Esta disparidad conceptual abarcaba los campos más diversos. Era muy raro que estuvieran de acuerdo en algo. ¡Nunca olvidarían la obligada cena protocolaria que, en honor del doctor Andújar, a la llegada de éste, organizó en su casa el Gobernador! Se tocaron toda suerte de temas —cierta posible semejanza entre Gerona y Santiago de Compostela; el carácter español; la guerra civil…— y la discrepancia fue continua.
Hasta el punto que María del Mar dijo: «Me recuerdan ustedes a Pablito y a Cristina. Se adoran; pero son el gato y el ratón». A lo que el doctor Chaos contestó: «Sí, algo hay de eso. Pero que conste que aquí el ratón soy yo».
El doctor Chaos dijo esto porque en el fondo de su corazón envidiaba a su amigo: sereno, cabeza de familia, aficionado al canto gregoriano, sin apetencias malsanas…
Éste era, por supuesto, el tema concreto sobre el que las divergencias de los dos colegas adquirían evidente patetismo: el de la deformación sexual que afectaba al doctor Chaos. En efecto, nadie mejor que el doctor Andújar conocía el asunto. Y su tesis, defendida también desde los tiempos estudiantiles, era que el doctor Chaos hubiera podido dominarse, corregirse y encauzar su inclinación hasta conseguir interesarse por el sexo contrario. El doctor Chaos lo negó siempre, con una firmeza que casi causaba espanto. No creía en la posibilidad de autodominio, y mucho menos en su caso. «Ya en el período de la lactancia me repugnaba el pecho de mi madre. Y, por supuesto, a los cuatro años arañaba a mis hermanas y a todas las niñas de mi edad».
Ahora, con motivo de su reencuentro, el doctor Andújar le preguntó:
—Pero ¿no has evolucionado nada en todo este tiempo? ¿No se ha operado en ti ningún cambio?
—Ninguno —le contestó el doctor Chaos—. Sigo en las mismas. Persiguiendo como un estúpido al primer adolescente que se me ponga a tiro. ¡Ya estoy acostumbrado, claro! Pero me disgusta que la cosa haya empezado a trascender en la ciudad…
La noble cabeza del doctor Andújar se movió preocupadamente. Esto último no le gustó ni pizca.
—¿No crees que puedo ayudarte? —le dijo—. Si así fuera, daría por bien empleada mi venida a Gerona y todo lo que aquí pueda ocurrirme.
—No, no lo creo. Todo lo que he intentado ha sido inútil —El doctor Chaos, advirtiendo que su amigo se disponía a insistir, lo atajó diciendo—: Además, ¿a qué perder el tiempo conmigo? Ochocientas almas, como tú dirías, esperan de ti en el Manicomio… Es bastante, ¿no te parece?
El doctor Andújar negó con la cabeza.
—No, no es bastante. Acepta la responsabilidad de lo que voy a decirte: el alma que aquí más me interesa es la tuya…
El doctor Chaos se colocó a la defensiva. Si algo detestaba eran los sermones moralizantes. Por descontado sabía que su amigo no caería en el error de teorizar, como si tratara con un párvulo. Sabía también que el doctor Andújar era realmente capaz de amar y que su intención era siempre recta. Pero ¡la carga que él llevaba era tan pesada… y tan irremediable! Los dos hombres se encontraban en el despacho rector del Manicomio, cuyo gran ventanal daba al patio en que paseaban las mujeres. Habían estado observándolas un buen rato. Algunas enfermas, andaluzas, llevaban una flor en el pelo; otras rezaban el rosario; la mujer del Responsable exhibía como siempre su pancarta, pancarta que ahora decía: «Soy feliz».
—¿No comprendes, amigo Andújar, que si eso que tú llamas alma existiera, los instintos se le someterían como mi perro, Goering, se somete a mí?
De nuevo el doctor Andújar negó con la cabeza.
—El planteamiento es falso, y tú lo sabes. Para someter los instintos hay que luchar; y si tu perro te obedece es porque lo miras a veces con ternura, otras veces con autoridad. Ese Ser Supremo, en el que yo creo, organizó el juego de este modo: debemos merecernos la paz interior. No quiso que nuestra victoria fuese un regalo sin mérito alguno por nuestra parte. Eso lo reservó para los ángeles, pese a lo cual alguno se le rebeló…
El doctor Chaos, alto y elegante, permaneció inmóvil en su butaca. Hubiera querido sonreír, como algunas de las enfermas que se paseaban por el patio; pero no pudo. Toda su existencia fracasada se le convirtió en presente. Detrás del doctor Andújar, en la pared, había un gran crucifijo que de pronto le produjo intensa angustia.
—Extraño Ser Supremo el tuyo, que se complace en hacernos débiles y nos ordena que lleguemos a ser dueños de nosotros mismos. Cuando en tu casa contemplas a tus hijos, ¿te entretienes también con ese género de experimentos? Tengo la sospecha de que lo que procuras es facilitarles el camino.
—También Dios nos lo facilita, aunque en apariencia no sea así. Conoces la frase evangélica: «No os abandonaré». Los creyentes palpamos a diario el influjo de lo sobrenatural. Sin esa fuerza nadie alcanzaría los diez años de edad. Todos sucumbiríamos antes. Nuestro primer acto es llorar; pero luego descubrimos que el mundo puede ser bello. De mis hijos, precisamente he aprendido esto. Los veo crecer y te juro que el espectáculo es un milagro constante.
—¿Y si uno de tus hijos te hubiera nacido anormal?
—Procuraría aceptarlo, como se acepta un rayo. Y no olvides que a menudo los anormales son los que con mayor clarividencia ven a Dios.
—La teoría es fascinante… ¡Dejad que los dementes, que los lisiados, que los homosexuales como el doctor Chaos se acerquen a Mí!
—Exacto. Suena a falso, ¿verdad? Parece una blasfemia. Pero lo bueno de las blasfemias es que son oraciones al revés.
—¿Entonces, cuando siento asco de ser como soy y miro con ira a los demás y al retrato de mi madre, estoy rezando?
—En cierto modo, así es. El diablo, que es la criatura que más apasionadamente cree en Dios, cuando blasfema no reza, porque él no aspira ya a perfeccionarse, ni puede rectificar; pero el hombre, sí. Al hombre Dios le permite que dude, para que vaya convenciéndose de que todo lo que no sea Él es absurdo.
—En ese caso no hay más que hablar. Estoy salvado. Porque a mí me parece absurdo todo; incluso que te esté escuchando desde esta butaca sin haberte pegado ya un diabólico puñetazo.
El doctor Chaos dijo esto último… ¡sonriendo! Por fin lo había conseguido. La recta intención de su amigo el doctor Andújar, el calor que éste había puesto en sus palabras, habían logrado tan bella mutación. ¡Ah, qué inteligente, qué santo, qué ingenuo se le aparecía ahora su condiscípulo de la Facultad!
El doctor Andújar sonrió también. Afuera, las enfermas seguían paseando.
—Estarás pensando que debería llevar sotana, ¿no es eso?
—¡Quia! —El doctor Chaos se levantó—. La bata blanca te sienta de maravilla. Es el uniforme de la inocencia.
—Perdona —contestó el doctor Andújar, levantándose a su vez—, pero lo inocente es ser médico y no aceptar que existe el misterio.
—Yo no niego que exista el misterio —replicó el doctor Chaos, pasándose la mano por la frente—. Lo que niego es que tú sepas dónde está.
El doctor Andújar avanzó un paso y se colocó frente a su amigo.
—Pues lo sé, querido Chaos. El misterio está en que yo me encuentre en Gerona… y en que tú no me hayas pegado efectivamente un puñetazo.
Avanzaron hacia la puerta. El doctor Chaos tenía ganas de suspirar, pero no lo hizo.
Ahora, de espaldas al crucifijo, se sentía mejor. Infinitamente triste, pero con una sensación de sosiego.
—¿Cuánto le debo por la visita, doctor? —preguntó, volviendo ligeramente la cabeza.
El doctor Andújar hizo un mohín cómico. Luego dijo:
—Ahí en el vestíbulo está mi hija Gracia, que es quien lleva las cuentas. Entiéndase con ella.
—De acuerdo. Y muchas gracias…
El doctor Chaos salió y abandonó el Manicomio. Fuera, el otoño obtenía también de los árboles bellas mutaciones. El otoño era positivo, como afirmaban «La Voz de Alerta» y el general Sánchez Bravo. Invitaba a hacer proyectos… Y era complejo.
El acontecimiento más importante ocurrido en aquel mes de octubre, además del comienzo del campeonato de fútbol, fue la apertura del curso escolar. Algunas personas, como el profesor Civil, recordaban que David y Olga, antes de 1936, habían tenido originales ideas pedagógicas —utilizar pizarras de color verde, hacer visitas colectivas a fábricas y talleres, etcétera—, por desgracia adulteradas a la postre por la endiablada política. ¿Cuál iba a ser el plan actual? En resumidas cuentas, ¿qué rumbo imprimiría a la Enseñanza el inspector Agustín Lago?
Los comentarios eran de este tenor:
—Por fin podremos mandar nuestros críos a la escuela con la seguridad de que no les cantarán las alabanzas de Lenin.
—Sí, pero ahora nos iremos al lado opuesto. Supongo que el que no se sepa de corrido los discursos de José Antonio, suspenso hasta septiembre.
—¡No seas exagerado!
—Pues yo he oído decir que se hará mucho deporte, mucho músculo.
—Eso me parece bien.
El señor Grote aseguró que en Barcelona, en algunos colegios de monjas, las alumnas ricas entrarían por una puerta y las pobres por otra; Galindo dio por cierto que los maestros cobrarían como máximo doscientas cincuenta pesetas mensuales, lo que los obligaría a llevar siempre la misma corbata; el profesor Civil sospechaba que los libros de texto, condicionados por el clima ideológico reinante, serían mediocres; la Torre de Babel calculó que, entre las vacaciones de verano, de Navidad, de Semana Santa y las festividades religiosas y patrióticas, los días hábiles de clase quedarían reducidos a menos de un semestre.
Cabe decir que la persona más interesada en conocer la verdad de la cuestión, más incluso que el Gobernador, era el señor obispo. El señor obispo no se fiaba de habladurías y sabía que del «plan» que hubiera trazado Agustín Lago dependían muchas cosas. Así que, para saber a qué atenerse, unos días antes de que se abrieran las puertas de las escuelas, mandó llamar al inspector con el propósito de obtener de él un informe detallado y directo.
Como es lógico, el doctor Gregorio Lascasas conocía ya a Agustín Lago. Y cabe decir que lo tenía en el mejor de los conceptos. Desde el primer momento valoró debidamente que viviera en una modesta pensión y que llevara almidonado el cuello de la camisa. Vio en él algo incontaminado y profundo. De suerte que estaba seguro de que nada incorrecto habría germinado en su cabeza.
La entrevista, que tuvo lugar en Palacio, lo convenció de que no se había equivocado. A medida que el inspector hablaba, el señor obispo iba repitiendo para sí: «Exacto. Perfecto». Cuando la materia rozaba la religión el doctor Gregorio Lascasas no podía menos de acariciarse el pectoral y asentir complacido. «Realmente —seguía diciéndose— es consolador oír a un seglar hablando de ese modo».
Todo estaba perfectamente claro. Según Agustín Lago, era natural que circularan rumores de toda índole. Pero los cabos estaban bien atados y todo cuanto se hiciera sería fruto de la meditación. «Evidentemente, el sueldo de los maestros era insuficiente y constituía un serio problema. También era de lamentar la falta de viviendas, especialmente para los maestros casados y la ínfima calidad del material escolar. Pero nada de esto dependía de la Inspección Provincial. Lo único que ésta podía hacer era enviar obstinadamente informes a Madrid». «Lo importante era que los alumnos estudiasen, que aprendiesen y que formasen sólidamente su carácter. Debía exigírseles mucho, pues el mundo evolucionaba de forma tal que el futuro pertenecería a los estudiosos. Ahí existía cierta desavenencia con los objetivos de la Falange, que concedía importancia primordial a la política. Pero era de prever que todo se encauzaría de la mejor manera». «Habría que proceder de tal suerte que los alumnos se convenciesen de que el mejor modo de servir a Dios era precisamente trabajar. Trabajar y, por supuesto, orar… El conflicto se plantearía de forma distinta en los colegios religiosos y en los colegios laicos; de ahí que se haría necesario un control constante de la labor realizada…» «Y desde luego, por encima de todo, habría que inculcar a los niños el sentido de responsabilidad, del autodominio y la finura de conciencia». Etcétera.
Las palabras de Agustín Lago, su rigor conceptual, sus ademanes mesurados y, sobre todo, el conocimiento sólido que demostró poseer de lo que el doctor Gregorio Lascasas llamaba «los esquemas evangélicos», causaron en el señor obispo tal impresión que éste, olvidándose de pronto del tema de la enseñanza, proyectó toda su atención hacia su interlocutor, cuya manga hueca, flotante, le descansaba sobre la rodilla.
—Dígame, hijo mío… —habló el prelado, llevándose los índices a los labios como si quisiera besarlos—. ¿A qué se debe su formación? ¿Ha cursado usted estudios teológicos o ha estado en algún noviciado?
Agustín Lago, sin querer, como le ocurría tan a menudo, sintió que se le teñían las mejillas. Luego negó con la cabeza.
—No, Ilustrísima. Pero pertenezco al Opus Dei.
—¡Caramba! —exclamó, sorprendido, el señor obispo—. ¿Pertenece usted… a la Obra de Dios?
—Exactamente.
El señor obispo semicerró los ojos, de suerte que éstos se le convirtieron en dos líneas horizontales debajo de las cejas.
—Interesante, interesante… —repitió—. ¿Sabe usted que en Zaragoza tuve ocasión de conocer, antes de la guerra, a su fundador, el padre Escrivá?
Agustín Lago expresó intensa alegría.
—¡No, no lo sabía! —Luego añadió, en tono natural—: Un hombre extraordinario, ¿verdad?
El señor obispo afirmó con la cabeza.
—Duro… y afectuoso. Bonita combinación… —Hubo un silencio, pues Agustín Lago se había colocado a la expectativa. El señor obispo rompió dicho silencio preguntando—: Y dígame… ¿Qué ha sido del padre Escrivá? Durante la guerra corrió la voz de que había muerto…
Agustín Lago no acertó a disimular su emoción.
—Sí, eso se dijo… Pero por suerte no fue así. Ocurrió que los rojos mataron a una persona creyendo que era él… Pero, como le digo, resultó falso. El padre Escrivá entró en Madrid con las fuerzas nacionales, en el primer camión de una de las caravanas que regresaban a la capital… Y allí está ahora.
El doctor Gregorio Lascasas estornudó inoportunamente —¡ah, las corrientes de aire de Palacio!— y luego preguntó a su visitante, sacándose el pañuelo de la bocamanga:
—Y usted… ¿está en contacto con él?
—Pues sí. Le escribo de vez en cuando… y él me contesta.
El señor obispo se sonó, procurando no hacer ruido.