Read Grandes esperanzas Online
Authors: Charles Dickens
—Muy bien —dijo el señor Jaggers—. Recuerde lo que acaba de prometer y no se vuelva atrás de ello.
—¿Quién se vuelve atrás? —preguntó Joe.
—No he mencionado a nadie. No he dicho que nadie lo haga. ¿Tiene usted permiso?
—Sí, lo tengo.
—Pues recuerde usted que un perro ladrador es bueno, pero mejor aún es el que muerde y no ladra. ¿Lo recordará usted? —repitió el señor Jaggers cerrando los ojos e inclinando la cabeza hacia Joe, como si le excusara por algo—. Ahora, volviendo a este muchacho, he de comunicarles a ustedes que tiene un espléndido porvenir.
Joe se quedó asombrado, y él y yo nos miramos mutuamente.
—Tengo instrucciones de comunicarle —dijo el señor Jaggers señalándome con su dedo índice— que tendrá considerables bienes. Además, que el actual poseedor de esos bienes desea que abandone inmediatamente la esfera social y la casa que ocupa ahora y que se eduque como caballero. En una palabra, como persona de gran porvenir.
Habían desaparecido mis ensueños, y mi loca fantasia se había quedado rezagada ante la realidad pura; la señorita Havisham iba a hacer mi fortuna en gran escala.
—Ahora, señor Pip —prosiguió el abogado—, lo que me queda por decir va encaminado a usted por entero. Ante todo, debe usted tener en cuenta que la persona que me ha dado las instrucciones que estoy cumpliendo desea que siempre lleve usted el nombre de Pip. Me atrevo a esperar que no tendrá usted inconveniente alguno, pues su espléndido porvenir depende del cumplimiento de esta fácil condición. Pero si tiene usted algún inconveniente, ésta es la ocasión de manifestarlo.
Latía tan aprisa mi corazón y me silbaban de tal manera los oídos, que apenas pude tartamudear que no tenía ningún inconveniente.
—Ya me lo figuro —dijo el abogado—. Ahora, señor Pip, debe usted tener en cuenta que el nombre de la persona que se convierte en su bienhechor ha de quedar absolutamente secreto, hasta que esta persona crea que ha llegado la ocasión de revelarlo. Tengo autorización de esta persona para comunicarle que ella misma se lo revelará directamente, de palabra. Ignoro cuándo o dónde lo hará, pues nadie puede decirlo. Posiblemente pueden pasar varios años. Además, sepa que se le prohíbe hacer ninguna indagación ni alusión o referencia acerca de esa persona, por velada que sea la insinuación, con objeto de averiguar la personalidad de su bienhechor, en cualquiera de las comunicaciones que usted pueda dirigirme. Si en su pecho abriga usted alguna sospecha o suposición, guárdesela para sí mismo. Nada importa cuáles puedan ser las razones de semejante prohibición. Tal vez sean de extremada gravedad o consistan solamente en un capricho. Usted no ha de tratar de averiguarlo. La condición es rigurosa. Ya le he dado cuenta de esta condición. La aceptación de ella y su observancia y obediencia es lo último que me ha encargado la persona que me ha dado sus instrucciones y hacia la cual no tengo otra responsabilidad. Esta persona es la misma a quien deberá usted su espléndido porvenir, y el secreto está solamente en posesión de ella misma y de mí. Nuevamente repito que no es muy difícil de cumplir la condición que le imponen para alcanzar este mejoramiento de fortuna; pero si tiene algún inconveniente en aceptarla, no tiene más que decirlo. Hable.
Una vez más, tartamudeé con dificultad que no tenía nada que objetar.
—Me lo figuro. Ahora, señor Pip, he terminado ya la exposición de las estipulaciones.
Aunque me llamaba «señor Pip» y empezaba a demostrarme mayor consideración, aún no se había borrado de su rostro cierta expresión amenazadora; de vez en cuando cerraba los ojos y me señalaba con el dedo mientas hablaba, como si quisiera significarme que conocía muchas cosas en mi desprestigio y que, si quería, podía enumerarlas.
—Vamos ahora a tratar de los detalles de nuestro convenio. Debe usted saber que, aun cuando he usado la palabra «porvenir» más de una vez, no solamente tendrá usted porvenir. Obra ya en mis manos una cantidad de dinero más que suficiente para su educación y para su subsistencia. Me hará usted el favor de considerarme su tutor. ¡Oh! —añadió al observar que yo me disponía a darle las gracias—. De antemano le digo que me pagan por mis servicios, pues, de lo contrario, no los prestaría. Se ha decidido que será usted mejor educado, de acuerdo con su posición completamente distinta, y se cree que comprenderá usted la importancia y la necesidad de entrar inmediatamente a gozar de estas ventajas.
Dije que siempre lo había deseado.
—Nada importa lo que haya usted deseado, señor Pip —contestó—. Recuerde eso. Si lo desea ahora, ya basta. ¿Debo entender que está usted dispuesto a quedar inmediatamente al cuidado de un maestro apropiado? ¿Es así?
Yo tartamudeé que sí.
—Bien. Ahora hay que tener en cuenta sus inclinaciones. No porque lo crea necesario, fíjese, pero así me lo han ordenado. ¿Ha oído usted hablar de algún profesor a quien prefiera?
Yo no había oído hablar de otro profesor que Biddy y la tía abuela del señor Wopsle, de manera que contesté en sentido negativo.
—Hay un maestro de quien tengo algunas noticias que me parece indicado para el caso —dijo el señor Jaggers— Observe que no lo recomiendo, porque tengo la costumbre de no recomendar nunca a nadie. El caballero de quien hablo se llama señor Mateo Pocket.
¡Ah! Recordé inmediatamente aquel nombre. Era un pariente de la señorita Havisham: aquel Mateo de quien habían hablado el señor Camila y su esposa; el Mateo que debería ocupar su sitio en la cabecera mortuoria de la señorita Havisham cuando yaciera, en su traje de boda, sobre la mesa nupcial.
—¿Conoce usted el nombre? —preguntó el señor Jaggers dirigiéndome una astuta mirada. Luego cerró los ojos, esperando mi respuesta.
Ésta fue que, efectivamente, había oído antes aquel nombre.
—¡Oh! —exclamó—. ¿Ya ha oído usted este nombre? Pero lo que importa es qué me dice usted acerca de eso.
Dije, o traté de decir, que le estaba muy agradecido por aquella indicación...
—No, joven amigo —interrumpió, moviendo despacio la cabeza—. Fíjese bien.
Pero, sin fijarme, empecé a decir que le estaba muy agradecido por su recomendación...
—No, joven amigo —interrumpió de nuevo con el mismo ademán, frunciendo el ceño y sonriendo al mismo tiempo—, no, no, no; se explica usted bien, pero no es eso. Es usted demasiado joven para tratar de envolverme en sus palabras. Recomendación no es la palabra, señor Pip. Busque otra.
Corrigiéndome, dije que le estaba muy agradecido por haber mencionado al señor Mateo Pocket.
—Eso ya está mejor —exclamó el señor Jaggers.
—Y me pondré con gusto a las órdenes de ese caballero —añadí.
—Muy bien. Mejor será que lo haga en su propia casa. Se preparará el viaje para usted, y ante todo podrá usted ver al hijo del señor Pocket, que está en Londres. ¿Cuándo irá usted a Londres?
Yo contesté, mirando a Joe, que estaba a mi lado e inmóvil, que, según suponía, podría ir inmediatamente.
—Antes —observó el señor Jaggers— conviene que tenga usted un traje nuevo para el viaje. Este traje no ha de ser propio de trabajo. Digamos de hoy en ocho días. Necesitará usted algún dinero. ¿Le parece bien que le deje veinte guineas?
Sacó una larga bolsa, con la mayor indiferencia, contó las veinte guineas sobre la mesa y las empujó hacia mí. Entonces separó la pierna de la silla por vez primera. Se quedó sentado en ella a horcajadas en cuanto me hubo dado el dinero y empezó a balancear la bolsa mirando a Joe.
—¡Qué, Joe Gargery! Parece que está usted aturdido.
—Sí, señor —contestó Joe con firmeza.
—Hemos convenido en que no quiere nada para sí mismo, ¿se acuerda?
—Ya estamos conformes —replicó Joe—. Y estamos y seguiremos estando conformes acerca de eso.
—¿Y qué me diría usted —añadió el señor Jaggers— si mis instrucciones fuesen las de hacerle a usted un regalo por vía de compensación?
—¿Compensación de qué? —preguntó Joe.
—Por la pérdida de los servicios de su aprendiz.
Joe echó la mano sobre mi hombro tan cariñosamente como hubiera hecho una madre. Muchas veces he pensado en él comparándolo a un martillo pilón que puede aplastar a un hombre o acariciar una cáscara de huevo con su combinación de fuerza y suavidad.
—De todo corazón —dijo Joe— libero a Pip de sus servicios, para que vaya a gozar del honor y de la fortuna. Pero si usted se figura que el dinero puede ser una compensación para mí por la pérdida de este niño, poco me importa la fragua, que es mi mejor amigo...
¡Mi querido y buen Joe, a quien estaba tan dispuesto a dejar y aun con tanta ingratitud, ahora te veo otra vez con tu negro y musculoso brazo ante los ojos y tu ancho pecho jadeante mientras tu voz se debilita! ¡Oh, mi querido, fiel y tierno Joe, me parece sentir aún el temblor de tu mano sobre el brazo, contacto tan solemne aquel día como si hubiera sido el roce del ala de un ángel!
Pero entonces reanimé a Joe. Yo estaba extraviado en el laberinto de mi futura fortuna y no podía volver a pasar por los senderos que ambos habíamos pisado. Rogué a Joe que se consolara, porque, según él dijo, siempre habíamos sido los mejores amigos, y añadí que seguiríamos siéndolo. Joe se frotó los ojos con el puño que tenía libre, como si quisiera arrancárselos, pero no dijo nada más.
El señor Jaggers había observado la escena como si considerase a Joe el idiota del pueblo y a mí su guardián. Cuando hubo terminado, sopesó en su mano la bolsa que ya no balanceaba y dijo:
—Ahora, Joe Gargery, le aviso a usted de que ésta es su última oportunidad. Conmigo no hay que hacer las cosas a medias. Si quiere usted aceptar el regalo que tengo el encargo de entregarle, dígalo claro y lo tendrá. Si, por el contrario, quiere decir...
Cuando pronunciaba estas palabras, con el mayor asombro por su parte, se vio detenido por la actitud de Joe, que empezó a dar vueltas alrededor de él con todas las demostraciones propias de sus intenciones pugilísticas.
—Lo que le digo —exclamó Joe— es que, si usted viene a mi casa a molestarme, puede salir inmediatamente. Y también le digo que, si es hombre, se acerque. Y lo que digo es que sostendré mis palabras mientras me sea posible.
Yo alejé a Joe, que inmediatamente se calmó, limitándose a decirme, con toda la cortesía de que era capaz y al mismo tiempo para que se enterase cualquiera a quien le interesara, que no deseaba que le molestasen en su propia casa. El señor Jaggers se había levantado al observar las demostraciones de Joe y fue a apoyarse en la pared, junto a la puerta. Y sin mostrar ninguna inclinación a dirigirse al centro de la estancia, expresó sus observaciones de despedida. Que fueron éstas:
—Pues bien, señor Pip, creo que cuanto antes salga usted de aquí, puesto que ha de ser un caballero, mejor será. Queda convenido en que lo hará usted de hoy en ocho días, y, mientras tanto, recibirá usted mis señas impresas. Una vez esté en Londres, podrá tomar un coche de alquiler en cualquier cochera y dirigirse a mi casa. Observe que no expreso opinión, ni en un sentido ni en otro, acerca de la misión que he aceptado. Me pagan por ello y por eso lo hago. Ahora fíjese usted en lo que acabo de decir. Fíjese mucho.
Dirigía su dedo índice a nosotros dos a la vez, y creo que habría continuado a no ser por los recelos que le inspiraba la actitud de Joe. Por eso se marchó.
Tuve una idea que me indujo a echar a correr tras él mientras se encaminaba a
Los Tres Alegres Barqueros
, en donde dejó un carruaje de alquiler.
—Dispénseme, señor Jaggers.
—¡Hola! —exclamó volviéndose—. ¿Qué ocurre?
—Como deseo cumplir exactamente sus instrucciones, señor Jaggers, me parece mucho mejor preguntarle: ¿hay algún inconveniente en que me despida de una persona a quien conozco en las cercanías, antes de marcharme?
—No —dijo mirándome como si apenas me entendiese.
—No quiero decir en el pueblo solamente, sino también en la ciudad.
—No —replicó—. No hay inconveniente.
Le di las gracias y eché a correr hacia mi casa, en donde vi que Joe había cerrado ya la puerta principal, así como la del salón, y estaba sentado ante el fuego de la cocina, con una mano en cada rodilla y mirando pensativo a los ardientes carbones. Durante largo tiempo, ni él ni yo dijimos una palabra.
Mi hermana estaba en su sillón lleno de almohadones y en el rincón acostumbrado, y en cuanto a Biddy, estaba sentada, ocupada en su labor y ante el fuego. Joe se hallaba cerca de la joven, y yo junto a él, en el rincón opuesto al ocupado por mi hermana. Cuanto más miraba a los brillantes carbones, más incapaz me sentía de mirar a Joe; y cuanto más duraba el silencio, menos capaz me sentía de hablar.
Por fin exclamé:
—Joe, ¿se lo has dicho a Biddy?
—No, Pip —replicó Joe mirando aún el fuego y cogiéndose con fuerza las rodillas como si tuviese algún secreto que ellas estuviesen dispuestas a revelar—. He creído mejor que se lo dijeras tú, Pip.
—Prefiero que hables tú, Joe.
—Pues bien —dijo éste—. Pip es un caballero afortunado, y Dios le bendiga en su nuevo estado.
Biddy dejó caer su labor de costura y le miró. Joe seguía cogiéndose las rodillas y miró también. Yo devolví la mirada a ambos y, después de una pausa, los dos me felicitaron; pero en sus palabras había cierta tristeza que comprendí muy bien.
Tomé a mi cargo el indicar a Biddy, y por medio de ésta a Joe, la grave obligación que tenían mis amigos de no indagar ni decir nada acerca de la persona que acababa de hacer mi fortuna. Todo se sabría a su tiempo, observé, y, mientras tanto, no había de decirse nada, a excepción de que iba a tener un espléndido porvenir gracias a una persona misteriosa. Biddy afirmó con la cabeza, muy pensativa y mirando al fuego, mientras reanudaba el trabajo, y dijo que lo recordaría muy bien. Joe, por su parte, manteniendo aún cogidas sus rodillas, dijo:
—Yo también lo recordaré, Pip.
Luego me felicitaron otra vez, y continuaron expresando tal extrañeza de que yo me convirtiese en caballero, que eso no me gustó lo más mínimo.
Imposible decir el trabajo que le costó a Biddy tratar de dar a mi hermana alguna idea de lo sucedido. Según creo, tales esfuerzos fracasaron por completo. La enferma se echó a reír y meneó la cabeza muchas veces, y hasta, imitando a Biddy, repitió las palabras «Pip» y «riqueza». Pero dudo de que comprendiese siquiera lo que decía, lo cual da a entender que no tenía ninguna confianza en la claridad de su mente.