»

Cuando llegaban los gritos, su anónimo compañero rompía en sollozos. Dozer le increpaba rápidamente para que callara, tenía la esperanza de captar algo de la conversación... alguna palabra que le permitiera comprender de qué iba todo ese asunto, pero descubrió que era imposible. Las palabras no tenían consistencia, parecían formar parte del tejido que se enredaba con el sonido ambiente.

Al cabo de los diez minutos, se produjo un expectante silencio. Dozer no se atrevía a respirar, como si con el sonido del aire exhalado por su boca pudiera perderse algo importante. Por fin, un último grito se hizo audible, agudo y terrible, y después no se escuchó nada más.

—Ése era Javier... era Javier, tío... —decía la voz.

Dozer también lo creía. Había sido un grito diferente a los otros: agónico, prolongado y terrible.

Pasaron otros diez minutos en silencio, sin que ninguno de los dos dijera nada. La voz parecía haber desaparecido, y Dozer pasó el tiempo ensimismado, paseando entre recuerdos dispares, ya que los sonidos habían cesado completamente.

En un momento dado, la puerta volvió a crujir.

Ya está. Ahí vienen. A por otro jugador
.

Escuchó los pasos, y casi al instante, dos hombres aparecieron ante él. Su compañero de miserias tenía razón: había otros. Aquellos no eran los mismos que habían venido antes, aunque pareciesen cortados por el mismo patrón: desaseados, de mirada torva y aspecto iracundo. Al que tenía a la izquierda le faltaba un ojo, y la cuenca vacía estaba rodeada de piel contraída, de un tono tan rojo que recordaba de alguna forma al moco de un pavo. El otro llevaba una escopeta en la mano y lucía una prominente panza que asomaba por debajo de una camiseta varias tallas demasiado pequeña. La luz del sol la hacía brillar como si fuera una luna llena. En ella se leía, simplemente: «MACHO».

—¿A cuál nos llevamos? —dijo el tuerto.

—A este mismo, qué coño importa.

—Lo que tú digas.

—Eh... eh tíos... —empezó a decir Dozer, pero se detuvo, porque su voz sonaba sin fuerza, carcomida por el miedo.

Mientras tanto, el tuerto ya había empezado a trastear con las cadenas que lo retenían, y éstas produjeron un sonido cantarín, extrañamente alegre dadas las circunstancias. Macho retrocedía algunos pasos, haciendo sonar el cargador de la escopeta.

—Ahora no intentes nada,
mamonazo
—dijo, mirándole a los ojos.

Las cadenas cayeron al suelo, y Dozer adelantó los brazos despacio. Los hombros le dolían y las axilas parecían estar a punto de quebrarse, así que se movió despacio mientras recuperaba una postura natural. Luego, se incorporó como pudo.

—Vamos... camina.

Dozer obedeció, aunque sabía perfectamente adónde llevaba el tren en el que se estaba subiendo. Las ideas volaban por su cabeza, pero era incapaz de decidirse por ninguna. Se imaginó a sí mismo lanzándose contra Macho, y se imaginó también retrocediendo rápidamente, con el pecho abrasado por una cortina de metralla. Luego se imaginó echando a correr, ligeramente encorvado para ofrecer menos probabilidad de impacto, pero no creía que sus piernas pudieran ser más rápidas que un dedo que acaricia un gatillo.

Mientras pensaba en eso, se encontró doblando la esquina y entrando en la otra sala de la nave. Las cosas no eran diferentes allí: motores, piezas, ruedas apiladas de forma que parecían desafiar las leyes de la gravedad y polvo suspendido en el aire.

Cruzaron la sala y salieron por la puerta, que era tal y como se la había imaginado: una pieza única de metal que se desplazaba horizontalmente sobre unos rieles. Ésta daba a un corredor estrecho, que giraba bruscamente a la derecha. Se había puesto especial cuidado en retirar algunas de las placas del techo cada pocos metros, de forma que la luz iluminara el corredor.

¿
Así se sienten los que caminan por el Corredor de la Muerte?, se preguntaba Dozer. Huele a pánico, un olor blanco, y el pecho duele. Y la sangre parece que no quiere pasar más allá del cuello. Y las piernas van como solas... ¿Es eso?, ¿es eso lo que se siente
?

—Vale, párate ahí —dijo el tuerto, interrumpiendo el hilo de sus pensamientos. Había abierto una puerta, y al hacerlo, Dozer recibió una bofetada de olor a orina, intensa como el amoniaco.

—Adentro —ordenó el tuerto.

—¿Por qué hacéis esto? —preguntó Dozer, sin volverse.

—¡Cállate, mamón! —gritó.

—Métete dentro, o te reviento la cabeza... —gruñó Macho.

Sus palabras eran arrastradas, como los gruñidos de un perro que advierte que está a punto de lanzar una dentellada. Así que Dozer obedeció. Tuvo la sensación de verse desde fuera, como en una proyección astral, porque sus piernas parecían dirigir sus pasos sin atender los dictados de su cabeza. La sala en sí resultó ser algo mayor que un armario, apenas un zulo miserable, y el aire estaba tan viciado que costaba respirar. El suelo era pura inmundicia, un barrizal fangoso con posos de espuma amarillenta. En la pared opuesta había otra puerta. Se dio la vuelta, pero ya no alcanzó a ver nada; tan pronto lo hizo, la puerta se cerró, llevando la oscuridad más absoluta.

Extendió ambos brazos y descubrió que podía tocar las paredes si se ponía en el centro, pero el tacto era húmedo y blando, y retiró las manos rápidamente.

Tienes un puto imán para estas cosas. Es tu tercera prisión en las últimas veinticuatro horas, tío. ¿Qué vas a hacer, hombre, qué cojones vas a hacer ahora
?

Pero no lo sabía, y no hizo nada. Se quedó allí, de pie, demasiado asqueado como para apoyarse siquiera en la pared. En un momento dado, se colocó la camiseta por encima de la nariz, y aunque descubrió que su propio olor corporal no era demasiado bueno, resultaba infinitamente mejor que el olor a heces y putrefacción que venía del suelo. Tenía los pies hundidos en varios centímetros de algo que ni se atrevía a identificar conscientemente. De pronto escuchó voces que se acercaban, las de sus captores, que debían volver. Casi al instante, la puerta se abrió de nuevo, y un hombre con aspecto asustado se le vino encima, empujado desde atrás. Dozer apenas tuvo tiempo para reaccionar, tomándolo entre sus brazos; no parecía ser capaz de sostenerse en pie y temblaba como una ramita en un día de viento. Dozer le sacaba una cabeza de alto y tuvo la sensación de estar abrazando a un adolescente.

¡
Bum
! La puerta se cerró, desplazando el aire dentro de la cabina y haciendo resurgir un rebufo pestilente.

—Tranquilo... —acertó a decir.

—Por favor... —dijo el hombre.

Dozer reconoció la voz enseguida: era el otro prisionero.

—Vamos, ¿puedes ponerte en pie?

—Creo... creo que sí.

Se quedaron uno junto al otro, expectantes. El único sonido que les llegaba era el de sus propias respiraciones aceleradas.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Dozer.

—Víctor. Me llamo Víctor... —respondió el prisionero.

—Llámame Dozer, Víctor. Lo conseguiremos. Ya verás.

—Tío... no conseguiremos una mierda...

Dozer quiso abrir la boca y contestarle. Quería quitarle esos pensamientos derrotistas de la cabeza, aunque sólo fuera para mantener un nivel de moral alto, pero no encontró argumentos para reforzar sus comentarios que, de pronto, le parecieron vacuos e irrelevantes; así que se quedó callado.

De pronto, la puerta que estaba al otro lado se abrió, crujiendo pesadamente. Dozer se giró, dejando a Víctor a su espalda. Intentó tragar saliva, pero descubrió que su garganta estaba más seca de lo que había pensado y le fue imposible.

—¡Van a ver cómo hacerla de pedo! —decía el mexicano desde alguna parte en el exterior—. ¡Ya saquen sus pinches culos de ahí y les mostramos!

—Por Dios, por Dios... —susurraba Víctor a su espalda—. No salgas, por Dios...

—Vamos, sigámosle la corriente —dijo Dozer, apretando los dientes—. Si nos quedamos aquí nos golpearán, o algo peor. Ya estoy harto de esta mierda. Quiero ver en qué acaba.

—No tío... por Dios, por Dios...

Pero Dozer avanzaba ya hacia el exterior. Ofrecían una visión extraña, con Víctor cogido de sus caderas, utilizando su cuerpo como escudo. Dozer no lo sabía, pero una canaleta de sangre seca cruzaba su frente, atravesaba su ojo derecho y descendía describiendo una forma sinuosa por su mejilla, como un tatuaje tribal de guerra.

Salieron a otra nave de techos altos, de increíbles proporciones. No podían ver hasta dónde llegaba, porque la vista de la planta estaba bloqueada por estanterías de tres metros de alto, dispuestas de forma que dejaban estrechos corredores entre sí. Como en las otras estancias, algunas de las placas del techo habían sido retiradas para dejar pasar la luz, pero aquí esos huecos habían sido cubiertos por plásticos opacos que se estremecían sacudidos por una brisa invisible. El resultado era una temperatura varios grados más alta, húmeda y asfixiante. El mexicano y los otros tres captores esperaban en una barandilla que recorría toda la nave, situada a unos cinco metros por encima del nivel en el que estaban. Verlos ahí, a cierta distancia, sin ningún acceso visible que pudiera colocarlos a su lado en un corto espacio de tiempo le resultó reconfortante.

—¡Cinemex presenta su nuevo
reality
, «El laberinto»! —chilló el mexicano, cambiando el tono de voz. Esto arrancó risas que a Dozer le resultaron detestables por lo exageradas. Probablemente estaría imitando a algún presentador, pero no tenía ni idea de a quién, y a decir verdad, le importaba bien poco—. ¡Escúchenla, ustedes amigos sólo tienen que llegar al otro extremo del laberinto, y caso de conseguirla, serán libres! ¡Como la oyen! Lleven sus pinches huesos a la salida y el comité organizador se compromete a dejar que se vayan de rositas, ésta es nuestra chamba!

El comentario arrancó otra explosión de risas entre los otros hombres, aunque ahora se daba cuenta de que Manuel no participaba en la explosión de carcajadas. Estaba apoyado sobre la barandilla, mirándoles con curiosidad.

Dozer le sostuvo la mirada mientras el mexicano anunciaba algunas normas ridículas («¡No se permiten mamadas ni enculadas chingonas entre los concursantes!»). Aquellos hombres querían un buen espectáculo, uno donde la sangre corriera a borbotones y los concursantes acabaran reducidos a trozos irreconocibles de vísceras palpitantes. Además, estaba seguro de que no existía realmente ninguna probabilidad de que pudieran escapar. Si la había, en todo caso, no le quedaba duda de que su premio sería una buena ración de metralla, generosamente distribuida por las escopetas que portaban.

—Vamos, Víctor, vamos...

—Ese hombre... el mexicano... —dijo Víctor, como ausente—. Se llama Muñeco. Y el otro se llama Jodedor de los Cojones. Se llama Malacara. Se llama...

—¡Miren esa pendejada de nenaza! —chilló el mexicano entonces, interrumpiendo los delirios de Víctor—. ¡Le está cogiendo por detrás!

Mientras reían, Dozer y Víctor se pusieron en marcha. Se imaginó que sería posible trepar por las estanterías y echar un vistazo a lo que les esperaba luego, pero supuso que intentar algo así iría contra las normas, y no quería ser objeto de una andanada de proyectiles.

—¡Ya les dije que nada de enculadas, chingones!

Dozer continuaba avanzando. Las manos de Víctor en sus caderas despedían un calor desagradable, y sus dedos se crispaban sobre su carne, pero no le importó. Si lo que temía se convertía en realidad, prefería que siguiese donde estaba. Al fin y al cabo, ¿qué otra cosa podían haber inventado aquellos hombres?

Perros. Quizá. Perros hambrientos, con espuma blanca escapando de sus fauces llenas de dientes. O un charco conectado a un generador con un cable oculto de manera que te fría el cerebro al pisarlo. O un cable como el que usaron en la trampa del camión cisterna. Un cable que conecta dispositivos inflamables. Tendrán que retirarte la ropa de la piel usando aguarrás y un rascador
.

Siguió avanzando, intentando ir en línea recta en la medida de lo posible. A veces se les obligaba a girar a la izquierda, y luego a la derecha, pero tan pronto encontraban un ramal que les llevara hasta el otro extremo de la nave, lo tomaban. Y caminaban despacio, atentos a todo; pero sobre todo, caminaban despacio para no hacer ruido.

En la barandilla, que cruzaba la nave también por el centro formando una rejilla, los carceleros se movían a la par que ellos. Sus ojos brillaban de excitación.

Entonces, al superar una esquina, se encontraron de bruces con un hombre.

El hombre se irguió tan pronto lo divisaron, aunque estaba de espaldas. Lo vieron estremecerse, como si los hubiera presentido, y girar en redondo. Víctor dejó escapar un pequeño grito. Tenía la cabeza ligeramente inclinada a un lado, y en su rostro, unos ojos blancos como pequeñas lunas destacaban en una piel recubierta de heridas y pústulas varicosas que le daban el aspecto de un enfermo de lepra. Su nariz era un espantajo rojo.

Dozer se preparó para recibirlo, abriendo los pies y extendiendo los brazos. El leproso lanzó las manos hacia delante, con los ojos y la boca abiertos de par en par. No estaba interesado en Dozer, así que éste se apresuró a agarrarlo por las solapas de la chaqueta que vestía y empujarlo contra la estantería. Ésta se desplazó varios centímetros, produciendo un sonido estridente.

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