Fragmentos de honor (11 page)

Read Fragmentos de honor Online

Authors: Lois McMaster Bujold

Tags: #Novela, ciencia-ficción

BOOK: Fragmentos de honor
5.45Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Lo desaté y le entregué mi arco de plasma. Le dije que no podía trabajar con un hombre que hacía que se me erizaran los pelos de la nuca, y que ésta era la última oportunidad que iba a darle para ascender instantáneamente. Luego me senté dándole la espalda. Me quedé allí sentado durante al menos diez minutos. No dijimos una palabra. Luego él me devolvió el arco y regresamos al campamento.

—Me preguntaba si algo así podría funcionar. Aunque no estoy segura de que hubiera podido hacerlo, si fuera usted.

—Creo que yo tampoco hubiera podido hacerlo si no hubiera estado tan agotado. Me apetecía sentarme. —Su tono se animó ligeramente—. En cuanto terminen de hacer los arrestos, despegaremos hacia la
General
. Es una buena nave. Voy a asignarle el camarote de los oficiales de visita… La sala del almirante, la llaman, aunque no es diferente de las demás. —Vorkosigan no terminó de comer los últimos restos del plato—. ¿Cómo estaba su comida?

—Maravillosa.

—No es lo que dice la mayoría de la gente.

—El soldado Nilesa ha sido muy amable y atento.

—¿Estamos hablando del mismo hombre?

—Creo que necesita que aprecien un poco su trabajo. Podría usted intentarlo.

Vorkosigan, con los codos sobre la mesa, apoyó la barbilla sobre sus manos y sonrió.

—Lo tendré en cuenta de ahora en adelante.

Los dos permanecieron sentados en silencio ante la sencilla mesa de metal, cansados y haciendo la digestión. Vorkosigan se echó hacia atrás en la silla, los ojos cerrados. Cordelia se apoyó sobre la mesa usando el brazo como almohada. Media hora después, llegó Koudelka.

—Tenemos a Sens, señor —informó—. Pero tuvimos… estamos teniendo algunos problemas con Radnov y Darobey. Se dieron cuenta, de algún modo, y escaparon hacia el bosque. He destacado a una patrulla para que los localice.

Vorkosigan pareció a punto de maldecir.

—Tendría que haber ido en persona —murmuró—. ¿Tenían armas consigo?

—Ambos llevaban sus disruptores. Conseguimos sus arcos de plasma.

—Muy bien. No quiero malgastar más tiempo aquí. Retire a la patrulla y selle todas las entradas a la caverna. Les vendrá bien descubrir cómo es pasar unas cuantas noches a la intemperie. —Sus ojos chispearon al imaginarlo—. Podemos recogerlos más tarde. No tienen ningún sitio adonde ir.

Cordelia empujó a Dubauer ante sí y ambos entraron en la lanzadera, un pelado y bastante decrépito transporte de tropas. Lo hizo sentarse en un asiento libre. Con la llegada de la última patrulla la lanzadera parecía repleta de barrayareses, incluidos a los sometidos y silenciosos prisioneros, subordinados inútiles de los cabecillas huidos, atados espalda contra espalda. Todos parecían jóvenes grandotes y musculosos. De hecho, Vorkosigan era el más bajito que había visto hasta ahora.

La miraban con curiosidad, y captó fragmentos de conversación en dos o tres idiomas. No era difícil adivinar su contenido, y ella sonrió algo sombría. La juventud, parecía, estaba repleta de fantasías respecto a cuánta energía sexual podían tener dos personas que se pasaban caminando cuarenta o más kilómetros al día, llenos de contusiones, aturdidos, enfermos, comiendo poco y durmiendo aún menos, alternando los cuidados a un hombre herido con evitar convertirse en la cena de todos los carnívoros cercanos… y con un plan para dar un golpe de mano como remate. Y además eran viejos, treinta y tres años y cuarenta y tantos. Se rió para sí, y cerró los ojos, ignorándolos.

Vorkosigan regresó del compartimento del piloto y se sentó junto a ella.

—¿Se encuentra bien?

Cordelia asintió.

—Sí. Un poco abrumada por todo este rebaño de chicarrones. Creo que los de Barrayar son los únicos que no emplean tripulaciones mixtas. ¿Cómo es eso?

—En parte por tradición, en parte por mantener un aspecto externo agresivo. No la habrán estado molestando…

—No, divirtiéndome solamente. Me pregunto si se dan cuenta de cómo se les utiliza.

—En absoluto. Creen que son los emperadores de la creación.

—Pobres corderillos.

—Yo no los describiría así.

—Estaba pensando en sacrificios animales.

—Ah. Eso se acerca más a mi idea.

Los motores de la lanzadera empezaron a zumbar, y por fin despegaron. Trazaron un círculo sobre el cráter de la montaña y luego viraron hacia el este y ascendieron. Cordelia contempló por la ventanilla cómo la tierra que tan dolorosamente habían atravesado a pie se perdía de vista en tantos minutos como días habían tardado ellos en recorrerla. Surcaron la gran montaña donde se pudría el pobre Rosemont, lo bastante cerca para ver los picos nevados y los glaciares brillando anaranjados al sol poniente. Cruzaron la línea que separaba el día de la noche, el horizonte se perdió y se internaron en el perpetuo día del espacio.

Cuando se aproximaron a la órbita de la
General Vorkraft
Vorkosigan volvió a dejarla para ir a proa a supervisar. Parecía estar apartándose de ella, absorto de nuevo en la matriz de hombres y deber de la que había sido arrancado. Bueno, sin duda tendrían algunos momentos de tranquilidad juntos en los meses por venir. Bastantes meses, por lo que había dicho Gottyan.
Finge que eres antropóloga
, se dijo Cordelia,
estudiando a los salvajes barrayareses
. Considéralo unas vacaciones: de todas formas, querías tomarte unas vacaciones largas después de este viaje de exploración, ¿no? Bueno, pues ya las tienes. Sus dedos soltaban hilos del tapizado del asiento, y se obligó a estarse quieta frunciendo ligeramente el ceño.

Atracaron limpiamente, y el grupo de fornidos soldados se levantó, recogió su equipo y salió. Koudelka apareció a su lado y le comunicó que le habían nombrado su guía. Su guardián, más bien. O su niñera: ella no parecía muy peligrosa en aquel momento. Recogió a Dubauer y lo siguió a la nave de Vorkosigan.

Olía de manera distinta a su nave de exploración. Era más fría, llena de metal pelado y sin pintar, y habían sacrificado la comodidad y la decoración hasta el punto de que costaba diferenciar una sala de estar de un armario trastero. Su primer destino fue la enfermería, para dejar allí a Dubauer.

Era una serie de habitaciones limpias y austeras, mucho más grandes en proporción que las de su nave de exploración, preparadas para atender a mucha gente. Ahora estaba casi desierta, a excepción del cirujano jefe y un par de soldados que mataban las horas de servicio haciendo inventario, y de un soldado solitario con un brazo roto que se aburría. El doctor examinó a Dubauer. Cordelia sospechó que era más experto en heridas de disruptor que su propio cirujano. Tras examinar al alférez, lo entregó a los soldados para que lo lavaran y lo acostaran.

—Va a tener otro cliente dentro de poco —le dijo Cordelia al cirujano, que era uno de los cuatro hombres de Vorkosigan que tenían más de cuarenta años—. Su capitán tiene una infección bastante fea en la espinilla. Se ha extendido a su sistema. Además, no sé qué tienen esas pildoritas azules que llevan en sus cinturones, pero por lo que él dijo, la que se tomó esta mañana debe de estar a punto de agotarse ya.

—Ese maldito veneno —rezongó el médico—. Claro que es efectivo, pero podrían encontrar algo menos agotador. Por no mencionar el problema que tenemos de que se enganchen a esas cápsulas.

Cordelia sospechó que esto último era el quid de la cuestión. El doctor se puso a preparar el sintetizador antibiótico. Cordelia vio cómo llevaban a la cama al aturdido Dubauer, el principio de una serie de días en el hospital que serían el preludio del resto de su vida. La fría duda de si le había hecho un favor se añadiría para siempre a su inventario de pensamientos nocturnos. Lo atendió un rato, esperando con disimulo la llegada de su otro ex acompañante.

Vorkosigan llegó por fin, acompañado (en realidad sostenido) por un par de oficiales que ella aún no conocía, y dando órdenes. Obviamente había medido el tiempo con acierto, pues tenía un aspecto aterradoramente malo. Estaba blanco, sudoroso y tembloroso, y a Cordelia le pareció ver cómo serían las arrugas de su cara cuando tuviera setenta años.

—¿No se han encargado de usted todavía? —preguntó en cuanto la vio—. ¿Dónde está Koudelka? Creí que le había dicho… oh, está ahí. Hay que llevarla al camarote del almirante. ¿Lo dije ya? Y pásese por intendencia y que le den ropa nueva. Y de cenar. Y una nueva carga para su aturdidor.

—Estoy bien. ¿No sería mejor que se acostara? —dijo Cordelia ansiosamente.

Vorkosigan, todavía de pie, vagaba en círculos como un muñeco de cuerda con el muelle roto.

—Vayan a sacar de allí a Bothari —murmuró—. A estas horas estará alucinando.

—Acaba de hacerlo usted ya, señor —le recordó uno de los oficiales.

El cirujano lo miró a los ojos e hizo un significativo gesto con la cabeza hacia la mesa de reconocimiento. Juntos interceptaron a Vorkosigan en su órbita, lo impulsaron casi a la fuerza hacia ella y lo obligaron a tenderse.

—Son esas malditas píldoras —le explicó el cirujano a Cordelia, apiadándose de su expresión alarmada—. Estará bien por la mañana, a excepción de la sensación de letargo y un dolor de cabeza infernal.

El cirujano volvió a su tarea, cortar el estrecho pantalón y retirarlo de la pierna hinchada. Maldijo entre dientes al ver lo que había debajo. Koudelka miró por encima del hombro del médico, y se volvió hacia Cordelia con una sonrisa forzada en el rostro verde.

Cordelia asintió y, reacia, se retiró, dejando a Vorkosigan en manos de los profesionales. Koudelka, que al parecer disfrutaba de su papel como correo, aunque esto había causado que se perdiera el espectáculo del regreso de su capitán a bordo, la condujo hasta intendencia para que consiguiera ropa, desapareció con el aturdidor de ella y, diligente, regresó con el arma cargada a tope. Parecía ir contra las normas.

—No hay mucho que pueda hacer con el aturdidor de todas formas —dijo ella, viendo su expresión vacilante.

—No, no, el viejo dijo que lo tuviera usted. No voy a discutir con él por los prisioneros. Es un tema que le afecta.

—Eso tengo entendido. He de señalar, por si le ayuda en algo, que nuestros dos gobiernos no están en guerra que yo sepa, y que estoy siendo retenida de manera ilegal.

Koudelka reflexionó sobre este intento de reajustar su punto de vista, y luego decidió ignorarlo. La condujo a sus nuevas habitaciones y se hizo cargo de sus cosas.

5

Cuando salió de su camarote a la mañana siguiente, Cordelia encontró a un guardia apostado en la puerta. Ella le llegaba a los hombros, anchos, y su rostro le recordó a un borzoi demasiado crecido, estrecho, con nariz aguileña y los ojos demasiado juntos. Advirtió de inmediato dónde lo había visto antes, de lejos en el bosque, y sintió un momento de miedo residual.

—¿Sargento Bothari? —aventuró.

Él la saludó, el primer barrayarés que lo hacía.

—Señora —dijo, y guardó silencio.

—Quiero ir a la enfermería —dijo ella, insegura.

—Sí, señora. —Su voz era grave, de cadencia monótona. Ejecutó un giro perfecto y la guió. Suponiendo que había relevado a Koudelka como su guía y cuidador, ella lo siguió. No estaba preparada para intentar conversar de nimiedades con él, así que no le hizo ninguna pregunta por el camino. Él sólo le ofreció silencio. Al observarlo, se le ocurrió que un guardia en su puerta podía ser tanto para impedir que entraran como para que saliera ella misma. El aturdidor pareció de pronto más pesado en su cadera.

En la enfermería encontró a Dubauer, sentado y vestido con un uniforme negro sin insignias, igual que el que le habían suministrado a ella. Le habían cortado el pelo y lo habían afeitado. Desde luego no había ninguna queja sobre los cuidados físicos que estaba recibiendo. Ella le habló durante un rato, hasta que su propia voz empezó a sonarle tonta. Él la miraba, pero no mostraba ninguna otra reacción.

Divisó a Vorkosigan en una sala privada apartada del pabellón principal, y él le indicó que entrara. Iba vestido con un sencillo pijama verde de diseño estándar, y estaba sentado en la cama dando golpes con un lápiz óptico a una interfaz informática abierta ante sí. Curiosamente, aunque iba vestido casi al estilo civil, sin botas y sin armas, la impresión que de él tenía no varió. Parecía un hombre que podía ir por la vida completamente desnudo y hacer que los que lo rodeaban se sintieran vestidos en exceso. Ella sonrió con esta imagen mental y lo saludó con el esbozo de un gesto. Uno de los oficiales que la había escoltado a la enfermería la noche anterior estaba de pie junto a la mesa.

—Comandante Naismith, éste es el teniente coronel Vorkalloner, mi segundo oficial. Discúlpeme un momento: los capitanes vienen y van, pero las administraciones viven eternamente.

—Amén.

Vorkalloner era el típico soldado barrayarés profesional; parecía sacado de un cartel de reclutamiento. Sin embargo había cierto humor subyacente en su expresión que hizo que ella pensara en un aceptable avance del alférez Koudelka al cabo de diez o doce años.

—El capitán Vorkosigan habla muy bien de usted —dijo Vorkalloner, iniciando una conversación intrascendente. No llegó a advertir el leve ceño fruncido de su capitán—. Supongo que si sólo podíamos capturar a un betano, usted era la mejor elección.

Vorkosigan dio un respingo. Cordelia sacudió brevemente la cabeza, indicándole que ignorara el requiebro. Vorkosigan se encogió de hombros y empezó a escribir algo en su teclado.

—Mientras toda mi gente esté a salvo camino de casa, lo acepto como un buen negocio. Casi todos ellos, al menos. —El fantasma de Rosemont respiró fríamente en su oído, y Vorkalloner pareció de pronto menos divertido—. Por cierto, ¿por qué estaban tan ansiosos de echarnos el cepo?

—Bueno, órdenes —dijo Vorkalloner sencillamente, como un antiguo fundamentalista que responde a todas las preguntas con la sentencia «Porque Dios lo quiso así». Luego, una pequeña duda agnóstica asomó en su rostro—. De hecho, pensé que nos enviaban aquí de guardia como una especie de castigo —bromeó.

La observación encontró eco en Vorkosigan.

—¿Por tus pecados? Tu cosmología es demasiado egocéntrica, Aristede.

Dejó que Aristede reflexionara sobre eso y se dirigió a Cordelia.

—La intención era que su detención se produjera sin derramamiento de sangre. Habría sido así de no ser por ese otro asunto que se interpuso. Es una disculpa que no tiene valor para algunos… —Ella supo que compartía el recuerdo del entierro de Rosemont en la fría niebla negra—. Pero es la única verdad que puedo ofrecerle. Mi responsabilidad no es menor por eso. Como estoy seguro que alguien del Alto Mando recalcará cuando llegue este informe.

Other books

Life After Life by Jill McCorkle
Fade To Midnight by Shannon McKenna
The Homespun Holiday by Sarah O'Rourke
Drifting into Darkness by La Rocca, J.M.
El Robot Completo by Isaac Asimov
Hooked by Falls, K. C.
The Atonement Child by Francine Rivers
Shaking out the Dead by K M Cholewa