Grandes esperanzas (43 page)

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Authors: Charles Dickens

BOOK: Grandes esperanzas
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Entonces, como medio infalible de salir de un apuro para entrar en otro mayor, empecé a contraer grandes deudas, y en cuanto me aventuré a recorrer este camino, Herbert no tuvo más remedio que seguirme. Por consejo de Startop presentamos nuestra candidatura en un club llamado
Los Pinzones de la Enramada
. Jamás he sabido cuál era el objeto de tal institución, a no ser que consistiera en que sus socios debían cenar opíparamente una vez cada quince días, pelearse entre sí lo mas posible después de cenar y ser la causa de que se emborrachasen, por lo menos, media docena de camareros. Me consta que estos agradables fines sociales se cumplían de un modo tan invariable que, según Herbert y yo entendimos, a nada más se refería el primer brindis que pronunciaban los socios, y que decía: «Caballeros: ojalá siempre reinen los sentimientos de amistad entre
Los Pinzones de la Enramada.
»

Los Pinzones gastaban locamente su dinero (solíamos cenar en un hotel de «Covent Garden»), y el primer Pinzón a quien vi cuando tuve el honor de pertenecer a la «Enramada» fue Bentley Drummle; en aquel tiempo, éste iba dando tumbos por la ciudad en un coche de su propiedad y haciendo enormes estropicios en los postes y en las esquinas de las calles. De vez en cuando salía despedido de su propio carruaje, con la cabeza por delante, para ir a parar entre los caballeros, y en una ocasión le vi caer en la puerta de la «Enramada», aunque sin intención de ello, como si fuese un saco de carbón. Pero al hablar así me anticipo un poco, porque yo no era todavía un Pinzón ni podía serlo, de acuerdo con los sagrados reglamentos de la sociedad, hasta que fuese mayor de edad. Confiando en mis propios recursos, estaba dispuesto a tomar a mi cargo los gastos de Herbert; pero éste era orgulloso y yo no podía hacerle siquiera tal proposición. Por eso el pobre luchaba con toda clase de dificultades y continuaba observando alrededor de él.

Cuando, gradualmente, adquirimos la costumbre de acostarnos a altas horas de la noche y de pasar el tiempo con toda suerte de trasnochadores, noté que, al desayuno, Herbert observaba alrededor con mirada llena de desaliento; empezaba a mirar con mayor confianza hacia el mediodía; volvia a desalentarse antes de la cena, aunque después de ésta parecía advertir claramente la posibilidad de realizar un capital; y, hasta la medianoche, estaba seguro de alcanzarlo. Sin embargo, a las dos de la madrugada estaba tan desalentado otra vez, que no hablaba más que de comprarse un rifle y marcharse a América con objeto de obligar a los búfalos a que fuesen ellos los autores de su fortuna.

Yo solía pasar en Hammersmith la mitad de la semana, y entonces hacía visitas a Richmond, aunque cada vez más espaciadas. Cuando estaba en Hammersmith, Herbert iba allá con frecuencia, y me parece que en tales ocasiones su padre sentía, a veces, la impresión pasajera de que aún no se había presentado la oportunidad que su hijo esperaba. Pero, entre el desorden que reinaba en la familia, no era muy importante lo que pudiera suceder a Herbert. Mientras tanto, el señor Pocket tenía cada día el cabello más gris y con mayor frecuencia que antes trataba de levantarse a sí mismo por el cabello, para sobreponerse a sus propias perplejidades, en tanto que la señora Pocket echaba la zancadilla a toda la familia con su taburete, leía continuamente su libro acerca de la nobleza, perdía su pañuelo, hablaba de su abuelito y demostraba prácticamente sus ideas acerca de la educación de los hijos, mandándolos a la cama en cuanto se presentaban ante ella.

Y como ahora estoy generalizando un período de mi vida con objeto de allanar mi propio camino, no puedo hacer nada mejor que concretar la descripción de nuestras costumbres y modo de vivir en la
Posada de Barnard.

Gastábamos tanto dinero como podíamos y, en cambio, recibíamos tan poco como la gente podía darnos. Casi siempre estábamos aburridos; nos sentíamos desdichados, y la mayoría de nuestros amigos y conocidos se hallaban en la misma situación. Entre nosotros había alegre ficción de que nos divertíamos constantemente, y tambien la verdad esquelética de que nunca lo lograbamos. Y, según creo, nuestro caso era, en resumidas cuentas, en extremo corriente.

Cada mañana, y siempre con nuevo talante, Herbert iba a la City para observar alrededor de él. Con frecuencia, yo le visitaba en aquella habitacion trasera y oscura, donde estaba acompañado por una gran botella de tinta, un perchero para sombreros, un cubo para el carbón, una caja de cordel, un almanaque, un pupitre, un taburete y una regla. Y no recuerdo haberle visto hacer otra cosa sino observar alrededor. Si todos hiciéramos lo que nos proponemos con la misma fidelidad con que Herbert cumplía sus propósitos, viviríamos sin duda alguna en una republica de las virtudes. No tenía nada más que hacer el pobre muchacho, a excepción de que, a determinada hora de la tarde, debía ir al Lloyd, en cumplimiento de la ceremonia de ver a su principal, según imagino. No hacía nunca nada que se relacionara con el Lloyd, según pude percatarme, salvo el regresar a su oficina. Cuando consideraba que su situación era en extremo seria y que, positivamente, debía encontrar una oportunidad, se iba a la Bolsa a la hora de sesion, y allí empezaba a pasear entrando y saliendo, cual si bailase una triste contradanza entre aquellos magnates allí reunidos.

—He observado —me dijo un día Herbert al llegar a casa para comer, en una de aquellas ocasiones especiales—, Haendel, que las oportunidades no se presentan a uno, sino que es preciso ir en busca de ellas. Por eso yo he ido a buscarla.

Si hubiéramos estado menos unidos, creo que habríamos llegado a odiarnos todas las mañanas con la mayor regularidad. En aquel período de arrepentimiento, yo detestaba nuestras habitaciones más de lo que podría expresar con palabras, y no podía soportar el ver siquiera la librea del Vengador, quien tenía entonces un aspecto más costoso y menos remunerador que en cualquier otro momento de las veinticuatro horas del día. A medida que nos hundíamos más y más en las deudas, los almuerzos eran cada día menos substanciosos, y en una ocasión, a la hora del almuerzo, fuimos amenazados, aunque por carta, con procedimientos legales «bastante relacionados con las joyas», según habría podido decir el periódico de mi país. Y hasta incluso, un día, cogí al Vengador por su cuello azul y lo sacudí levantándolo en vilo, de modo que al estar en el aire parecía un Cupido con botas altas, por presumir o suponer que necesitábamos un panecillo.

Ciertos días, bastante inciertos porque dependían de nuestro humor, yo decía a Herbert, como si hubiese hecho un notable descubrimiento:

—Mi querido Herbert, llevamos muy mal camino.

—Mi querido Haendel —me contestaba Herbert con la mayor sinceridad—, tal vez no me creerás, pero, por extraña coincidencia, estaba a punto de pronunciar esas mismas palabras.

—Pues, en tal caso, Herbert —le contestaba yo—, vamos a examinar nuestros asuntos.

Nos satisfacía mucho tomar esta resolución. Yo siempre pensé que éste era el modo de tratar los negocios y tal el camino de examinar los nuestros, así como el de agarrar por el cuello a nuestro enemigo. Y me consta que Herbert opinaba igual.

Pedíamos algunos platos especiales para comer, con una botella de vino que se salía de lo corriente, a fin de que nuestros cerebros estuviesen reconfortados para tal ocasión y pudiésemos dar en el blanco. Una vez terminada la comida, sacábamos unas cuantas plumas, gran cantidad de tinta y de papel de escribir, así como de papel secante. Nos resultaba muy agradable disponer de una buena cantidad de papel.

Yo entonces tomaba una hoja y, en la parte superior y con buena letra, escribía la cabecera: «Memorándum de las deudas de Pip». Añadía luego, cuidadosamente, el nombre de la
Posada de Barnard
y la fecha. Herbert tomaba tambien una hoja de papel y con las mismas formalidades escribía: «Memorándum de las deudas de Herbert».

Cada uno de nosotros consultaba entonces un confuso montón de papeles que tenía al lado y que hasta entonces habían sido desordenadamente guardados en los cajones, desgastados por tanto permanecer en los bolsillos, medio quemados para encender bujias, metidos durante semanas enteras entre el marco y el espejo y estropeados de mil maneras distintas. El chirrido de nuestras plumas al correr sobre el papel nos causaba verdadero contento, de tal manera que a veces me resultaba dificil advertir la necesaria diferencia existente entre aquel proceder absolutamente comercial y el verdadero pago de las deudas. Y con respecto a su carácter meritorio, ambas cosas parecían absolutamente iguales.

Después de escribir un rato, yo solía preguntar a Herbert cómo andaba en su trabajo, y mi compañero se rascaba la cabeza con triste ademán al contemplar las cantidades que se iban acumulando ante su vista.

—Todo eso ya sube, Haendel —decía entonces Herbert—, a fe mía que ya sube a...

—Ten firmeza, Herbert —le replicaba manejando con la mayor asiduidad mi propia pluma—. Mira los hechos cara a cara. Examina bien tus asuntos. Contempla su estado con serenidad.

—Así lo haría, Haendel, pero ellos, en cambio, me miran muy confusos.

Sin embargo, mis maneras resueltas lograban el objeto propuesto, y Herbert continuaba trabajando. Después de un rato abandonaba nuevamente su tarea con la excusa de que no había anotado la factura de Cobbs, de Lobbs, de Nobbs u otra cualquiera, segun fuese el caso.

—Si es así, Herbert, haz un cálculo. Señala una cantidad en cifras redondas y escríbela.

—Eres un hombre de recursos —contestaba mi amigo, lleno de admiración—. En realidad, tus facultades comerciales son muy notables.

Yo también lo creía así. En tales ocasiones me di a mí mismo la reputación de un magnífico hombre de negocios, rápido, decisivo, enérgico, claro y dotado de la mayor sangre fría. En cuanto había anotado en la lista todas mis responsabilidades, comparaba cada una de las cantidades con la factura correspondiente y le ponía la señal de haberlo hecho. La aprobación que a mí mismo me daba en cuanto comprobaba cada una de las sumas anotadas me producía una sensación voluptuosa. Cuando ya había terminado la comprobación, doblaba uniformemente las facturas, ponía la suma en la parte posterior y con todas ellas formaba un paquetito simétrico. Luego hacía lo mismo en beneficio de Herbert (que con la mayor modestia aseguraba no tener ingenio administrativo), y al terminar experimentaba la sensación de haber aclarado considerablemente sus asuntos.

Mis costumbres comerciales tenían otro detalle brillante, que yo llamaba «dejar un margen». Por ejemplo, suponiendo que las deudas de Herbert ascendiesen a ciento sesenta y cuatro libras esterlinas, cuatro chelines y dos peniques, yo decía: «Dejemos un margen y calculemos las deudas en doscientas libras redondas.» O, en caso de que las mías fuesen cuatro veces mayores, también «dejaba un margen» y las calculaba en setecientas libras. Tenía una alta opinion de la sabiduría de dejar aquel margen, pero he de confesar, al recordar aquellos días, que esto nos costaba bastante dinero. Porque inmediatamente contraíamos nuevas deudas por valor del margen calculado, y algunas veces, penetrados de la libertad y de la solvencia que nos atribuía, llegábamos muy pronto a otro margen.

Pero había, después de tal examen de nuestros asuntos, unos días de tranquilidad, de sentimientos virtuosos y que me daban, mientras tanto, una admirable opinión de mí mismo. Lisonjeado por mi conducta y por mi método, como asimismo por los cumplidos de Herbert, guardaba el paquetito simétrico de sus facturas y también el de las mías en la mesa que tenia delante, entre nuestra provisión de papel en blanco, y experimentaba casi la sensación de constituir un banco de alguna clase, en vez de ser tan sólo un individuo particular.

En tan solemnes ocasiones cerrábamos a piedra y lodo nuestra puerta exterior, a fin de no ser interrumpidos. Una noche hallábame en tan sereno estado, cuando oímos el roce de una carta que acababan de deslizar por la expresada puerta y que luego cayó al suelo.

—Es para ti, Haendel —dijo Herbert yendo a buscarla y regresando con ella—. Y espero que no será nada importante—. Esto último era una alusión a la faja de luto que había en el sobre.

La carta la firmaba la razón social «Trabb & Co.» y su contenido era muy sencillo. Decía que yo era un distinguido señor y me informaba de que la señora J. Gargery había muerto el lunes último, a las seis y veinte de la tarde, y que se me esperaba para concurrir al entierro el lunes siguiente a las tres de la tarde.

CAPITULO XXXV

Aquélla era la primera vez que se abría una tumba en el camino de mi vida, y fue extraordinario el efecto que ello me produjo. Día y noche me asaltaba el recuerdo de mi hermana, sentada en su sillón junto al fuego de la cocina. Y el pensar que subsistiese esta última sin mi hermana me resultaba de difícil comprensión. Así como en los últimos tiempos apenas o nunca pensé en ella, a la sazón tenía la extraña idea de que iba a verla por la calle, viniendo hacia mí, o que de pronto llamaria a la puerta. También en mi vivienda, con la cual jamás estuvo mi hermana asociada, parecía reinar la impresión de la muerte y la sugestión perpetua del sonido de su voz, o de alguna peculiaridad de su rostro o de su figura, como si aún viviese y me hubiera visitado allí con frecuencia.

Cualesquiera que hubieran podido ser mis esperanzas y mi fortuna, es dudoso que yo recordase a mi hermana con mucha ternura. Pero supongo que siempre puede existir cierto pesar aunque el cariño no sea grande. Bajo su influencia (y quizás ocupando el lugar de un sentimiento más tierno), sentí violenta indignación contra el criminal por cuya causa sufrió tanto aquella pobre mujer, y sin duda alguna, de haber tenido pruebas suficientes, hubiera perseguido vengativamente hasta el último extremo a Orlick o a cualquier otro.

Después de escribir a Joe para ofrecerle mis consuelos, y asegurándole que no dejaría de asistir al entierro, pasé aquellos días intermedios en el curioso estado mental que ya he descrito. Salí temprano por la mañana y me detuve en
El Jabalí Azul.
con tiempo más que suficiente para dirigirme a la fragua.

Otra vez corría el verano, y el tiempo era muy agradable mientras fui, paseando, hacia la fragua. Entonces recordé con la mayor precisión la época en que no era mas que un niño indefenso y mi hermana no me mimaba ciertamente. Pero lo recordé con mayor suavidad, que incluso hizo más llevadero el mismo recuerdo de «Tickler». Entonces el aroma de las habas y del trébol insinuaba en mi corazón que llegaría el día en que sería agradable para mi memoria que otros, al pasear a la luz del sol, se sintieran algo emocionados al pensar en mí.

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