Fuego mágico (52 page)

Read Fuego mágico Online

Authors: Ed Greenwood

BOOK: Fuego mágico
3.29Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Espero que no te hieran a ti, mi señora —le respondió Narm mientras cabalgaban—. Es a ti a quien andarán buscando.

—Ya lo sé —dijo Shandril en voz baja, y el acero volvió a brillar en sus ojos—. Pero soy yo la que tendré listo el fuego cuando me encuentren.

Aminoraron el paso de sus caballos hasta un trote firme. El camino no parecía muy frecuentado ese día. No vieron a nadie viajando hacia el sur y tan sólo a unos cuantos comerciantes dirigiéndose hacia el norte. Todos cabalgaban armados, pero saludaban sin miradas hostiles o provocativas.

Los inmensos y vetustos árboles de la Corte élfica se elevaron a ambos lados del camino. Entre éstos y la carretera emergía de la cuneta una serie de tocones que parecían grises dedos de gigantes enterrados; eran todo lo que quedaba de retoños cortados por los viajeros para utilizarlos como cayados, mangos para utensilios y leña. Narm los observó de cerca según cabalgaban, casi esperando que salieran bandidos detrás de ellos en cada recodo u hondonada del camino.

Cabalgaron en silencio la mayor parte del día, hasta que el sol empezó a perder intensidad y los árboles a proyectar largas sombras sobre el camino.

—Deberíamos buscar un sitio para dormir, cariño —dijo Narm mientras sus sombras también se alargaban y sus caballos aminoraban el paso.

Shandril lo miró y asintió juiciosamente.

—Sí, y pronto —dijo—. Estamos casi sobre el valle. Un lugar maldito. Detengámonos aquí: en aquella loma, allá adelante—, y esperemos que nadie nos encuentre.

Tiraron de las riendas hasta detenerse y Narm se bajó de un salto.

—Ufff —se quejó, rígido—, ohhh... Que Tymora nos guarde —y dio unas palmaditas a su caballo en la cabeza. Después escuchó...—. Hay agua por aquí —dijo al cabo de un rato, señalando con el dedo.

Shandril desmontó de un brinco y cayó en sus brazos.

—Bien, entonces —dijo tan sólo a unos centímetros de su nariz—, ve a buscar agua mientras yo ato los caballos, oh poderoso conjurador.

Narm refunfuñó y la besó, y luego les quitó el morral a las mulas y bajó a buscar agua. En algún lugar cercano, un lobo aulló. Mientras la claridad se desvanecía y la luz de la luna comenzaba a reinar, un halcón negro se posó silenciosamente en una rama por encima de Shandril y se quedó allí, vigilando.

Se despertaron abrazados en un duro lecho de tienda de lona extendida sobre la tierra musgosa. La mañana era resplandeciente y los pájaros cantaban. Entre los árboles había niebla y humedad. Estaban en un lugar hermoso, pero, por alguna razón, no era acogedor. Eran intrusos y podían sentirlo.

En una ocasión, Narm creyó haber visto ojos de elfos mirándolo fijamente desde la oscuridad, pero, en cuanto parpadeó, desaparecieron. La misma Corte élfica parecía haber desaparecido de aquellos bosques, aunque el hombre todavía no los había hollado. Narm se sintió más tranquilo cuando apoyó su mano en la empuñadura de su daga desenvainada, bajo la capa que cubría sus hombros y cuello. Se volvió hacia Shandril, que le sonrió tras su alborotado cabello con un aspecto adormilado y vulnerable.

—Buenos días, mi señora —saludó Narm en voz baja, rodando hasta ella para tenerla más cerca.

—También para ti, amor mío —respondió con dulzura Shandril—. Qué agradable es estar solos otra vez, sin magos que nos ataquen y guardias que nos vigilen todo el tiempo y Elminster llamándonos la atención... Te quiero, Narm.

—Yo también te quiero —dijo Narm—. Qué afortunado fui al verte en la posada e irme después... sólo para encontrarte de nuevo en lo profundo de la ruinosa Myth Drannor. Habría vuelto a La Luna Creciente algún día cuando me hubiese visto libre de Marimmar... sólo para encontrarme con que ya hacía tiempo que te habías ido.

—Sí —susurró Shandril contra su pecho—. Haría largo tiempo que me habría ido y, probablemente, estaría muerta. Oh, Narm... —y se abrazaron, sintiéndose cálidos y seguros y deseando no levantarse e interrumpir con ello aquella sensación de paz.

Entonces oyeron un ruido de cascos que provenía del cercano camino, así como el crujir de unos aparejos de cuero. Shandril suspiró y se separó de Narm.

—Supongo que debemos levantarnos —dijo, con su largo y rubio cabello colgando sobre sus hombros, mientras se ponía de rodillas y se echaba la capa encima para protegerse del frío—. Si nos detenemos en Essembra sólo para comprar alimentos y para comer, y luego nos damos prisa, podríamos acampar en el límite sur de los bosques esta noche. Yo quisiera estar lejos, al oeste de las Montañas del Trueno, antes de que el Culto del Dragón, los de Zhentil o quienquiera que sea el que venga tras de mí sepa que nos hemos separado de los caballeros. Vamos, rápido. Podrás besarme más tarde.

Narm asintió un poco apesadumbrado:

—Sí, ya lo sé.

Se sentó y miró la niebla que se deslizaba por entre los árboles y los caballos que masticaban hojas pacientemente. Suspiró también y buscó sus ropas. Sus muslos estaban resentidos de la cabalgada del día anterior. Se puso el cinturón y enseguida se detuvo a escuchar. Podría haber jurado que había oído una risa ahogada, pero no se veía a nadie. Todo estaba tranquilo en el camino. Al cabo de un largo rato, se encogió de hombros y continuó, mirando de vez en cuando a su dama. No llegó a ver el halcón negro que batía sus alas sobre las cimas de los árboles hacia el este, en su largo vuelo a casa.

Bajo su forma de halcón, Simbul sacudió la cabeza y se rió de nuevo. Eran buenas personas, pensó, y luego se elevó con sus poderosas alas para mirar desde arriba hacia los árboles. Eran todavía unos niños, pero ya pronto dejarían de serlo. Ella tenía otras preocupaciones, sin embargo, aplazadas desde hacía mucho tiempo, para quedarse a mirarlos ahora. Tal vez los mataran... pero también era posible que fuesen ellos los que hiciesen la matanza si alguien de Faerun se enfrentase con ellos. «Buen viaje, a los dos. Que la suerte sea con vosotros.» La solitaria reina de Aglarond movió sus negras alas y se elevó a las alturas.

No les costó mucho tiempo atravesar aquel extraño y silencioso lugar conocido como el Valle de las Voces Perdidas. Era sagrado para los elfos, y los hombres rumoreaban que algo terrible y nunca visto lo guardaba. Algo que destruía por igual a los hombres que manejaban el hacha y a los magos, y que no dejaba rastro alguno detrás. En aquel valle, los elfos de la Corte élfica enterraban los cuerpos de los caídos, pero aquellos que se atrevían a ir allí en busca de tesoro desaparecían entre las nieblas y nadie volvía a verlos jamás.

Ni Narm ni Shandril, ni cuantos se cruzaron con ellos en el camino, dijeron una palabra durante el tiempo en que cabalgaron por aquel sofocante valle abarrotado de árboles. En aquel valle crecían los árboles más grandes que jamás habían visto; algunos de ellos tan anchos como la torre de Elminster, allá atrás en el Valle de las Sombras. La luz era de un azul sobrecogedor bajo los árboles, donde la niebla formaba lentamente círculos allá a lo lejos, y unos débiles resplandores vagaban y danzaban por alrededor. Nadie salió del camino mientras atravesaban el valle.

Por fin lo dejaron atrás, y Shandril se estremeció con un alivio repentino cuando llegaban a la cresta de una empinada colina que marcaba su límite sur.

—El Valle Perdido, lo llaman en Cormyr —dijo Narm en voz baja—. Perdido para siempre para los hombres, a causa de los elfos.

Shandril lo miró.

—Dicen en los valles que tendría que estar muerto hasta el último elfo para que alguien pudiera cortar a salvo un solo árbol de este bosque.

—Pero todos los elfos se han ido ya —dijo Narm.

Shandril sacudió la cabeza.

—No, yo vi a uno en los bosques, cerca de la casa de Storm Mano de Plata, que saludó a Storm y se fue mientras bajábamos al estanque.

Shandril se volvió a escudriñar entre los árboles.

—Pero eso está muy lejos de aquí —protestó Narm.

—¿Tú crees? —preguntó Shandril en voz baja—. Mira allí, entonces.

Narm siguió su mirada y vio una figura inmóvil, de un color verde-grisáceo moteado, de pie sobre la fuerte rama de un árbol que emergía como una torre por encima del camino, por delante de ellos. Era un elfo, apoyado sobre un gran arco que sobrepasaba en una cabeza a Narm, que los miraba fijamente con unos ojos azules salpicados de manchas doradas. Shandril saludó con la cabeza, abrió sus manos vacías y sonrió. Narm hizo lo mismo. Un lento cabeceo de asentimiento fue su única respuesta. Los caballos siguieron avanzando con paso tranquilo y Shandril dijo:

—Un elfo lunar, como Merith.

—Un posible enemigo, a diferencia de Merith —replicó Narm con recelo—. Debemos tener cuidado a cada paso —y miró hacia adelante—. El bosque se aclara —dijo—. Debemos estar cerca de Essembra. Puedo ver campos ya.

Una caravana se aproximó a ellos entonces con un ruidoso traqueteo. Era una docena de carretas tiradas por bueyes. Iban rodeadas por jinetes de dura mirada que llevaban ballestas en sus monturas y lanzas cortas en la mano. Las carretas no llevaban estandarte de mercader ninguno, pero pasaron de largo sin el menor incidente.

Bastante más allá de la caravana, cabalgaba una familia sobre caballos de tiro pesadamente cargados, seguidos por hileras de mulas cargadas. éstas eran conducidas tan sólo por un exaltado joven con una alabarda que colgaba y se balanceaba de un modo alarmante mientras cabalgaba desafiante hacia ellos.

—¡Eh, vosotros! ¡Dejad paso si no sois enemigos! ¡Identificaos!

Narm lo miró en silencio. La alabarda descendía amenazante sobre ellos.

—¡Identificaos o defendeos!

—Cabalga en paz —respondió Narm—, o transformaré tu alabarda en una víbora y haré que se vuelva contra ti.

El muchacho retrocedió. Su caballo danzaba inquieto mientras él movía con torpeza su brazo intentando sacar su espada con la mano errónea al mismo tiempo que sostenía la alabarda amenazadoramente sobre Narm.

—Si eres un mago —dijo con voz estridente retrocediendo mientras Narm y Shandril seguían avanzando—, ¡di tu nombre, o tendrás una muerte rápida!

Más allá del muchacho, Narm vio pequeñas ballestas listas sobre las monturas y unos ojos tranquilos y cautelosos encima de ellas. Ya no pudo seguir vacilando por más tiempo. A su lado, Shandril cabalgaba con rostro sereno.

Narm se levantó en su silla.

—¡Soy Marimmar el Magnífico, el Muy Poderoso Mago! Yo y mi aprendiz querríamos pasar en paz. ¡Pero, ofrecednos la muerte, y vuestra será!

A su lado, Shandril no pudo contener unas risitas ahogadas. Narm guardó su compostura con esfuerzos, mientras el chico le lanzaba una mirada asustada y se apresuraba a pasar de largo. Narm movió la cabeza complacido y luego miró hacia adelante mientras cabalgaba entre los otros hombres y las mulas, intentando esconder una sonrisa que pugnaba por aflorar.

—¿Sarhthor? —llamó en voz alta Sememmon escrutando en las profundidades de la bola de cristal que tenía ante él. Su telepatía mágica era siempre difícil de concentrar al principio. En lo profundo de la esfera pudo ver unas lámparas titilantes y una cara barbuda sin expresión alguna. Sarhthor lo miró a su vez y transmitió sus pensamientos sin hablar. Sememmon intentó ocultar su propia irritación ante la aparente impasibilidad y la precisión de la magia del otro mago.

—Bien hallado seas, Sememmon. He estado registrando el valle. Elminster y los caballeros acaban de volver, utilizando la carretera al sur de Voonlar. La muchacha del fuego mágico y su mágico consorte no están aquí, por cuanto he podido determinar.

—¿No están en el Valle de las Sombras?

—No. Puede que estén ocultos por aquí, pero lo dudo. Ninguno de los caballeros o los Arpistas se ha marchado a ninguna parte fuera de aquí ni se ha encontrado con nadie. El personal de la torre sabe que partieron hace dos noches.

—¿Dos noches? —casi gritó Sememmon—. ¿Cómo? ¡Pueden estar en cualquier parte, a estas horas!

«ésa es precisamente la razón por la que he vuelto a ti, tan pronto como ha sido posible», pensó Sarhthor, y luego dijo en voz alta:

—A propósito, ¿quién está contigo?

—¿Conmigo? —preguntó Sememmon con tono de enojo y sorpresa—. ¡Estoy solo!

—Sí, lo estás ahora. Pero, hace un momento, había un ojo flotando sobre tu hombro izquierdo; una fabricación ocular mágica, obra de un brujo. Es decir, un espía. Ten cuidado, Sememmon.

Sememmon se había dado ya la vuelta, airado, y había dejado la bola para mirar lleno de furia por la habitación.

—¡Muéstrate al instante! —atronó ejecutando un sortilegio para detectar.

Dweomer, las auras de los objetos familiares imbuidos por su magia, resplandecían alrededor de él. Vagos residuos de conjuros brillaban también en el campo de magia creado por su conjuro, pero todos ellos eran conjuros que ya conocía, protectores y defensivos, toda la magia que debía estar allí. No había ninguna señal de intruso alguno.

Por fin Sememmon se volvió enojado hacia la bola de cristal, pero ésta estaba oscura. Nadie lo esperaba ya en ella, al otro extremo de la comunicación. Sememmon maldijo las sombras que lo rodeaban, pero éstas no le respondieron.

El sol volvía a hallarse bajo otra vez. Shandril y Narm se pasaron un pellejo de té caliente con especias mientras cabalgaban con sus barrigas llenas de perdiz asada, la rolliza perdiz de tierra de los bosques, con sabor ahumado y una deliciosa y espesa salsa de guisantes. Nadie se había comportado de forma suspicaz con ellos en la posada que Florin les había recomendado.

—¿Cómo te sientes, mi señora? —le preguntó Narm de repente sin mirarla—. Me refiero al fuego mágico. ¿Te hace cambiar de algún modo?

Un poco sorprendida por lo inesperado de la pregunta, Shandril lo miró con una expresión en los ojos cercana a la lástima:

—Oh, sí, sin duda. Pero no en el sentido más amplio, creo. Todavía soy la Shandril que tú rescataste de Rauglothgor. —Vaciló, y luego añadió con una voz mucho más dulce—: Todavía soy la Shandril que amas.

Narm la miró, y hubo un pequeño silencio mientras se miraban el uno al otro. Y entonces sobrevino el ataque.

Shandril sintió que algo andaba mal un instante antes de que la roca golpeara el hombro de Narm y le lanzara la cabeza hacia atrás. Shandril se mordió el labio, sobresaltada. Narm fue arrojado hacia un lado, y la golpeó con su brazo mientras rotaba, y entonces perdió el equilibrio y cayó.

Aturdida, Shandril vio cómo la enorme roca cubierta de musgo se detenía delante de ella sobre la cabeza de Narm. éste yacía en el suelo inmóvil, mientras la roca descendía muy despacio sobre él. Por encima del herboso caballón del camino, más allá de donde yacía Narm, Shandril distinguió a un hombre vestido con hábito.

Other books

And Fire Falls by Peter Watt
Body Politic by Paul Johnston
Dragon Scales by Sasha L. Miller
Andrea Kane by Samantha
Deep Surrendering: Episode Eleven by Chelsea M. Cameron
Texas Men by Delilah Devlin
A Time of Miracles by Anne-Laure Bondoux