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Si la gente es capaz de nadar ahora tan rápidamente y tanto tiempo como las focas, ¿qué les impide nadar todo el camino de vuelta hasta el continente, de donde vinieron otrora sus ancestros? Respuesta: nada.
Muchos lo han intentado y lo intentarán durante los períodos de escasez de pescado o de superpoblación. Pero la bacteria que devora los huevos humanos siempre está allí para darles la bienvenida.
Baste eso en cuanto a la exploración.
Además, hay tanta paz aquí. ¿Por qué alguien querría vivir en el continente? Cada una de estas islas se ha convertido en un sitio ideal para la crianza de los hijos, con cocoteros ondulantes, amplias playas blancas y limpias lagunas azules.
Y la gente es tan inocente y tranquila ahora, todo porque la evolución les quitó las manos.
Dijo Mandarax:
A obras de esfuerzo o de habilidad
me dedicaría de buen grado.
Satán siempre encuentra ocupación
para la ociosa mano.
Isaac Watts (1674-1748)
Y había ese piloto peruano hace un millón de años, un joven teniente coronel que conducía su bombardero de jirón a jirón de materia finamente dividida en el borde mismo de la atmósfera del planeta. Su nombre era Guillermo Reyes, y podía sobrevivir a esa altura porque había inflado el traje y el casco con una atmósfera artificial. La gente era entonces tan maravillosa que convertía en realidad sueños imposibles.
El coronel Reyes había discutido con un colega, sin llegar a ninguna conclusión, sobre si había algo mejor que el contacto sexual. Se comunicaba ahora por radio con el mismo camarada que había regresado a la base aérea en Perú, y que le comunicaría el momento preciso en que Perú estuviera oficialmente en guerra con Ecuador.
El coronel Reyes ya había activado el cerebro de la terrible arma autodirigida que colgaba bajo el aeroplano. La bomba conoció entonces por vez primera el sabor de la vida, pero estaba ya locamente enamorada de la antena de radar sobre la torre de control del Aeropuerto Internacional de Guayaquil, un legítimo blanco militar, pues Ecuador guardaba allí diez de sus aviones de combate. Esta asombrosa enamorada del radar bajo el avión del coronel era como las grandes tortugas terrestres de las Islas Galápagos: tenía todo el alimento que necesitaba dentro del caparazón.
Llegó pues el aviso de que era el momento de soltarla.
De modo que la soltó.
El amigo de tierra le preguntó qué sensación producía liberar una cosa semejante. El coronel Reyes contestó que había descubierto por fin algo más divertido que el contacto sexual.
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Los sentimientos del joven coronel en ese momento de liberación tuvieron que haber sido trascendentales, productos exclusivos de su voluminoso cerebro, pues el avión no se estremeció, no derrapó, ni subió o bajó de súbito cuando el cohete partió a consumar su aventura amorosa. Continuó exactamente como antes; el piloto automático compensó instantáneamente el cambio súbito que había habido en el peso y en la aerodinámica del avión.
En cuanto a los efectos de la liberación visibles para Reyes: el cohete estaba a demasiada altura como para dejar un rastro de vapor, de modo que, para Reyes, fue una vara que pronto se redujo a un punto y luego a una mota y luego a nada. Se desvaneció tan deprisa, que era difícil creer que hubiera existido alguna vez.
Y eso fue todo.
El único residuo del acontecimiento en la estratosfera tuvo que quedar en el voluminoso cerebro de Reyes o en ninguna parte.
Se sentía feliz. Se sentía humilde. Se sentía maravillado. Se sentía vaciado hasta la última gota.
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Reyes no estaba loco porque sintiera que lo que había hecho era análogo al desempeño de un macho en el acto sexual. Una computadora sobre la que no tenía ningún dominio, una vez puesta en marcha, había determinado el momento exacto del disparo, y había dictado instrucciones precisas a la maquinaria que lanzaría el cohete, sin necesidad de que el coronel interviniera. Por su parte poco sabía él sobre cómo funcionaba la maquinaria. Ése era conocimiento para los especialistas. En la guerra, como en el amor, él era un aventurero audaz e irresponsable.
El lanzamiento del misil, en verdad, virtualmente no se distinguía del papel de los animales machos en el proceso reproductor.
Podía contarse con que el coronel lo hiciera: entregar al instante la mercancía.
Sí, y la vara que tan pronto se convirtió en punto y luego en mota y luego en nada era ahora responsabilidad de algún otro. Desde ese momento todo ocurriría en el extremo receptor.
Había llevado a cabo su parte. Se sentiría dulcemente adormilado ahora; y complacido y orgulloso.
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Temo estar dando una falsa impresión con mi historia, pues unos pocos de sus personajes estaban realmente locos, y quizá se crea que hace un millón de años todo el mundo estaba loco. No era ése el caso. Lo repito: no era ése el caso.
Casi todo el mundo era cuerdo entonces, y de buen grado concedo a Reyes este difundido encomio. Una vez más, el gran problema no era la locura, sino el cerebro de la gente: demasiado grande y demasiado mentiroso, y por tanto poco práctico.
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Ningún ser humano podía atribuirse él solo el mérito de haber creado ese cohete, que iba a funcionar con tanta perfección. Era el logro colectivo de todos los que habían concentrado los voluminosos cerebros en el problema de cómo capturar y comprimir la difusa violencia de que es capaz la naturaleza, y arrojarla en paquetes relativamente pequeños sobre el enemigo.
Yo mismo tuve en Vietnam algunas experiencias muy personales acerca de esos sueños que se hacen realidad, es decir, morteros, granadas de mano y artillería. La naturaleza nunca hubiera podido ser tan destructiva en espacios tan pequeños sin ayuda de la humanidad.
He contado ya el episodio sobre la vieja a la que maté con una granada de mano. Podría contar otros muchos, pero ninguna explosión que yo haya visto, o haya oído, puede compararse con lo que sucedió cuando el cohete peruano metió la punta de la nariz, la parte de su cuerpo más dotada de terminaciones nerviosas expuestas, en la antena del radar ecuatoriano.
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Nadie se interesa hoy por la escultura. ¿Quién podría manejar un cincel o un soplete con las aletas o la boca?
Si hubiera un monumento aquí en las islas, sin embargo, que celebrara un acontecimiento clave del pasado, este motivo sería muy bueno: el momento del apareamiento, justo antes de la explosión, entre ese cohete y la antena de radar.
En el plinto de lava de debajo se podrían grabar estas palabras, expresando los sentimientos de todos los que intervinieron en el diseño, la manufactura, la venta, la adquisición y el lanzamiento del cohete, y de todos aquellos para quienes los altos explosivos eran una rama de la industria del entretenimiento:
Es una consumación
devotamente deseada.
William Shakespeare (1564-1616)
Veinte minutos antes que el cohete diera ese beso a la francesa al disco del radar, el capitán Adolf von Kleist llegó a la conclusión de que el peligro había pasado y que podía bajar del puesto de guardia en la cofa del palo mayor. Habían limpiado el barco, que ahora tenía aún menos comodidades y elementos de navegación que los que había tenido el buque de Su Majestad, el
Beagle,
cuando ese bravo pequeño velero de madera inició su viaje alrededor del mundo el 27 de diciembre de 1831. El
Beagle
había tenido una brújula cuando menos, y un sextante, y navegantes capaces de determinar con bastante exactitud la posición de un barco en el mecanismo de relojería del universo gracias al conocimiento que tenían de las estrellas. Y el
Beagle,
además, había tenido lámparas de aceite para iluminar la noche, y hamacas para los marineros y colchones y almohadas para los oficiales. En cambio, todo el que estuviera decidido a pasar una noche en el
Bahía de Darwin
tendría que reposar la fatigada cabeza en el acero desnudo o, quizá, imitar a Hisako Hiroguchi, que cuando ya no podía mantener los ojos abiertos se sentaba sobre la tapa del inodoro en el lavabo del salón principal y apoyaba la cabeza en los brazos plegados sobre la palangana.
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He comparado la multitud frente al hotel con una marejada cuya cresta pasó una vez junto al autobús. Diría que la gente en el muelle se parecía más a un tornado. Ahora esa multitud arremolinada se trasladaba tierra adentro a la luz del crepúsculo, y se alimentaba de sí misma, pues se había convertido en gente a la que valía la pena robar; cargaban langostas, vino, artefactos electrónicos, cortinas, percheros, cigarrillos, sillas, alfombras enrolladas, toallas, colchas, etcétera.
De modo que el capitán bajó del mástil. La escala de cuerdas le lastimaba los pies desnudos y delicados. No había nadie en el barco ni en el muelle, según parecía. Fue primero a su camarote, pues sólo llevaba puestos los calzoncillos. Allí apretó el botón de la luz, pero no ocurrió nada… Todas las bombillas habían desaparecido.
De cualquier modo había electricidad, pues las baterías aún estaban abajo, en la sala de máquinas. La cosa fue así: los ladrones de bombillas habían oscurecido la sala de máquinas antes de intentar robar las baterías, los generadores y los motores. En cierto sentido, y sin saberlo, habían hecho a la humanidad un gran favor. Gracias a ellos el barco aún podía navegar. Sin instrumentos, era tan ciego como Selena MacIntosh; pero no había otro barco más rápido en esa parte del mundo, capaz de hendir el agua a toda velocidad durante veinte días sin renovar el combustible, si nada iba mal en la sala de máquinas, oscura como el alquitrán.
Tal como ocurrieron las cosas, sin embargo, al cabo de sólo cinco días de navegación algo anduvo muy mal en la sala de máquinas, oscura como el alquitrán.
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El capitán, por cierto, no tenía intenciones de hacerse a la mar mientras buscaba a tientas alguna ropa con que cubrirse. No había allí ni siquiera un pañuelo o un trozo de tela para lavarse. Conoció entonces por primera vez el sabor de la carencia textil, que en ese momento era sólo una molestia, pero que sería un grave problema durante los treinta años de vida que aún tenía por delante. Sencillamente no habría más telas o paños para protegerse del sol durante el día y del frío durante la noche. ¡Cuánto habrían de envidiar, él y el resto de los primeros colonos, a la joven Akiko, hija de Hisako, que había nacido con abrigo de pieles!
Todo el mundo, menos Akiko, hasta que ella misma tuvo hijos peludos, tendría que usar durante el día capas y sombreros frágiles, hechos de plumas, unidas por tripas de pescado.
Dijo al contrario Mandarax:
El hombre es un bípedo implume.
Platón (¿427?-347 a.C.)
El capitán conservó la calma mientras registraba la cabina. La ducha estaba goteando y la cerró. Eso era capaz de hacerlo correctamente. Hasta allí podía guardar la compostura. Como ya he dicho, aún tenía en el estómago la última comida. Aunque más importante para la paz de su ánimo era que nadie lo tenía en cuenta. La mayoría de los que habían saqueado el barco tenían muchos parientes necesitados, que empezaban a revolver los ojos, palmearse el vientre y señalarse la garganta como las niñas kanka-bonas.
El capitán conservaba todavía su famoso sentido del humor, y podía permitírselo. ¿En nombre de quién habría de fingir ahora que la vida era un asunto serio? La gente se había llevado todo, hasta las ratas. Pero nunca había habido ratas en el
Bahía de Darwin,
lo que fue otro golpe de suerte para la humanidad. Si las ratas hubieran estado a bordo con los primeros colonizadores humanos de Santa Rosalía, en poco más o menos de seis meses, no habría habido nada que la gente pudiera comer.
Y luego, después de haber devorado al resto de la gente y de devorarse entre sí, también ellas habrían muerto.
Dijo Mandarax:
¡Ratas!
Pelearon con los perros y mataron los gatos,
y mordieron al niño que dormía en la cuna,
y comieron el queso en la despensa,
y sorbieron la sopa del cucharón del cocinero.
Rajaron los barriles de arenques ahumados,
anidaron en las chisteras de los domingos,
y aun estropearon las charlas de las mujeres,
ahogando sus palabras
con chirridos y chillidos
en cincuenta diferentes bemoles y sostenidos.
Robert Browning (1812-1889)
Los hábiles dedos del capitán, que tanteaban la bombilla apagada, se toparon con lo que resultó ser media botella de coñac escondida sobre el tanque del inodoro. Ésta era la última botella de nada que quedaba todavía en el barco, y contenía la última sustancia que pudiera encontrarse, de proa a popa y de la punta del mástil a la quilla, que un ser humano pudiera metabolizar. Excluyo, por supuesto, la posibilidad de canibalismo. No tengo en cuenta el hecho de que el capitán era perfectamente comestible.
Y en el momento en que los dedos del capitán aferraban con firmeza el cuello de la botella, algo grande y fuerte daba un autoritario topetazo al
Bahía de Darwin.
Además se oían voces masculinas que venían de la cubierta de botes, más abajo. La cosa era así: la tripulación del remolcador que había descargado combustible y alimentos en el carguero colombiano
San Mateo,
estaba por llevarse a remolque los dos botes salvavidas del
Bahía de Darwin.
Habían soltado la amarra de proa y el remolcador estaba empujando la proa del barco hacia el estuario, para poder bajar al agua el bote salvavidas de estribor.
De modo que el barco sólo estaba desposado con el continente de América del Sur por una única amarra en la popa. Poéticamente hablando, esa amarra de popa es el cordón umbilical de nylon blanco de toda la moderna humanidad.
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El capitán pudo haber sido también mi colega fantasma en el
Bahía de Darwin.
Los hombres que se llevaron los botes salvavidas nunca sospecharon que hubiera otra alma a bordo.
Otra vez solo, exceptuándome a mí, procedió a emborracharse. ¿Qué podría importar ahora? El remolcador, seguido por un par de obedientes botes salvavidas, había desaparecido corriente arriba. El
San Mateo,
enteramente iluminado como un árbol de Navidad, y con la antena de radar girando sobre el puente, había desaparecido corriente abajo, de manera que ahora el capitán podía gritar lo que le viniera en gana desde el puente de mando, sin atraer atenciones indeseables. Con la mano sobre el timón, gritó al anochecer estrellado: