Hacia la luz (35 page)

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Authors: Andrej Djakow

BOOK: Hacia la luz
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Un hombre de aspecto severo con fusil de francotirador montaba guardia a la puerta del camarote. El centinela intercambió unas palabras con el finlandés, les indicó que esperaran y entró en el camarote.

—No lo vendáis demasiado barato —les susurró Roine—. Tratad de regatear. ¡La posibilidad de navegar hasta San Petersburgo es algo muy caro!

—Nosotros no vamos a regatear —le respondió bruscamente Martillo—. La gente que vive en el metro muere como moscas. El hambre, la radiactividad, los mutantes… hay que salvarlos.

En ese instante, la puerta se abrió y los viajeros entraron en el camarote. Parecía un lugar muy confortable: un sofá —que, de todos modos, había conocido tiempos mejores—, estantes con mapas de los mares y de la Tierra y un voluminoso cronómetro colgado de la pared. Tras una impresionante mesa se sentaba un hombre bien vestido, de unos sesenta años. Parecía concentrado en hacer anotaciones en un libro. La gorra de servicio y la chaqueta de uniforme lo identificaban como capitán de la plataforma flotante. El capitán levantó los ojos por unos instantes, echó una rápida mirada a sus huéspedes y les indicó unos sillones con la cabeza. Los viajeros se sentaron. Reinaba el silencio.

—Bueno, ¿qué es lo que tienen que enseñarme? —dijo por fin.

Gleb sacó su Manual del mar Báltico y lo dejó sobre la mesa del capitán. Éste, en un primer momento, contempló la cubierta sin entender, y luego hojeó varias páginas. El muchacho se percató del interés con que el hombre vestido con chaqueta de uniforme examinaba los mapas cubiertos de anotaciones. El capitán sacó un cigarrillo hecho a mano de una pitillera, lo encendió y miró a sus huéspedes.

—¿Qué quieren a cambio?

Gleb miraba de reojo a Martillo, lleno de esperanza, pero era evidente que su maestro no tenía ninguna prisa en responder, sino que miraba fijamente a su interlocutor.

—La evacuación de los seres humanos que viven en la red de metro.

El capitán no dijo nada. Dio una calada al cigarrillo, lo sacudió para que se desprendiera la ceniza y miró por la ventana. Luego expulsó una nube de humo de un color azulado grisáceo.

—Mire, no todo el mundo puede ir a Moshchny. No hay sitio suficiente para todo el mundo. Y, por otra parte, no podemos permitir que entre cualquiera. Ya tenemos enfermos y viejos más que suficientes. En cambio, dejamos entrar a los fuertes y sanos. Sobre todo ahora, porque con esto —señaló el libro con un gesto de la cabeza— el viaje hasta San Petersburgo es una posibilidad realista.

—¿Y cómo piensan elegir a los que entran y a los que no? —preguntó con énfasis Martillo.

—Imagíneselo usted mismo. La isla ha sobrevivido todos estos años porque ha obligado a todos sus habitantes a someterse a la disciplina más estricta y a trabajar duro. Entiéndalo bien… todos. Entre nosotros, todo el mundo tiene una tarea asignada… jóvenes y viejos. No queremos gorrones ni inválidos.

Gleb se acordó de Nata, la cojita… ¿quería eso decir que a ella no la aceptarían?

—Tengo una conocida en el mundo subterráneo. Es buena chica, pero está un poco coja… —expuso.

—Eso no es grave —le aseguró el capitán—. Podemos hacer una excepción.

El muchacho se tranquilizó un poco. Pensó en sus conocidos y trató de adivinar cuáles de ellos no podrían entrar en la isla.

—Tu también padeces una enfermedad, ¿verdad, Martillo? —preguntó entonces el hombre con la chaqueta de uniforme, pasando a tutearlos.

El muchacho empezaba a preocuparse por la suerte de su maestro, pero el capitán confirmó:

—Si no es contagiosa, no pondrán ninguna objeción a tu entrada. Nuestra comunidad necesita Stalkers experimentados, y, por lo que me han contado, tú tienes mucha experiencia…

—Pero no pienso formar parte de una comunidad que selecciona a los seres humanos. Por supuesto, os doy las gracias por los que vayáis a admitir. Pero yo no voy a quedarme con vosotros.

—¿Estás seguro?

—Cuando naveguéis hasta San Petersburgo, voy a quedarme allí. Luego, nuestros caminos se separarán. ¿Cuándo queréis partir?

—Ahora mismo no puedo responderte. Entenderás que no podemos arriesgar así como así nuestro único medio de transporte capaz de circular por los mares. En cierta ocasión nos metimos en un banco de arena y necesitamos varios meses para reparar la plataforma. No es una decisión que se pueda tomar a la ligera, Stalker. Y no la voy a tomar yo. Esta noche llegaremos a la isla. Una vez allí, podrás llegar a acuerdos con nuestros superiores… —El capitán echó una ojeada al cronómetro—. Bueno, debo atender otros asuntos. Roine, muestra el camino a nuestros huéspedes.

El locuaz finlandés empleó otra hora y media para enseñarles las maravillas de Babel. Vieron que el nombre no era simplemente una metáfora que utilizaba su guía, sino que había echado raíces. En cualquier caso, sonaba mucho mejor que el de «plataforma flotante de prospección».

Cuando Roine estaba a punto de entrar con ellos en el gigantesco centro de pilotaje, se oyó por el altavoz de un antiguo receptor de radio una voz gangosa que leía la previsión meteorológica con monotonía. Entonces se oyó un ruido y, a continuación, una voz distinta. Un gracioso cantó una canción obscena que irritó al locutor.

—¡Isla de Maly, siempre con vuestras bromitas! ¡Salid inmediatamente de esta frecuencia!

Martillo le dio un ligero codazo a Gleb, como para decirle que de ahí provenía la señal que captaron en el Raskat.

Gleb quiso enterarse bien.

—¿Eso significa que tenéis varias islas?

—No muy lejos de Moshchny hay otras. Son más pequeñas, por supuesto. —Roine lo miró con ojos de pícaro—. En la de Maly hay niñas. ¡Te quedarías con la boca abierta!

En ese momento, una sirena empezó a aullar en lo alto de la plataforma. Un grito estridente y entrecortado hizo que los que se hallaban en cubierta corrieran en todas direcciones. El muchacho y el Stalker salieron afuera. Alguien gritaba con todas sus fuerzas por un megáfono:

—¡Ataque aéreo! ¡Ataque aéreo!

Por sorprendente que pudiera parecer, no estalló el pánico. Las mujeres se escondieron en las bodegas y los hombres se distribuyeron por varias posiciones de tiro en las que se habían instalado ametralladoras. Gleb miró hacia arriba y vio una sombra gigantesca que descendía. Una sola mirada le bastó para darse cuenta de que el gigante que ocultaba con sus grandes alas la luz del sol que lograba colarse entre las nubes era un viejo conocido.

Como si les hubieran dado una señal, las numerosas ametralladoras dobles empezaron a disparar. La sombra que volaba por los cielos se estremeció, cambió de trayectoria e hizo una pasada tan cerca de la plataforma que los hombres sintieron el desplazamiento de aire y estuvo a punto de rozar la punta de la torre de perforación. Con ensordecedor estruendo, un gigantesco ballenero le disparó a la bestia un largo arpón con una hilera de garfios afilados. El chirriante tambor empezó a enrollar el cable de acero. El gigante daba bandazos y retorcía su largo cuello en un intento por arrancarse en pleno vuelo los garfios del arpón que se le habían clavado en la piel del vientre.

—¡Ponlo en marcha! —gritó alguien desde arriba con todas sus fuerzas.

Gleb miró con curiosidad. Un hombrecito con una chaqueta acolchada corrió con diligencia hasta la caja del transformador y tiró de una palanca. El propio aire zumbó y gimoteó bajo la presión de la descarga eléctrica que ascendió por el cable. El cuerpo gigantesco del mutante se estremeció y las alas le quedaron agarrotadas.

El electricista cortó la corriente. La criatura se precipitó en el mar como una muñeca de trapo. Las alas acribilladas a balazos se agitaban con violencia y salpicaban de agua marina a los humanos.

Las ametralladoras dispararon nuevas ráfagas contra el gigantesco cuerpo, ya agonizante. El agua que se estrellaba contra el costado espumeó y se tiñó en seguida de rojo. Los cazadores se reunieron en el borde de la cubierta inferior. Se repartieron bicheros, redes y garfios de pesca.

—¡Subidlo por la borda, subidlo por la borda! ¡Capturadlo! ¡Subidlo!

La repugnante cabeza del gigante apareció por el borde de la plataforma. Se oyeron las exclamaciones de asombro de la multitud que había corrido a verlo. Las ametralladoras dobles dispararon de nuevo y destrozaron con largas ráfagas la fauces abiertas del monstruo. El mutante chilló una última vez, se debatió en su agonía y, por fin, quedó inerte. La negra cabeza del monstruo quedó tendida sobre cubierta e hizo rechinar por última vez sus fauces ensangrentadas.

Los cazadores lanzaron al unísono un grito de alegría, se abrazaron y se dieron palmadas en los hombros. Como hormigas, la gente salió de sus escondrijos y se reunieron en la plataforma lateral. Todos ellos querían ver al depredador abatido. Pero al cabo de poco rato regresaron a su ajetreo y volvieron a sus ocupaciones habituales.

La gente se distribuyó por las cubiertas, reanudó las labores que habían abandonado, y tan sólo unos pocos hombres se quedaron en aquella plataforma para atar el cadáver del gigante caído.

—¿Sucede muy a menudo? —preguntó Martillo.

—De vez en cuando… —le respondió el finlandés con poca convicción—. Pero cada vez menos. Esos bichos han comprendido qué es lo que les conviene… Tampoco se acercan a la isla. Moshchny está cubierta de torres de vigilancia, y no los dejamos pasar. Ametralladoras, lanzallamas… disponemos de un arsenal digno de todo respeto.

Gleb trató de imaginarse todo aquel poder y, sin quererlo, se estremeció.

Roine observó las tareas que se realizaban en la plataforma lateral. Sus ojos se iluminaron.

—¡Hoy hemos capturado una buena presa! ¡El hombre sigue siendo el señor del mundo! ¡Su destino es trocear, triturar, consumir… Nadie se puede comparar con él en ese sentido!

Gleb lo miró de reojo.

—¿Y si alguien pudiera?

—¿Qué? ¿Quién podría? —Roine hizo un gesto de rechazo—. Vaya estupidez. Este mundo es nuestro. Y si existe alguna criatura que aún no lo haya entendido… nuestras armas lo convencerán de lo contrario. Es el derecho del más fuerte, muchacho, y no es necesario decir nada más.

El Stalker suspiró.

—Ya recurrimos una vez al derecho del más fuerte. Quizá no tendríamos que repetir ese error.

El finlandés iba a contradecirlo, pero entonces lo llamaron para una tarea urgente. El barbudo hizo un gesto de despedida y se alejó.

—¡Qué fantasmón…! Habría querido verlo frente al mutante del subterráneo. De hombre a hombre. —El muchacho irguió los hombros. Tenía mucho frío—. Ésos han tenido la suerte de sobrevivir a la catástrofe sin sufrir daños y encontrar un trocito de tierra que sigue intacto. Me parece muy poco como para querer llamarse «señores de la Tierra…»

—No te lo tomes a mal. Es un rasgo natural en el ser humano: considerarse fuerte. Ésa es su debilidad.

Martillo y Gleb fueron hasta la cubierta superior y buscaron un sitio en el lateral. La
Babel
surcaba majestuosamente las aguas en dirección a la isla. Los irregulares contornos de la tierra todavía lejana empezaban a perfilarse en el horizonte. El muchacho miraba con el corazón en suspenso hacia allí, donde, en la inacabable inmensidad de los mares, se había conservado una mota de tierra que ofrecía redención y esperanza a los seres humanos, comida y techo, una vida nueva y fe en el futuro.

Cuanto más se acercaba la
Babel
a Moshchny, mayor era la nitidez con la que se veían las hileras de casas de dos y tres pisos en cuyas ventanas se distinguía una agradable luz. Qué maravilloso sería pasear los dos por la isla, como había imaginado en sueños. Pero, por algún motivo, las fantasías de Gleb acababan siempre en ese punto. Gleb no había pensado nunca en lo que pudiera suceder después.

El rumor del oleaje le acariciaba los oídos. Las olas se precipitaban con rítmica cadencia contra la costa escarpada, cubierta de guijarros, y retrocedían con la misma dignidad, dejando tras de sí un rastro de espumas densas, blancas como la nieve.

Dos figuras solitarias y silenciosas estaban sentadas frente al oleaje. El cielo se teñía de rosa a la espera del alba. El viento matutino desplazaba levemente las masas de aire sobre la inabarcable superficie del mar. Gleb había quedado totalmente hechizado ante la majestuosa visión. Desde hacía varios días, acudía con Martillo todas las mañanas a la orilla para no perderse la salida del sol.

La semana que llevaban en la isla transcurrió de manera imperceptible. Todo lo que había allí era extraño y distinto: las risas de los niños que corrían de un lado para otro, los patios limpios y confortables, las calles empedradas, los macizos de flores, los numerosos puestos de comida con olores agradables, los paseos vespertinos por la plaza principal, siempre iluminada, siempre bonita y acogedora…

El muchacho suspiró. Martillo y él habían pasado ratos maravillosos y días felices mientras deambulaban por la isla. Pero al cabo de ese tiempo de euforia llegó el momento en el que Gleb se dio cuenta de que añoraba la Moskovskaya.

—Papá, si regresamos a Piter vamos a vivir juntos, ¿verdad que sí? El Stalker esbozó una sonrisa apenas perceptible y miró a la lejanía.

—¿Y qué será de la Tierra Prometida? ¿Acaso no soñabas con encontrarla?

—Ya la he encontrado. ¡Pero pasarse el día en esta isla… es aburrido! Tú lo dices siempre: lo más terrible es no hacer nada. —Gleb buscó en el bolsillo de la cazadora y sacó la pegatina con la ilustración de la lejana Vladivostok. Cerró los ojos y comparó la ilustración con el paisaje de la isla—. Además… seguro que quedan otros lugares sin contaminar donde podríamos llevar a los enfermos del metro. O a los viejos.

El Stalker se tomó su tiempo para responder. Era triste tener que destruir las ilusiones de aquel niño que había tenido que crecer demasiado pronto. ¿Cómo podía explicarle que el mundo se había transformado y que esa transformación era irreversible? ¿Que, en esta nueva realidad, la esperanza no sólo era estúpida, sino también peligrosa? ¿Que la humanidad no podía aspirar ya a los rincones no contaminados que quedaran en el mundo? Porque, en definitiva, la humanidad había destruido todo lo que había llegado a tener entre sus manos…

—¿Sabes una cosa, Gleb? Este mundo contaminado no es tan malo. Las almas contaminadas son mucho peores. Así pues, no empecemos con la búsqueda de lugares sin contaminar. Mejor que busquemos hombres de alma pura. Como tú.

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