Ha llegado el águila (39 page)

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Authors: Jack Higgins

Tags: #Aventuras, Bélico, Histórico

BOOK: Ha llegado el águila
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—Fume uno de éstos.

—¿No le importa? —le dijo Laker y le brillaban los ojos.

—Tome otro más.

Laker no necesitaba que le insistieran. Se guardó uno en la oreja y encendió el otro.

—¿Cómo se llaman?

—Werner —dijo el alemán; se interrumpió, consciente de su error, y agregó en seguida—: Kunicki.

—Oh —dijo Laker—, siempre creí que Werner era un nombre alemán. En 1915 tomé un prisionero en Francia que se llamaba Werner. Werner Schmidt.

—Mi madre era alemana —explicó Werner.

—No tiene ninguna culpa, entonces —dijo Laker—. No podemos elegir a los que nos traen al mundo.

—¿Me podría decir cuánto tiempo llevan aquí esos pájaros? —preguntó Werner.

Laker le miró desconcertado y después clavó la vista en los árboles.

—Desde que era niño, estoy seguro. ¿Le interesan los pájaros?

—Por supuesto —informó Werner—. Son los seres vivientes más fascinantes. Al revés de los hombres, casi nunca se pelean entre sí, no conocen las sectas ni las fronteras. El mundo entero es su hogar.

Laker le miró como si estuviera loco y se rió.

—Vamos, vamos, ¿quién se toma el trabajo de pensar en unos pocos pájaros viejos?

—Pero ¿tan viejos son, amigo? —le dijo Werner—. Estos pájaros son muy abundantes y están por todas partes en Norfolk, es verdad, pero son muchos los que vienen en otoño e invierno incluso desde Rusia.

—No me tome el pelo.

—No, es verdad. A muchos cuervos de esta zona les habían puesto anillos en Leningrado, por ejemplo. Eso sucedió antes de la guerra, claro.

—¿Me va a decir que algunos de estos pájaros que tengo sobre la cabeza proceden de Leningrado? —preguntó Laker.

—Con toda seguridad.

—Bueno, nunca lo habría pensado.

—Así que, amigo mío, en el futuro tiene que tratar con más respeto a estas damas y caballeros que han llegado desde tan lejos tras un viaje tan largo —le dijo Werner.

—¡Kunicki! ¡Moczar! —gritó alguien.

Se volvieron y vieron a Steiner y al sacerdote a la entrada de la iglesia.

—Nos vamos —dijo Steiner, y Werner y Klugl salieron del

cementerio y regresaron al jeep.

Steiner y Vereker caminaron juntos por el sendero. Sonó una bocina y apareció otro jeep en la colina. Parecía venir del pueblo. Se detuvo al otro lado de la carretera. Pamela Vereker iba vestida de uniforme. Werner y Klugl la miraron detenidamente, pero se quedaron rígidos cuando vieron descender del vehículo a Harry Kane con uniforme de combate.

Apenas Steiner y Vereker llegaron al pórtico, Pamela se les acercó y besó a Vereker en la mejilla.

—Siento llegar tarde, pero Harry quería conocer un poco Norfolk y dimos un largo rodeo.

—¿Le hiciste venir por el camino más largo? —le preguntó Vereker, cariñosamente.

—Por lo menos he podido traerla hasta aquí, padre —dijo Kane.

—Tengo el gusto de presentarles al coronel Carter, del batallón polaco de paracaidistas —dijo Vereker—. Está realizando prácticas en este distrito. Se han alojado en el establo de la hondonada. Mi hermana Pamela, coronel, y el mayor Kane.

De la fuerza especial número 21 —dijo Kane y le estrechó la mano—. Estamos un poco más al norte, en Meltham House. He visto a sus muchachos en el camino, coronel. Estoy seguro de que con esas boinas rojas deben enloquecer a las jóvenes.

—Eso suele suceder —comentó Steiner.

—¿Así que son polacos? Tenemos un par de polacos en nuestra unidad. Krukowski, por ejemplo. Es de Chicago. Nacido y educado allí, pero habla polaco tan bien como inglés. Curiosa gente. Quizá podríamos organizar algún encuentro.

—Creo que no será posible —contestó Steiner—. Tengo órdenes especiales. Hacer prácticas esta tarde y trasladarme para reunirme con otras unidades a mi mando mañana por la mañana. Ya sabe cómo son estas cosas.

—Por supuesto. Yo también me encuentro en una situación semejante —miró la hora— y, por cierto, si no llego a Meltham House dentro de veinte minutos, el coronel me hará fusilar.

—Encantado de conocerle, de todos modos —le dijo Steiner, amablemente—. Señorita Vereker, padre, espero verles pronto.

Subió al jeep e hizo a Klugl una señal para que partiera. Este soltó el freno y se pusieron en marcha.

—Trata de recordar que aquí se conduce por el lado izquierdo de la carretera, Klugl —dijo Steiner, tranquilo.

Las paredes del establo tenían casi un metro de espesor en algunos sitios. La tradición decía que la edificación había formado parte, en la Edad Media, de una fortificación. Lo cierto era que resultaba muy adecuada para sus objetivos más recientes. Tenía el habitual olor a cereales y forraje. Había una carreta rota en una esquina, y un gran farol con los cristales rotos que iluminaba el espacio central.

Dejaron afuera el Bedford, con un hombre de guardia, y entraron el jeep. Steiner se dirigió a sus hombres.

—Vamos bien hasta el momento. Desde este instante hemos de conseguir que todo resulte lo más natural del mundo. En primer lugar, saquen las cocinas de campaña y preparen comida. Esto nos mantendrá ocupados hasta las tres de la tarde aproximadamente. En seguida haremos un poco de entrenamiento. Para eso estamos aquí y eso es lo que la gente espera que hagamos. Ejercicios tácticos de infantería por el campo, junto al arroyo, entre las casas. Otra cosa: no vayan a hablar en alemán. Hablen en voz baja. Comuníquense mediante señales con las manos siempre que sea posible. Las órdenes deben darse en inglés, por supuesto. Los teléfonos de campaña son sólo para casos urgentes. El teniente Neumann dará las instrucciones necesarias a los jefes de sección.

—¿Qué hacemos si la gente trata de hablar con nosotros? —preguntó Brandt.

—Finjan que no entienden nada, aunque sepan inglés. Prefiero que hagan eso a que se enreden. Dejo en tus manos la organización del entrenamiento —continuó hablando ahora dirigiéndose a Ritter Neumann —y asegúrate que en cada grupo haya por lo menos una persona que hable bien inglés. Tienes que ver la mejor manera de manejar esto. —Volvió a dirigirse a sus hombres en general—: Recuerden que a las 6 o 6.30 ya está oscuro; sólo hasta esa hora aparentaremos estar muy ocupados.

Salió. Caminó por el sendero y se apoyó en la puerta. Joanna Grey bajaba de la colina en bicicleta, con un gran ramo de flores en el canasto que llevaba sobre la rueda delantera y el perro
Patch
corriendo al lado.

—Buenas tardes, señora —la saludó Steiner.

Ella se bajó y se le acercó empujando la bicicleta con la mano.

—¿Cómo va todo?

—Bien.

Le estrechó la mano, como si se estuviera presentando formalmente. A cierta distancia, el encuentro parecía muy natural.

—¿Y Philip Vereker?

—Nos está ayudando todo lo que puede. Devlin tenía razón.

Creo que piensa que estamos aquí para vigilar a nuestro hombre.

—¿Y qué van a hacer ahora?

—Vamos a jugar a los soldados en el pueblo y sus alrededores.

Devlin me dijo que irá a visitarla a las 6.30.

—Bien —Joanna le volvió a dar la mano—, le veré más tarde.

Steiner la saludó, se volvió al establo, y Joanna volvió a montar en bicicleta y continuó su camino hacia la iglesia. Vereker la estaba esperando a la entrada; Joanna dejó la bicicleta apoyada en la pared y se le acercó con las flores.

—Qué hermosas —comentó Vereker—, ¿dónde las encontró?

—Oh, me las proporcionó un amigo, en Holt. Son iris. Criadas en invernadero, por supuesto. Un cultivo nada patriótico. Sería más conveniente plantar patatas o judías.

—Tonterías, el hombre no sólo vive de pan —le dijo Vereker en un tono francamente pomposo—. ¿Vio a sir Henry antes de que se marchara?

—Sí, me llamó poco antes de partir. Llevaba puesto el uniforme completo. Verdaderamente su aspecto era espléndido.

—Y volverá con el gran hombre en persona antes de que anochezca —dijo Vereker—. Esto constituirá una breve mención en alguna de sus biografías. «Pasó la noche en Studley Grange.» Los vecinos ignoran por completo que una breve página histórica se está escribiendo aquí mismo.

—Sí, supongo que tiene razón si se mira desde ese punto de vista —le dijo y sonrió beatíficamente—. ¿Puedo arreglar estas flores en el altar?

Le abrió la puerta y entraron.

Capítulo 16

En Londres, Rogan salió de los tribunales cuando el Big Ben daba las tres de la tarde. Cruzó la calle de prisa en dirección a Fergus Grant, que le esperaba al volante de un Humber. El inspector estaba de muy buen humor, a pesar de la lluvia.

—¿Todo en orden, señor? —preguntó Fergus.

—Si al amigo Halloran le caen menos de diez años, soy Napoleón. ¿Las conseguiste?

—En la guantera, señor.

Rogan la abrió y encontró las dos automáticas Browning.

Revisó el seguro de una, lo volvió a cerrar. La sopesó. Se sentía bien con ella en la mano. Se la introdujo en el bolsillo interior de la chaqueta.

—Muy bien, Fergus, partamos en busca del amigo Devlin.

En ese mismo momento, Molly se acercaba a la iglesia.

Montaba su caballo y avanzaba por senderos secundarios. La fina llovizna que caía le había obligado a ponerse el viejo impermeable y un pañuelo en la cabeza. Llevaba una mochila a la espalda cubierta con tela de saco.

Ató el caballo bajo los árboles de la parte trasera del presbiterio y entró al cementerio por la puerta de atrás. Mientras daba la vuelta a la entrada principal, oyó una orden de mando en la colina y se detuvo a mirar en dirección al pueblo. Los paracaidistas avanzaban en perfecto orden hacia el viejo molino del arroyo; las boinas rojas se destacaban claramente contra el verde de la pradera. Vio que Philip Vereker, el niño de George Wilde, Graham, y la pequeña Susan Turner, estaban observando las maniobras junto al puente. Se oyó otra orden y los paracaidistas se dejaron caer de bruces al suelo.

Entró en la iglesia y encontró a Pamela Vereker de rodillas cerca del altar, limpiando los objetos de bronce.

—Hola, Molly —le dijo—, ¿me ayudas un poco?

—Bueno, este fin de semana le tocaba a mi madre arreglar el altar —dijo Molly, quitándose la mochila—, pero está muy resfriada y decidió quedarse en cama.

Otra orden de mando se oyó débilmente procedente del pueblo.

—¿Todavía están allí? —preguntó Pamela—. ¿No crees que ya hay bastante guerra como para que ni siquiera nos dejen tranquilas y se dediquen a esos juegos aquí mismo? ¿Está allí mi hermano?

—Estaba allí cuando llegué.

Una sombra cruzó el rostro de Pamela Vereker.

—Me hago muchas preguntas a veces sobre todo esto —dijo Pamela—. Creo que le molesta haber quedado fuera de la acción directa —sacudió la cabeza—. Los hombres son unos seres muy extraños.

En el pueblo no había ningún signo evidente de vida, a excepción de algunas columnas de humo en las chimeneas. Era un día de trabajo para la mayoría de la gente. Ritter Neumann había dividido su pequeño destacamento en tres grupos de cinco personas, todos en contacto por radio. Él y Harvey Preston se habían desplegado entre las casas. Cada uno con una sección. Preston estaba casi feliz. Se agazapó junto a la pared de Studley Arms, revólver en mano, y le indicó con la mano a su sección que avanzara. George Wilde, apoyado en la pared, les observaba, y su mujer, Betty, apareció en el umbral limpiándose las manos en el delantal.

—¿Te gustaría volver a combatir?

—Quizá —se encogió de hombros Wilde.

—Oh, los hombres —dijo ella, molesta—; no los entenderé nunca.

El grupo que avanzaba por la hondonada estaba formado por Brandt, el sargento Sturm, el cabo Becker y los soldados Jansen y Hagl. Se desplegaron frente al viejo molino. Hacía treinta años que estaba abandonado y tenía el techo lleno de agujeros allí donde faltaban las tejas.

La enorme rueda de madera solía permanecer inmóvil, pero el agua del arroyo, enriquecida con las abundantes lluvias recientes, había ejercido tanta presión que la barra que bloqueaba la rueda, carcomida por el óxido, se había partido. Y la gran rueda se movía ahora con crujidos y gemidos como de ultratumba, convirtiendo el agua en espuma.

Steiner, que estaba sentado en el jeep observando con atención e interés esa enorme rueda de molino, se volvió para mirar a Brandt, que corregía al joven Jansen la técnica del disparo desde la posición de tumbado en el suelo. Al otro lado del molino, corriente arriba, el padre Vereker y los dos niños también estaban observando lo mismo.

El niño de George Wilde, Graham, tenia once años y parecía muy entusiasmado con las actividades de los paracaidistas.

—¿Qué están haciendo ahora, padre? —le preguntó a Vereker.

—Bueno, Graham, consiste en poner los codos en la posición correcta —dijo Vereker—. Si no lo hacen así no pueden apuntar bien.

Mira, ahora les está enseñando el paso del leopardo.

Susan Turner se aburría con el ejercicio y, cosa nada sorprendente en una niña de cinco años, se interesaba mucho más por la muñeca de madera que su abuelo le había hecho la tarde anterior. Era una hermosa niña de pelo rubio, evacuada de Birmingham. Sus abuelos, Ted y Agnes Turner, estaban a cargo de la estafeta de Correos del pueblo, de un almacén y de la central telefónica. Vivía con ellos desde hacía un año.

Cruzó al otro lado del puente, pasó bajo la barrera y se sentó al borde. El agua, de color marrón y llena de espuma, pasaba a gran velocidad a no más de sesenta centímetros de donde ella estaba.

Sostenía la muñeca por uno de los brazos exactamente sobre la superficie del agua y se reía mientras el agua bañaba los pies de la muñeca. Se inclinó un poco más, sujetándose en la baranda hasta meter las piernas de la muñeca en el agua. La baranda cedió y la niña cayó, con un grito, de cabeza al agua.

Vereker y el niño pudieron ver cómo desaparecía en las aguas.

Antes de que el sacerdote consiguiera realizar el menor movimiento, la niña ya había cruzado bajo el puente. Graham, más por instinto que por coraje, saltó al agua detrás de la niña. En ese punto el agua no solía tener más de sesenta centímetros de profundidad. Graham había pescado allí en el verano. Pero ahora todo era distinto. Agarró a Susan por la parte trasera de su abrigo y la sostuvo con fuerza.

Buscó el fondo con los pies, pero no había ningún fondo. Gritó asustado mientras la corriente le arrastraba hacia la rampa bajo el puente y les amenazaba con lanzarles más allá, hacia la rueda del molino.

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