Rorro sonreía, complacida con aquellas crónicas de Rodolfo, tan detallistas que la transportaban a las escenas descritas. Le dirigió una mirada benévola.
—Has actuado muy bien, cielo, como siempre —sentenció.
Rodolfo, que acababa de calzarse sus viejos botines, lanzó un suspiro de alivio.
—Estaba seguro de que me comprenderías, mujer. Y ahora, vamos, oigo revuelo abajo y no quiero que diga nadie que los anfitriones se esconden.
El revuelo se debía a la llegada del cardenal y su séquito, dos o tres obispos y un arcipreste, quienes no bien bendijeron las sabias y diminutas manos del doctor Gambús se dirigieron derechos a la zona del refrigerio, como si conocieran el camino. Allí descubrieron que en aquella casa se comía muy bien y que la concurrencia sólo hablaba de la recepción de gala que estaba prevista aquella misma noche en el Liceo. Y ambas cosas fueron de su agrado.
—Yo no creo que deban ustedes suspenderla. No creo que por un simple catarro se arriesgue Su Majestad a disgustar a tantos y tan queridos amigos —dijo monseñor Laguarda, que además de obispo era experto en los mecanismos que hacían funcionar las relaciones de los poderosos.
El cardenal y sus acólitos asentían con la boca llena, dando la razón a su excelencia.
La situación había dado alas a Eutimia para protagonizar el último gran despliegue de su vida. Había cumplido ya sesenta y tres años, pero el mando le devolvió milagrosamente la juventud durante unas horas y se la vio disfrutar mientras ordenaba a las camareras que pusieran a enfriar más champán, que corrieran a preparar más canapés y que se apresuraran a cortar más embutidos. Al final del día, sin embargo, obtuvo lo que sintió una recompensa por sus muchos años de servicio y dedicación, cuando Alfonso XIII, ya más sonrosado, con una media sonrisa, le dijo que lo había encontrado todo delicioso. Eutimia sintió que le daba un vuelco el corazón y corrió a tocarse el medallón donde guardaba el bigotito de su difunto para que también él participara del momento. Y el resto de sus días fue feliz pensando que le había devuelto el sentido al rey de España.
—Qué triste es un
vernissage
al que sólo asisten caballeros, aunque algunos lleven plumeros en la cabeza y el pecho lleno de medallas —musitaba Concha al oído de Juanita, viendo la presencia de todos aquellos señores uniformados en el patio—. Si lo llegamos a saber, habríamos colgado la bandera.
Maria del Roser le habría dado la razón en silencio. Ella también echaba de menos la bandera y el adorno de los trajes de gala de las señoras, que lucirían en todo su esplendor aquella misma noche en el Liceo. Había decidido asistir por Rodolfo, quien detestaba las conversaciones de antepalco y se desinspiraba en cuanto se habían pronunciado las cortesías de rigor. Maria del Roser sabía lo violentos que resultan los silencios en los encuentros de sociedad, sobre todo los que derivan de la torpeza de los contertulios, de modo que decidió acompañarle con la intención de hablar por los codos, como de costumbre.
La elección del traje vino tan cargada de condiciones que la modista casi pierde los nervios: «Nada de negro, que a Rodolfo le pone triste. Blanco, menos, eso se lo dejamos a las señoritas de puesta de largo. Después de los treinta y cinco, el rosa es equívoco. Ni el verde, ni el turquesa, ni las cretonas ni las sedas se avienen con mi ánimo. Y los horribles marrones los dejo para dentro de veinte años. ¿Usted qué opina?» La modista estaba ofuscada. Como último recurso, puso sobre la mesa una muestra de fina seda recién llegada de París y, jactanciosa como quien muestra una carta jugadora, dijo: «Lo que usted necesita, señora, es el malva.» Maria del Roser Golorons lo encontró de lo más acertado. Aquel color solemne conjugaba la última moda con la rancia solemnidad eclesiástica. Mandó que la cola y el escote fueran más breves que de habitual y se empeñó en llevar mangas abullonadas por debajo del codo. Como siempre que tomaba una decisión, no hubo forma de hacerle cambiar de parecer.
La preocupación por el acto del Liceo no sólo tenía que ver con la salud del rey.
—¿Ya se sabe dónde lo colocarán? —preguntó el marqués de Robert.
—Ay, por Dios, no hable del rey como si fuera un jarrón —le regañó el señor Milá i Pi, del Círculo del Liceo—. Claro que se sabe, hombre. Los marqueses de Juliá y de Sotohermoso han cedido sus palcos para que los ocupen las autoridades. Maura, el rey y el séquito.
Julia, que andaba cerca, persiguiendo las lonchas de salchichón de Vic que una camarera portaba en una bandeja, intervino, oportuno:
—Si esos papanatas antitodo no hubieran eliminado el palco de su abuela, ahora no habría que hacerle sitio en cualquier parte.
—Claro, pero si Isabel II quería que sus nietos vieran las funciones, haber pagado la reconstrucción del teatro, como se le pidió después del incendio. Qué gesto más feo por su parte —opinó Milá i Pi.
Rodolfo asentía, sabedor de que sus conciudadanos, por lo menos los que tenían tratos con él, eran capaces de perdonarlo todo, menos que alguien no pagara su parte.
—¿Y cuál es el programa previsto para el concierto? —quiso saber el joven Albert Despujol, enarbolando una ostra—. Espero que sólo Wagner.
—No, señor —se adelantó Maria del Roser—, también incluye Grieg y Paul Gilson. Piensen que tal vez el rey no es tan wagneriano como nosotros.
—¡Qué tontería! ¿Por qué no iba a serlo? —replicó Camilo Fabra.
—Hay quien no soporta su música y hasta le inventa ripios —terció don Emilio de la Cuadra —. Ya sabe: «De Wagner, viejo teutón / fueron a oír un tostón», y cosas así.
—¡Tonterías! —añadió Fabra, indignado—. Toda persona de buen gusto adora a Wagner. Quien haya compuesto esos versos, merece quedarse sordo.
Algunos pensaron que esa defensa de lo germánico resultaba curiosa en un hombre que acababa de asociarse con un inglés para extender su producción algodonera a todo el mundo, pero no comentaron nada, pues de todos era sabido que la ópera y los tejidos de algodón discurren por caminos muy distintos.
De dentro llegaron buenas noticias. El rey había abierto los ojos. Las camareras, azoradas de vergüenza, le estaban sirviendo un piscolabis. Por ahora, el médico estimaba oportuno que no viera a nadie. Las buenas nuevas relajaron los ánimos.
Albert Despujol dejó por un momento las ostras y preguntó a los anfitriones por su hijo Amadeo, que tenía su misma edad. A los Lax les llamó la atención oírle hablar en un horrísono castellano y no supieron si lo hacía por respeto a la compañía o por darse aires de nobleza.
—Está de viaje —informó Rodolfo—, no sabemos si en Italia o en París.
Maria del Roser añadió:
—Le autorizamos a completar su formación artística y personal con un viaje de estudios. Lleva fuera dos años.
—Qué suerte tienen algunos —opinó Despujol—. Yo, en cambio, no puedo pensar en marcharme a ninguna parte por culpa de los sacrificios que me imponen mi prometida y el trabajo. Mi suegro espera que la renuncia me convierta en un hombre responsable, digno de la gerencia de sus industrias. Yo también lo espero, les confieso. Me casaré a finales de año, ¿saben si su hijo habrá regresado para entonces? Quisiera pedirle que me honre siendo uno de los testigos de mi boda.
El porte del joven Albert Despujol, unido a sus modales refinados y la ambición que se adivinaba bajo su afición al trabajo, le había convertido en una de las piezas más buscadas por las cazadoras jóvenes de la buena sociedad. Al fin se había prometido con una Muntadas, acorde a las expectativas de su familia y de sí mismo.
—Le escribiré —dijo Maria del Roser—. Estoy segura de que le encantará adelantar su vuelta para una ocasión tan especial. Ya sabe que mi hijo le estima mucho.
Maria del Roser cumplía su papel, por supuesto, aunque en realidad tenía sus dudas de que Amadeo no detestara a Despujol, como le ocurría con casi todo el mundo.
También Octavio Conde Gómez del Olmo formaba parte del escogido grupo de jóvenes que acompañaban al rey en su periplo por la ciudad y, en consecuencia, también él departía en el patio en aquel momento. Cuando los Lax se acercaron a su grupo, saltando de flor en flor como buenos anfitriones, sorprendió con una pregunta:
—¿Ya saben ustedes que los hijos de don Eusebio Güell son un par de héroes?
Refirió a continuación una historia que en esos días estaba en boca de todos. Hacía referencia a los dos hijos del archiconocido industrial:
—Ocurrió esta semana en la fábrica de Santa Coloma de Cervelló. Un obrero de catorce años cayó de pie en una de esas cubas de tinte que se denominan «barcas». Los ácidos le quemaron las dos piernas y los médicos informaron que sólo los implantes de piel podían evitar la amputación. Se requerían veinte voluntarios, que aportaran cada uno un rectángulo de piel de unos veinte centímetros de lado por siete de ancho. El primer voluntario en ofrecer su piel fue el sacerdote de la colonia, un santo varón apellidado Cobarrubias. El segundo y el tercero fueron los dos hermanos Güell, Santiago y Claudio, el gerente y el vicedirector de la fábrica, respectivamente. Y no fue un gesto falso, porque al día siguiente fueron los primeros a quienes se extirpó del costado aquel pedazo de sí mismos.
—¡Eso es exactamente lo que necesitamos! ¡Héroes aristocráticos! —saltó el alcalde Sanllehy, con chispeante alegría—. ¡Si Llimona los esculpe en piedra de Montjuíc yo me comprometo a colocarlos en la Plaza Cataluña!
—Desde luego, estarían allí mejor que todas esas palmeritas enanas que nos ha plantado usted, don Domingo —terció Salvador de Sama, que además de rico, marqués, diputado y ex alcalde era aspirante a la alcaldía—. ¡Pero controle a los artistas, no vaya a ser que representen a los dos valerosos jóvenes en cueros y entonces no habrá quien coloque las estatuas en la vía pública!
Lo que de verdad le salía bien a Salvador de Samà era pavonearse ante Rodolfo de haber sido más rápido que él. Se diría que ambos vivían por adelantarse al otro y recordar de por vida las ocasiones en que lo habían conseguido. Para el testarudo Lax, la espinita que Samà le había clavado más hondo fueron aquellos terrenos montañosos que parecían lejos de todo y que luego vendió a Eusebio Güell a un precio exorbitante para que su protegido, ese Gaudí que no sabía trazar líneas rectas, los utilizara para su último adefesio.
—¡Déjensela a don Salvador —bromeó Rodolfo—, y seguro que nos llena la Plaza Cataluña de obeliscos!
Doña Maria del Roser se había acercado a don Octavio Conde. El joven, por cierto, era el único de los presentes que podía enorgullecerse de ser amigo de Amadeo. También era el único con quien el mayor de los Lax se mantenía en contacto de vez en cuando. A él recurrió Maria del Roser en cuanto pudo hablarle a solas:
—Por favor, Octavio, ¿podrías escribirle a Amadeo y preguntarle si piensa regresar pronto? No deseamos verle tan apartado del mundo y de sus obligaciones. Tarde o temprano deberá tomar lo que le pertenece, y en esta ciudad las ausencias prolongadas se pagan muy caras.
—Por supuesto que sí, señora Lax, se lo preguntaré con mucho gusto. Aunque debo advertirle de que su hijo no va a hacerme caso. Ni a mí, ni a nadie más que a su voluntad.
—He leído que últimamente os acusan de lerrouxistas —interrumpió don Rodolfo, siempre más interesado por las cuestiones que contaban los periódicos que por lo que ocurría en su casa.
—¡No me hable! ¡Mi padre está trastornado con todo esto, pero dice que ni por ésas piensa aprender el catalán! Ya le digo que no es necesario llevar las cosas a ese extremo, que al fin y al cabo el catalán es un dialecto agradable al oído y parece que incluso apropiado para algo más que vender bueyes, como se quiere demostrar hoy día, con la de poetas y dramaturgos que brotan por todas partes. Pero mi padre sigue convencido de que en Barcelona, para merecer el título de ciudadano, hay que estar en contra de algo o de alguien. Ya saben que es un hombre testarudo.
Maria del Roser sonreía con benevolencia al escuchar al hijo de su amigo y compañero. Precisamente en esos días, la testarudez de don Eduardo Conde había reportado grandes satisfacciones al grupo espiritista al que ambos pertenecían.
—Su padre es un gran hombre —dijo Maria del Roser— y muchos lo saben y lo reconocen.
Maria del Roser se refería al traslado de los restos mortales de Francisco Canals Ambrós, operación en que don Eduardo había puesto gran empeño. Gracias a él los feligreses del joven milagrero, que se contaban por miles, tenían por fin un lugar donde rendirle culto. Iba a contárselo a don Octavio, a quien suponía ajeno a esos méritos de su padre, pero las veleidades de la nobleza, cuyos ánimos se encendían en cuanto afloraban ciertos asuntos, se lo impidieron.
—Hablando de catalanistas... —apostilló Claudio López, segundo marqués de Comillas, propietario del Banco Hispano Colonial y apodado «el Limosnero Mayor del Reino» por su afición a las obras de caridad— he oído que el rey va a quedarse en Barcelona para asistir al Palau de la Música. ¡Tomen ejemplo, caballeros! ¡Eso es solidaridad catalana, y no lo de Prat de la Riba!
—Sí, sí... yo diría que lo que le interesa, más bien, es conocer la guarida del enemigo, ¿no creen? —intervino el señor Plandolit, del Banco de Barcelona.
Los marqueses asentían. La reunión los tenía distendidos y propicios a las confidencias. Aseveró López:
—Es sabido que Barcelona le gusta al rey mucho más que Madrid.
—¿No será que los barceloneses le gustamos más que esos nobles madrileños que parecen todos sacados de un cuadro de Velázquez? —preguntó otro insigne banquero, el señor Estruch.
Rió don Rodolfo:
—Yo más bien diría las barcelonesas.
—Tiene razón —asintió Plandolit—. Victoria Eugenia se descuida en exceso. Su marido es demasiado joven y ella demasiado inglesa para que la comedia no termine en sainete.
Justo en ese momento se unió al grupo don Ramón Bassegoda, barbudo y prominente octogenario, además de pertinaz emisor de humo de tabaco.
—¿Qué hay, jóvenes? —saludó, antes de inclinar la cabeza ante Maria del Roser—. ¿Están todos ustedes bien?
Octavio respondió con un gesto de cortesía.
—¿Cómo se encuentra su padre, conde? ¿Se ha recuperado ya de la pérdida de la dulce doña Cecilia?
De nuevo Octavio respondió con una convención. Breve, porque no deseaba hablar de la muerte de su madre, producida por accidente, cuando una botella de gasolina incendió sus largas faldas. La prensa, por fortuna, silenció la causa y toda la ciudad apoyó a la familia en su dolor. La discreción hizo la desgracia más soportable.