Fuimos entonces testigos de un drama que debe de ser increíble para un hombre terrestre. Un drama que nació de la misma lucidez mental que había alcanzado cada una de las razas. Los pueblos pacíficos se atrevieron a desarmarse. Del modo más espectacular y evidente destruyeron sus armas y sus fábricas de municiones. Tuvieron cuidado, además, de que los enjambres enemigos tomados como prisioneros fueran testigos de estos hechos. Luego liberaron a estos cautivos, permitiéndoles que informaran al enemigo. Como respuesta el enemigo invadió el país desarmado más cercano y se dedicó a imponer una cultura militar, con propaganda y persecuciones. Pero a pesar de las ejecuciones y torturas en masa, las consecuencias no fueron las que podían esperarse. Pues aunque el espíritu social de las razas tiranas no estaba más desarrollado que el del
Homo Sapiens
, las víctimas eran de una mente muy superior. La represión no sólo fortaleció la resistencia pasiva. Poco a poco la tiranía empezó a tambalearse. Al fin, de pronto, se derrumbó. Los invasores se retiraron, llevándose con ellos el germen del pacifismo. En un tiempo sorprendentemente corto el mundo se convirtió en una federación, con miembros de distintas especies.
Entendí tristemente que en la Tierra, aunque todos los seres civilizados pertenecen a una misma especie biológica, no era posible acabar tan felizmente con las guerras, pues la capacidad de comunidad en la mente individual es aún demasiado débil. Me pregunté también si las razas tiranas de insectoideos no hubieran tenido más éxito en los países invadidos si hubiesen encontrado allí una generación de enjambres jóvenes y maleables.
Luego que el mundo insectoideo atravesó esta crisis, desarrolló tan rápidamente su estructura social y el poder de sus mentes que nos fue cada vez más difícil no perder nuestro contacto. Al fin el lazo se rompió. Pero más tarde, cuando nosotros mismos llegamos a desarrollarnos, pudimos volver a este mundo.
De los otros mundos insectoideos, nada diré, pues ninguno estaba destinado a desempeñar un papel importante en la historia de la Galaxia.
Para completar la imagen de las razas donde la mente individual no tenía un cuerpo único, debo referirme a una especie muy diferente y aún más extraña. En ella el cuerpo individual es una nube de unidades ultramicroscópicas subvitales, organizadas en un común sistema de radio. De esta especie es la raza que habita ahora el planeta Marte. Como ya he descrito en otro libro estos seres y las trágicas relaciones que tuvieron con nuestros descendientes en el remoto futuro, nada diré de ellos aquí, salvo que no los encontramos hasta una etapa muy posterior de nuestra aventura, cuando adquirimos el poder de llegar a criaturas de una condición espiritual muy distinta de la nuestra.
A
ntes de pasar a contar la historia de nuestra Galaxia como un todo (dentro de los límites de mi comprensión) debo mencionar otra clase muy extraña de mundo. Encontramos solo algunos ejemplos de este tipo, y entre ellos pocos habían sobrevivido cuando la crisis galáctica alcanzó su cima. Pero uno por lo menos tuvo (o tendrá) gran influencia en el desarrollo del espíritu de esta dramática era.
En ciertos planetas pequeños, que un sol próximo inundaba de luz y calor, la evolución siguió un curso muy distinto de aquél que nos era familiar. No había organismos separados con funciones vegetales o animales. Todo organismo era a la vez vegetal y animal.
En tales mundos los organismos más evolucionados eran hierbas gigantescas y móviles; pero los torrentes de radiación solar aceleraban el tiempo de sus vidas, que era mucho más rápido que el de nuestras plantas. Decir que parecían hierbas puede ser engañoso, pues parecían también animales. Tenían un número regular de miembros y un cuerpo de forma definida; pero la piel era verde, o con rayas verdes, y llevaban aquí o allí, de acuerdo con la especie, grandes masas de follaje. A causa de la escasa fuerza de gravedad de esos planetas, los animales-plantas sostenían a menudo vastas superestructuras en troncos o miembros muy delgados. En general los que eran móviles tenían menos hojas que los de hábitos aproximadamente sedentarios.
En estos mundos pequeños y calurosos la turbulenta circulación de agua y aire provocaba rápidos cambios cotidianos en el estado del suelo. A causa de las tormentas e inundaciones era conveniente que los organismos de estos mundos pudieran ir de un lado a otro. Consecuentemente, las primeras plantas, que debido a la abundancia de radiación solar podían almacenar energía suficiente para una vida de moderada actividad muscular, desarrollaron poderes de percepción y locomoción. En los tallos o el follaje aparecieron ojos y oídos vegetales, órganos vegetales del tacto, el olfato y el gusto. En cuanto a la locomoción, algunas plantas desenterraron simplemente las primeras raíces y así pudieron reptar de aquí para allá como gusanos. Otras ampliaron el follaje y flotaron en el viento. De estas últimas, y en el curso de los años, aparecieron verdaderas plantas voladoras. Mientras, las especies pedestres transformaron algunas raíces en piernas con músculos, en pares de cuatro, seis o cien. Las otras raíces se desarrollaron como herramientas de perforación, de modo que cuando la planta encontraba un sitio adecuado podía hundirlas rápidamente en el suelo. Pero había otro método que combinaba la locomoción y las raíces de un modo quizá aún más notable. La porción aérea del organismo se desprendía de sus raíces enterradas e iba por la tierra o el aire y al fin se aposentaba en suelo virgen. Cuando este suelo también se agotaba, buscaba un tercer suelo, y así sucesivamente, o regresaba a su sitio original, que por ese entonces ya debía haber recobrado su fertilidad, y se unía de nuevo a las dormidas raíces, que despertaban otra vez a la vida.
Muchas especies, por supuesto, desarrollaron hábitos predatorios, y órganos especiales de ataque, como ramas musculares fuertes como pitones, o espolones y cuernos, o formidables pinzas dentadas. En estas criaturas «carnívoras» el follaje era muy reducido, y podían echarse cómodamente las pocas hojas a la espalda. En las bestias de presa más especializadas el follaje atrofiado solo tenía un valor decorativo. Sorprendía ver como el ambiente imponía a estas criaturas formas que recordaban las de nuestros tigres y lobos. Y era también interesante notar que una excesiva adaptación para la defensa y el ataque arruinaba especie tras especie; y como al fin la inteligencia «humana» aparecía en una criatura inofensiva, de aspecto muy poco imponente, cuyas únicas virtudes eran la sensibilidad y la comprensión que mostraban ante el mundo material y sus semejantes.
Antes de describir la eflorescencia de la «humanidad» en esta especie de mundos, debo mencionar un grave problema que encuentra la evolución biológica en todos los planetas pequeños, a menudo en los primeros tiempos. Ya habíamos advertido este problema en la Otra Tierra. Debido a la escasa gravitación y el perturbador calor del sol, las moléculas de la atmósfera escapan fácilmente al espacio. La mayoría de los mundos pequeños, por supuesto, pierden todo el aire y el agua mucho antes que la vida alcance un nivel «humano», y a veces antes que esa vida aparezca. Otros, menos pequeños, pueden conservar la atmósfera en una primera época, pero más tarde, a causa de la constante contracción de sus orbitas se calientan tanto que no pueden retener más las moléculas furiosamente agitadas de la atmósfera. En los primeros eones de estos planetas se desarrolla un gran número de seres vivos, que luego es destruido por la denudación y la desecación progresivas del planeta. Pero en los casos más favorables la vida es capaz de adaptarse progresivamente a las condiciones cada vez más severas. En algunos mundos, por ejemplo, apareció un mecanismo biológico donde los restos de la atmósfera fueron retenidos en el interior de un poderoso campo electromagnético generado por la población del planeta. En otros se eliminó totalmente la necesidad de atmósfera; la fotosíntesis y todo el metabolismo se realizaban sólo mediante líquidos. Los últimos y escasos gases eran conservados en forma de solución, almacenados entre las raíces en grandes formaciones esponjosas, recubiertas con una membrana impermeable.
Ambos métodos biológicos se encontraban ya en uno ya en otro de los mundos de plantas-animales que habían alcanzado un nivel humano. No tengo espacio aquí para detenerme en más de un ejemplo, el más significativo de estos mundos notables, un mundo que había perdido toda su atmósfera en una época anterior a la aparición de la inteligencia.
Entrar en este mundo y conocerlo a través de los extraños sentidos y el extraño temperamento de las criaturas nativas fue de algún modo más sorprendente que todas nuestras anteriores exploraciones. A causa de la completa ausencia de atmósfera, el cielo, aun a pleno sol, tenía la negrura del espacio interestelar; y brillaban las estrellas. Además, como la fuerza de gravedad era escasa, y no había aire, agua y hielo que moldeasen la contrahecha y arrugada superficie del planeta, el paisaje era una masa de pliegues montañosos, antiguos volcanes apagados, corrientes y montículos de lava congelada, y cráteres abiertos por el impacto de meteoros gigantes. Ninguno de estos accidentes había sido suavizado por influencias atmosféricas y glaciales. Por otra parte las tensiones de la corteza del planeta que cambiaba constantemente habían dado a las montañas unas formas fantásticas, similares a las de nuestros témpanos. En nuestra propia tierra, donde la gravedad, ese galgo incansable, retiene a su presa con una fuerza mucho más poderosa, nunca hubieran sido posibles esos delgados despeñaderos coronados de pesados pináculos. Las superficies expuestas de las rocas estaban enceguecedoramente iluminadas, debido a la ausencia de atmósfera; las hendiduras y todas las sombras eran negras como la noche.
Muchos de los valles habían sido convertidos en reservas, que parecían reservas de leche; pues en las superficies de estos lagos, había una gruesa capa de una sustancia blanca y viscosa, para prevenir las pérdidas por evaporación. Alrededor se apretaban las raíces de las raras criaturas de este mundo, como troncos de árboles talados, cubiertos todos por la sustancia blanca. No había un metro de suelo que no estuviera utilizado de algún modo; y supimos que aunque partes de este suelo eran resultado natural de la acción del aire y el agua en épocas pretéritas, casi todas tenían origen artificial. Habían sido preparadas mediante un proceso de minado y pulverización. En los tiempos primitivos, y en verdad durante toda la evolución «prehumana», la lucha por disfrutar del raro suelo de este mundo había sido uno de los principales estímulos para el desarrollo de la inteligencia.
Durante el día se podía ver a las móviles plantas humanas en los valles, con su follaje extendido al sol. Solo de noche se les veía moverse, caminando sobre las rocas desnudas, u ocupadas con máquinas y otros objetos artificiales, instrumentos de esa civilización. No había edificios; no había refugios techados para protegerse de las inclemencias del tiempo, pues no había inclemencias del tiempo. Pero en las llanuras y las mesetas de roca se amontonaban toda clase de artefactos ininteligibles para nosotros.
El hombre-planta típico era un organismo erecto, como nosotros. La cabeza terminaba en una gran cresta de plumas verdes, que podía plegarse como una apretada planta de lechuga, o abrirse para recibir el sol. Tres ojos multifacéticos miraban desde debajo de la cresta. Bajo los ojos había tres miembros parecidos a brazos, verdes y serpeantes, que se ramificaban en las puntas. El tronco, delgado, plegadizo, con grandes anillos que se metían unos en otros cuando la criatura se inclinaba hacia delante, terminaba en tres pies. Dos de ellos eran también bocas, que podían succionar savia de las raíces o materias extrañas. El tercero era un órgano de excreción. El precioso excremento no era nunca desperdiciado y pasaba al suelo por una juntura especial entre el tercer pie y la raíz. En los pies tenían órganos del gusto, y también oídos. Como no había aire el sonido no se propagaba por encima del suelo.
De día la vida de estos curiosos seres era principalmente vegetal, de noche animal. Todas las mañanas luego de una noche larga y fría, la población entera se encaminaba hacia sus dormitorios de raíces. Cada individuo buscaba su propia raíz, se fijaba a ella, y se quedaba allí a la luz del día tórrido, con las hojas extendidas. Dormía hasta la caída del sol, no con un sueño profundo, sino en una suerte de trance, de especie meditativa y mística que en edades futuras sería un manantial de paz para muchas razas. Mientras duraba el sueño, las corrientes de savia subían y bajaban por el tronco, llevando sustancias químicas entre las raíces y las hojas, inundando a la criatura con oxígeno concentrado, eliminando desechos catabólicos. Cuando el sol desaparecía una vez más detrás de los despeñaderos, desplegando durante un momento un abanico de ardientes prominencias, la criatura despertaba, doblaba las hojas, cerraba los conductos de las raíces, y salía a ocuparse de los asuntos de la vida civilizada. Las noches de este mundo eran más brillantes que nuestros claros de luna, pues nada ensombrecía la luz de las estrellas y había varias constelaciones que colgaban en el cielo nocturno. Sin embargo, para ciertas operaciones delicadas se utilizaba la luz artificial, que tenía sobre todo el inconveniente de dar sueño al trabajador.
No trataré ni siquiera de esbozar la extraña y rica vida social de estos seres. Solo diré que aquí, como en cualquier otro sitio, encontramos todos los temas culturales conocidos en la Tierra, pero también que en este mundo de plantas móviles todo parecía traspuesto a una clave extraña, de modo que nos dejaba perplejos. Como en cualquier otro sitio encontramos aquí una población de individuos ocupados hondamente en la tarea de conservar su propia vida y la vida de la sociedad. Aquí encontramos egoísmo, odio, amor, las pasiones de la masa, curiosidad intelectual. Y aquí, como en todos los otros mundos que habíamos visitado hasta entonces, encontramos una raza en los umbrales de la gran crisis espiritual que ya conocíamos en nuestros propios mundos, y que nos servía de vehículo para nuestro contacto telepático con otros mundos. Pero aquí la crisis había asumido un estilo diferente. En verdad, nuestra capacidad de exploración imaginativa había empezado a crecer.
Haré a un lado todo lo demás y trataré de describir esta crisis, pues es importante para la comprensión de asuntos que superan los intereses de este pequeño mundo.