Hacia la luz (13 page)

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Authors: Andrej Djakow

BOOK: Hacia la luz
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Se hizo una larga pausa. Cóndor y Martillo se miraron y, sin decir nada más, se dirigieron hacia la entrada. Gleb fue tras ellos. Cóndor ordenó que los demás aguardaran abajo.

No pasó mucho tiempo hasta que encontraron la escalera que llevaba a la columnata. La reja que en otro tiempo había cerrado la entrada yacía sobre los peldaños polvorientos. Mientras subían cada vez más arriba, Gleb tocó precavidamente con los dedos las paredes de la majestuosa casa de Dios. El antiguo poder que emanaba del edificio era casi palpable. ¿Qué secretos debían de esconder sus silenciosas paredes? ¿Cuánto dolor humano iba a experimentar todavía aquella casa de Dios? En un trecho de pared del que se había desprendido el revestimiento, Gleb vio unas líneas que alguien había escrito con letras pequeñas y torcidas.

«…hubo un gran terremoto, y el sol se volvió negro como un saco de pelo de cabra, y la luna se tornó toda como sangre, y las estrellas del cielo cayeron sobre la tierra como la higuera deja caer sus higos sacudida por un viento fuerte, y el cielo se enrolló como un libro que se enrolla, y todos los montes e islas se movieron de sus lugares. Los reyes de la tierra, y los magnates, y los tribunos, y los ricos, y los poderosos, y todo siervo, y todo libre se ocultaron en las cuevas y en las peñas de los montes».
[11]

Lo que venía después estaba ilegible. Aunque el muchacho contemplara la áspera superficie de la pared para saber algo más sobre los terribles días de la catástrofe, la casa de Dios no se lo revelaba.

Gleb había intentado varias veces que Palych le explicara lo que había sucedido. Pero el viejo se había escudado siempre en el silencio, y tan sólo en una ocasión había logrado que dijera unas pocas frases sobre las sirenas, los gritos, el pánico, sobre las gentes que se apiñaban durante la evacuación, el hambre y las privaciones de los primeros meses bajo tierra. Palych no quería pensar en ello. Tal vez le doliera demasiado pensar en su hogar perdido, o quizá tuviese otra razón. En cambio, hablaba a menudo sobre los seres humanos.

Hablaba de los que habían llevado al mundo al borde de la catástrofe con sus riñas y sus ambiciones, o de los que, llevados por el pánico, habían pasado sobre las cabezas de otros para refugiarse en el seno de la red de metro. Hablaba con dureza, con ira…, como si le guardase rencor al mundo entero. Después de las conversaciones de ese tipo se refugiaba siempre en su rincón para emborracharse.

Martillo llamó a su pupilo. Gleb obedeció y siguió a los Stalkers, subiendo los escalones siempre de dos en dos. Una vez llegó arriba, el muchacho se quedó sin aliento al contemplar las abrumadores imágenes que se ofrecían a sus ojos desde la terraza. Los interminables horizontes de aquel mundo abandonado entusiasmaron a Gleb, pero al mismo tiempo el muchacho percibió con amargura la soledad y la falta de vida. ¡Cuán inmensos debían de haber sido el odio y la irracionalidad de los hombres, que fueron capaces de sacrificar toda vida… la naturaleza, las aguas, la tierra…!

Al mirar en otra dirección, no pudo creer en lo que veían sus ojos: igual que en sus sueños, se extendía, más allá de los árboles…

—El mar.

—Más o menos. Eso es el golfo de Finlandia. —Martillo señaló a la lejanía—. Y ese trocito de tierra que ves allí es Kronstadt.

Cóndor sacó unos prismáticos y contempló con detenimiento la otra orilla.

—¿Qué es lo que se ve?

—Todo está tranquilo y en calma. No reconozco ningún tipo de señal.

Cuando se hubo hartado de contemplar la resplandeciente superficie de las aguas, Gleb fue hasta el otro extremo de la galería. Vio desde allí un lago empantanado. Su superficie embarrada emitía gases. Los vapores blanquecinos que se elevaban desde las aguas ocultaban dos islas pequeñas, cubiertas de exuberantes matorrales, que se hallaban en el centro. Al mirar más de cerca, el muchacho descubrió que algo se movía. Llamó a su maestro.

«¿Y si allí hubiera seres humanos? —pensó Gleb—. En la Moskovskaya se van a quedar boquiabiertos cuando sepan que precisamente yo…»

—Allí. —El experimentado Stalker descubrió algo por medio de la mira de su arma—. Unos viejos conocidos. Han llegado hasta el estanque de Olga.

Cóndor corrió hacia allí. Miró por los prismáticos y profirió una maldición. Gleb, consumido por la curiosidad, se los quitó de las manos sin contemplaciones y miró a su vez. Entre la vegetación de la orilla se movían las cabezas grises de los hombres lobo. Por un instante le pareció a Gleb que uno de los rostros lo observaba. El mutante echó la cabeza hacia atrás y lanzó un aullido prolongado. Entonces aparecieron entre los arbustos las anchas y encorvadas espaldas de sus hermanos de raza. Como si hubiese estado esperando la llamada, la masa gris se puso en marcha y avanzó hacia el puentecillo que unía ambas islas.

—¿Qué vamos a hacer, Stalker? ¿Esperar? ¿Escondernos? —Cóndor hablaba cada vez con mayor nerviosismo, al tiempo que miraba cómo los hombres lobo, dando largas zancadas, iban hasta la otra isla. Los más veloces habían saltado al puente que llevaba hasta la orilla del estanque.

—Largarnos.

Por así decirlo, volaron escalera abajo y salieron al exterior. Los demás empuñaron al instante sus armas y corrieron tras ellos.

El ritmo que marcaban las pesadas botas sobre el pavimento tranquilizó a Gleb. Sentía una desagradable picazón en la piel que le había quedado bañada en sudor bajo la máscara de goma.

—No hacemos más que correr y correr —se oyó que decía Humo—. Tengo la sensación de haberme convertido en un antílope de Mongolia. Tendríamos que matar a tiros a esos chuchos y dar esto por terminado.

—¿No te ha bastado con lo de Belga, Gena? ¿Es que aún no has visto lo suficiente? —le respondió su cáustico comandante—. ¡Más rápido, Nata, más rápido!

—¡Al parque! —gritó Martillo.

Humo, sin detenerse, se arrojó con todas sus fuerzas contra la puerta de hierro forjado. Con lastimero estrépito, los batientes se abrieron, y uno de ellos se salió de sus goznes. Los Stalkers corrieron por el Parque Alto, rodearon las ruinas del palacio y treparon por los anchos escalones de la Gran Cascada. Sus perseguidores aún no les habían dado alcance.

Al pie de la cascada, Gleb vio una estatua: un hombre desnudo y musculoso luchaba él solo contra una extraña criatura.

—¿Quién es ése?

—Sansón.

—¿También es Stalker?

—¡Y vaya uno! —exclamó entonces Ksiva, riéndose para sus adentros—. No quiso llevar nunca traje antirradiación. Por una cuestión de principios.

Los otros Stalkers le pusieron mala cara. No estaban de humor para bromear… el recuerdo de la muerte de Belga aún estaba demasiado fresco. Tan sólo el hermano Ishkari quiso seguir estúpidamente con los chistes, pero la risa se le heló cuando el grupo se acercó a la estatua. La fuente, ya seca, en la que se alzaba la estatua de Sansón estaba cubierta hasta arriba de restos de cadáveres humanos. Huesos que con el tiempo y el polvo se habían oscurecido, en los que aún quedaban jirones de ropa maltratada por la intemperie. Lúgubres calaveras que sonreían.

—¡Maldita sea! Cómo hay que odiar la vida para esto… —A Chamán le temblaban los labios.

Gleb había visto cadáveres de vez en cuando. En una ocasión había llegado a contemplar un esqueleto humano. Un año antes, un tío raro de la Moskovskaya se había emborrachado y se había dormido en un túnel de enlace no muy lejos de la estación. Lo habían encontrado al cabo de pocos días: tan sólo quedaban los huesos. Las ratas los habían dejado exquisitamente limpios.

Pero aquello… Qué podía suceder en la conciencia de los hombres para que se transformaran de un día para otro en…

—Bastardos… —dijo Martillo.

El muchacho se volvió hacia su maestro, que en aquel momento estaba a su lado.

—¿Cómo es posible que unos seres humanos hayan hecho eso? ¿Por qué se han matado los unos a los otros? Aquí ha sucedido algo terrible.

—El odio humano tiene muchas máscaras —respondió con su típica cantinela el hermano Ishkari en lugar del Stalker—. Eso que vemos ahí es tan sólo un ejemplo.

—Pero esto no está bien. No puede ser igual en todas partes.

—¿Y cómo puedes estar tan seguro, Gleb? —respondió Martillo, e hizo un gesto de abatimiento con la cabeza—. Hace veinte años que este mundo no está bien.

—No lo sé. Me gustaría creer que también hay alguna otra cosa. Algo bueno. Gente normal, una tierra sin contaminación… —El muchacho cerró los ojos, perdido en sus ensueños—. ¡Tengo que encontrar un lugar donde todo sea distinto!

El Stalker sonrió.

—¿Y cuál es el problema? ¡Búscalo!

—Pero ¿dónde? —Gleb miró a su maestro—. ¿Y cómo?

Entonces Martillo se puso muy serio.

—Eso no tiene ninguna importancia. Si te decides a hacer algo, tienes que dar el primer paso. Y no sentir ningún miedo por el segundo. El único error que podrías cometer es el de no hacer nada. Lo único importante es que tengas siempre los ojos puestos en tu meta… Olvídate de todo lo demás.

Las palabras del Stalker llegaron hasta lo más hondo del alma del muchacho. A menudo había imaginado en sueños cómo debían de haber sido las ciudades antes de la catástrofe. En ese momento tenía muy claro lo que deseaba por encima de todo. Mientras le quedaran fuerzas, buscaría un lugar en la Tierra que estuviera intacto. Aunque sólo fuera por el recuerdo de sus padres, que siempre habían soñado en ello, y que le habían contado con voz trémula las cosas más sorprendentes de aquel mundo perdido.

Gleb miró directamente a los ojos a Martillo.

—Gracias.

—¿Por qué? —le preguntó el maestro, no sin ironía.

—Por haberme elegido.

—Bueno, poco a poco lo vas entendiendo —observó el Stalker, y se volvió hacia Cóndor—. Sería demasiado peligroso quedarse aquí. Tenemos que seguir adelante.

Cóndor asintió con la cabeza.

—¡Venga, muchachos, que hacéis ahí parados! ¿Es que no habíais visto huesos en toda vuestra vida? ¡Vamos!

Volvieron otra vez a las marchas forzadas. El grupo, guiado por Martillo, se alejó de la cascada. Se abrieron paso por la jungla de la orilla, donde, de vez en cuando, tuvieron que esquivar lugares en los que la radiación era más fuerte.

—Esto es la calle de Abajo. —Por el camino, Martillo le enseñó el plano a Cóndor—. Vamos a pasar primero por la depuradora de aguas y luego seguiremos por la carretera de Oranienbaum. Aquí es donde giraremos en dirección a la orilla. Una vez allí, tendremos que recorrer tan sólo otros quinientos metros hasta Raskat.
[12]

Una vez más, una palabra desconocida. Gleb tomaba nota mental. Era evidente que la jornada de viaje estaba a punto de terminar. Al pensar en la posibilidad de un descanso, Gleb se dio cuenta de que aquel día lo había dejado exhausto. El muchacho siguió adelante con un único deseo: que nadie más se interpusiera en su camino.

Al parecer, el mundo hostil de la superficie se había decidido a conceder una pausa a sus huéspedes no invitados. La cuadrilla recorrió sin más problemas la ruta que se habían propuesto. Entre las copas de los árboles nudosos divisaron la punta de una torre de hierro muy alta. Cuanto más se acercaban a la orilla, más grandes e imponentes parecían las columnas de color gris rojizo. En lo más alto, la torre tenía un remate cilíndrico con ventanas desde las que se podía mirar en todas direcciones. En el revestimiento de acero de sus fundamentos quedaban a la vista unos surcos profundos y paralelos…, como la firma de un desconocido depredador.

—¿Qué es esa torre? —le preguntó Okun al guía.

—Es Raskat, la central desde donde se dirigía el tráfico marítimo.

Si queda alguna instalación de radio desde la que podamos retransmitir, estará ahí. Merece la pena intentarlo por lo menos una vez.

—¿Con eso quieres decir que…?

—Con eso quiero decir —lo interrumpió Martillo, al tiempo que le lanzaba a Gleb una rápida mirada— que puede ser que allí obtengamos algunas respuestas.

8
RASKAT

La esperanza es un sentimiento extraño. Lo contrario del sano entendimiento. Nos insufla nuevas fuerzas, pero a veces también nos impide ver el mundo de manera objetiva. Recurrimos a ella para justificar actuaciones irreflexivas y la rechazamos cuando puede interferir en una decisión seria. A veces, una estimación objetiva nos dirá cuán ilusoria puede ser una determinada perspectiva, y, sin embargo, no por eso renunciamos a la esperanza. Puede darse el caso de que abandonemos la esperanza que habíamos depositado en algo y capitulemos, tan sólo para recaer en los mismos anhelos un momento después. ¿Y cómo es que la pérdida de la esperanza conduce a algunos hasta la desesperación y para otros es tan sólo el camino del conocimiento? ¿El cumplimiento de nuestros deseos depende de la intensidad de nuestras esperanzas? Son muchas preguntas. Cada uno las responde a partir de su propia experiencia. Pero hay algo que es seguro: la esperanza es un sentimiento extraño.

Gleb acompañó a su maestro en el registro del edificio de dos pisos que se hallaba al lado de la torre. Pensaba en lo realista que podía ser la esperanza de recibir desde allí las señales de las personas presuntamente atrapadas en Kronstadt. ¿Cuál era el motivo por el que Éxodo confiaba tan ciegamente en la ayuda de una ciudad mítica que no había sufrido daños? ¿Y qué buscaba la Alianza Primorski? ¿Por qué los había mandado a tan peligrosa expedición?

En una habitación contigua se oyó ruido de muebles y una contenida maldición de Ksiva.

—Aquí no hay nada interesante.

—¡Está todo vacío!

—¡No hay nada! —informaron los luchadores desde los distintos extremos del edificio.

Finalmente se reunieron en el pasillo que conectaba el segundo piso del edificio con la torre. Al final del corredor encontraron una puerta de hierro con un ojo de cerradura apenas visible en el centro.

—¿Alguno de vosotros ha tenido alguna idea? —les preguntó Cóndor.

—¿Por qué charlamos tanto? —gruñó Gennadi, y le dio una patada a la puerta con todas sus fuerzas.

El eco resonó de un extremo a otro del pasillo, pero la hoja se mostró tenaz.

—No quieras ir tan de prisa, Humo. La descerrajaremos y…

Pero el mutante había dejado de escuchar. Herido en su amor propio, clavó los ojos en la puerta, retrocedió, tomó carrerilla brevemente y, con el hombro por delante, arrojó sus doscientos kilos de peso contra la puerta de hierro. La construcción no soportó el golpe y se desplomó hacia dentro junto con todo el marco. Se elevó una nube de polvo blanquecino y trozos de la pared de hormigón salieron volando por el aire.

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