Authors: Ed Greenwood
—Jugando ya, por lo que veo —comentó en voz lo bastante alta para que la oyese Torm. éste se volvió y le lanzó un saludo con la mano sonriendo con satisfacción, y al momento siguiente caía sobre una roca con Rathan encima de él. Illistyl estalló en risas antes de que pudiera darse cuenta de que no recordaba cómo sonaba la risa de Shandril.
La pequeña torre de piedra se elevaba, ligeramente inclinada, en un hermoso prado junto a una pequeña charca. Estaba hecha de enormes y viejas piedras y no tenía verja ni valla ni construcción accesoria ninguna. Una fila de losas conducía directamente hasta una sencilla puerta de madera. El edificio parecía pequeño y triste comparado con la Torre Torcida, que se elevaba imponente contra el cielo vista desde el prado. Pero algo la hacía parecer un lugar de poder, también... y más invitador.
El interior estaba muy oscuro. El polvo se acumulaba sobre libros y papeles que se amontonaban en desorden por todas partes. El aire estaba cargado de olor a pergamino viejo. De entre aquella montaña de papel, brotaba una desvencijada escalera curva que ascendía hasta alturas que no era posible ver. Una bolsa de cebollas colgaba sobre la entrada. Al otro lado de un arco se oyeron unos tenues pasos.
—Lhaeo —anunció Elminster—. ¡Tenemos invitados!
Una cara inexpresiva apareció en la entrada.
—No necesitas hacer tu número de simpatía —añadió el anciano mago. Entonces, la cara sonrió y saludó con una inclinación. Se trataba de un hombre agradable de ojos verdes, pelo castaño claro y facciones delicadas. Era tan alto como Merith, el elfo, y muy delgado, y llevaba un viejo y remendado delantal de cuero sobre una sencilla túnica y unas medias.
—Bienvenidos —dijo entonces Lhaeo con una voz suave y clara—. Si tenéis hambre, hay estofado caliente en el fuego ahora. De almuerzo tendremos liebre guisada con hierbas y vino tinto..., ese vino sembiano que Mourngrym nos regaló. No creo que sirva para otra cosa. Me temo que aún no he preparado el desayuno.
Elminster se echó a reír:
—Habría sido un desperdicio ponerte en un trono, Lhaeo. Desde la caída de Myth Drannor, jamás he comido nada mejor que lo que tú cocinas. Pero, me estoy olvidando de las buenas maneras... Lhaeo, éstos son Narm Tamaraith, un joven mago que florece bajo los auspicios de Jhessail e Illistyl, y su prometida Shandril Shessair, que puede manejar el fuego mágico.
Los ojos de Lhaeo se abrieron de par en par.
—¿Después de todos estos años? —preguntó—. Has hecho bien en traerlos aquí. Muchos serán los que se levanten contra alguien así.
—Muchos ya lo han hecho —respondió con acritud el sabio—. Narm, Shandril, os presento a Lhaeo, mi escriba y cartógrafo. Fuera de estas paredes se le tiene por un filántropo de la Puerta de Baldur. No lo es, pero eso ya os lo contará él. Ahora, subid conmigo y os mostraré vuestra cama, espero que no os importe que sólo haya una, y algunas ropas viejas para manteneros calientes en este lugar. Nosotros dos no sentimos el frío, pero sé que otros lo encuentran helado.
—Dadle un poco de conversación —indicó Lhaeo mientras comenzaban a ascender las escaleras, que crujían de un modo alarmante—, y tendré el té preparado para cuando bajéis de nuevo.
A lo largo de un recio suelo de piedra, llegaron a una amplia estancia circular. Shandril lanzó una mirada a los mapas y pergaminos que había esparcidos sobre una gran mesa en el centro de la habitación. Rápidamente apartó sus ojos en cuanto las inscripciones comenzaron a deslizarse sobre los pergaminos. Una bola de cristal colgaba en medio del aire por encima de la mesa, un pálido globo de luz que brillaba como una pequeña y trémula luna. A la luz que desprendía, pudieron ver una estrecha escalera que ascendía en curva hacia la oscuridad de arriba. Libros y rollos de pergamino se apilaban encima de los baúles y sobre un alto armario ropero de color negro.
La vieja cama de madera oscura, con una barra curva a la cabecera y a los pies, parecía muy sólida y acogedora. Shandril se sentía muy cansada de pronto después de todas las batallas y conferencias y de su larga charla nocturna en el exterior. Se tambaleó sobre sus pies.
Al instante, Narm y Elminster estiraron las manos hacia ella. Shandril los disuadió con un gesto de su mano y un suspiro:
—Gracias a los dos. Verdaderamente, no he sido más que una carga desde que abandoné el Valle Profundo.
—¿Has cambiado de idea? —preguntó en voz baja el sabio sin ninguna censura en su tono. Shandril negó con la cabeza.
—No, no. No mientras pueda pensar con claridad. Sencillamente, no habría podido sobrevivir sola a todo lo que me ha ocurrido —y entonces reparó en algo y se volvió hacia el mago—. Sólo hay una cama. ¿Dónde dormirás tú?
—En la cocina. Lhaeo y yo rara vez dormimos al mismo tiempo; alguien ha de vigilar el estofado.
Narm se rió.
—¡El más grande archimago de todo Faerun —dijo—, o así te juzgaría yo al menos, y pasas las noches vigilando una caldera de estofado!
—¿Existe acaso más alto cometido? —preguntó Elminster—. Oh, hablando de ollas, el orinal está al pie de la cama. Sí, sé que parece un poco raro..., es un cráneo de dragón vuelto hacia arriba y sellado con una pasta. Lo robé hace mucho tiempo de la alcoba de una tarquionesa de Thay, en mis años gamberros.
»Vamos, tomad el té y luego podéis dormir. Aquí estaréis a salvo, si eso es posible en algún lugar de los reinos. Haced lo que siempre soléis hacer los dos juntos, con tal que no incluya muchos gritos y alboroto. Un poco de ruido no nos molestará. Si curioseáis por ahí, habréis de saber que aquí la magia puede matar en un instante; si os equivocáis al utilizar vuestros ojos o vuestra lengua..., sufriréis las consecuencias.
—Elminster —dijo Narm cuando el viejo mago se disponía a descender las escaleras de nuevo—. Muchas gracias por todo esto. Te hemos causado bastantes problemas.
—Si no lo hiciera, ¿qué clase de «más grande archimago de todo Faerun» sería pues? —fue la arisca respuesta que obtuvieron por encima del hombro del mago—. Voy afuera a fumarme una pipa. Procurad venir pronto... Sólo Gond puede adivinar lo que Lhaeo terminará poniendo en vuestro té si no estáis ahí para impedírselo. él piensa que cada taza ha de ser una nueva experiencia —y entonces se oyó cerrarse de golpe una puerta abajo.
—Por los dioses, estoy muy cansado —dijo Narm.
—Sí, demasiado cansados —asintió Shandril—. Espero que podamos dormir.
Sus manos temblaban cuando las extendió para coger las de él. Casi arrastrándose, bajaron en busca del té.
Cuando Elminster hubo terminado su pipa, vació la ceniza con unos golpecitos en el escalón de la puerta y volvió a entrar.
—¿Todo bien? —preguntó.
Lhaeo se acercó hasta la puerta con Narm apoyado ligeramente en su hombro. Los brazos del escriba rodeaban al joven mago sujetándolo sin aparente esfuerzo.
—Todo bien. Ambos dormirán hasta mañana por la mañana; sin el menor efecto nocivo, con la dosis que han tomado. Lo mezclé con cuidado y se lo han bebido todo.
—Muy bien. Yo lo cogeré de los pies. Un sueño profundo les hará un gran bien a los dos, y así yo podré echar una ojeada a la magia del muchacho cuando esté descansando y no enfermo de preocupación por su dama.
—¿Y qué hay de ella?
—No necesita adiestramiento alguno. Ha aprendido a utilizar el fuego con mucha precisión. Cuando luchamos contra Manshoon, todavía lo lanzaba igual que un niño lanza una bola de nieve. Ahora, puede hacer mucho más que eso... ¡Mm, cuidado, el chico pesa! Puede hacer más de cuanto son capaces muchos magos con su magia de fuego.
Pusieron a Narm sobre la cama y regresaron a buscar a Shandril.
—Hmmm..., tenemos mucha ropa que le irá bien al muchacho, pero, ¿qué hay de la pequeña dama? —preguntó Lhaeo mientras volvían a subir con cuidado las escaleras con su nueva carga.
—Ya he pensado en eso —dijo Elminster—. Algunas de las túnicas que llevaba Shoulree, de la Corte élfica. Están en el baúl más próximo a las escaleras. Ella también podía manejar fuego mágico, si lo que por entonces se decía en la ciudad era cierto. Y a ella no le importará.
—¿Todavía vive? —preguntó Lhaeo mientras depositaban a Shandril con suavidad sobre la cama al lado de Narm y le quitaban las botas.
—Lo dudo... —dijo pensativamente Elminster—, pero tal vez alguno de la Corte élfica que se uniera al largo sueño, hace muchos años, viva todavía. Eso explicaría por qué los demonios de Myth Drannor no han seguido molestándonos. —Y, cabeceando, agregó—: Algo en lo que tengo que meditar... —y se abrió una amplia sonrisa en su rostro—, en mi abundante tiempo libre.
—Sé que es más juicioso y seguro —dijo Shandril—, pero me aburro cada vez más, Lhaeo. ¿No hay nada que pueda hacer? También sé que no debo curiosear en los libros de magia, si no quiero terminar haciéndome daño o convirtiéndome en alguna fea criatura. ¡Ni siquiera puedo ordenar y limpiar por la misma razón!
Lhaeo la miró con su habitual cara inexpresiva.
—¿Sabes cocinar? —le preguntó.
Shandril se volvió.
—¡Desde luego! Vaya, en La Luna Creciente... —y se detuvo con la mirada encendida. Entonces sonrió—. ¿Puedo cocinar contigo? —preguntó encantada.
Lhaeo se inclinó ceremoniosamente.
—Por favor —dijo—. Rara es la vez que tengo oportunidad de hablar con otros que pasan mucho tiempo en una cocina. Pocos desean hablar con alguien que habla así —y pronunció estas últimas palabras con un ceceo entrecortado.
Shandril lo miró.
—¿Por qué finges ser el compañero de Elminster? —le preguntó.
Lhaeo la miró con seriedad.
—Señora mía —le dijo—, yo estoy de incógnito. Te diré quién soy sólo si me prometes no decirlo jamás a nadie... excepto a Narm.
—Te lo prometo —dijo Shandril solemnemente—. Por cualquier cosa sagrada que desees.
Lhaeo negó con la cabeza.
—Tu promesa es suficiente —dijo—. Ven a la cocina.
Caldeada por un pequeño fuego en la chimenea, ésta olía deliciosamente a hierbas y a estofado hirviendo y sopa de cebolla.
—¿Eres tal vez un príncipe perdido? —lo apremió Shandril mientras él le mostraba con la mano un taburete y se acercaba a inspeccionar la enorme olla del estofado que colgaba sobre el fuego.
—Supongo que se puede decir así —dijo Lhaeo con parsimonia mientras removía el estofado con un cucharón de mango largo—. Yo soy el último de la casa real de Tethyr. En tiempos más felices, me hallaba tan lejos del trono que jamás pensaba en mí mismo como un príncipe, ni siquiera como alguien perteneciente a la corte. Pero ha habido tantas muertes que, por cuanto Elminster y yo podemos saber, yo soy el único que queda de sangre real.
—¿Por qué te escondes? No tienes ejército alguno con el que poder reclamar tu reino. ¿Por qué iba nadie a querer matarte?
Lhaeo se encogió de hombros:
—Porque todos los que se han hecho con el poder esperan que los demás actúen de la misma forma. Cualquiera que tenga sangre real debe de querer llevar la corona, piensan ellos. Yo vivo porque ellos no saben que todavía estoy vivo. Me temo que eso es todo cuanto puedo decirte de mí. No es muy impresionante, ¿verdad? Pero es necesario guardarlo en secreto, ya que mi vida depende de ello.
—No lo diré —dijo Shandril con sencillez—. ¿En qué puedo ayudarte pues aquí?
Lhaeo la miró.
—Cocina lo que te guste y enséñame sobre la marcha —dijo—. ¿Lo harás? —Intercambiaron una sonrisa a través de una bolsa de cebollas y él añadió—: Gracias.
—¿Por guardar tu secreto?
—Sí. Puede parecer poca cosa, pero cada secreto que guardas tiene su propio peso, y un secreto se añade a otro hasta formar una carga que has de llevar encima por el resto de tus días.
Shandril levantó sus ojos de las cebollas que estaba seleccionando y dijo, con el cuchillo en la mano:
—¿Tú guardas muchos?
—Sí. Pero mi carga es nimia comparada con la de Elminster.
Shandril asintió con la cabeza y después bajó la mirada.
—¿De quién es este vestido que llevo? —preguntó en voz baja.
Lhaeo sonrió.
—ése es uno de los secretos —dijo—. Te lo diría, pero es cosa de él.
—Está bien. ¿Tienes algún delantal viejo para ponérmelo encima?
—Sí, detrás de ti, en esa escarpia. Háblame de La Luna Creciente.
Y ella le habló. Grandemente ayudan a los demás quienes hacen la pregunta correcta y después escuchan. El día transcurrió sin que ellos reparasen en el paso del tiempo.
El día transcurrió, y Narm estaba muy cansado. Se había acostumbrado a la clara y concienzuda enseñanza de Jhessail y a la cuidadosa tutela de Illistyl. Los métodos de Elminster eran, desde luego, un duro choque para él.
El anciano mago instigaba y provocaba y hacía exasperantes e impacientes comentarios. La más simple pregunta del aprendiz acerca de este o aquel pequeño detalle del arte de conjurar provocaba un caudal de erudita información en respuesta, una voluminosa descarga que jamás parecía incluir una respuesta directa. Elminster había estado trabajando en el nuevo sortilegio de Narm, la esfera llameante, hasta que Narm había sentido ganas de gritar.
Pesadas horas de estudio para grabar los difíciles sortilegios en la mente de Narm y, después, una severa conferencia sobre cómo lanzar con precisión un conjuro a la vista de las obvias deficiencias que él había exhibido la última vez, era un irritante trabajo. éste iba seguido de unos momentos de lanzamiento de conjuros, una bola de abrasadoras llamas que rodaba velozmente por el aire —toda una emoción las primeras veces, pero ahora Narm veía cada una como un fracaso incluso antes de que Elminster hablara— y, por fin, la crítica desbaratadora del anciano sabio. La torpeza o lentitud del lanzamiento, la perezosa y descuidada formación de la esfera y, lo peor de todo, la falta de precisión en su dirección una vez formada, eran los temas regulares.
—¿No has visto a tu señora lanzar el fuego mágico? —preguntaba Elminster con tono ácido—. ¿No has observado cómo puede dar forma a las llamas, desde un amplio abanico hasta una fina lengua, hacerlas doblar esquinas y expeler cortos regueros de fuego para evitar que se incendie su entorno inmediato? ¡Supongo que ni siquiera podrías decirme ahora el color de sus ojos!
—Ahh, son... —se apresuró a responder Narm descubriendo con horror que no lograba hacer llegar a su mente una imagen de Shandril en ese momento. Confundido e irritado, lanzó fuego con furia antes de que el mago se lo pidiese. La bola de llamas voló una distancia de veinte pasos y, entonces, cayó al suelo y rodó.