—Sí, me parece que hay un punto débil en la composición del grupo de Steiner. Hay cuatro o cinco hombres que hablan inglés o lo comprenden. Pero solamente Steiner puede pasar por un auténtico inglés. No me parece bastante. Creo que necesita el respaldo de alguien de condiciones análogas.
—Pero no hay mucha gente con esas condiciones y un buen comportamiento en combate.
—Creo que tengo la solución —dijo Himmler—. Un hombre llamado Amery, John Amery. Hijo de un famoso político inglés. Le vendió armas a Franco. Odia a los bolcheviques. Trabaja para nosotros desde hace un tiempo.
—¿Nos servirá de algo?
—No lo sé. Pero se le ocurrió la idea de formar la Legión Británica de San Jorge. La idea era reclutar ingleses de los campos de prisioneros, sobre todo para luchar en el frente oriental.
—¿Consiguió voluntarios?
—Unos pocos. No muchos, la mayor parte delincuentes. Amery ya no tiene relación alguna con eso. La Wehrmacht se hizo cargo por un tiempo de esa unidad, pero ahora la controlan las SS.
—¿Cuántos son en total?
—Unos cincuenta o sesenta. Ahora se llaman el Cuerpo Británico Libre. —Himmler abrió un archivo y sacó una ficha—. Ese tipo de gente —continuó—, es de cierta utilidad a veces. Este hombre, por ejemplo, Harvey Preston. Cuando le capturamos en Bélgica llevaba el uniforme de capitán de la Guardia y tenía la voz y los modales de un aristócrata inglés. Nadie dudó de eso por un tiempo.
—¿Y no era lo que parecía?
—Véalo usted mismo.
Radl examinó la ficha. Harvey Preston había nacido en Harrogate. Yorkshire, en 1916, hijo de un ferroviario. Se había marchado de casa a los catorce años para trabajar como utillero de una compañía teatral en gira. A los dieciocho años estaba trabajando con un discreto repertorio en Southport. En 1937 había sido condenado a dos años de prisión por el tribunal de Winchester, acusado de cuatro cargos de fraude.
Recuperada su libertad en enero de 1939, un mes más tarde fue arrestado de nuevo acusado ahora de disfrazarse de oficial de la RAF y de reunir fondos para una campaña ficticia. El juez suspendió la sentencia con la condición de que Preston se uniera al ejército. Así, fue enviado a Francia como empleado al servicio de una unidad de comunicaciones y en el momento de su captura llevaba uniforme de capitán.
Su comportamiento en el campo de prisioneros había sido bueno o malo según el punto de vista. En efecto, había delatado a las autoridades del campo cinco intentos de fuga. La última vez, sus compañeros lo descubrieron, y si no se hubiera ofrecido voluntario para el Cuerpo Libre, habría tenido que ser trasladado de prisión para protegerle de sus compatriotas.
Radl se acercó a Devlin y le pasó la ficha. Se volvió hacia Himmler.
—¿Y usted cree que Steiner querrá aceptar a este, este…?
—¿Delincuente? —dijo Himmler—. ¿Que se vende al mejor postor, pero que imita perfectamente a un aristócrata inglés? Tiene porte, Radl, de verdad. Es esa clase de hombres ante quien un policía se descubre cuando comienza a hablar. Siempre he creído que los ingleses saben distinguir a simple vista un caballero y un oficial. Y Preston actúa muy bien.
—Pero Steiner y sus hombres,
herr Reichsführer,
son soldados, soldados de verdad. Usted conoce su historial. ¿Cree que un hombre de esta índole podrá integrarse en ese grupo? ¿Que obedecerá órdenes?
—Hará lo que le digan —dijo Himmler—. No hace falta preguntárselo. ¿Lo incorporamos?
Apretó el botón y poco después apareció Rossman en la puerta.
—Que venga Preston ahora mismo.
Rossman salió, dejó la puerta abierta, y un momento después entró Preston a la habitación. Cerró la puerta y efectuó el saludo nazi.
Era a la sazón un joven de 27 años, alto y bien parecido, que vestía un perfecto uniforme gris. Fue el uniforme lo que impresionó especialmente a Radl. Tenía la insignia de la calavera de las SS en la gorra y los emblemas de los tres leopardos. Bajo el águila de la manga izquierda aparecía el escudo inglés y una banda de color negra y plata con la leyenda
Britisches Freikorps
en letras góticas.
—Muy bonito —comentó Devlin en voz tan baja, que sólo la escuchó Radl.
Himmler les presentó.
—El
Untersturmführer
Preston, el coronel Radl de la Abwehr y
herr
Devlin. Ya debe de saber usted el papel que cada uno de estos caballeros va a desempeñar en la operación; habrá leído los documentos que le entregué esta mañana temprano.
Preston se volvió hacia Radl, inclinó la cabeza y golpeó los talones. Muy formal, muy militar; pero muy parecido a un actor que estuviera representando a un oficial prusiano.
—Así que ha tenido tiempo sobrado para considerar el asunto —le dijo Himmler—. ¿Comprende lo que se espera de usted?
—¿Debo entender que el coronel Radl está buscando voluntarios para su misión? —preguntó cuidadosamente Preston.
Hablaba muy bien alemán, aunque se podía mejorar su acento.
Himmler se quitó las gafas, se rascó suavemente la punta de la nariz con el índice y se las volvió a poner con sumo cuidado. Era un gesto infinitamente siniestro en cierto sentido. Habló y su voz parecía el ruido del viento que arrastra hojas secas.
—¿Qué está insinuando,
Untersturmführer
?
—Sólo que en esto me encuentro en ciertas dificultades. Como sabe el
Reichsführer
, a los miembros del Cuerpo Británico Libre se les garantizó que no harían la guerra ni participarían en ninguna acción armada contra Gran Bretaña ni contra la Corona ni en nada que pudiera causar daño o detrimento al pueblo británico.
—¿Quizás este caballero estaría más contento sirviendo en el frente oriental,
herr Reichsführer
? —dijo Radl—. ¿El grupo Sur del ejército del mariscal Von Manstein? Allí hay muchos puntos apropiados para quienes están ansiosos de entrar en acción.
Preston se dio cuenta de que se había equivocado gravemente y trató de corregirse a toda prisa.
—Le puedo asegurar,
herr Reichsführer
, que…
Himmler no le dio ninguna oportunidad.
—Usted habla de voluntarios donde yo no veo sino un acto de sagrado cumplimiento del deber. Una ocasión de servir al Führer y al Reich.
Preston escuchaba con toda atención. Actuó muy bien, y Devlin empezó a gozar de verdad con el espectáculo.
—Por supuesto,
herr Reichsführer
. Es lo único que deseo.
—¿Es verdad o no que usted juró eso? ¿Que hizo un juramento sagrado?
—Sí,
herr Reichsführer
.
—Entonces no hay nada más que decir. Desde este momento se puede considerar a las órdenes del coronel Radl aquí presente.
—Como usted diga,
herr Reichsführer
.
—Coronel Radl, me gustaría hablar con usted en privado —dijo Himmler y miró de reojo a Devlin—.
Herr
Devlin, ¿tendría la bondad de pasar a la antesala con el
Untersturmführer
Preston?
Preston le saludó con un Heil Hitler bastante crispado, dio media vuelta con una precisión digna de los Granaderos de la
Guardia, y salió. Devlin le siguió y cerró la puerta.
No había señales de Rossman; Preston dio una patada, furioso, a uno de los sillones y tiró la gorra en la mesa. Estaba pálido de ira.
Sacó una pitillera de plata y extrajo un cigarrillo. Le temblaban las manos.
Devlin atravesó la habitación y tomó otro cigarrillo antes de que Preston pudiera cerrar la pitillera. Sonrió.
—Amigo, el viejo le agarró a usted por los huevos.
Le habló en inglés y Preston, furibundo, le contestó en el mismo idioma.
—¿Qué me está diciendo?
—Vamos, hijo —le dijo Devlin—, ya conozco la historia. La Legión de San Jorge; el Cuerpo Británico Libre. ¿Cómo le compraron? seguramente gracias a cantidades ilimitadas de licor y a todas las mujeres que pudiera controlar, pues usted no debe de ser muy selectivo.Y ahora le exigen que pague por todo.
Con sus casi dos metros de estatura, Preston podía darse el gusto de mirar despectivamente al irlandés. Frunció la nariz.
—Por Dios, la gente con que uno tiene que trabajar… Directo desde el fango, se le nota en el olor. Será mejor que se aparte, enano irlandés, y vaya a molestar a otra parte si no quiere que me vea obligado a castigarle.
Devlin, en el momento en que se llevaba un fósforo al cigarrillo para encenderlo, asestó una patada a Preston con toda precisión bajo la rótula de la pierna derecha.
Radl estaba terminando de leer a Himmler un informe sobre la situación de la operación y sus progresos.
—Excelente —comentó Himmler—. ¿Y el irlandés parte el domingo?
—En un Dornier desde una base de la Luftwaffe en las afueras de Brest, Laville. Se dirigirán hacia el noroeste, directamente a Irlanda, sin necesidad de sobrevolar Inglaterra. No es probable que tengan problemas a más de ocho mil metros.
—¿Y la fuerza aérea irlandesa?
—¿Qué fuerza aérea,
herr Reichsführer
?
—Comprendo —dijo Himmler y cerró el expediente—. Así que las cosas van deprisa por fin. Estoy muy contento con usted, Radl.
Manténgame informado.
Tomó la pluma, como dando por terminada la entrevista, y
Radl dijo:
—Hay otro asunto del que quería hablarle.
—¿De qué se trata? —preguntó Himmler, alzando la cabeza.
—Del general Steiner.
Himmler dejó la pluma.
—¿Qué pasa con él?
Radl no sabía cómo decirlo, pero tenía que plantearlo de alguna manera. Se lo debía a Steiner. De hecho, dadas las circunstancias, le sorprendió la intensidad con que sentía que debía mantener su promesa.
—Usted mismo,
herr Reichsführer
, me insinuó que le aclarara al coronel Steiner que su conducta podía afectar significativamente al destino de su padre.
—Así es —dijo Himmler—. Pero ¿cuál es el problema?
Prometí al coronel Steiner,
herr Reichsführer
… Le aseguré que…
—Lo que no tenía autoridad para ofrecer —dijo Himmler—. Sin embargo, dadas las circunstancias, puede tranquilizar a Steiner en mi nombre. —Volvió a tomar la pluma—. Márchese ahora y dígale a Preston que pase un momento. Quiero hablar unas palabras con él.
Le informaré mañana.
Cuando Radl salió, encontró a Devlin mirando la calle a través de una abertura de la cortina y a Preston sentado en un sillón.
—Está lloviendo intensamente —dijo Devlin, sonriente—. Por lo menos la RAF se quedará en casa. ¿Nos vamos?
Radl asintió y le dijo a Preston:
—Usted se queda. Quiere hablar con usted. Y no vaya a mi despacho de la Abwehr. Me mantendré en contacto con usted.
Preston estaba de pie, otra vez en actitud muy militar, con el brazo en alto.
—Muy bien, señor. ¡Heil Hitler!
Radl y Devlin se dirigieron a la salida y, mientras atravesaban la puerta, el irlandés alzó el pulgar y sonrió amablemente.
—¡Arriba la República, viejo!
Preston bajó el brazo y maldijo en inglés. Devlin siguió a Radl y le alcanzó en la escalera.
—¿De dónde demonios ha salido ése? Himmler debe de haber perdido la cabeza.
—Ni Dios lo sabe —dijo Radl, mientras hacían una pausa junto a los guardias de las SS en la entrada principal para subirse el cuello de los abrigos y protegerse mejor de la lluvia—. La idea de contar con otro oficial que pueda pasar por inglés no es mala, pero este Preston —continuó Radl y sacudió la cabeza—. Mal hombre, con pésimas inclinaciones. Un actor de segunda categoría, un criminal de poca clase. Se ha pasado la mayor parte de la vida viviendo en una especie de fantasía personal.
—Y estamos condenados a soportarle —comentó Devlin—. ¿Qué hará Steiner con él?
Avanzaron bajo la lluvia mientras se aproximaba el coche de Radl; se instalaron en el asiento trasero.
—Steiner sabrá manejarlo —dijo Radl—. Los hombres como Steiner no tienen ese tipo de problemas. Pero volvamos a lo nuestro.
Mañana por la tarde volamos a París.
—¿Y entonces?
—Tengo que hacer algo importante en Holanda. Tal como le dije, toda la operación se va a preparar en Landsvoort, que es un lugar tan apropiado como el fin del mundo. Durante el tiempo que dure la operación, estaré allí yo mismo, así que, amigo mío, ya sabe quién estará al otro extremo, si decide ponerse en contacto por radio.
Como iba diciendo, le dejaré en París cuando vuele a Amsterdam. Y usted, a su vez, se irá por ferrocarril al aeropuerto de Laville, cerca de Brest. Partirá el domingo a las diez de la noche.
—¿Le veré allí? —preguntó Devlin.
—Quizá, pero no estoy seguro.
Llegaron a la Tirpitz Ufer poco después y cruzaron corriendo hacia la entrada del edificio. En ese mismo momento salía Hofer, con gorra y un grueso impermeable. Les saludó y Radl le dijo:
—¿Ha terminado, Karl? ¿Hay algo para mí?
—Sí, señor. Una señal de la señora Grey.
Radl se llenó de emoción.
—¿De qué se trata, hombre, qué dice?
—Que el mensaje fue recibido y comprendido, señor. Y que está resuelto el asunto del trabajo de
herr
Devlin.
Radl se volvió, triunfante, a Devlin. El agua le goteaba de la gorra.
—¿Y qué dice a esto, amigo mío?
—Arriba la República —dijo Devlin—. ¡Arriba! ¿Le parece suficientemente patriótico? Y si es así, ¿me podría marchar ahora mismo a beber un trago?
Cuando se abrió la puerta del despacho, Preston estaba leyendo una edición en inglés de la revista
Signal
, sentado en un rincón.
Alzóla vista, y al ver que Himmler le estaba mirando, se puso de pie de un salto.
—Perdón,
herr Reichsführer
.
—¿Por qué? —preguntó Himmler—. Venga conmigo. Quiero enseñarle algo.
Confundido y un tanto alarmado, Preston le siguió por el pasillo del subsuelo hasta la puerta de acero custodiada por los dos hombres de la Gestapo. Uno de ellos abrió la puerta, se pusieron firmes, Himmler les saludó y empezó a bajar.
El pasillo blanco parecía silencioso por completo, pero al cabo de un momento Preston notó un golpeteo rítmico, un sonido apagado, extrañamente distante, como si viniera de muy lejos.
Himmler se detuvo frente a una celda y abrió una verja de metal.
Detrás había un cristal irrompible.
Un hombre de unos 60 años aproximadamente, de pelo canoso, vestido con una camisa desgarrada y pantalones de militar, estaba de bruces sobre un banco. Una pareja de musculosos agentes de las SS le azotaban sin interrupción en la espalda y en las nalgas con cinturones de goma. Rossman estaba al lado, mirando, con un cigarrillo en los labios, y la camisa remangada.