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Authors: Lev Tolstói

Tags: #Clásico, Histórico, Relato

Guerra y paz (16 page)

BOOK: Guerra y paz
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—¡Sonia! ¿Qué tienes? ¿Qué te sucede? ¡Oh!

Natasha, abriendo su carnosa boca en un gesto que le afeó mucho, se puso a sollozar ruidosamente, como una niña, sin razón alguna, solamente porque Sonia lloraba. Sonia quería levantar la cabeza, quería contestar, pero no podía y se escondía aún más. Natasha lloraba sentada sobre el edredón azul y abrazaba a su amiga. Haciendo acopio de todas sus fuerzas, Sonia se incorporó, comenzó a secarse las lágrimas y a hablar.

—Nikolai parte en una semana, ya le han... enviado... la orden... él mismo me lo ha dicho... Y con todo yo no lloraría... —Mostró un papelito que sostenía en la mano: versos escritos por

Nikolai—. No lloraría, pero tú no puedes... nadie puede entender... qué corazón tiene...

Y de nuevo se echó a llorar recordando el hermoso corazón de Nikolai. Sonia pensaba que nadie excepto ella podía entender todo el encanto y la grandeza, la nobleza y la ternura, todas las virtudes de su corazón. Y en efecto ella veía todas estas virtudes incomparables por dos causas, la primera era que Nikolai. sin saberlo, le mostraba solo su mejor faz y la segunda porque ella deseaba con todas sus fuerzas ver en él solo lo hermoso.

—A ti te va bien... no te envidio... te quiero y quiero a Borís —decía ella, recuperándose un poco—, es agradable... para vosotros no hay obstáculos. Pero Nikolai es mi primo... es necesario... que el mismo arzobispo... y aun así es imposible. Y además, si mamá (Sonia consideraba y llamaba a la condesa «madre»)... dirá que arruino la carrera de Nikolai, que no tengo corazón y que soy una desagradecida y juro por Dios (se santiguó)... que la quiero tanto a ella y a todos vosotros... La única es Vera... ¿Por qué? ¿Qué le he hecho yo? Os estoy tan agradecida que sería feliz sacrificándolo todo por vosotros, pero no tengo nada...

Sonia no pudo hablar más y de nuevo escondió la cabeza en las manos y el edredón. Natasha comenzaba a tranquilizarse pero se podía ver en su rostro que entendía la magnitud del dolor de su amiga.

—¡Sonia! —dijo ella de pronto como adivinando la causa de la aflicción de su prima—. ¿Ha hablado Vera contigo después de la comida? ¡Dime!

—Sí, estos versos los ha escrito Nikolai y yo he copiado otros; ella los ha encontrado en mi mesa y ha dicho que se los enseñaría a mamá y también que soy una desagradecida y que mamá nunca le permitirá casarse conmigo. Y que se casará con Julie. Ya ves cómo le mira. ¿Por qué, Natasha?

de nuevo se puso a llorar, aún más que antes. Natasha la levantó y la abrazo y sonriendo a través de las lágrimas trató de tranquilizarla.

—Sonia, no creas lo que dice, cariño, no lo creas. ¿Recuerdas que los tres hablamos con Nikolai en la sala de los divanes, recuerdas, después de cenar? Ya decidimos cómo iba a ser nuestro futuro. Yo ya no recuerdo cómo, pero te acordarás de lo que hablamos, que todo iba a salir bien y que todo era posible. El hermano del tío Shinshin se casó con una prima hermana y nosotros somos primos segundos. Y Borís dice que es perfectamente posible. Ya sabes que se lo he contado todo. Es tan listo y tan bueno —decía Natasha hablando del mismo modo que Sonia cuando se refería a Nikolai y sintiendo, por las mismas razones que ella, que nadie en el mundo aparte de sí misma podía conocer todos los valores que atesoraba Borís—. No llores, mi querida, adorada Sonia. —Y la besaba riendo—. Vera es mala y Dios la castigará. Todo va a ir bien y no le dirá nada a mamá, porque lo hará el propio Nikolai.

ella la besó en la frente. Sonia se incorporó y la gatita se animó, le brillaron los ojitos y parecía lista a agitar la cola, a saltar sobre sus mullidas patas y a jugar de nuevo con el ovillo, como era adecuado para su naturaleza.

—¿Tú crees? ¿De verdad? ¿Lo juras? —dijo ella arreglándose rápidamente el vestido y el peinado.

—De verdad, ¡lo juro! —respondió Natasha arreglándole a su amiga un áspero mechón de cabello que se había escapado de la trenza. Las dos se echaron a reír—. Bueno, vamos a cantar «El manantial».

—Vamos.

Sonia se sacudió el plumón, se escondió los versos en el seno, cerca del cuello, con los salientes huesos del pecho y con suaves y alegres pasos y el rostro encendido fue corriendo con Natasha por el pasillo hacia la sala. Nikolai ya terminaba de cantar la última tonada. Vio a Sonia y sus ojos se animaron, y en la boca abierta para cantar se fraguó una sonrisa, su voz se hizo más fuerte y expresiva y cantó la última tonada aún mejor que las anteriores.

En una agradable noche a la luz de la luna,

cantaba él mirando a Sonia y los dos entendieron lo mucho que eso significaba, la letra, la sonrisa, la canción, aunque realmente, nada de eso tenía ningún significado.

En una agradable noche a la luz de la luna,

se imagina feliz para sí

que aún hay alguien en el mundo

que piensa en ti.

Y que ella deja pasar su hermosa mano

por el arpa dorada,

y su apasionada armonía

¡te llama para que acudas, te llama!

Un día se abrirán las puertas del paraíso

¡pero, ay! ¡Tu amigo no sobrevivirá!

El cantaba solamente para Sonia, pero a todos les provocó alegría y bienestar cuando acabó* y con los ojos húmedos se levantó del clavicordio.

—¡Formidable! ¡Encantador! —se oyó por todas partes.

Esta romanza —dijo Julie con un suspiro— es arrebatadora. Me he sentido muy identificada.

Durante la canción María Dmítrievna se había levantado de la mesa y se había quedado en la puerta, para poder escuchar.

—Ay, sí, Nikolai —dijo ella—. Me has llegado al alma. Ven a darme un beso.

XXVII

N
ATASHA
susurró a Nikolai que Vera había molestado a Sonia, quitándole los versos y diciéndole cosas desagradables. Nikolai enrojeció y en ese instante se fue hacia Vera con pasos decididos y le empezó a decir en voz baja que si se atrevía a hacerle algo desagradable a Sonia, él sería su enemigo de por vida. Vera se justificó, se disculpó y le advirtió en el mismo medio tono que no era adecuado hablar de eso y señalaba a los invitados que, habiéndose ya percatado de que entre los hermanos había cierta disputa, se alejaban de ellos.

—Me da igual, lo diré delante de todos —dijo Nikolai casi en voz alta—, diré que tienes muy mal corazón y que hallas satisfacción en atormentar a la gente.

Dando por finalizado este asunto, Nikolai, aún temblando de ira, se fue hacia una esquina apartada de la sala, en la que se encontraban Borís y Pierre. Se sentó cerca de ellos con el aspecto decidido y sombrío de un hombre que está preparado para todo y al que es mejor ni tan siquiera hablar. Sin embargo Pierre, con su habitual falta de atención, no se dio cuenta del estado en el que se encontraba y dado que él estaba en un inmenso estado de beatitud que se había acentuado aún más por la grata influencia de la música, que siempre le provocaba una honda impresión, a pesar de que ni siquiera desafinando había podido entonar nunca una sola nota. Pierre se dirigió a él:

—¡Qué bien ha cantado! —dijo. Nikolai no respondió.

—¿Con qué grado va a entrar en el regimiento? —preguntó por decir algo más.

Nikolai, sin reparar en que Pierre no era en absoluto culpable de la contrariedad que le había provocado Vera y del cansancio que le provocaba el asedio de Julie, le miró con rabia.

—Me propusieron solicitar la admisión como cadete de cámara y me negué porque solamente quiero ser reconocido por mis propios méritos en el ejército... y no sentarme encima de gente más digna que yo. Entraré como cadete —añadió él, muy orgulloso de haber sabido mostrar al nuevo conocido su nobleza y además haber podido utilizar una expresión militar: sentarse encima, expresión que acababa de escuchar al coronel.

—Sí, siempre discutimos con él —dijo Borís—. Yo no encuentro nada injusto en entrar directamente con el grado de comandante. Si no eres digno de ese grado te degradarán, pero si lo eres, puedes ascender más rápidamente de ese modo.

—Tú siempre tan diplomático —dijo Nikolai—, yo opino que eso es un abuso y no quiero empezar de tal modo.

—Tiene usted toda la razón —dijo Pierre—. ¿Qué hacen esos músicos? ¿Habrá baile? —preguntó él tímidamente habiendo oído el sonido de los instrumentos al ser afinados—. Nunca he sido capaz de aprender un solo baile.

—Sí, parece que mamá lo ha ordenado —respondió Nikolai mirando alegremente hacia la sala y pensando en elegir a su dama entre las demás. Pero en ese momento vio un corrillo que se había formado alrededor de Berg y habiendo recuperado una mejor disposición de ánimo, esta fue de nuevo sustituida por una sombría exasperación.

—¡Ay! Léalo en voz alta, señor Berg, lee usted muy bien, debe ser muy poético —le decía Julie a Berg que tenía un papelito en la mano. Nikolai vio que eran sus versos que Vera había mostrado a todo el mundo por venganza. Los versos rezaban como sigue:

E
L ADIÓS DEL HÚSAR

No me inflames con la separación,

no atormentes a tu húsar;

mi sable será la garantía

de tu deseo de felicidad.

Necesito valor para la batalla,

pero aún más para afrontar tus lágrimas,

quiero conquistar los laureles del héroe,

para depositarlos a tus pies.

Al escribir los versos y entregárselos al objeto de sus pasiones, Nikolai pensó que eran muy hermosos, pero en ese momento descubrió que eran extraordinariamente malos, y lo peor de todo, ridículos. Al ver a Berg con sus versos en las manos Nikolai se detuvo, sus fosas nasales se dilataron, su rostro se puso de un rojo purpúreo y apretando los labios, con pasos rápidos y balanceando los largos brazos con decisión, se dirigió hacia el grupo. Borís, dándose cuenta a tiempo de su intención, le cortó el paso y le tomó del brazo.

—Escucha, no hagas una tontería.

—Déjame, yo le enseñaré —dijo Nikolai, esforzándose en seguir avanzando.

—El no tiene la culpa, déjame a mí.

Borís fue hasta Berg.

—Esos versos son privados —dijo extendiendo la mano—. ¡Permítame!

—¡Ah, son privados! Me los ha dado Vera Ilínichna.

—Son tan hermosos, tienen un no sé qué muy melódico —dijo Julie Ajrósimova.

—«El adiós del húsar» —dijo Berg y tuvo la mala fortuna de sonreír. Nikolai ya estaba a su lado acercando su rostro al de él y mirándole con ojos encendidos que parecían atravesar de parte a parte al infeliz Berg.

—¿Le hace gracia? ¿Qué le parece gracioso?

—No, yo no sabía que usted...

—¿Qué importa que sean o no sean míos? No es honorable leer correspondencia ajena.

—Discúlpeme —dijo Berg, enrojeciendo asustado.

—Nikolai —dijo Borís—, monsieur Berg no ha leído correspondencia ajena... Te estás comportando de forma absurda. Escucha —dijo guardándose los versos en el bolsillo—. Ven aquí, quiero hablar contigo.

Berg se fue en ese instante con las damas y Borís y Nikolai salieron a la sala de los divanes. Sonia salió corriendo tras ellos. Media hora después toda la juventud bailaba ya la escocesa y Nikolai. que había hablado con Sonia en la sala de los divanes, era el mismo alegre y hábil bailarín de siempre, él mismo se sorprendía de su irritabilidad y se arrepentía de su inmotivado arrebato.

Todos estaban muy alegres. Y Pierre se encontraba muy contento confundiendo las figuras y bailando la escocesa bajo la dirección de Borís y Natasha que por alguna razón se desternillaba de risa cada vez que le miraba.

—Qué divertido y qué encantador es —le dijo ella primero a Borís y luego directamente al mismo Pierre mirándole inocentemente desde abajo.

A la mitad de la tercera escocesa hubo ruido de sillas en la sala donde jugaban a las cartas el conde y María Dmítrievna y la mayor parte de los invitados de honor y de los ancianos, estirándose después de haber estado sentados durante tan largo rato, y guardando en los bolsillos las carteras y los monederos, entraron por la puerta de la sala. Primero iban María Dmítrievna con el conde, ambos con cara alegre. El conde con burlona galantería, como si interpretara una coreografía, ofreció su brazo a María Dmítrievna. Se puso derecho y su rostro se iluminó por una peculiar sonrisa juvenil y astuta, y como solo bailaron la última figura de la escocesa, aplaudió a los músicos y gritó al primer violín:

—¡Semión! ¿Conoces «Daniel Cooper»?

Ese era el baile favorito del conde que ya bailaba en su juventud. («Daniel Cooper» era precisamente un baile inglés.)

—Mirad a papá —gritó Natasha a toda la sala, inclinando hacia las rodillas su cabecita rizada y llenando la sala con su sonora risa. Realmente todo el que estaba presente miraba con una gozosa sonrisa al alegre anciano, el cual junto a su venerable pareja, María Dmítrievna, que le superaba en altura, doblaba los brazos, deslizaba los pies, sacudiéndolos rítmicamente, elevando los hombros, taconeando suavemente y sonriendo con su redondo rostro cada vez con más soltura, como preparando a los espectadores para lo que iba a venir. Tan pronto se oyeron las alegres y provocativas notas de «Daniel Cooper», parecidas a un alegre trepak,
[7]
todas las puertas de la sala se llenaron por un lado de sonrientes rostros masculinos y por otro de femeninos, que se acercaban para observar la alegría del señor.

—¡Es un águila nuestro patrón! —decía la niñera desde una de las puertas. El conde bailaba bien y lo sabía, pero su pareja ni sabía ni quería bailar bien. Su enorme cuerpo se quedaba rígido y dejaba caer los gruesos brazos (le había dado su ridículo a la condesa), solamente su severo pero bello rostro acompañaba el baile. Lo que el conde expresaba con multitud de figuras, María Dmítrievna lo expresaba solamente con su rostro cada vez más sonriente y con el latir de sus aletas nasales. Pero si el conde, cada vez más desenfrenado, cautivaba a los espectadores con inesperados quiebros y pequeños saltos de sus ágiles piernas, María Dmítrievna, con la diligencia de sus movimientos de hombros y giros de los brazos en las vueltas y taconeos, no causaba menor impresión en los espectadores dado que estos tenían en cuenta su obesidad y su habitual severidad. La danza se animaba por momentos. Nadie conseguía mantener la atención de quien tenía delante y ni siquiera lo intentaba. Todos prestaban atención al conde y a María Dmítrievna. Natasha tiraba de la manga o del vestido de todos los asistentes, que no necesitaban de ello para no quitar ojo a los bailarines, y les pedía que miraran a su padre. Durante los intervalos de la danza el conde recobraba con dificultad el aliento, manoteaba y les gritaba a los músicos que tocaran más rápido. Y el conde giraba cada vez más deprisa y con más ímpetu, sosteniéndose tanto sobre la punta como sobre los talones, giraba alrededor de María Dmítrievna y finalmente devolvió a su pareja a su asiento, hizo el último paso levantando su ágil pierna, inclinando la sudorosa cabeza con el rostro sonriente y alzó la mano derecha en medio de sonoros aplausos y risas, sobre todo de Natasha. Ambos bailarines se detuvieron, recobrando el aliento con dificultad y secándose con sus pañuelos de batista.

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