Es ésta una disposición de las cosas mucho más agradable para todo el mundo.
La gente sigue matando peces, sin embargo, y cuando el pescado escasea siguen comiendo pájaros bobos, que a su vez siguen sin tener miedo a la gente.
Podría quedarme aquí otro millón de años y todo ese tiempo, estoy seguro, no bastaría para que los pájaros bobos llegaran a entender que la gente es peligrosa. Sí, y como ya he dicho, todavía bailan y bailan en la época de apareamiento.
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Esa noche la gente celebró una verdadera fiesta en el
Bahía de Darwin.
Comieron en la cubierta principal, y la misma cubierta principal sirvió de fuente, y el capitán fue el
chef.
Hubo iguanas de tierra asadas rellenas con carne picada de cangrejo y de pinzón. Hubo pájaros bobos asados rellenos con sus propios huevos y bañados en grasa de pingüino derretida. Todo era absolutamente delicioso. La gente se sentía de nuevo feliz.
Y a la mañana siguiente, con las primeras luces, el capitán y Mary bajaron otra vez a tierra y llevaron con ellos a las niñas kanka-bonas. Todos mataron y mataron y arrastraron cadáveres y más cadáveres, hasta que además del cuerpo de James Wait, el refrigerador del barco contuvo aves, iguanas y huevos suficientes como para un mes si fuera necesario. Ahora no sólo tenían combustible y agua en abundancia, sino una cantidad inagotable de comida, y buena comida, por añadidura.
Luego el capitán pondría en funcionamiento los motores. Llevaría el barco hacia el este a la velocidad máxima. No había nada que le impidiera topar con América del Sur o América Central, o América del Norte, le dijo el capitán a Mary, recuperado el sentido del humor, «…a no ser que tengamos la desdicha de pasar por el canal de Panamá. Pero si lo atravesamos, puedo garantizarle que poco a poco llegaremos a Europa o África».
De modo que él rió y ella rió también. Todo saldría bien al fin y al cabo. Pero no fue posible poner en marcha los motores.
Por el tiempo en que el
Bahía de Darwin
se deslizó bajo la mortal calma del océano, en septiembre de 1996, todo el mundo salvo el capitán lo llamaba por el mote que le había dado Mary, «el
Persiana de Rollo Galopante».
Este nombre peyorativo había sido tomado de una canción que aprendió Mary de Mandarax, que era como sigue:
Buen barco para un largo viaje oceánico,
el Persiana de Rollo Galopante.
No había tormenta que lo acobardara,
o perturbara al comandante.
El hombre del timón nunca tenía en cuenta
los golpes y los tumbos,
y a veces, parecía, después de la tormenta,
que la había pasado durmiendo en la litera.
Charles Carryl (1842-1920)
Hisako Hiroguchi y su hija peluda Akiko y Selena MacIntosh, todas lo llamaban «el
Persiana de Rollo Galopante»,
y también lo llamaban así las mujeres kanka-bonas, a las que les encantaba el sonido de las palabras aunque no entendieran el significado. Y cuando las mujeres kanka-bonas tuvieron hijos, cosa que no habían hecho todavía, les enseñaron que ellos mismos habían llegado desde el continente en un barco mágico ya desaparecido, llamado «el
Persiana de Rollo Galopante».
Akiko, que hablaba con fluidez el kanka-bono tanto como el inglés y el japonés, y la única que no era kanka-bona y podía conversar con las kanka-bonas, no encontró nunca una manera satisfactoria de traducir esto al kanka-bono: «el
Persiana de Rollo Galopante».
Las kanka-bonas no eran más capaces de entenderlo y entender su cómica intención que una persona moderna, si yo le susurrara al oído mientras se asoleaba en una playa de arena blanca junto a una laguna azul: «el
Persiana de Rollo Galopante».
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Fue poco después que el
Persiana de Rollo Galopante
se hundiera en el mar cuando Mary empezó su programa de inseminación. Tenía por entonces sesenta y un años. Era la única compañera de sexo del capitán, que tenía sesenta y seis y cuyo impulso sexual no era ya tan urgente. Y estaba por lo demás decidido a no reproducirse, pues todavía era posible que transmitiese el corea de Huntington. Era además racista, y no se sentía para nada atraído por Hisako o su hija peluda, y menos todavía por las mujeres indias, que en última instancia serían las madres de sus hijos.
Recordad: esta gente esperaba ser rescatada en cualquier momento y no tenían modo de saber que eran la última esperanza de la humanidad. De manera que se empeñaban en prácticas sexuales simplemente con el fin de pasar el tiempo de modo placentero, o para calmar un escozor, o para quedar adormecido, o lo que queráis. De acuerdo con los datos de que disponían, reproducirse habría sido un acto irresponsable, pues Santa Rosalía no era sitio para criar niños y además, los niños harían más escasas las reservas de alimentos.
Mary lo consideró así tanto como el que más antes que el
Persiana de Rollo Galopante
fuera a reunirse con la flota ecuatoriana de submarinos: el nacimiento de un niño sería una tragedia.
El alma de Mary seguía considerándolo así, pero su voluminoso cerebro empezó a preguntarse, ociosamente, como para no atormentarla, si el esperma que el capitán le inyectaba unas dos veces al mes no podría transferirse de algún modo a una mujer fértil y así, ¡eh, presto!, obtener una preñez. Akiko, que sólo tenía diez años por entonces, no ovulaba todavía. Pero sí por cierto las mujeres kanka-bonas, que tenían de quince a dieciocho años.
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El voluminoso cerebro de Mary le dijo lo que ella había dicho tantas veces a sus alumnos: que no había mal alguno y posiblemente mucho bien, en que la gente jugara con toda clase de ideas, por imposibles o poco prácticas o directamente insanas que pudieran parecer. Se aseguró a sí misma, allí en Santa Rosalía, como antes había asegurado a los adolescentes de Ilium, que los juegos mentales aun con las ideas más baladíes habían conducido a muchos de los más significativos descubrimientos científicos de lo que ella, hace un millón de años, llamaba «tiempos modernos».
Consultó a Mandarax acerca de la curiosidad. Dijo Mandarax:
La curiosidad es una de las características permanentes y seguras de una mente vigorosa.
Samuel Johnson (1709-1784)
Lo que Mandarax no le dijo, y lo que el voluminoso cerebro por cierto tampoco le diría, era que si se le había ocurrido la idea de un nuevo experimento, con un posible feliz resultado, el voluminoso cerebro no la dejaría tranquila mientras no llevara a cabo ese experimento.
Ése, se me ocurre, era el aspecto más diabólico de los viejos cerebros voluminosos. Solían decir a sus propietarios, en efecto: «He aquí una locura que quizá podríamos hacer. Nunca la haremos, por supuesto, pero resulta divertido pensarlo».
Y entonces, como en estado de trance, la gente realmente lo hacía: obligaban a los esclavos a que lucharan a muerte entre ellos en la arena del Coliseo, o quemaban viva a la gente en la plaza pública por tener opiniones localmente impopulares, o edificaban fábricas cuyo único propósito era matar grandes cantidades de gente, o volaban ciudades enteras, etcétera.
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En algún sitio de Mandarax tenía que haber habido, pero no la había, una advertencia en este sentido: «En esta era de cerebros voluminosos, todo lo que pueda hacerse se hará; de modo que atención, y a ponerse a salvo».
Lo más parecido que Mandarax pudo llegar a decir era una cita de Thomas Carlyle (1795-1881):
La duda, de cualquier especie, sólo puede terminar en la Acción.
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Las dudas de Mary, que se preguntaba si una mujer podía ser fecundada por otra en una isla desierta y sin ninguna ayuda técnica, la llevaron a la acción. En un estado casi de trance se encontró visitando el campamento de las mujeres kanka-bonas al otro lado del volcán, en compañía de Akiko para que le sirviera de intérprete.
Y ahora me sorprendo recordando a mi padre cuando todavía estaba vivo, cuando todavía era un pobre escribidor en Cohoes. Tenía siempre la esperanza de vender algo para el cine, y así no necesitaría recurrir a trabajos irregulares, y podría contratar una cocinera y una señora que se encargara de la limpieza.
Pero por mucho que deseara vender una historia para el cine, las escenas cruciales de sus cuentos y novelas eran acontecimientos que nadie en sus cabales pretendería jamás trasladar al cine; no si quería que la película fuera popular.
De modo que me encuentro ahora contando una historia cuya escena crucial nunca hubiera sido incluida en una película popular de hace un millón de años. En ella Mary Hepburn, como si estuviera hipnotizada, hunde el dedo índice dentro de ella misma y luego dentro de una mujer kanka-bona de dieciocho años, fecundándola.
A Mary se le ocurrió luego un chiste a propósito de las libertades apresuradas, inexplicables, irresponsables, sencillamente enloquecidas que se había tomado con los cuerpos no sólo de una sino de todas las adolescentes kanka-bonas. Ya no se hablaba, sin embargo, con el único que habría entendido el chiste, que era el capitán, de modo que tuvo que guardárselo para ella. El chiste, si hubiera sido articulado, habría sido algo así:
«Si esto se me hubiera ocurrido cuando todavía enseñaba en la escuela secundaria de Ilium, ahora estaría en una bonita prisión neoyorquina para mujeres, y no en Santa Rosalía, una isla abandonada de la mano de Dios.»
Cuando el barco se hundió, se llevó consigo los huesos de James Wait, mezclados en el suelo de la despensa de carne junto con los huesos de reptiles y aves de especies que todavía sobreviven. Sólo los huesos como los de Wait carecen hoy de un vestido de carne.
Eran los huesos de alguna especie de antropoide macho, evidentemente, que andaba erguido y tenía un cerebro de extraordinario volumen cuyo propósito (puede uno conjeturar) era gobernar un par de manos maravillosamente articuladas. Quizás había domesticado el fuego. Quizás había utilizado herramientas.
Quizás había tenido un vocabulario de doce palabras o aún más.
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Cuando el barco se hundió, el capitán era el único que tenía barba en la isla. Un año después, nacería su hijo Kamikaze. Trece años después, la isla contaría con una segunda barba, la barba de Kamikaze.
Dijo Mandarax:
Dijo un viejo con una barba
«Justo esto me preocupaba:
Dos búhos y una gallina,
cuatro alondras y una avutarda,
han hecho nido en mi barba.»
Edward Lear (1812-1888)
Por el tiempo en que el barco se hundió, cuando la colonia contaba diez años, el capitán se había convertido en una persona muy aburrida, con poco en qué pensar, con poco que hacer. Pasaba mucho tiempo cerca de la única reserva de agua de la isla, una fuente en la base del cráter. Cuando la gente iba en busca de agua, el capitán la recibía como si fuera el amable y comprensivo dueño de la fuente, su asistente y conservador. Aún comunicaba a las kanka-bonas, que no entendían una palabra, el estado en que se encontraba la fuente ese día, definiendo cómo manaba desde una grieta en la roca: «…muy nervioso hoy» o «…muy vivaz hoy» o «…muy perezoso hoy», o lo que fuere.
El modo en que manaba la fuente era en realidad muy homogéneo, y lo había sido durante miles de años antes que los colonos llegaran allí, y lo sigue siendo hasta el día de hoy, aunque la gente ya no lo necesita. He aquí cómo funcionaba, y no era preciso un graduado en la Academia Naval de los Estados Unidos para comprender el misterio: el cráter era un cuenco enorme que recibía el agua de la lluvia y la ocultaba del calor del sol bajo una capa muy espesa de desechos volcánicos. Había una lenta pérdida en el cuenco, que era la fuente.
No había manera de que el capitán, aun con tanto tiempo disponible, hubiera podido mejorar la fuente. El agua fluía ya de un modo satisfactorio desde una hendidura en la pared de lava, y era recogida en un estanque natural diez centímetros más abajo. El estanque tenía y tiene todavía el tamaño de la palangana en el servicio del salón principal del
Persiana de Rollo Galopante.
Si ese estanque se vaciase, con la ayuda del capitán o sin ella, en veintitrés minutos y once segundos (como calculó Mandarax) habría estado otra vez lleno hasta los bordes.
¿Cómo describiría los años de declinación del capitán? Tendría que decir que sentía una callada desesperación. Pero con seguridad no necesitaba haber naufragado en Santa Rosalía para sentirse así.
Dijo Mandarax:
La mayoría de los hombres llevan una vida de callada desesperación.
Henry David Thoreau (1817-1862)
¿Y por qué la callada desesperación era entonces una enfermedad tan difundida? Una vez más presento en el escenario al verdadero villano de mi historia: el volumen excesivo del cerebro humano.
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Nadie lleva hoy una vida de callada desesperación. La mayoría de los hombres estaban calladamente desesperados hace un millón de años porque las infernales computadoras craneanas eran incapaces de moderarse o de estarse quietas; siempre andaban buscando nuevos problemas con los que enfrentarse, problemas que la vida no podía procurar.
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He descrito ya la mayor parte de los acontecimientos y las circunstancias que me parecen cruciales, en relación con la milagrosa supervivencia de la humanidad. Los recuerdo como si fuesen llaves de extraña forma, destinadas a una sucesión de puertas cerradas, la última de las cuales se abre a una perfecta felicidad.
Una de esas llaves, sin duda, era la ausencia de herramientas en Santa Rosalía, excepto una débil combinación de huesos, ramas, piedras y tripas de pescado… y tripas de ave.
Si el capitán hubiera tenido algunas herramientas decentes, palancas, picas, palas, etcétera, seguramente habría encontrado el modo de obstruir la fuente en nombre de la ciencia y el progreso, o de hacerle vomitar todo el contenido del cráter en sólo una o dos semanas.
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En cuanto al equilibrio de la población de colonos y las reservas de alimento de que disponían, he de decir que también aquí importó más la suerte que la inteligencia.
La naturaleza decidió ser generosa, de modo que había bastante que comer. Para las aves de las otras islas aquéllos eran años de prosperidad, y desde las nidadas sobrepobladas enviaban emigrantes a Santa Rosalía, para que ocuparan los nidos de las aves devoradas por la gente. En el caso de las iguanas marinas no había un programa de repoblación que pudiera comparársele, no eran buenas nadadoras de largas distancias. Pero el aspecto repulsivo de esos reptiles, y lo que llevaban en los intestinos, hacía que la gente sólo recurriera a ellos en las épocas en que escaseaba cualquier otro alimento.