Ha llegado el águila (16 page)

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Authors: Jack Higgins

Tags: #Aventuras, Bélico, Histórico

BOOK: Ha llegado el águila
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Liam Devlin dio un alarido de felicidad y se la arrebató.

—Mataré al primero que toque una gota —afirmó—. Lo juro. Es todo para mí.

Todos se rieron y Steiner les calmó levantando la mano:

—Calma, calma. Tenemos que hablar. Un trabajo. —Se volvió a Ilse Neuhoff—. Lo siento, amor mío. Pero es secreto.

Era la esposa de un soldado y no iba a discutir.

—Me voy. Pero me niego a dejar aquí la ginebra.

Salió con la botella de Beefeater en una mano y un vaso en la otra. Se produjo silencio en la sala. Todo el mundo estaba súbitamente sobrio, esperando lo que se les iba a decir.

—Es muy sencillo —comenzó Steiner—. Hay una posibilidad de salir de aquí. Una misión especial.

—¿Si hacemos qué, señor? —preguntó el sargento Altmann.

—El viejo trabajo. Aquello para lo que los entrenaron.

Se produjo una reacción instantánea, gran excitación. Alguien susurró:

—¿Vamos a volver a saltar?

—Eso es exactamente lo que quiero decir —afirmó Steiner—.

Pero es un trabajo sólo para voluntarios. Cada uno debe tomar la decisión personalmente.

—¿A Rusia, señor? —preguntó Brandt.

Steiner sacudió la cabeza.

—A un lugar donde nunca ha luchado un soldado alemán. —Les miró uno por uno. Todos estaban en tensión, a la expectativa—.

¿Cuántos hablan inglés? —preguntó en voz baja.

El silencio que siguió fue absoluto. Asombro general. Ritter Neumann olvidó dónde estaba y exclamó, con voz ronca:

—Por el amor de Dios, Kurt, nos estás tomando el pelo.

Steiner volvió a negar con la cabeza.

—Nunca he hablado más en serio. Esto es secreto, por supuesto. En pocas palabras: dentro de cinco semanas, aproximadamente, se espera que descendamos en paracaídas, por la noche, en una parte muy aislada de la costa inglesa del mar del Norte, frente a Holanda. Si todo marcha bien, nos evacuarán al día siguiente, también de noche.

—¿Y si no? —preguntó Neumann.

—Estaremos todos muertos, así que no importa. ¿Algo más?

Miró a sus hombres.

—¿Nos puede decir el objetivo de la misión, señor? —preguntó Altmann.

—Es semejante a lo que hicieron Skorzeny y esos muchachos del batallón de paracaidistas en el Gran Sasso. Eso es todo lo que os puedo adelantar.

—Bueno, es suficiente para mí —exclamó Brandt, y miró a todo el mundo en la habitación—. Es posible que muramos si vamos allá, pero si nos quedamos aquí moriremos de todos modos. Si usted va, yo también.

—Estoy de acuerdo —afirmó Ritter Neumann y se cuadró.

Todos los hombres aceptaron. Steiner se quedó de pie un momento, inmóvil, con la vista ensimismada en algún punto oscuro y secreto de su mente y finalmente asintió.

—En fin, sea. ¿Alguien habló de un whisky White Horse?

El grupo se disolvió en dirección a la barra, y Altmann se sentó y empezó a tocar
We march against England.
Alguien le tiró la gorra y Sturm le gritó:

—Olvida esa vieja tontería. Toca algo que valga la pena. Se abrió la puerta y apareció Ilse Neuhoff.

—¿Puedo entrar ya?

Rugió el grupo. Un instante después estaba subida en el mostrador.

—¡Una canción!

—Muy bien —dijo riendo—. ¿Cuál queréis?

Steiner se puso de pie. Habló con dureza, rápido.

—Alles ist verrückt
.

Se produjo un súbito silencio. Ella le miró, pálida.

—¿Estás seguro?

—Es perfectamente adecuada —le dijo—. Me puedes creer.

Hans Altmann empezó a tocar, con toda la fuerza e intención de que era capaz. Ilse se incorporó lentamente, bajó del mostrador, se puso las manos en las caderas y empezó a cantar esa canción extraña y melancólica, conocida por cuantos habían luchado en la campaña de Rusia:

¿Qué hacemos aquí? ¿De qué se trata?
Alles ist verrückt.
Todo es una locura. Todo se ha ido al infierno.

Tenía lágrimas en los ojos. Extendió los brazos como si quisiera abrazarles a todos, y de repente todos comenzaron a cantar, despacio y en tono grave, mirándola. Steiner, Ritter, todos, incluso Radl.

Devlin los miró a la cara uno por uno, desconcertado; se volvió, abrió la puerta y se precipitó afuera.

—¿Estoy loco o son ellos los locos? —susurró.

La terraza estaba oscura porque había que apagar todas las luces. Pero Radl y Steiner salieron a fumarse un cigarrillo después de la cena, más para estar tranquilos que por cualquier otra razón. A través de las gruesas cortinas de las ventanas podían oír a Liam Devlin, Ilse Neuhoff y a su marido, que reían alegremente.

—Devlin es un hombre encantador —dijo Steiner.

—También tiene otras cualidades. Si hubiera más irlandeses como él, hace mucho que los ingleses se habrían marchado de Irlanda. Supongo que les fue útil la reunión que tuvieron esta tarde cuando les dejé solos.

—Creo que se puede afirmar que nos comprendemos perfectamente —dijo Steiner—. Examinamos el mapa de cerca y en detalle. Nos será de suma utilidad contar con él, se lo puedo asegurar.

—¿Nada más que deba saber yo?

—Sí, el joven Werner Briegel ha estado antes en esa zona.

—¿Briegel? ¿Quién es?

—Un alférez. De veintiún años. Tres años de servicio. Procede de Barth, un pueblo del Báltico. Dice que la costa del Báltico es muy semejante a la de Norfolk. Playas enormes y solitarias, dunas de arena y bandadas de pájaros.

—¿Pájaros? —preguntó Radl.

Steiner sonrió en la oscuridad.

—Los pájaros son la pasión del joven Werner. Una vez, cerca de Leningrado, nos salvamos de una emboscada de guerrilleros porque molestaron a una bandada de estorninos. Werner y yo nos quedamos un momento en un claro, de bruces en el suelo, bajo fuego cruzado.

Durante todo ese tiempo el joven me dio una detallada explicación sobre por qué probablemente esos estorninos estaban empezando su emigración invernal a Inglaterra.

—Fascinante —dijo Radl, en tono levemente irónico.

—Oh, puede que usted se ría, pero así pasamos treinta minutos que de otro modo habrían sido muy desagradables. Y se nos pasaron muy rápidos. Por esa razón, precisamente, él y su padre viajaron a Norfolk en 1937. Los pájaros. Parece que toda esa costa es famosa por eso.

—Ah, bien —dijo Radl—. Cada uno con sus gustos. ¿Y averiguó si hay alguien que hable inglés?

—El teniente Neumann, el sargento Altmann y el joven Briegel.

Todos hablan bien, pero con acento, claro. No hay esperanza de que puedan pasar por ingleses. Del resto, sólo Brandt y Klugl hablan algo y lo entienden como para arreglárselas bien. Brandt, por cierto, fue estibador en barcos de cabotaje que realizaban la travesía entre Hamburgo y Hull.

—Pudo haber sido bastante peor. ¿Le ha preguntado algo Neuhoff?

—No, pero evidentemente tiene mucha curiosidad al respecto.

Y la pobre Ilse. Tendré que asegurarme de que no intente hacer saltar todo esto con Ribbentrop para salvarme de no sabe ella qué.

—Bien. Quédese tranquilo entonces, y espere. Recibirá las órdenes de traslado dentro de una semana o diez días, lo que me lleve encontrar una base adecuada en Holanda. Devlin, como usted ya sabe, partirá dentro de una semana. Volvamos a entrar, ¿no le parece?

Steiner le puso la mano en el hombro.

—¿Y mi padre?

—Faltaría a la verdad si le dijera que tengo alguna influencia en ese asunto. Himmler lo lleva personalmente. Todo lo que puedo hacer, y puede estar seguro de que lo haré, es manifestarle lo dispuesto a colaborar que ha estado usted.

—¿Y cree que con eso bastará?

—¿Lo cree usted? —dijo Radl.

La risa de Steiner no llevaba ninguna carga de humor.

—No tiene la menor idea del honor.

Parecía una curiosa observación pasada de moda. Radl quedó desconcertado.

—¿Y usted?

—Quizá no. Quizá sea una palabra demasiado ampulosa para lo que quiero decir. Me refiero a cosas sencillas como dar la palabra y mantenerla, ser amigos pase lo que pase. ¿La suma de esas cosas totaliza el honor?

—No lo sé, amigo mío —dijo Radl—. Todo lo que le puedo asegurar con absoluta certeza es que usted es demasiado bueno para el mundo del
Reichsführer
. Y ahora sí que podemos entrar.

Le pasó el brazo por los hombros a Steiner.

Ilse, el coronel Neuhoff y Devlin estaban sentados alrededor de una pequeña mesa circular situada junto al fuego; Ilse se ocupaba de descifrar un círculo celta del tarot que tenía en la mano izquierda.

—Continúe, sorpréndame —le decía Devlin.

—¿Así que usted no cree en nada, señor Devlin? —le preguntó Ilse.

—¿Un católico decente como yo? —Y sonrió abiertamente—.

Orgulloso producto de lo mejor que pueden conseguir los jesuitas,
frau
Neuhoff. ¿Qué piensa usted?

—Que es usted un hombre profundamente supersticioso, señor Devlin. —La sonrisa de Devlin se hizo menos ostensible—. Verá usted —continuó Ilse—. Soy de las que llaman receptivas. Las cartas no tienen importancia. Son meras herramientas.

—Continúe entonces.

—Muy bien, su futuro está en una carta, señor Devlin. La séptima que saque.

Lanzó rápidamente las cartas sobre la mesa. Volvió de frente la séptima. Era un esqueleto con una hoz. La carta apareció boca abajo.

—¿No es la más simpática? —observó Devlin, tratando de parecer despreocupado, pero sin conseguirlo.

—Sí, la muerte —dijo Ilse—. Pero cuando aparece así, no significa lo que usted imagina.

Clavó la vista en la carta durante treinta segundos y después dijo rápidamente:

—Vivirá mucho tiempo, señor Devlin. Muy pronto empezará para usted un largo período de inercia, de estancamiento incluso, y finalmente, en los últimos años de su vida, vendrá la revolución, quizás el asesinato. ¿Queda satisfecho?

Alzó la vista, tranquila.

—No está mal eso de la larga vida —dijo Devlin, casi alegre—.

Y no tendré más remedio que soportar el final.

—¿Puedo unirme al juego,
frau
Neuhoff? —le preguntó Radl.

—Si usted quiere…

Volvió a contar las cartas. Esta vez la séptima resultó una estrella boca abajo. La miró largo rato.

—No tiene buena salud, señor.

—Eso es verdad —dijo Radl.

Ilse lo miró y le dijo directamente:

—¿Supongo que sabe lo que dice aquí?

—Gracias, creo que sí —respondió sonriendo tranquilamente.

Se produjo un instante de tensión, incómodo, como si una sensación de frío hubiese estremecido al grupo. Steiner habló:

—Muy bien, Ilse. ¿Y yo?

Tomó las cartas, las juntó todas e hizo un gesto de recogerlas.

—No, ahora no, Kurt. Creo que basta ya por esta noche.

—Tonterías —dijo Steiner—. Insisto. —Tomó las cartas—. Bien, te entrego el mazo con la mano izquierda, ¿de acuerdo?

Lo cogió, vacilante, le miró, en un ruego mudo, y empezó a contar. Volvió rápidamente la séptima carta, la dejó así un segundo, lo bastante para verla ella sola y la volvió a dejar sobre el mazo.

—Tienes suerte con las cartas, Kurt, por lo menos eso parece.

Tendrás fuerza. Buena fortuna, triunfarás de la adversidad, tendrás éxito súbitamente.Y ahora, si los caballeros me perdonan, voy a preparar el café.

Sonrió alegremente y salió de la habitación.

Steiner se inclinó y miró la carta. Era el ahorcado. Suspiró.

—Las mujeres pueden ser muy tontas a veces. ¿No es cierto, caballeros?

La mañana era neblinosa. Neuhoff despertó a Radl poco después del amanecer y le dio la mala noticia cuando tomaban café.

—Es un problema habitual en esta zona —le dijo—. Pero así es; y el pronóstico del tiempo es malo. No hay esperanza de que se levante la niebla antes del atardecer. ¿Puede esperar tanto?

Radl negó con la cabeza.

—Debo estar en París esta tarde y para eso es indispensable que alcance el transporte que sale de Jersey a las once y así hacer el cambio a tiempo en Bretaña. ¿Qué otra posibilidad tengo?

—Puedo arreglar que le trasladen en una cañonera, si usted insiste. Será una verdadera experiencia, y muy peligrosa. En esta zona tenemos más problemas con la Royal Navy que con la RAF, pero habrá que partir inmediatamente, si quiere llegar a tiempo a st. Helier.

—Excelente —dijo Radl—. Dé las órdenes necesarias, por favor.

Voy a despertar a Devlin.

Neuhoff les llevó personalmente en su automóvil a la bahía poco después de las siete. Devlin iba recostado en el asiento posterior, con todos los síntomas de un agotamiento mayúsculo producto más bien de un exceso de alcohol. La cañonera les esperaba en el muelle bajo. Bajaron por la escalera y se encontraron a Steiner con botas de agua y traje de goma, inclinado en la baranda, conversando con un joven teniente de la marina, barbudo y vestido con un grueso suéter y una gorra manchada de sal.

Se volvió a saludarles.

—Hermosa mañana para salir a navegar. Estaba informando a

Koenig que transporta una carga valiosa.

—Señor —saludó el teniente.

Devlin, verdadera estampa del sufrimiento, estaba de pie, con las manos profundamente hundidas en los bolsillos.

—¿No se siente demasiado bien esta mañana, señor Devlin? —le preguntó Steiner.

—El vino es una mierda; las bebidas fuertes sí que valen —se quejó Devlin.

—¿No quiere una de éstas, entonces? Brandt encontró otro Bushmills —le dijo Steiner, que enarbolaba un par de botellas. Devlin se las arrebató inmediatamente.

—No voy a permitir que le pase a nadie más lo que me ha sucedido a mí. Y esperemos que, cuando ustedes bajen, esté yo mirando para arriba.

Le dio la mano, saltó sobre la baranda y se sentó en la barcaza.

Radl le estrechó la mano a Neuhoff y éste se volvió hacia Steiner con una sonrisa.

—Muy pronto tendrá noticias mías. Y en cuanto a lo otro, haré cuanto esté en mi mano.

Steiner no dijo nada. Ni siquiera intentó estrecharle la mano.

Radl vaciló y finalmente subió al barco. Koenig dio las órdenes en un tono firme, asomándose por una ventanilla del puente. Soltaron amarras y la barcaza se sumergió en la niebla de la bahía.

Bordearon el extremo de las rompientes y luego aumentaron la velocidad. Radl empezó a examinar el barco con interés manifiesto.

La tripulación era un conjunto de aspecto bastante rudo, la mitad con barba, todos vestidos con gruesos suéteres de pescadores, pantalones de algodón y botas. De hecho, tenían poca relación con los marinos de la armada alemana, y la embarcación misma, llena de mástiles y antenas, no se parecía a ninguna de las barcazas de desembarco que Radl había visto.

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