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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Ha estallado la paz (118 page)

BOOK: Ha estallado la paz
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Su primer impulso fue llamar a Madrid para pedir que se anulase la orden. Pero se dio cuenta de que sería inútil… y ridículo. ¿A quién pedírselo? ¿Al Ministro, que era el firmante del documento? ¿Al Caudillo, al que había jurado fidelidad y obediencia, con la mano puesta sobre los Evangelios?

Inmediatamente después se dijo que aquello no podía ser sino el fruto de alguna maniobra maquiavélica. Pensó seguidamente en el coronel Triguero…, e incluso en su propia esposa, María del Mar. El coronel Triguero, la última vez que le habló, le sonrió de forma más enigmática que de costumbre. ¡Tenía, el muy canalla, tantas agarraderas!

En cuanto a María del Mar, no había acabado de aclimatarse en Gerona y ahora cuando fue a buscarla a Santander, la encontró, como es sabido, rejuvenecida, sonrosadas las mejillas y sin la menor prisa por regresar.

El Gobernador acabó irritándose consigo mismo.¿Por qué pensar en «maniobras maquiavélicas»? Desde un punto de vista objetivo, el traslado significaba un ascenso.

Santander era capital más importante que Gerona, y sin duda lo que el Ministro perseguía con su nombramiento era poner al frente de aquella provincia, que había recibido el azote del incendio y del huracán, a alguien que la conociera a fondo: que tuviera, como él tenía, raíces en el propio lugar.

¡Y a lo mejor ni siquiera eso! Los relevos eran frecuentes, formaban parte del juego político habitual. Él mismo había estado jugando al ajedrez con los alcaldes.

Acabó reprochándose el haber pensado mal de María del Mar. ¡Ésta se alegraría del traslado, por supuesto! Se alegraría enormemente, y a duras penas conseguiría disimularlo. Pero le era fiel y por nada del mundo hubiera sido capaz de intrigar a espaldas suyas.

El Gobernador, sin saber a ciencia cierta por qué, se reservó la noticia por espacio de veinticuatro horas. Hasta que comprendió que aquello era absurdo y decidió darla a conocer.

Primero se la comunicó, naturalmente, a la familia; luego, a las autoridades; por fin, a la población.

¡Ah, cuan cierto era el refrán: «De todo hay en la viña del Señor»! María del Mar se tapó la boca con la mano pero sus ojos, efectivamente, gritaron: «¡Viva!». Pablito retrocedió un paso. Hubiérase dicho que se mareaba. «Pero…», balbuceó. Era evidente que su pesar era enorme, tanto o más que el de su padre. «Papá, ¿por qué no llamas a Madrid y procuras arreglarlo?». Cristina miró a los suyos con semblante atónito. A ella lo mismo le daba. Por el momento, las cosas le parecían sustituibles; las cosas y las personas. También en Santander tendría amigas, y una habitación con animalillos de trapo, y graciosos pijamas. También allí sería «la hija del Gobernador».

En cuanto a las autoridades, manifestaron en bloque tal pesadumbre, que el Gobernador se sintió halagado. Lo mismo el general, que el obispo, que «La Voz de Alerta», que el jefe de Policía. «Pero ¿es posible? Nunca tendremos aquí a nadie como usted». El general, que era quien más acostumbrado estaba a aceptar los hechos, le dijo por fin: «Lo que son las cosas. Yo querría irme y me tienen aquí; usted se siente a gusto y lo mandan a su tierra».

¿Y la población? En cuanto la noticia circuló por la ciudad y la provincia, prodújose una situación de perplejidad. Muchas personas lamentaron, ¡cómo no!, la marcha del Gobernador. En términos generales, éste había conseguido ganarse las simpatías de la gente. Se reconocía unánimemente que su labor estuvo presidida siempre por el deseo de ser justo. A veces tuvo que mostrarse duro. ¡Natural! ¡Los tunantes, los bribones abundaban como la mala hierba! Pero, cuando el apogeo de los juicios sumarísimos, de la represión, si alguna gestión hizo fue para salvar a los acusados y en ocasiones lo consiguió. Y aparte esto, era preciso reconocer que cuando él llegó a Gerona, en abril de 1939, recién terminada la guerra, Gerona era un solar. No había puentes, ni electricidad, ni agua, ni gas. Montañas de basura y de chatarra y la gente merodeando desnuda por los caminos. ¿Alguien podía negar que, en su gestión de dos años y pico, había levantado aquello, en la medida de lo posible? ¡Los gerundenses, trabajadores de suyo, lo ayudaron! De acuerdo. Pero él fue su conductor y su amparo, preocupándose por todo, desde la pensión asignada a las viudas hasta solicitar para los bomberos la escalera metálica que ahora poseían.

El Gobernador, que era el primer convencido de haber cumplido con su deber, por un momento soñó con que la población sería consecuente y le demostraría masivamente su gratitud. ¡Sí, esperaba que de un momento a otro vería congregarse ante el Gobierno Civil una muchedumbre pidiendo que se asomara al balcón!

Y lo cierto es que eso no ocurrió. Y que no faltó quien supuso que habría sido él mismo quien habría pedido el traslado. «Natural. En Santander tiene sus fincas…» Y otros que se encogieron de hombros diciendo: «¡Qué le vamos a hacer!», y volviendo en seguida a sus ocupaciones.

El Gobernador pulsó muy en breve este punto de aceptación fatalista entre quienes habían sido sus súbditos. Entonces, por un momento, mostró la cara aniñada de su personalidad y pronunció la palabra «desagradecidos». María del Mar le dijo: «No escarmentarás nunca. Eres un ingenuo. También se encoge de hombros la gente cuando lee que en un bombardeo han perecido mil ingleses o mil alemanes».

Tales palabras, preñadas de lógica, lo hicieron reaccionar. Por otra parte, ¿qué le ocurría? ¿Era posible que anduviese «mendigando» por dentro ovaciones, el delirio? Si llevaba gafas negras era para no ver la molicie. Si vestía uniforme de Falange era para no caer en la tentación de pasar factura. Si mascaba caramelos de eucalipto era para no saborear el placer del halago.

«¡De acuerdo!», dijo. E hizo lo que debía hacer, que no otra cosa podía esperarse de un Dávila. Ordenó a «La Voz de Alerta» que
Amanecer
fuera parco en los elogios de despedida. Enteróse de que algunos organismos oficiales —la Sección Femenina, las alcaldías— querían organizar una manifestación y acompañarlo en caravana, el día de la marcha, hasta el límite de la provincia, y se opuso rotundamente. ¡Ni hablar! Se marcharía silenciosamente… Con su mujer y sus hijos, y con un chófer que le prestara el general. El comisario Diéguez le pidió audiencia. Quería agradecerle no sé qué…

«Agradézcaselo usted al clavel blanco que lleva en la solapa». El doctor Chaos solicitó una entrevista. «Venga, venga usted. Pero nada de lamentaciones. Hablaremos de las necesidades del Hospital, si es que cree usted que ahora, a mi paso por Madrid, puedo conseguir algo». Lo llamó el profesor Civil…

¡Ah, ése fue otro cantar! Lo recibió. Lo recibió con efusión extraordinaria. Tuvo para él frases en verdad emotivas. Pese a las apariencias, nunca había olvidado el diálogo que sostuvieron en el coche, camino de Barcelona, cuando fueron a esperar al conde Ciano. Y, sobre todo, la conducta del profesor, su extraña mezcla de energía intelectual y de mansedumbre, habían sido para él un ejemplo constante que imitar.

—Profesor Civil…, a veces nos ocurre eso. Que, sin saberlo, influimos sobre determinadas personas. Éste es su caso con respecto a mí. Usted y el padre Forteza han sido en este tiempo mis dos espejos. Se lo puedo garantizar. Más de una vez, a punto de cometer cualquier simpleza, he recordado aquellas cruces que grababa usted, con la uña del pulgar, en las paredes de la cárcel durante la guerra, y he hecho marcha atrás. De manera que lo menos que puedo hacer es manifestarle ahora mi gratitud.

El profesor Civil se emocionó de veras. Quería mucho al Gobernador.

—Mi querido amigo, gracias por sus palabras. Pero creo que ha exagerado usted. Tengo la impresión de que el ángel tutelar de su vida no habrá sido el padre Forteza, y mucho menos yo, que ya soy viejo y anticuado y que me conmuevo con exceso cuando oigo sonar las campanas de la Catedral. Creo que el gran fiscal de su vida —y le ruego que no olvide lo que voy a decirle— va a ser, a la postre, su hijo, Pablito, a quien le ruego que dé en mi nombre un fuerte abrazo. Y ahora, adiós… Y póngame también, por favor, a los pies de su esposa…

El Gobernador quedó tan impresionado por esta entrevista con el profesor Civil, que se sintió con ánimo para organizar en su casa una reunión de despedida. María del Mar, esta vez, cuidó de escribir de su puño los nombres en los sobres de las invitaciones. Y todo el mundo acudió. El hogar del camarada Dávila presentaba aquella noche un aspecto rutilante y los asistentes —doña Cecilia se dio cuenta de ello en seguida— eran más o menos los mismos que se daban cita en el baile de gala que tenía lugar en el
Casino de los Señores
, al final de las Ferias y Fiestas de San Narciso.

Un halo de melancolía flotaba, por supuesto, en la reunión, pues todo el mundo tenía plena conciencia del motivo por el cual María del Mar, ayudada por Pablito, por Cristina y por la doncella, ofrecía a todos aquellas copas y aquellos emparedados. Pero el camarada Dávila cumplió con suma elegancia su papel de anfitrión. Realmente supo estar a la altura de las circunstancias.

Fuera de eso, le dio ocasión para sostener breves diálogos con todos aquellos que habían compartido con él más o menos intensamente su estancia en Gerona.

Los primeros en llegar habían sido, como siempre, el notario Noguer y su esposa.

Tuvo con ellos un aparte bastante largo, que terminó así:

—Vayase tranquilo, amigo Dávila. Ha sido usted eficiente, no le quepa duda. Nadie hubiera hecho más de lo que usted ha hecho.

—Sí, tal vez sea verdad. Pero a uno siempre le parece que se quedó corto. ¡Hay tantas necesidades!

—La incógnita reside en cómo será su sucesor…

—¡Ah, lo ignoro! Le deseo mucha suerte. Por mi parte, le pondré al corriente lo mejor que sepa y le daré cuenta de las conclusiones a que he llegado en ese tiempo.

—¿Cree usted, mi querido amigo, que ha conseguido entendernos, entender a los catalanes?

—No. Francamente, notario Noguer, no… ¡Son ustedes un problema!

Más tarde dialogó cuanto pudo con Manolo y Esther, que llegaron con cierto retraso.

A lo primero se rieron mucho, recordando cómo al principio de su mandato, cuando él tenía «la puerta abierta para todo el mundo», algunas aldeanas habían intentado sobornarlo llevándole como regalo una gallina o dejándole sobre la mesa del despacho «un duro para que se tomara un café». También recordaron el grito de: «¡Que se repita!, ¡que se repita!», con que lo obsequiaron en Darnius cuando él y Mateo y otros falangistas, en su primera visita oficial al pueblo, cantaron
Cara al Sol
desde el balcón del Ayuntamiento y los darniuenses pensaron que era una canción folklórica.

Pero pronto hablaron de cosas más serias. De hecho, fue Esther quien decidió que así fuese.

—¿Puedo hacerte una pregunta? —le dijo al Gobernador.

—No faltaría más. Con lo hermosa que estás esta noche…

—¿No has pensado nunca en la posibilidad de abandonar la política?

El Gobernador levantó un dedo e hizo un signo negativo. No, nunca había pensado en tal cosa… Cada día estaba más convencido de que era hombre vocacionalmente político. Lo cual, si bien tenía sus inconvenientes, como se estaba demostrando con ese traslado —y como muy bien sabía María del Mar…—, no dejaba de ser, según venía diciéndose desde hacía siglos, «menester muy noble y muy digno de loanza».

—No, Esther… No pienso pedir la excedencia, como Manolo hizo. Nuestro caso es distinto. Aparte de que las ideas de Manolo evolucionaron, mientras que yo sigo estando donde estuve, él es abogado nato y yo no. Y tampoco me veo dándoles ahora la lata a mis hermanos y mezclándome con ellos en asuntos de ganadería, de los que no entiendo ni jota…

Separóse de la pareja, porque reclamó su presencia nada menos que doña Cecilia, la esposa del general.

—¡Juan Antonio…! —le dijo—. Que me tienes olvidada. Dime. ¿Tenéis piso en Santander, o viviréis, como aquí, en el propio Gobierno Civil?

—La verdad, mi querida amiga, no lo sé… No me ha dado tiempo a ocuparme de eso…

—Hazme caso, Juan Antonio —insistió doña Cecilia—. Búscale a María del Mar un piso aparte. A ella esto no le va. ¡Como tampoco a mí me van los cuarteles! Pero tú no eres general, ¿comprendes? Tú puedes darle ese gusto a María del Mar.

Coloquio fuera de lo común, casi extemporáneo en aquel ambiente, fue el que sostuvo con Carlota, quien se presentó con un collar que debía de tener dos o tres siglos.

La pregunta que le hizo Carlota le recordó la de Esther, pues la flecha apuntaba en la misma dirección. Carlota, después de un preámbulo halagador, durante el cual le dijo que marchándose él tal vez su marido dejara también la alcaldía, le preguntó si había pensado alguna vez… en la posibilidad de que Hitler perdiera la guerra.

No era aquél el lugar indicado para ahondar en la cuestión; con tanta gente y con Pablito y Cristina pasando de grupo en grupo con bandejas en la mano. Sin embargo, el Gobernador aceptó el envite. En realidad, Carlota no fue nunca santo de su devoción, no sabía exactamente por qué.

Contestó que no, que nunca había pensado en tal posibilidad. De modo que, por ese lado, se iba tranquilo. En primer lugar, él era de Santander, no de Barcelona, donde por lo visto los ingleses habían impreso, a través de los tejidos —como en Jerez de la Frontera a través del coñac— huellas muy vigorosas. En segundo lugar, tenía fe ciega en la superioridad absoluta de los Estados totalitarios sobre los Estados regidos por la democracia. Y por último, y sobre todo, sabía leer. Sabía leer los partes de guerra. Y éstos decían bien a las claras, precisamente en aquellos días, que la campaña de Rusia, decisiva a todas luces, había entrado en su fase final. Hitler había declarado en su último discurso: «Rusia está vencida. Lo que queda por hacer es pura cuestión de trámite». Tal vez el Führer hubiera exagerado un poco, para calentar a sus soldados, puesto que en Rusia el frío parecía ser verdaderamente intenso; pero la realidad no difería mucho de tan tajante declaración. San Petersburgo estaba al caer, completamente cercado; y sobre todo, estaba al caer Moscú… ¡Todo ello sin que el grueso del Ejército alemán hubiera entrado todavía en acción! Así que, en su opinión, la suerte estaba echada.

Carlota sonrió, inclinó brevemente la cabeza y levantando la copa que tenía en la mano brindó:

—¡Que tengas mucha suerte!

A continuación, el Gobernador habló con don Eusebio Ferrándiz, jefe de Policía, quien como siempre se presentó solo. Habló con él de un tema que calificó de «apasionante»: los hermanos Costa.

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