Gothika (26 page)

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Authors: Clara Tahoces

Tags: #Fantástico, infantil y juvenil, romántico

BOOK: Gothika
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Más tarde

¡Otra vez!

Creo que ha sido peor el remedio que la enfermedad. Me tomé una pastilla y, aunque al principio me hizo efecto y me quedé dormida, he vuelto a despertarme por su culpa. Esta vez la he sorprendido respirando sobre mi pecho. Me miraba intensamente con esa mirada felina que tanto me inquieta. Tiene unos ojos profundos, cargados de misterio, y cuando se cruzaron nuestras miradas supe que ella... estaba muerta.

Esta noche, por primera vez, he pensado que quizá no sólo forma parte de mis sueños. ¡Creo que es real! No me preguntes cómo he llegado a esta conclusión porque no lo sé. Tal vez proviene de un universo espectral y logra acceder a nuestro mundo en forma de proyección mental. Se sirve de mis sueños para llegar hasta el mundo de los vivos. Estoy fatal, lo sé, pero es lo que creo.

El médico me ha mandado unos análisis. Dice que no tengo buena cara y tiene razón. Dice que seguramente es estrés. Siempre estoy deseando que llegue el momento de meterme en la cama, pero ahora tengo miedo. Miedo de esa mujer y de sus siniestras intenciones.

A ver si consigo relajarme de una vez. Estoy taquicárdica. Tengo ganas de ir al baño, pero no me atrevo a ir sola. ¡Estoy cagada! ¿Y si está esperándome allí? Me da miedo mirarme al espejo y encontrarla detrás, observándome. Si al menos estuviera Alejo. Últimamente casi no se queda a dormir en casa y cualquiera le llama a estas horas para decirle que estoy acojonada por culpa de un sueño. Seguro que me manda a la mierda. Deben de ser cerca de las tres.

36

Aquella noche —como venía siendo costumbre desde hacía muchos años— Analisa había salido a cobrarse una nueva víctima. A pesar del tiempo transcurrido, la no-muerta aún no se había acostumbrado a ello. Todavía sentía pudor ante sí misma. Aunque se lo planteaba como una cuestión de supervivencia, el hecho de elegir a una víctima inocente para alimentarse de su sangre le suponía un grave problema de conciencia, aun cuando supiera que ella misma era otra víctima más de las circunstancias. No se le había permitido escoger su situación ni había tenido la opción de solicitar clemencia ante nadie, y sospechaba que a la propia Emersinda le había sucedido lo mismo.

A veces la no-muerta prefería no albergar sentimientos tan humanos. Pensaba que si se dejaba dominar por completo por la
bestia
no experimentaría ese profundo tormento cada vez que acababa con la vida de una persona. Aquellos remordimientos la hacían sentirse un ser desalmado y cruel. Sin embargo, paradójicamente, Analisa rogaba cada día que pasaba por no perder por completo su capacidad de emocionarse y sus sentimientos humanos, porque lo que de verdad temía era terminar transformandose en un animal voraz que sólo se mueve por instintos, incapaz de derramar una lágrima por sus semejantes.

Analisa ignoraba de dónde procedía aquella fuente de maldad, la fuente primigenia, la Madre de todos los seres que vivían a costa de succionar la sangre a los vivos. Aunque hasta la fecha no había tenido ocasión de encontrarse con otros de su especie, cada vez estaba más segura de que no era la única que soportaba día tras día aquella larga penitencia. Alguien tenía que haber transmitido la maldición a Emersinda, una suerte de Madre de la Noche que se perdía en las fronteras del tiempo, creadora de todas aquellas criaturas y cuya maternidad llevaba impresa la condena de la eternidad. Tal vez sus suposiciones sólo eran parte de una fantasía elaborada por la no-muerta para poder justificar y soportar su paso por este mundo, pero hasta los vampiros necesitan «algo» en lo que creer y Analisa, en este sentido, no era una excepción.

Sin embargo, la posible existencia de esa Madre de la Noche, de esa creadora voraz y despiadada, no representaba un alivio para ella. Más bien todo lo contrario; eso sí, conllevaba un aliciente para seguir viviendo en las sombras, encerraba una lucha por averiguar su paradero para destruirla, para desterrarla de la faz de la Tierra. Así había creado a sus hijos y así habían crecido, deseando la total destrucción de la perversidad que encerraba su propia Madre, la dadora de la sed eterna.

Analisa suponía que con el paso del tiempo los hijos de la noche habrían sufrido transformaciones. Se habrían vuelto más ágiles, más fuertes y, sobre todo, más adaptables ante situaciones como la presencia de la temida luz. Ella misma había sido capaz de vencerla y, paradójicamente, la claridad se había transformado en su mejor aliada, pues nadie imaginaba que algunos de estos seres de la noche eran capaces de campar a sus anchas a plena luz del día, lo cual los convertía en criaturas todavía mucho más peligrosas y dañinas. Si ya no se podía estar protegido ni de día, ¿qué cabía esperar de la noche?

La no-muerta estaba convencida de que si existían más hermanos-vampiros ninguno de ellos querría ver con vida a la Madre. Incluso existía la posibilidad de que ésta ya hubiera sido arrancada del suelo, igual que se hacía con las malas hierbas. Pero también era factible que la Madre hubiera sobrevivido al feroz ataque de sus sangrientos retoños. En este caso, Analisa no quería ni imaginar cuan inmenso podría llegar a ser su poder.

Ensimismada como se encontraba, Analisa no advirtió que aquella noche tenía compañía. Alguien la espiaba entre la bruma. Estaba más centrada en seguir a aquel hombre que acababa de abandonar una de las tabernas del puerto. Iba tambaleándose, así que —aunque era mucho más alto y fornido que ella— concluyó que no tendría grandes dificultades para abordarle en el momento oportuno. Cuando la no-muerta estimó que había llegado la hora de atacar, lo empujó hacia un callejón, lo redujo con precisión felina e hincó sus dientes en la garganta del infortunado.

Una vez que había saciado a la
bestia,
la no-muerta volvió a recobrar sus capacidades extrasensoriales, que hasta ese momento habían permanecido pendientes de su alimentación. Entonces reparó en la presencia de un intruso, de alguien que había contemplado toda aquella escena arropado por la oscuridad. Muy a su pesar, y aunque la
bestia
ya no reclamara más sangre por esa noche, no podía dejar escapar con vida a la persona que había osado seguir sus pasos. Y no podía hacerlo porque estaba segura de que la había visto actuar y de que, por tanto, se había convertido en una amenaza para su supervivencia.

No resultó muy difícil darle caza, pero justo cuando se disponía a terminar con su vida, vio de quién se trataba y no tuvo más remedio que detenerse: ¡era Jeromín!

—¿Por qué has tenido que seguirme? —se lamentó Analisa.

—Creí que yendo sola de noche alguien podría hacerte daño. ¡Sólo quería protegerte!

—Sus labios y su rostro estaban manchados por la culpa del delito y sus ojos, inyectados en sangre.

—No necesito protección. Eres tú quien precisa protegerse... de mí. ¿Es que no te das cuenta de lo que has hecho? Lo has estropeado todo.

—No contaré nada a nadie.

—No es suficiente, Jeromín. Ahora ya sabes lo que soy y sólo me quedan dos opciones: matarte o dejarte marchar. Y escojo la segunda. ¡Vete! ¡Vete lo más lejos que puedas!

—No quiero irme. Me da igual lo que seas. Tú eres buena conmigo y te quiero.

—Márchate antes de que la
bestia
que llevo dentro me obligue a cambiar de opinión.

—No sé por qué has hecho eso, pero no te tengo miedo. Sé que tú nunca me harías daño.

—Pues te equivocas, Jeromín. No sabes nada sobre mí. Ahora puedo dejarte marchar porque acabo de comer y la
bestia
ha vuelto a dormirse, pero no puedo asegurarte que en otras circunstancias no te hiciera lo mismo que acabo de hacerle a ese pobre desgraciado —dijo la no-muerta señalando el cuerpo sin vida que permanecía tirado en el suelo junto a sus pies.

Jeromín habló presa de la inocencia o quizá de la inconsciencia. No parecía entender bien la situación que Analisa acababa de plantearle.

—Me da igual. No sé quién eres ni por qué necesitas hacer eso, pero no pienso marcharme —dijo con voz gangosa.

—¿Es que no lo entiendes? Si necesito sangre, no dudaré en matarte.

—No me importa. Nadie me ha tratado tan bien como tú. No quiero separarme de ti.

—A mi lado corres un gran peligro.

—Siempre he sido un desgraciado al que todos han maltratado. Contigo soy feliz.

—¡Vámonos! Aquí pueden vernos. A partir de ahora deberemos extremar todas las precauciones.

A Jeromín no le costó demasiado acostumbrarse a su nueva vida al lado de Analisa. Junto a ella tenía asegurado calor «humano», un lugar en el que pernoctar y abundante comida. Eso era todo cuanto podía desear. Sin embargo, la nueva situación requería prudencia y aquélla no era una de las virtudes del muchacho. Por este motivo, Analisa temía que en algún instante no pudiera soportar más su forma de vida y terminara por echarlo todo a perder. Le había instruido, en la medida de lo posible, sobre lo que podía y lo que no podía ir contando por ahí. Asimismo, le había prohibido que volviera a seguirla durante sus salidas nocturnas. No quería ser un mal ejemplo para el chico ni deseaba que éste llegara a sentir horror ante sus acciones.

Jeromín insistía en ayudarla sin importarle lo más mínimo ser transformado para ese fin. Pero la no-muerta se negaba. No podía permitir que por su culpa un alma pura acabara por corromperse. No estaba dispuesta a dejar «discípulos» ni a convertirlo en algo que ella odiaba con todas sus fuerzas.

—No soy un modelo a imitar. A ver cuándo te entra en la cabeza.

—Sólo quiero ayudarte.

—Me ayudas más si te mantienes al margen de esta parcela de mi vida.

—¿Por qué no quieres que sea como tú?

—Porque te quiero, Jeromín. No puedes imaginar lo terrible que es ser así. Daría cualquier cosa por no ser de esta manera. Yo estoy condenada y tú eres libre. No debes despreciar lo que la vida te ha dado.

—Hasta ahora la vida no me ha tratado muy bien.

—Es posible que ahora no seas capaz de ver más allá, pero créeme cuando te digo que la edad te ayuda a comprender lo que significa el paso por esta vida. Aunque, desgraciadamente, no es mi caso, sólo el tiempo nos muestra lo afortunados que somos por haber tenido la oportunidad de haber vivido como mortales.

El joven no comprendía muchas de las cosas que Analisa solía explicarle. Ella se daba cuenta de sus limitaciones, pero seguía hablándole como lo habría hecho con cualquier otra persona. Había comprendido que la discapacidad que arrastraba Jeromín no era tan grande como en un principio había supuesto. La no-muerta se había percatado de que con un poco de amor y atención el joven era capaz de soltarse y de avanzar en su aprendizaje. Sospechaba que la vida marginal a la que se había visto sometido había impedido que mejoraran sus conocimientos, su manera de expresarse y su capacidad afectiva.

—Quédate en la cama, Jeromín —le dijo Analisa dándole un beso de buenas noches—. Te prometo que cuando despiertes ya estaré de vuelta para prepararte el desayuno.

—¿Y me contarás un cuento sobre
Carlota?

—Así lo haré.

37

Nunca habría imaginado encontrarla justo allí. Pero sí, desde luego era ella, la joven que había conocido en The Gargoyle. Desde que la vio en el local noches atrás había sido incapaz de olvidarla. Sólo la presencia invisible de Alejandra Kramer parecía interponerse de manera intermitente entre ambos. Su brutal y extraña muerte le obsesionaba día y noche. Por eso se había volcado en la búsqueda de un trabajo, para mantener su recuerdo lo más lejos posible, si bien hasta la fecha no había tenido suerte ni con lo uno ni con lo otro.

Las cosas en casa de Alejo tampoco marchaban bien.

Algo inesperado le había ocurrido a su anfitrión. Darío estaba seguro de ello, pero ignoraba de qué se trataba. Sospechaba que su hermana y él estaban a punto de romper su relación o que tal vez habían sucedido cosas desagradables entre ellos. Su hermana tampoco parecía ser la misma de siempre y, aunque le había preguntado, ella se negaba a hablar del tema y se comportaba de manera misteriosa y esquiva. Parecía francamente asustada. ¿Pero de qué podía estarlo? Su hermana era una mujer luchadora y decidida. Siempre había sobreprotegido a Darío frente a toda suerte de adversidades y ahora era ella la que necesitaba ser guarecida contra un peligro tan indefinido como invisible, un peligro sobre el cual Darío no sabía absolutamente nada. Sin embargo, al igual que Silvia había cuidado de su hermano durante toda su vida, ahora que la veía más vulnerable que nunca quería ser él quien hiciera lo propio.

Alejo cada vez pasaba menos tiempo en casa y por las noches se marchaba solo sin dar explicación alguna. A juzgar por su vestimenta, debía de frecuentar los locales góticos, aquéllos en los que se suponía que no conocía a nadie, excepto a Darío y a los amigos de éste, y no regresaba hasta bien entrada la mañana. «¿Con quién comparte ese tiempo?», se preguntaba el joven. Sabía que no era con su hermana.

El aspirante a escritor se había vuelto huraño, desconfiado e irritable, y lo que era aún peor: había dejado patente que estaba harto de la presencia de Darío en su casa. Ya no estaba interesado en que su invitado se quedara con él, pero quizá le faltaba el arrojo suficiente para decírselo a la cara.

Ésos eran los principales motivos que habían conducido a Darío a buscar trabajo en el tanatorio de la M-30. Había tocado cuantos palos estaban a su alcance, pero siempre era rechazado. El joven creía que todo obedecía a su aspecto, pero la verdad era mucho más cruel y tenía que ver con el hecho de que no poseía estudios de ninguna clase, ni tampoco experiencia demostrable. Si a todo ello se sumaba su presencia lúgubre, no era de extrañar que nadie mostrara el más remoto interés en tenerlo como empleado.

Darío pensó que uno de los pocos lugares en los que podrían apreciar su sobria vestimenta era el tanatorio, pero ni tan siquiera allí le habían permitido abrir la boca. Darío había sido rechazado con un rotundo «no hay vacantes».

El joven se maldecía por su mala fortuna cuando, de repente, la vio. Era ella. De eso no cabía duda. Pero estaba cambiada. Su aspecto parecía tan diferente, tan normal, que dudó antes de acercarse a saludarla.

—¿Darky? —preguntó confundido.

Violeta dibujaba con disimulo una escena real que se desarrollaba frente a sus ojos. Se trataba del traslado de un féretro a una de las capillas ardientes. La familia del difunto lo seguía envuelta en desconsuelo y lágrimas. Al escuchar su nombre se giró sobresaltada.

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