Read Grandes esperanzas Online
Authors: Charles Dickens
Y, por esta razón convincente, permanecí a cierta distancia de Biddy durante la cena, y cuando me dirigí a mi cuartito me despedí de ella con tanta majestad como me fue posible en vista de los tristes sucesos de aquel día. Y con la misma frecuencia con que me sentí inquieto durante la noche, cosa que tuvo lugar cada cuarto de hora, reflexioné acerca de la maldad, de la injuria y de la injusticia de que Biddy acababa de hacerme víctima.
Tenía que marcharme a primera hora de la mañana. Muy temprano salí y, sin ser visto, miré una de las ventanas de madera de la fragua. Allí permanecí varios minutos, contemplando a Joe, ya dedicado a su trabajo y con el rostro radiante de salud y de fuerza, que lo hacía resplandecer como si sobre él diese el brillante sol de la larga vida que le esperaba.
—Adiós, querido Joe. No, no te limpies la mano, ¡por Dios! Dámela ennegrecida como está. Vendré muy pronto y con frecuencia.
—Nunca demasiado pronto, caballero —dijo Joe—, y jamás con demasiada frecuencia, Pip.
Biddy me esperaba en la puerta de la cocina, con un jarro de leche recién ordeñada y una rebanada de pan.
—Biddy —le dije al darle la mano para despedirme—. No estoy enojado, pero sí dolorido.
—No, no esté usted dolorido —dijo patéticamente—. Deje que la dolorida sea yo, si he sido poco generosa.
Una vez más se levantaba la bruma mientras me alejaba. Y si, como supongo, me permitía ver que yo no volvería y que Biddy estaba en lo cierto, lo único que puedo decir es que tenía razón.
Herbert y yo íbamos de mal en peor por lo que se refiere al aumento de nuestras deudas. De vez en cuando examinábamos nuestros asuntos, dejábamos márgenes y hacíamos otros arreglos igualmente ejemplares. Pasó el tiempo tanto si nos gustaba como si no, según tiene por costumbre, y yo llegué a mi mayoría de edad, cumpliéndose la predicción de Herbert de que me ocurriría eso antes de darme cuenta.
También Herbert había llegado ya a su mayoría de edad, ocho meses antes que yo. Y como en tal ocasión no ocurrió otra cosa, aquel acontecimiento no causó una sensación profunda en la
Posada de Barnard.
Pero, en cambio, esperábamos ambos mi vigesimoprimer aniversario con la mayor ansiedad y forjándonos toda suerte de esperanzas, porque los dos teníamos la seguridad de que mi tutor no podría dejar de decirme algo preciso en aquella ocasión.
Tuve el mayor cuidado de avisar en Little Britain el día de mi cumpleaños. El anterior a esta fecha recibí un aviso oficial de Wemmick comunicándome que el señor Jaggers tendría el mayor gusto en recibirme a las cinco de la tarde aquel señalado día. Esto nos convenció de que iba a ocurrir algo importante, y yo estaba muy emocionado cuando acudí a la oficina de mi tutor con ejemplar puntualidad.
En el despacho exterior, Wemmick me felicitó e, incidentalmente, se frotó un lado de la nariz con un paquetito de papel de seda, cuyo aspecto me gustó bastante. Pero nada dijo con respecto a él, y con una seña me indicó la conveniencia de entrar en el despacho de mi tutor. Corría el mes de noviembre, y el señor Jaggers estaba ante el fuego, apoyando la espalda en la chimenea, con las manos debajo de los faldones de la levita.
—Bien, Pip —dijo—. Hoy he de llamarle señor Pip. Le felicito, señor Pip.
Nos estrechamos la mano, y he de hacer notar que él lo hacía siempre con mucha rapidez. Luego le di las gracias.
—Tome una silla, señor Pip —dijo mi tutor.
Mientras yo me sentaba, él conservó su actitud e inclinó el ceño hacia sus botas, lo cual me pareció una desventaja por mi parte, recordándome la ocasión en que me vi tendido sobre una losa sepulcral. Las dos espantosas mascarillas no estaban lejos de mi interlocutor, y su expresión era como si ambas hiciesen una tentativa estúpida y propia de un apoplético para intervenir en la conversación.
—Ahora, joven amigo —empezó diciendo mi tutor como si yo fuese un testigo ante el tribunal—, voy a decirle una o dos palabras.
—Como usted guste, caballero.
—Dígame ante todo —continuó el señor Jaggers, inclinándose hacia delante para mirar al suelo y levantando luego la cabeza para contemplar el techo—, dígame si tiene idea de la cantidad que se le ha señalado anualmente para vivir.
—¿De la cantidad...?
—Sí —repitió el señor Jaggers sin apartar la mirada del techo—, si tiene idea de la cantidad anual que se le ha señalado para vivir.
Dicho esto, miró alrededor de la estancia y se detuvo, teniendo en la mano su pañuelo de bolsillo, a medio camino de su nariz.
Yo había examinado mis asuntos con tanta frecuencia, que había llegado a destruir la más ligera noción que hubiese podido tener acerca de la pregunta que se me hacía. Tímidamente me confesé incapaz de contestarla, y ello pareció complacer al señor Jaggers, que replicó:
—Ya me lo figuraba.
Y se sonó ruidosamente, con la mayor satisfacción.
—Yo le he dirigido una pregunta, amigo mío —continuó el señor Jaggers. —¿Tiene usted algo que preguntarme ahora a mí?
—Desde luego, me sería muy agradable dirigirle algunas preguntas, caballero; pero recuerdo su prohibición.
—Hágame una —replicó el señor Jaggers.
—¿Acaso hoy se dará a conocer mi bienhechor?
—No. Pregunte otra cosa.
—¿Se me hará pronto esta confidencia?
—Deje usted eso por el momento —dijo el señor Jaggers— y haga otra pregunta.
Miré alrededor de mí, mas, en apariencia, no había modo de eludir la situación.
—¿Acaso... acaso he de recibir algo, caballero?
Al oír mis palabras, el señor Jaggers exclamó triunfante:
—Ya me figuraba que acabaríamos en eso.
Llamó a Wemmick para que le entregase aquel paquetito de papel. El llamado apareció, lo dejó en sus manos y se marchó.
—Ahora, señor Pip, hágame el favor de fijarse. Sin que se le haya puesto ningún obstáculo, ha ido usted pidiéndome las cantidades que le ha parecido bien. Su nombre figura con mucha frecuencia en el libro de caja de Wemmick. A pesar de ello, estoy persuadido de que tiene usted muchas deudas.
—No tengo más remedio que confesarlo, caballero.
—No le pregunto cuánto debe, porque estoy convencido de que lo ignora; y si no lo ignorase, tampoco me lo diría. La cantidad que confesara estaría siempre por debajo de la realidad. Sí, sí, amigo —exclamó el señor Jaggers accionando con su dedo índice para hacerme callar, al advertir que yo me disponía a hacer una ligera protesta—. No hay duda de que usted se figura que no lo haría, pero yo estoy seguro de lo contrario. Supongo que me dispensará, pero conozco mejor estas cosas que usted mismo. Ahora tome usted este paquetito. ¿Lo tiene ya? Muy bien. Ábralo y dígame qué hay dentro.
—Es un billete de Banco —dije— de quinientas libras esterlinas.
—Es un billete de Banco —repitió el señor Jaggers— de quinientas libras esterlinas. Me parece una bonita suma. ¿Lo cree usted también?
—¿Cómo puedo considerarlo de otro modo?
—¡Ya! Pero conteste usted a la pregunta —dijo el señor Jaggers.
—Sin duda.
—De modo que usted, sin duda, considera que eso es una bonita suma. Ahora, Pip, esa bonita suma de dinero es de usted. Es un regalo que se le hace en este día, como demostración de que se realizarán sus esperanzas. Y a tenor de esta bonita suma de dinero cada año, y no mayor, en manera alguna, tendrá que vivir hasta que aparezca el donador de todo. Es decir, que tomará a su cargo sus propios asuntos de dinero, y cada trimestre cobrará usted en Wemmick ciento veinticinco libras, hasta que esté en comunicación con el origen de todo esto, no con el agente, que soy yo. Yo cumplo mis instrucciones y me pagan por ello. Todo eso me parece poco juicioso, pero no me pagan por expresar mi opinión acerca de sus méritos.
Yo empezaba a expresar mi gratitud hacia mi bienhechor por la liberalidad con que me trataba, cuando el señor Jaggers me interrumpió.
—No me pagan, Pip —dijo—, para transmitir sus palabras a persona alguna.
Dicho esto, se levantó los faldones de la levita y se quedó mirando, ceñudo, a sus botas, como si sospechara que éstas abrigaban algún mal designio hacia él.
Después de una pausa, indiqué:
—Hemos hablado de un asunto, señor Jaggers, que usted me aconsejó abandonar por un momento. Espero no hacer nada malo al preguntarle acerca de ello.
—¿Qué era eso? —dijo.
Podía haber estado seguro de que jamás me ayudaría a averiguar lo que me interesaba, de modo que tuve que hacer de nuevo la pregunta, como si no la hubiese formulado anteriormente.
—¿Cree usted posible —dije después de vacilar un momento— que mi bienhechor, de quien usted me ha hablado, dentro de breve tiempo...? —y al decir esto me interrumpí delicadamente.
—¿Dentro de breve tiempo? —repitió el señor Jaggers—. Hasta ahora, la pregunta queda incompleta.
—Deseo saber si, dentro de breve tiempo, vendrá a Londres —dije después de buscar con cuidado las palabras convenientes—, o si, por el contrario, me llamará para que vaya a algún sitio determinado.
—Pues bien —replicó el señor Jaggers mirándome por vez primera con sus oscuros y atentos ojos—. Deberemos recordar la primera ocasión en que nos vimos en su mismo pueblo. ¿Qué le dije entonces, Pip?
—Me dijo usted, señor Jaggers, que tal vez pasarían años enteros antes de que apareciese esa persona.
—Precisamente —dijo el señor Jaggers— ésa es la respuesta que también doy ahora.
Nos quedamos mirándonos uno a otro, y noté que se apresuraba el ritmo de mi respiración, deseoso como estaba de obtener de él alguna otra cosa. Y cuando vi que respiraba aún más aprisa y que él se daba cuenta de ello, comprendí que disminuían las probabilidades de averiguar algo más.
—¿Cree usted, señor Jaggers, que todavía transcurrirán algunos años?
Él movió la cabeza, no para contestar en sentido negativo a mi pregunta, sino para negar la posibilidad de contestar a ella. Y las dos horribles mascarillas parecieron mirar entonces hacia mí, precisamente en el mismo instante en que mis ojos se volvían a ellas, como si hubiesen llegado a una crisis, en su curiosa atención, y se dispusieran a dar un estornudo.
—Óigame —dijo el señor Jaggers calentándose la parte trasera de las piernas con el dorso de las manos—. Voy a hablar claramente con usted, amigo Pip. Ésa es una pregunta que no debe hacerse. Lo comprenderá usted mejor cuando le diga que es una pregunta que podría comprometerme. Pero, en fin, voy a complacerle y le diré algo más.
Se inclinó un poco para mirar ceñudamente sus botas, de modo que pudo acariciarse las pantorrillas durante la pausa que hizo.
—Cuando esa persona se dé a conocer —dijo el señor Jaggers enderezándose—, usted y ella arreglarán sus propios asuntos. Cuando esa persona se dé a conocer, terminará y cesará mi intervención en el asunto. Cuando esa persona se dé a conocer, ya no tendré necesidad de saber nada más acerca del particular. Y esto es todo lo que puedo decirle.
Nos quedamos mirándonos uno a otro, hasta que yo desvié los ojos y me quedé mirando, muy pensativo, al suelo. De las palabras que acababa de oír deduje que la señorita Havisham, por una razón u otra, no había confiado a mi tutor su deseo de unirme a Estella; que él estaba resentido y algo celoso por esa causa; o que, realmente, le pareciese mal semejante proyecto, pero que no pudiera hacer nada para impedirlo. Cuando de nuevo levanté los ojos, me di cuenta de que había estado mirándome astutamente mientras yo no le observaba.
—Si eso es todo lo que tiene usted que decirme, caballero —observé—, yo tampoco puedo decir nada más.
Movió la cabeza en señal de asentimiento, sacó el reloj que tanto temor inspiraba a los ladrones y me preguntó en dónde iba a cenar. Contesté que en mis propias habitaciones y en compañía de Herbert, y, como consecuencia necesaria, le rogué que nos honrase con su compañía. Él aceptó inmediatamente la invitación, pero insistió en acompañarme a pie hasta casa, con objeto de que no hiciese ningún preparativo extraordinario con respecto a él; además, tenía que escribir previamente una o dos cartas y luego, según su costumbre, lavarse las manos. Por esta razón le dije que saldría a la sala inmediatamente y me quedaría hablando con Wemmick.
El hecho es que en cuanto sentí en mi bolsillo las quinientas libras esterlinas, se presentó a mi mente un pensamiento que otras veces había tenido ya, y me pareció que Wemmick era la persona indicada para aconsejarme acerca de aquella idea.
Había cerrado ya su caja de caudales y terminaba sus preparativos para emprender la marcha a su casa. Dejó su escritorio, se llevó sus dos grasientas palmatorias y las puso en línea en un pequeño estante que había junto a la puerta, al lado de las despabiladeras, dispuesto a apagarlas; arregló el fuego para que se extinguiera; preparó el sombrero y el gabán, y se golpeó el pecho con la llave de la caja, como si fuese un ejercicio atlético después de los negocios del día.
—Señor Wemmick —dije—, quisiera pedirle su opinión. Tengo el mayor deseo de servir a un amigo mío.
Wemmick cerró el buzón de su boca y meneó la cabeza como si su opinión estuviese ya formada acerca de cualquier fatal debilidad de aquel género.
—Ese amigo —proseguí— tiene deseo de empezar a trabajar en la vida comercial, pero, como carece de dinero, encuentra muchas dificultades que le descorazonan ya desde un principio. Lo que yo quiero es ayudarle precisamente en este principio.
—¿Con dinero? —preguntó Wemmick, con un tono seco a más no poder.
—Con algún dinero —contesté, recordando de mala gana los paquetitos de facturas que tenía en casa—. Con algo de dinero y, tal vez, con algún anticipo de mis esperanzas.
—Señor Pip —dijo Wemmick—. Si usted no tiene inconveniente, voy a contar con los dedos los varios puentes del Támesis hasta Chelsea Reach. Vamos a ver. El puente de Londres, uno; el de Southwark, dos; Blackfriars, tres; Waterloo, cuatro; Westminster, cinco; Vauxhall, seis —y al hablar así fue contando con los dedos y con la llave de la caja los puentes que acababa de citar—. De modo que ya ve usted que hay seis puentes para escoger.
—No le comprendo.
—Pues elija usted el que más le guste, señor Pip —continuó Wemmick—, váyase usted a él y desde el centro de dicho puente arroje el dinero al Támesis, y así sabrá cuál es su fin. En cambio, entréguelo usted a un amigo, y tal vez también podrá enterarse del fin que tiene, pero desde luego le aseguro que será menos agradable y menos provechoso.