Read Grandes esperanzas Online
Authors: Charles Dickens
—Te he dicho que no quiero ningún regalo, Joe —interrumpí.
—Pues bien —dijo Joe—. Si yo estuviese en tu lugar, Pip, tampoco pensaría en regalarle nada. Desde luego, no lo haría. ¿De qué sirve una cadena para la puerta, si la pobre señora no se acuesta nunca? Tampoco me parecen convenientes los tornillos, ni el tenedor para las tostadas. Por otra parte...
—Mi querido Joe —exclamé desesperado y agarrándome a su chaqueta—. No sigas. Te repito que jamás tuve la intención de hacer un regalo a la señorita Havisham.
—No, Pip —contestó satisfecho, como si hubiese logrado convencerme—. Te digo que tienes razón.
—Así es, Joe. Lo único que quería decirte es que, como ahora no tenemos mucho trabajo, podrías darme un permiso de medio día, mañana mismo, y así iría a la ciudad a visitar a la señorita Est... Havisham.
—Me parece —dijo Joe con gravedad— que el nombre de esta señorita no es Esthavisham, a no ser que se haya vuelto a bautizar.
—Ya lo sé, ya lo sé. Me he equivocado. Y ¿qué te parece, Joe?
Joe se manifestó conforme, pero tuvo el mayor empeño en dar a entender que si no me recibían cordialmente o no me invitaban a repetir mi visita, sino que se aceptaba tan sólo como expresión de gratitud por un favor recibido, aquel viaje no debería intentarse otra vez. Yo prometí conformarme con estas condiciones.
Joe tenía un obrero, al que pagaba semanalmente, llamado Orlick. Pretendía que su nombre de pila era Dolge, cosa imposible de toda imposibilidad, pero era tan testarudo que, según creo, no estaba engañado acerca del particular, sino que, deliberadamente, impuso este nombre a la gente del pueblo como afrenta hacia su comprensión. Era un hombre de anchos hombros, suelto de miembros, moreno, de gran fuerza, que jamás se daba prisa por nada y que siempre andaba inclinado. Parecía que nunca iba de buena gana a trabajar, sino que se inclinaba hacia el trabajo por casualidad; y cuando se dirigía a los Alegres Barqueros para cenar o se alejaba por la noche, salía inclinado como siempre, como Caín o el Judío Errante, cual si no tuviera idea del lugar a que se dirigía ni intención de regresar nunca más. Dormía en casa del guarda de las compuertas de los marjales, y en los días de trabajo salía de su ermitaje, siempre inclinado hacia el suelo, con las manos en los bolsillos y la comida metida en un pañuelo que se colgaba alrededor del cuello y que danzaba constantemente a su espalda. Durante el domingo permanecía casi siempre junto a las compuertas, entre las gavillas o junto a los graneros. Siempre andaba con los ojos fijos en el suelo, y cuando encontraba algo, o algo le obligaba a levantarlos, miraba resentido y extrañado, como si el único pensamiento que tuviera fuese el hecho extraño e injurioso de que jamás debiera pensar en nada.
Aquel triste viajero no sentía simpatía alguna por mí. Cuando yo era muy pequeño y tímido me daba a entender que el diablo vivía en un rincón oscuro de la fragua y que él conocía muy bien al mal espíritu. También me decía que era necesario, cada siete años, encender el fuego con un niño vivo y que, por lo tanto, ya podía considerarme como combustible. En cuanto fui el aprendiz de Joe, Orlick tuvo la sospecha de que algún día yo le quitaría el puesto, y, por consiguiente, aún me manifestó mayor antipatía. Desde luego, no dijo ni hizo nada, ni abiertamente dio a entender su hostilidad; sin embargo, observé que siempre procuraba despedir las chispas en mi dirección y que en cuando yo cantaba
Old Clem
, él trataba de equivocar el compás.
Dolge Orlick estaba trabajando al día siguiente, cuando yo recordé a Joe el permiso de medio día. Por el momento no dijo nada, porque él y Joe tenían entonces una pieza de hierro candente en el yunque y yo tiraba de la cadena del fuelle; pero luego, apoyándose en su martillo, dijo:
—Escuche usted, maestro. Seguramente no va a hacer un favor tan sólo a uno de nosotros. Si el joven Pip va a tener permiso de medio día, haga usted lo mismo por el viejo Orlick.
Supongo que tendría entonces veinticinco años, pero él siempre hablaba de sí mismo como si fuese un anciano.
—¿Y qué harás del medio día de fiesta, si te lo doy? —preguntó Joe.
—¿Que qué haré? ¿Qué hará él con su permiso? Haré lo mismo que él —dijo Orlick.
—Pip ha de ir a la ciudad —observó Joe.
—Pues, entonces, el viejo Orlick irá también a la ciudad —contestó él—. Dos personas pueden ir allá. No solamente puede ir él.
—No te enfades —dijo Joe.
—Me enfadaré si quiero —gruñó Orlick—. Si él va, yo también iré. Y ahora, maestro, exijo que no haya favoritismos en este taller. Sea usted hombre.
El maestro se negó a seguir tratando el asunto hasta que el obrero estuviese de mejor humor. Orlick se dirigió a la fragua, sacó una barra candente, me amenazó con ella como si quisiera atravesarme el cuerpo y hasta la paseó en torno de mi cabeza; luego la dejó sobre el yunque y empezó a martillearla con la misma saña que si me golpease a mí y las chispas fuesen gotas de mi sangre. Finalmente, cuando estuvo acalorado y el hierro frío, se apoyó nuevamente en su martillo y dijo:
—Ahora, maestro.
—¿Ya estás de buen humor? —preguntó Joe.
—Estoy perfectamente —dijo el viejo Orlick con voz gruñona.
—Teniendo en cuenta que tu trabajo es bastante bueno —dijo Joe—, vamos a tener todos medio día de fiesta.
Mi hermana había estado oyendo en silencio, en el patio, pues era muy curiosa y una espía incorregible, e inmediatamente miró al interior de la fragua a través de una de las ventanas.
—Eres un estúpido —le dijo a Joe— dando permisos a los haraganes como ése. Debes de ser muy rico para desperdiciar de este modo el dinero que pagas por jornales. No sabes lo que me gustaría ser yo el amo de ese grandullón.
—Ya sabemos que es usted muy mandona —replicó Orlick, enfurecido.
—Déjala —ordenó Joe.
—Te aseguro que sentaría muy bien la mano a todos los tontos y a todos los bribones —replicó mi hermana, empezando a enfurecerse—. Y entre ellos comprendería a tu amo, que mereceria ser el rey de los tontos. Y también te sentaría la mano a ti, que eres el gandul más puerco que hay entre este lugar y Francia. Ya lo sabes.
—Tiene usted una lengua muy larga, tía Gargery —gruñó el obrero—. Y si hemos de hablar de bribones, no podemos dejar de tenerla a usted en cuenta.
—¿Quieres dejarla en paz? —dijo Joe.
—¿Qué has dicho? —exclamó mi hermana empezando a gritar—. ¿Qué has dicho? ¿Qué acaba de decirme ese bandido de Orlick, Pip? ¿Qué se ha atrevido a decirme, cuando tengo a mi marido al lado? ¡Oh! ¡Oh! —Cada una de estas exclamaciones fue un grito, y he de observar que mi hermana, a pesar de ser la mujer más violenta que he conocido, no se dejaba arrastrar por el apasionamiento, porque deliberada y conscientemente se esforzaba en enfurecerse por grados—. ¿Qué nombre me ha dado ante el cobarde que juró defenderme? ¡Oh! ¡Contenedme! ¡Cogedme!
—Si fuese usted mi mujer —gruñó el obrero entre dientes—, ya vería lo que le hacía. Le pondría debajo de la bomba y le daría una buena ducha.
—¡Te he dicho que la dejes en paz! —repitió Joe.
—¡Dios mío! —exclamó mi hermana gritando—. ¡Y que tenga que oír estos insultos de ese Orlick! ¡En mi propia casa! ¡Yo, una mujer casada! ¡Y con mi marido al lado! ¡Oh! ¡Oh!
Aquí mi hermana, después de un ataque de gritos y de golpearse el pecho y las rodillas con las manos, se quitó el gorro y se despeinó, lo cual era indicio de que se disponía a dejarse dominar por la furia. Y como ya lo había logrado, se dirigió hacia la puerta, que yo, por fortuna, acababa de cerrar.
El pobre y desgraciado Joe, después de haber ordenado en vano al obrero que dejara en paz a su mujer, no tuvo más remedio que preguntarle por qué había insultado a su esposa y luego si era hombre para sostener sus palabras. El viejo Orlick comprendió que la situación le obligaba a arrostrar las consecuencias de sus palabras y, por consiguiente, se dispuso a defenderse; de modo que, sin tomarse siquiera el trabajo de quitarse los delantales, se lanzaron uno contra otro como dos gigantes. Pero si alguien de la vecindad era capaz de resistir largo rato a Joe, debo confesar que a ese alguien no lo conocía yo. Orlick, como si no hubiera sido más que el joven caballero pálido, se vio en seguida entre el polvo del carbón y sin mucha prisa por levantarse. Entonces Joe abrió la puerta, cogió a mi hermana, que se había desmayado al pie de la ventana (aunque, según imagino, no sin haber presenciado la pelea), la metió en la casa y la acostó, tratando de hacerle recobrar el conocimiento, pero ella no hizo más que luchar y resistirse y agarrar con fuerza el cabello de Joe. Reinaron una tranquilidad y un silencio singulares después de los alaridos; y más tarde, con la vaga sensación que siempre he relacionado con este silencio, es decir, como si fuese domingo y alguien hubiese muerto, subía la escalera para vestirme.
Al bajar encontré a Joe y a Orlick barriendo y sin otras huellas de lo sucedido que un corte en una de las aletas de la nariz de Orlick, lo cual no le adornaba ni contribuia a acentuar la expresión de su rostro. Había llegado un jarro de cerveza de
Los Tres Alegres Barqueros
, y los dos se lo estaban bebiendo apaciblemente. El silencio tuvo una influencia sedante y filosófica sobre Joe, que me siguió el camino para decirme, como observación de despedida que pudiera serme útil:
—Ya lo ves, Pip. Después del escándalo, el silencio. Ésta es la vida.
Poco importa cuáles fueron las absurdas emociones (porque creo que los sentimientos que son muy serios en un hombre resultan cómicos en un niño) que sentí al ir otra vez a casa de la señorita Havisham. Ni tampoco importa el saber cuántas veces pasé por delante de la puerta antes de decidirme a llamar, o las que pensé en alejarme sin hacerlo, o si lo habría hecho, de haberme pertenecido mi tiempo, regresando a mi casa.
Me abrió la puerta la señorita Sara Pocket. No Estella.
—¡Caramba! ¿Tú aquí otra vez? —exclamó la señorita Pocket—. ¿Qué quieres?
Cuando dije que solamente había ido a ver cómo estaba la señorita Havisham, fue evidente que Sara deliberó acerca de si me permitiría o no la entrada, pero, no atreviéndose a asumir la responsabilidad, me dejó entrar, y poco después me comunicó la seca orden de que subiera.
Nada había cambiado, y la señorita Havisham estaba sola.
—Muy bien —dijo fijando sus ojos en mí—. Espero que no deseas cosa alguna. Te advierto que no obtendrás nada.
—No me trae nada de eso, señorita Havisham —contesté—. Únicamente deseaba comunicarle que estoy siguiendo mi aprendizaje y que siento el mayor agradecimiento hacia usted.
—Bueno, bueno —exclamó moviendo los dedos con impaciencia—. Ven de vez en cuando. Ven el día de tu cumpleaños. ¡Hola! —exclamó de pronto, volviéndose y volviendo también la silla hacia mí—. Seguramente buscas a Estella, ¿verdad?
En efecto, yo había mirado alrededor de mí buscando a la joven, y por eso tartamudeé diciendo que, según esperaba, estaría bien de salud.
—Está en el extranjero —contestó la señorita Havisham—, educándose como conviene a una señora. Está lejos de tu alcance, más bonita que nunca, y todos cuantos la ven la admiran. ¿Te parece que la has perdido?
En sus palabras había tan maligno gozo y se echó a reír de un modo tan molesto, que yo no supe qué decir, pero me evitó la turbación que sentía despidiéndome. Cuando tras de mí, Sara, la de la cara de color de nuez, cerró la puerta, me sentí menos satisfecho de mi hogar y de mi oficio que en otra ocasión cualquiera. Esto es lo que gané con aquella visita.
Mientras andaba distraídamente por la calle Alta, mirando desconsolado a los escaparates y pensando en lo que compraría si yo fuese un caballero, de pronto salió el señor Wopsle de una librería. Llevaba en la mano una triste tragedia de Jorge Barnwell, en la que acababa de emplear seis peniques con la idea de arrojar cada una de sus palabras a la cabeza de Pumblechook, con quien iba a tomar el té. Pero al verme creyó sin duda que la Providencia le había puesto en su camino a un aprendiz para que fuese la víctima de su lectura. Por eso se apoderó de mí e insistió en acompañarme hasta la sala de Pumblechook, y como yo sabía que me sentiría muy desgraciado en mi casa y, además, las noches eran oscuras y el camino solitario, pensé que mejor sería ir acompañado que solo, y por eso no opuse gran resistencia. Por consiguiente, nos dirigimos a casa de Pumblechook, precisamente cuando la calle y las tiendas encendían sus luces.
Como nunca asistía a ninguna otra representación de los dramas de Jorge Barnwell, no sé, en realidad, cuánto tiempo se invierte en cada una; pero sé perfectamente que la lectura de aquella obra duró hasta las nueve y media de la noche, y cuando el señor Wopsle entró en Newgate
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creí que no llegaría a ir al cadalso, pues empezó a recitar mucho más despacio que en otro período cualquiera de su deshonrosa vida. Me pareció que el héroe del drama debería de haberse quejado de que no se le permitiera recoger los frutos de lo que había sembrado desde que empezó su vida. Esto, sin embargo, era una simple cuestión de cansancio y de extensión. Lo que me impresionó fue la identificación del drama con mi inofensiva persona. Cuando Barnwell empezó a hacer granujadas, yo me sentí benévolo, pero la indignada mirada de Pumblechook me recriminó con dureza. También Wopsle se esforzo en presentarme en el aspecto más desagradable. A la vez feroz e hipócrita, me vi obligado a asesinar a mi tío sin circunstancias atenuantes. Milwood destruía a cada momento todos mis argumentos. La hija de mi amo me manifestaba el mayor desdén, y todo lo que puedo decir en defensa de mi conducta, en la mañana fatal, es que fue la consecuencia lógica de la debilidad de mi carácter. Y aun después de haber sido felizmente ahorcado, y en cuanto Wopsle hubo cerrado el libro, Pumblechook se quedó mirándome y meneó la cabeza diciendo al mismo tiempo:
—Espero que eso te servirá de lección, muchacho.
Lo dijo como si ya fuese un hecho conocido mi deseo de asesinar a un próximo pariente, con tal que pudiera inducir a uno de ellos a tener la debilidad de convertirse en mi bienhechor.
Era ya noche cerrada cuando todo hubo terminado y cuando, en compañía del señor Wopsle, emprendí el camino hacia mi casa. En cuanto salimos de la ciudad encontramos una espesa niebla que nos calaba hasta los huesos. El farol de la barrera se divisaba vagamente; en apariencia, no brillaba en el lugar en que solía estar y sus rayos parecían substancia sólida en la niebla. Observábamos estos detalles y hablábamos de que tal vez la niebla podría desaparecer si soplaba el viento desde un cuadrante determinado de nuestros marjales, cuando nos encontramos con un hombre que andaba encorvado a sotavento de la casa de la barrera.