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Authors: Lev Tolstói

Tags: #Clásico, Histórico, Relato

Guerra y paz (18 page)

BOOK: Guerra y paz
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—Ahora lo entiendo todo. Ya sé quién ha preparado esta intriga. Ya lo sé —decía la princesa.

—Esa no es la cuestión ahora, querida mía.

—Ha sido su protegida, su querida princesa Drubetskáia, Anna Mijáilovna, que no querría ni tener de doncella, esa mujer abominable y ruin.

—No perdamos tiempo.

—¡Ah, no me hable! El pasado invierno se metió en esta casa y le dijo al conde tales infamias, tales obscenidades de nosotras, especialmente de Sofía, que no puedo ni tan siquiera repetirlas. Tales cosas le dijo que el conde enfermó y no quiso vernos en dos semanas. Fue en esos días en los que escribió ese vil e infame documento, pero yo pensaba que ese papel no significaba nada.

—De eso se trata. ¿Por qué no me lo dijiste antes de nada?

—¡En la cartera labrada que guarda debajo de su almohada! Ahora ya lo sé —dijo la princesa sin responder—. Sí, si algún pecado he cometido, un grave pecado, es el odio que tengo a esa abominable mujer —dijo la princesa casi gritando, completamente demudada. ¿Y a qué viene ahora aquí? Pero ya se lo diré todo, todo. Llegará el momento.

—Júrame que no te vas a olvidar a causa de tu justificado enfado —dijo el príncipe Vasili sonriendo débilmente—, que mil ojos envidiosos nos van a estar espiando. Tenemos que actuar, pero...

XXIX

M
IENTRAS
que tenían lugar estas conversaciones en la sala de recepciones y en las habitaciones de la princesa, un coche con Pierre (al que se había ido a buscar) y con Anna Mijáilovna (que encontró necesario acompañarle) cruzaba por la puerta del patio de la casa del conde Bezújov. Cuando las ruedas del coche sonaron suavemente sobre la paja extendida bajo las ventanas, Anna Mijáilovna, dirigiéndose a su compañero de viaje con palabras consoladoras, descubrió que se había dormido en una esquina del coche y lo despertó. Al despabilarse, Pierre bajo del coche detrás de Anna Mijáilovna y solo en ese momento pensó en el encuentro con su padre moribundo, que le estaba esperando. Se dio cuenta de que se habían parado ante la puerta de atrás, no ante la principal, en el momento en el que se bajó del estribo dos hombres, vestidos con ropa villana, se separaron rápidamente de la puerta y se perdieron en las sombras. Deteniéndose, miró Pierre a las sombras de la casa y divisó a ambos lados más gente de esas trazas. Pero ni Anna Mijáilovna, ni el criado, ni el cochero, que no habían podido ver a esas gentes, les prestaron atención. «Así ha de ser, es necesario», se convenció a sí mismo Pierre y siguió a Anna Mijáilovna. Anna Mijáilovna ascendía con pasos rápidos por la escalera de piedra mal iluminada e iba llamando a Pierre, que se quedaba rezagado, este, aunque no entendiera por qué debía ir a ver al conde y aún menos por qué debía hacerlo por la escalera trasera, juzgando por la seguridad y el apresuramiento de Anna Mijáilovna, decidió para sí que eso debía ser absolutamente necesario. A mitad de la escalera casi fueron derribados por unas personas que bajaban con cubos, que golpeando con las botas, les salieron al encuentro. Estos se pegaron a la pared, para permitir el paso a Pierre y Anna Mijáilovna, y no mostraron ni la más mínima sorpresa al verlos.

—¿Están aquí las habitaciones de las princesas? —preguntó a uno de ellos Anna Mijáilovna.

—Aquí están —respondió el criado con voz alta y atrevida, como si ya todo estuviera permitido—, la puerta de la izquierda, señora.

—Puede ser que el conde no me haya llamado —dijo Pierre cuando llegaron al descansillo—, me iré a mi habitación.

Anna Mijáilovna se detuvo para esperar a Pierre.

—Ay, amigo mío —dijo ella con el mismo gesto que había tenido hacia su hijo por la mañana, tocándole la mano—, créame que sufro tanto como usted, pero sea hombre.

—¿Pero verdaderamente tengo que ir? —preguntó Pierre mirando cariñosamente a Anna Mijáilovna a través de las gafas.

—Amigo mío, olvídese de las injusticias que ha podido cometer con usted. Recuerde que es su padre... y puede que esté agonizando. —Suspiró—. Enseguida he empezado a quererle a usted como a un hijo. Confíe en mí, Pierre. No me olvidaré de sus intereses.

Pierre no entendía nada; se convenció de nuevo más firmemente aún de que todo eso era tal y como debía ser, y siguió dócilmente tras Anna Mijáilovna que ya abría la puerta.

La puerta daba al recibidor trasero. En una esquina estaba sentado un viejo criado de las princesas que hacía calceta. Pierre nunca había estado en esa parte de la casa y ni siquiera sospechaba de la existencia de esas habitaciones. Anna Pávlovna preguntó, llamándola «querida» y «palomita», a una muchacha que pasaba llevando una redoma sobre una bandeja, sobre la salud de las princesas y condujo a Pierre más adelante, por el pasillo embaldosado. La primera puerta a la izquierda que salía del pasillo conducía a las habitaciones de las princesas. La sirvienta de la redoma, con las prisas (las mismas que acuciaban a todos en esos momentos en la casa), no había cerrado la puerta y Pierre y Anna Mijáilovna, al pasar al lado, no pudieron evitar mirar hacia dentro de la habitación en la que conversaban, sentados uno enfrente del otro, la mayor de las princesas y el príncipe Vasili. Al verlos, el príncipe Vasili hizo un gesto de impaciencia, la princesa se sorprendió y con rostro enfadado golpeó la puerta con todas sus fuerzas, cerrándola.

Este gesto era tan distinto a la inmutable tranquilidad de la princesa y el pánico que se reflejaba en el rostro de príncipe Vasili era tan impropio de su suficiencia, que Pierre, deteniéndose, miró a través de las gafas con gesto interrogativo a su guía. Anna Mijáilovna no expresó sorpresa alguna, tan solo sonrió débilmente y suspiró, como mostrando que ella ya se esperaba algo así.

—Sea usted hombre, amigo mío, yo velaré por sus intereses —dijo ella como respuesta a su mirada y siguió por el pasillo aún más deprisa.

Pierre no sabía de qué se trataba y aún menos qué significaba velar por sus intereses, pero entendió que todo era como debía de ser. El pasillo les condujo a una sala mal iluminada, que daba a la sala de recepciones del conde. Era una de esas estancias frías y lujosas del ala principal de la casa. Pero en medio de esa habitación había una bañera vacía y la alfombra estaba salpicada de agua. Se encontraron con un criado y un sacristán con un incensario que salían de puntillas y que no les prestaron atención. Entraron en la sala de recepción bien conocida por Pierre que tenía dos ventanas italianas, una entrada al invernadero, un busto de gran tamaño y un retrato de Catalina la Grande de tamaño natural. La misma gente, prácticamente en las mismas posiciones, seguía allí sentada en la sala, intercambiando susurros. Todos callaron y miraron a Anna Mijáilovna, que entraba con su rostro pálido y lloroso, y al grueso Pierre, que con la cabeza gacha la seguía dócilmente.

El rostro de Anna Mijáilovna expresaba la convicción de que el momento decisivo había llegado, y con las maneras de una dama peterburguesa atareada entró, sin abandonar a Pierre, en la habitación aún con mayor audacia que por la mañana. Creía que llevando consigo a ese joven que el moribundo deseaba ver, era seguro que iba a ser bienvenida. Con una rápida mirada observó a todos los que se encontraban en la sala y al advertir que se encontraba allí el confesor del conde, no se espantó, pero se hizo de pronto más pequeña y se acercó con leves pasos de ambladura hacia el sacerdote y recibió respetuosamente su bendición y la de otro sacerdote.

—Gracias a Dios he llegado a tiempo —le dijo al sacerdote—; todos los parientes estábamos tan asustados. Este joven es hijo del conde —añadió ella en voz más baja—. ¡Qué terrible momento!

Habiendo dicho estas palabras se acercó al doctor.

—Querido doctor —le dijo—, este joven es hijo del conde... ¿Hay alguna esperanza?

El doctor, en silencio y con un rápido movimiento, levantó los ojos y los hombros. Anna Mijáilovna, con idéntico movimiento, levantó los hombros y los ojos, casi cerrándolos, suspiró y se alejó del doctor hacia Pierre. Se dirigió a él con particular respeto y melancólica ternura:

—Confía en su misericordia —le dijo, y señalándole un diván para que se sentara a esperarla, se dirigió sin hacer ruido a la puerta a la que todos miraban y también sin ruido la atravesó y la cerró tras de sí.

Pierre, decidido a obedecer en todo a su guía, se dirigió al diván que ella le había mostrado. Cuando Anna Mijáilovna hubo desaparecido se percató de que las miradas de todos los que se encontraban en la habitación se dirigían a él, y que estas miradas encerraban algo más que curiosidad y compasión. Reparó en que todos susurraban señalándole con los ojos como con temor e incluso obsequiosamente. Le mostraban un respeto que nunca le habían mostrado. Una señora desconocida para él, que hablaba con los sacerdotes, se levantó de su sitio y le ofreció que se sentara; el ayudante de campo cogió un guante de Pierre que se le había caído al suelo y se lo dio. Los doctores callaron respetuosamente cuando pasó a su lado y se apartaron para dejarle sitio. Al principio Pierre quería sentarse en otro lado para no estorbar a la dama, quería coger el guante él mismo y rodear a los doctores, que en absoluto estorbaban su paso, pero se dio cuenta de pronto que eso no hubiera sido adecuado, se dio cuenta de que aquella noche era una persona que estaba obligada a cumplir terribles ceremonias que todos esperaban y por eso debía aceptar que todos le prestaran servicio. Cogió en silencio el guante que le ofrecía el ayudante de campo, se sentó en el sitio de la dama, colocando sus grandes manos en las rodillas, situadas simétricamente, en una tímida pose de estatua egipcia, y decidió para sí que todo debía ser exactamente así y que en esa tarde, para no perderse y no hacer tonterías, no iba a actuar según su propia iniciativa, sino que era necesario dejar su voluntad en manos de quienes le guiaban.

No habían pasado ni dos minutos, cuando el príncipe Vasili con su caftán
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con tres condecoraciones entró en la sala majestuoso y llevando la cabeza muy alta. Parecía más delgado que por la mañana; sus ojos eran más grandes que de costumbre cuando miró a la sala y vio a Pierre. Se acercó a él, le tomó la mano (algo que antes nunca había hecho) y tiró de ella hacia abajo como si quisiera probar lo firme que era.

Ánimo, ánimo, amigo mío. El desea verte. Está bien... —Y quiso irse. Pero Pierre consideró necesario preguntar:

—¿Cómo está...? —y calló, no sabiendo si era adecuado llamar al moribundo conde; llamarle padre le daba vergüenza.

—Tuvo otro ataque hace media hora. Ánimo, amigo mío...

Pierre se encontraba con una confusión mental de tal envergadura, que al oír la palabra «ataque» pensó que se trataba del ataque de una persona. Miró perplejo al príncipe Vasili y después se dio cuenta de que con «ataque» se refería a la enfermedad. El príncipe Vasili le dijo algunas palabras a Lorrain al pasar a su lado y fue de puntillas hacia la puerta. No sabía cómo hacerlo y brincó torpemente con todo el cuerpo. Tras él iba la mayor de las princesas, después pasaron los sacerdotes, los sacristanes y algunas personas de servicio. Tras la puerta se oyó movimiento y, finalmente, con el mismo rostro pálido pero firme en el cumplimiento del deber salió Anna Mijáilovna y tocando a Pierre en la mano dijo:

—La misericordia del Señor es infinita. Ahora van a darle la extremaunción. Vamos.

Pierre fue hacia la puerta, pisando sobre la mullida alfombra, y reparó en que hasta el ayudante de campo, la dama desconocida y otra persona del servicio entraban también detrás suyo, como si ya no necesitaran pedir permiso para entrar en esa habitación.

XXX

P
IERRE
conocía bien esa gran habitación dividida por arcos y columnas y toda revestida de tapices persas. En una parte de la habitación tras las columnas había una hermosa cama alta de madera, tras una cortina de seda, y en la otra parte un enorme retablo con iconos, la habitación estaba intensamente iluminada en tono rojo como sucede en las iglesias pequeñas durante los oficios nocturnos. Bajo la iluminada orla del retablo había una gran butaca volteriana y en ella, rodeado de unas almohadas de un blanco inmaculado, sin arrugar, que se veía que acababan de ser mudadas y cubierta hasta la cintura por una manta de un verde intenso, yacía la majestuosa figura, conocida por Pierre, de su padre el conde Bezújov, con la melena leonina enmarcando la ancha frente y con las mismas características y aristocráticas profundas arrugas de siempre en su hermoso rostro rojizo y bilioso. Yacía justamente debajo de los iconos; ambas manos, grandes y gruesas, descansaban sobre la manta. En la mano derecha, que descansaba con la palma hacia abajo, le habían colocado una vela entre los dedos índice y pulgar, que le ayudaba a sostener un criado que estaba colocado detrás de la butaca. Al lado se encontraban los sacerdotes con sus ropajes relucientes y grandiosos, con los largos cabellos alisados sobre ellos y con velas en las manos, oficiando despacio y solemnemente. Un poco más alejadas estaban las dos princesas menores llevándose los pañuelos a los ojos y delante de ellas la mayor, Katish, con aspecto colérico y decidido sin apartar los ojos del icono ni un instante, como si quisiera decir a todos que no respondía de sí misma si les miraba. Anna Mijáilovna, con su rostro de tristeza y misericordia, y la dama desconocida estaban en la puerta. El príncipe Vasili estaba al otro lado, cerca de la butaca, detrás de una silla de madera tallada, que había vuelto hacia sí y sobre el respaldo de la cual apoyaba la mano izquierda con la vela, santiguándose con la derecha, alzando los ojos cada vez que se llevaba los dedos a la frente. Su rostro expresaba una tranquila devoción y la aceptación de la voluntad divina: «Si no entendéis estos sentimientos, peor para vosotros», parecía decir su rostro.

Detrás estaba el ayudante de campo, los doctores y la parte masculina del servicio; como en la iglesia, las mujeres y los hombres estaban separados. Todos guardaban silencio, se santiguaban, solo eran audibles la lectura de los salmos, el contenido y grave cántico y en los momentos en los que este cesaba, suspiros y el ruido de los pies contra el suelo. Anna Mijáilovna, con el aspecto característico del que sabe lo que se hace, atravesó toda la habitación hacia Pierre y le dio una vela. Él la encendió, pero embebido como estaba en la observación de los circundantes, comenzó a santiguarse con la misma mano en la que tenía la vela.

La joven princesa Sophie, sonrosada y de risa fácil, que tenía un lunar, le miró. Sonrió, ocultó el rostro tras el pañuelo y estuvo así un largo rato, pero al mirar a Pierre volvió a reírse. Era evidente que no tenía fuerzas para mirarlo sin reírse, pero no podía dejar de mirarlo, así que para evitar la tentación se ocultó detrás de una columna. En mitad del servicio las voces de los sacerdotes callaron repentinamente; los sacerdotes se dijeron algo en voz baja unos a otros, el viejo criado que sostenía la mano del conde se levantó y se volvió hacia las damas. Anna Mijáilovna se adelantó e inclinándose sobre el enfermo por detrás del respaldo llamó con el dedo a Lorrain. El doctor francés, que se encontraba de pie y que no sostenía vela alguna, apoyado en una columna, en la respetuosa pose del extranjero que muestra que a pesar de las diferentes creencias, entiende la importancia de la ceremonia e incluso la aprueba, con pasos silenciosos de hombre joven se acercó al enfermo, cogió con sus blancos y finos dedos la mano que tenía libre fuera de la manta y, volviéndose de espaldas, comenzó a buscarle el pulso pensativamente. Le dieron al enfermo algo de beber, hubo cierto revuelo en torno a él, después todos se volvieron a sus sitios y se reanudó la ceremonia. Durante esta pausa Pierre advirtió que el príncipe Vasili había salido de detrás del respaldo de la silla, con el mismo aspecto de saber lo que se hacía y tanto peor para aquellos que no le entiendan. No se acercó al enfermo, pero pasando a su lado, se puso al lado de la mayor de las princesas y junto a ella se dirigió hacia el fondo de la habitación, hacia la alta cama bajo la cortina de seda. Después desaparecieron por la puerta del fondo; pero antes de que acabara el servicio volvieron a sus puestos uno detrás del otro. Pierre no prestó mayor atención a este hecho que al resto de sucesos que estaban pasando, dado que ya se había autoconvencido de que todo lo que le sucediera aquella tarde era absolutamente necesario.

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