Amadeo saca la pistola que lleva en la espalda y se la apoya en la sien.
—He venido a dejarte el camino libre —dice, apoyando el dedo en el gatillo.
Octavio se sobresalta. Se abalanza sobre él, pero Amadeo da un paso atrás.
—¡Por Dios, Amadeo! ¡Deja esa arma en seguida!
Le agarra la mano, forcejean, Octavio logra apartar el cañón de la sien del amigo, a pesar de que Amadeo no lo quiere, manotean con violencia y suena un disparo. Octavio consigue hacerse con la pistola sin que nadie resulte herido. El tiro ha impactado en la pared, a un palmo escaso del retrato de su padre. Octavio abre la puerta del gabinete. Encuentra a una docena de empleados congregados frente a ella, con cara de preocupación. Les tranquiliza con un gesto, aunque su expresión no resulta muy convincente. Luego vuelve a entrar, rellena los vasos, guarda la pistola en el cajón y trata de apaciguar los ánimos.
—Amadeo, tranquilízate, por favor —dice, intentando reponerse también—. Nunca he querido serte desleal, sino todo lo contrario. Me han traicionado mis sentimientos y reconozco que me he comportado como un niño. Tal vez no debí hacerlo, pero te aseguro que ha sido un juego inocente y fallido. Teresa siempre me ha rechazado. Nunca he obtenido de sus labios ni la más miserable correspondencia. Sin embargo, mis sentimientos hacia ella y hacia ti son tan profundos que no tengo más salida que marcharme. Te ruego que me perdones. No te pido lo mismo para Teresa, porque ella es inocente.
Amadeo parece mareado, flojo como un pelele medio vacío. Se ha sentado de nuevo y bebe en silencio. Cuando apura el vaso, se levanta, se sirve más y continúa bebiendo. No le convence la explicación, pero comprende que es todo lo que puede esperar de esta entrevista que nunca debería haberse celebrado.
No pronuncia ni una palabra más. Abre la puerta y recorre con paso seguro la segunda planta, hasta la gran escalera modernista de mármol y acero. Es tarde, pero en los almacenes sigue la animación.
En el último vistazo, ya en pleno descenso, Amadeo ve a su amigo sentado en su poltrona rellenando el vaso hasta los bordes mientras el difunto don Eduardo lo contempla con indiferente altanería desde el cuadro de la pared.
Antes de salir a la calle, repara en el diminuto tren de juguete que da vueltas en uno de los escaparates, cargado de falsos regalos.
No sabe que esta imagen ya es un recuerdo. Uno de los que está condenado a acompañarle por siempre.
De: | Violeta Lax |
Fecha: | 14 de abril de 2010 |
Para: | Valérie Rahal |
Asunto: | El final escatimado |
Querida mamá:
Me temo que he suspendido mi asignatura pendiente. La historia más inolvidable de mi vida me ha pagado con mi misma moneda. Ya tengo el final que merezco. Juzga por ti misma.
Margot fue trasladada hace una semana a la UCI, donde no puede recibir más visitas que las de su familia. Yo me presenté allí anteayer por la mañana. Nada más verme, una enfermera muy joven y muy sonriente me preguntó si era «algo suyo». Como pensé que me mirarían raro si decía «soy su pasado», me limité a la actualidad y dije: «Una amiga.» «Me temo que no puedes pasar», dijo ella, muy amable. Me pareció que sonreía demasiado para trabajar en un lugar donde muere tanta gente. Ya me iba cuando añadió: «Pero si lo deseas, puedes hablar con su hija.»
¿Su hija? Me dejó tan fuera de juego que mi primer impulso fue marcharme. Huir (¡qué raro!). No lo hice porque justo en ese momento la aludida apareció por el pasillo, cabizbaja, caminando en dirección a nosotros. Levantó los ojos del suelo y me miró con curiosidad. Calculé que debía de tener veintipocos años. Es rubia, altísima. Lo primero que pensé fue que no se parece en nada a Margot. La enfermera improvisó una presentación inexacta y precipitada: «Es una amiga de Margot. Ya le he dicho que no puede entrar. Quiere hablar con la familia.» Luego se volvió hacia mí y anunció: «Ella es Isabel. Os dejo para que podáis charlar», y se esfumó.
Me quedé sin palabras. A la sorpresa se sumió cierta sensación de familiaridad. Tengo vista a esa chica de alguna parte. «¿Nos conocemos?», le pregunté. Ella, que debe de estar muy acostumbrada a que le ocurran estas cosas, dijo: «Yo a ti no, pero igual te suena mi cara de verla en la tele. Soy actriz.» «No lo creo, porque vivo en Estados Unidos», respondí. Se encogió de hombros. Yo me quedé en silencio. Qué conversación tan estúpida, ¿verdad? Puro humor absurdo a las puertas de la muerte.
«¿Quién le digo que ha venido a verla?», me preguntó de pronto.
Parecía cansada. Los días de hospital, supongo. Dudé de nuevo. Mi silencio la inquietó. Endureció la expresión.
«¿La conoces en persona o eres una admiradora?», me preguntó, a la defensiva. Supongo que no sería la primera vez que una fan de su madre llega demasiado lejos. Y añadió, todavía más crispada: «¿No serás periodista?»
«No. No —dije—. Sólo que hace un montón de años que no nos vemos», dije, antes de añadir, tal vez para justificar mi reacción: «Tantos, que ni siquiera sabía que tenía una hija.»
«Ah, vaya», sonrió, «pues la tiene, ya ves».
«¿Puedo preguntarte qué edad tienes?»
«Claro. Veintiuno.»
Luego, nació en 1989. Yo viví con Margot del 95 al 97 y nunca me comentó que tuviera una hija. No sabía qué pensar hasta que ella dijo:
«Pero no soy hija suya, sino de Patricia, su mujer y un simpático donante de esperma. Sueco, según me contó siempre mi madre. ¿No lo sabías? Lo he contado en varias entrevistas.»
Reconocí que no sabía nada.
«Yo la conocí en el 2000, cuando se enrolló con mi madre», añadió.
«¿Está consciente?», pregunté, señalando hacia algún lugar indeterminado de la zona que me estaba vedada.
«Cada vez menos. Tiene instantes de lucidez, pero ya son muy pocos.»
«¿Y tu madre? ¿Podría hablar con ella?», pregunté, supongo que añorando la presencia de alguien de mi edad.
Negó con la cabeza, teatral.
«Me temo que tendrás que conformarte conmigo. Murió el año pasado, de lo mismo que tiene Margot. Tristes casualidades del destino, ¿no te parece? Como si el cáncer fuera contagioso. Supongo que yo seré la próxima, porque dicen que esto es genético.»La despreocupación y el desparpajo con los que Isabel hablaba de aquel drama me resultaba chocante.
«¿No piensas decirme quién eres?», saltó.
«Por supuesto. Me llamo Violeta Lax. ¿Crees que puedo regresar en otro momento?»
«Prueba. Pero cuando a mi madre la metieron aquí, no duró ni dos telediarios. Si venías a decirle algo importante, creo que has llegado un poco tarde. Aunque se lo puedes escribir en un papel, si quieres, y yo se lo leeré si hay ocasión.»
No es que fuera muy apetecible la idea de que aquella criatura deslenguada y sin complejos terminara como portavoz de mis sentimientos más íntimos, pero no tenía otra opción. Busqué una tarjeta y en el breve espacio escribí: «Aunque demasiado tarde, quiero pedirte perdón por marcharme sin decir adiós. Un beso. Vio.»
Le entregué la cartulina a Isabel y ella leyó mis palabras allí mismo, sin ningún disimulo. Luego me miró entornando los ojos.
«¿No serás la de la canción?», me preguntó.
De mi silencio dedujo que sí. Se llevó una mano a la frente, enarcó las cejas, abrió mucho los ojos. Como si acabara de darle una noticia increíble.
«¡Qué fuerte! ¡Es la bomba, de verdad! Y qué ovarios, los tuyos, de presentarte aquí.»No soportaba la conversación ni medio minuto más. Le pedí que me anotara su teléfono y le pedí permiso para llamarla al día siguiente. No tuvo inconveniente. Se despidió de mí con un amistoso y risueño:
«Adiós, Vio. Adiós, Violeta.»
Creo que aquella canción de 1998, recuperada ahora en el último disco de su autora, retumbaba para ella tan fuerte como para mí:
Palabras de despedida
para tu marcha, Violeta,
niña, ensoñación, poeta,
ilusión a la deriva.
Fuiste la estrella que pasa,
te marchaste de mi casa
sin decir un triste adiós
y el beso de despedida
fue un pedazo de tu vida
que nos robaste a las dos.
No deshagas tus maletas,
no te devuelvas la calma.
Contigo dejo mi alma.
Adiós Vio, Adiós Violeta.
La he llamado esta mañana. Su voz me ha tomado al asalto:
«Ya te has enterado, ¿no?»
«¿De qué?»
«Joder, Violeta. Margot ha muerto. Lo han dicho en todos los telediarios de la mañana.»
«No tengo tele, lo siento», me he justificado.
Tenía la voz gangosa. Yo he tenido que contener mis ganas de llorar.
«Lo siento mucho», he dicho, «más de lo que crees».
«Oye, si quieres quedamos un día y charlamos. Tal vez después del entierro. Vendrás, ¿no?»
No he sido capaz de responder. No siento ningún deseo de ir. Un cementerio no es buen lugar para reencuentros. Sobre todo cuando eres el muerto.
«Bueno, da lo mismo», ha resuelto. «Oye, hoy no tengo mucho tiempo. La muerte da mucho trabajo, ¿sabes? Si te apetece, nos vemos otro día y hablamos tranquilamente.»
He asentido, pero sabía muy bien —y creo que ella también— que no vamos a volver a vemos. Ya iba a balbucear una despedida cuando ha añadido:
«Le leí tu mensaje.»
Me ha dado un tumbo el corazón.
«¿Qué te dijo?»
«Nada. La callada por respuesta. Se ha ido sin decirte adiós. Estáis en paz, supongo.»
Ni siquiera en esos momentos he sido capaz de saber si hablaba en serio o no. Antes de colgar ha dicho:
«Sonrió. Llevaba días sin hacerlo. Creo que la hiciste feliz, Violeta.»
Mañana compraré todos los periódicos.
Un compromiso social ineludible, aunque grato para ella, obligó a la señora Teresa a pasar en Barcelona la noche del 17 de julio de 1936: acudir, junto a Amadeo, al estreno de una nueva comedia de don Pedro Muñoz Seca titulada
La tonta del rizo.
Después del estreno, que había tenido lugar en el Poliorama, cenaron con el exitoso autor, que mantenía una distendida amistad con Amadeo desde que se conocieron, en Madrid, algunos años atrás. Fue una velada simpática, amenizada por los chascarrillos y la generosidad de don Pedro, que tanto gustaban a Teresa. Los dos respectivos cónyuges, menos ingeniosos, aportaron a la reunión su contrapunto de insipidez.
Pasadas las dos de la madrugada, el matrimonio Lax hace su entrada en el patio de carruajes. El señor viene conduciendo su último antojo: un Mercedes Benz 500K, descapotable y de color rojo, al que prodiga más cuidados de los que jamás ha dispensado a ningún ser humano. Teresa viaja a su lado, inexpresiva como una esfinge, incómoda por el aire que le alborota los bucles, a pesar de llevarlos protegidos bajo un pañuelo floreado, y ensombrecida por la preocupación de ver las calles tan revueltas y a la gente tan dispuesta a alzarse contra cualquier cosa. Y no será que los barceloneses se sorprendan ante los alborotos o que no reconozcan el cierto aire familiar que aquí tienen los agitadores. Es más bien que el aire huele a pólvora y a mal presagio.
Teresa está a disgusto. No era su intención volver a casa antes de que terminaran las engorrosas obras de reforma del patio. Detesta esta suciedad omnipresente de los albañiles, que no hay modo de lavar ni evitar. Y más aún detesta haberse alejado de su paraíso estival en Caldes d'Estrach, un lugar que se ha convertido en su refugio, su tabla de salvación, su terapia contra los sinsabores del resto del año y, al fin, el único rincón donde consigue olvidarse de todo y ser realmente feliz. El mar y los pinos tienen sobre ella un efecto balsámico. Le gusta dar largos paseos por la orilla, como hizo tantas veces con Maria del Roser, en las pocas vacaciones que compartieron. Y le gusta tener cerca a Tatín, quien nunca deja de visitarla y a veces se queda largas temporadas. «Soy el único miembro de la familia que en tu casa tiene derecho a plato, cubierto, escupidera y palmatoria», suele bromear su hermana mayor, que siempre llega a Caldes muy bien acompañada. Este año, por ejemplo, lo ha hecho al lado de un señor ruso de un abolengo tan rancio que ni siquiera se atreve a confesarlo en voz alta. Como todos los ricos, sabe bien que en estos días de revueltas y confusión los enemigos pueden salir de todas partes.
Pero lo que más tranquiliza a Teresa en sus días estivales, aunque sólo reconocerlo la mata de la pena, es la ausencia de su marido, cuya animadversión por la finca de Caldes se ha mantenido inalterada con el paso de los años.
Teresa baja del coche tras una despedida monosílaba y sube la escalera con cansina distinción, directa a sus habitaciones. Sólo pensar lo que va a encontrar siente una enorme flojedad. Todos los criados están en Caldes, donde son más necesarios, con la única excepción de Laia, a quien dejó en Barcelona para que se ocupara de Amadeo. Cuando llega arriba, temiendo lo peor, y asqueada por el polvo blanco que lo cubre todo, Teresa se lleva una grata sorpresa. Sus habitaciones están impecables, las fundas de los muebles han sido retiradas casi en su totalidad —aunque sólo por esta noche—, la estancia ha sido ventilada y la cama, abierta. Sobre el escabel del vestidor descansa su conjunto de raso y sus chinelas con borlas. Por un momento, viendo el esmero con que todo ha sido previsto, le parece que Antonia sigue con ella, y se pregunta si valora lo suficiente a esta joven que hasta hace dos días era una mocosa entrometida.
Mientras se quita el traje de noche viene a su mente un episodio que ocurrió hace unos pocos años. Laia no debía de tener más de diez. Teresa y su suegra habían subido al Citroën con la intención de ir a la parroquia de la Concepción a oír misa. Debía de ser domingo y ella volvía a estar embarazada sin saberlo. Nada más salir al Paseo de Gracia, sintió una náusea muy fuerte y tuvo que pedirle a Julián que regresara a casa en seguida. Subió la escalera tapándose la boca con las manos, en un esfuerzo por no vomitar en cualquier parte, y cuando abrió la puerta de su salita, camino del cuarto de baño, se encontró con la hija del cochero metida en su vestidor, probándose sus zapatos y contemplándose en el espejo. Al verse sorprendida, la niña se quedó lívida del susto.
En cuanto pudo reaccionar, Laia dejó los zapatos donde los había encontrado, apagó la luz y salió de allí con el corazón al galope. Durante unos cuantos días esperó una reprimenda que no llegó. Al contrario, cada vez que se cruzaba con la señora Teresa por la casa, sus ojos la miraban con un aire de divertida complicidad. Lo más sorprendente para ella fue recibir el día de su cumpleaños una caja de cartón envuelta en un papel rojo y brillante, en cuyo interior descubrió unos preciosos zapatos de tacón. Los primeros de su vida.