—Cinco abatidos, faltan otros cinco —dijo Cordelia, saltando al suelo. La pierna derecha le falló; no la movía bien—. Las probabilidades van mejorando.
—Será mejor que lo hagamos rápido, si queremos que funcione —advirtió Tafas.
—Me parece bien.
Salieron por la puerta y corrieron sin hacer ruido hacia la sala de máquinas, que continuaba con sus tareas automáticas, indiferente a la identidad de sus amos. A un lado había apilados algunos cuerpos uniformados de negro. Tafas alzó una mano pidiendo cautela mientras doblaban la esquina, señalando de manera significativa con un dedo. Cordelia asintió. Tafas dobló la esquina en silencio y Cordelia se apretujó contra la pared, esperando. Cuando Tafas alzó su aturdidor, ella se asomó buscando un blanco. La cámara se estrechaba en L y terminaba en la entrada principal de la cubierta superior. Había cinco hombres concentrados en los chasquidos y silbidos que penetraban tenuemente a través de la escotilla en lo alto de una escalera metálica.
—Se están preparando para el asalto —dijo uno—. Es hora de dejarlos sin aire.
Famosas últimas palabras
, pensó Cordelia, y disparó, una vez y luego dos veces más. Tafas disparó también, alcanzando rápidamente al grupo, y todo se acabó.
Y yo nunca volveré a considerar estúpida una de las maniobras de Stuben
, se prometió ella en silencio. Quiso soltar su aturdidor y aullar y bailar como reacción, pero su trabajo no había terminado todavía.
—Tafas, tengo que hacer una cosa más.
Él se le acercó, también tembloroso.
—Le he sacado de esto, y necesito un favor a cambio. ¿Cómo puedo cortar el control de las armas de plasma de largo alcance para que no vuelvan a funcionar hasta dentro de una hora y media?
—¿Por qué quiere hacer eso? ¿Lo ha ordenado el capitán?
—No —dijo ella sinceramente—. El capitán no ha ordenado nada de esto, pero le gustará cuando lo vea, ¿no cree?
Tafas, confundido, asintió.
—Si cortocircuita este panel —sugirió—, retardaría un poco las cosas.
—Déme su arco de plasma.
¿Tengo que hacerlo?
, se pregunto Cordelia, contemplando la sección.
Sí. Él nos dispararía, igual que yo me marcho a casa. Confianza es una cosa, traición otra. No tengo ningún deseo de ponerlo a prueba y que me destruya
.
Si Tafas no me engaña y estos son los controles de los lavabos o algo parecido
… Disparó contra el panel, y se quedó contemplando un instante, llena de primitiva fascinación, cómo chasqueaba y chispeaba.
—Ahora —dijo, devolviéndole el arco de plasma—, quiero un par de minutos de ventaja. Luego abra la puerta y sea un héroe. Le sugiero que llame primero y se lo advierta: el sargento Bothari va delante.
—Bien. Gracias.
Ella miró la escotilla principal de entrada.
Él está ahora a unos tres metros de distancia
, pensó.
Una barrera infranqueable. En la física del corazón, la distancia es relativa; es el tiempo lo que es absoluto
. Los segundos correteaban como arañas por su espalda.
Se mordió el labio, devorando con los ojos a Tafas. La última oportunidad para dejarle un mensaje a Vorkosigan… no. El absurdo de transmitir las palabras «Te quiero» por boca de Tafas la sacudió con una dolorosa risa interior. «Mi felicitación» parecía demasiado pomposo, dadas las circunstancias; «Mis saludos», demasiado frío, y lo más simple de todo, «Sí»…
Sacudió la cabeza en silencio y sonrió al aturdido soldado, luego corrió hacia la sala de almacenamiento y bajó por la escalera. Golpeó rítmicamente la escotilla. Al cabo de un momento, se abrió. Se encontró cara a cara con un arco de plasma empuñado por el soldado Nilesa.
—Tengo que llevarle los nuevos términos a su capitán —dijo ella rápidamente—. Son un poco retorcidos, pero creo que le gustarán.
Nilesa, sorprendido, la dejó salir y volvió a sellar la escotilla. Ella se apartó de él, contemplando el pasillo principal, donde había reunidas varias docenas de hombres. Un equipo técnico había retirado la mitad de los paneles de las paredes; de una herramienta saltaban chispas. Pudo ver la cabeza del sargento Bothari al otro lado de la multitud, y supo que estaba junto a Vorkosigan. Llegó a la escalera situada al fondo del pasillo, la subió, y empezó a correr, abriéndose paso nivel a nivel a través del laberinto que era la nave.
Riendo, llorando, sin aliento y temblando violentamente, llegó al pasillo de la compuerta de la lanzadera. El doctor McIntyre estaba haciendo guardia, tratando de parecer sombrío y barrayarés.
—¿Está todo el mundo aquí?
Él asintió, mirándola con deleite.
—Entre y vámonos.
Sellaron las puertas tras ellos y ocuparon sus asientos mientras la lanzadera se separaba a máxima aceleración con un crujido y una sacudida. Pete Lightner pilotaba manualmente, pues su implante neural betano no podía conectar con el sistema de control barrayarés sin una interfaz traductora. Cordelia se preparó para un viaje terrible.
Se acomodó en su asiento, todavía jadeando por la loca carrera. Stuben se reunió con ella, se volvió, y contempló preocupado sus incontrolables temblores.
—Es un crimen lo que le hicieron a Dubauer —dijo—. Ojalá pudiéramos volar su maldita nave. ¿Sabe si Radnov nos sigue cubriendo?
—Sus armas de largo alcance no estarán operativas durante un rato —contestó ella, sin entrar en detalles. ¿Podría hacerlo comprender alguna vez?—. Oh. Quería preguntar… ¿quién fue el barrayarés alcanzado por fuego de disruptor en el planeta?
—No lo sé. Doc Mac recogió su uniforme. Eh, Mac… ¿qué nombre llevas en el bolsillo?
—Uh, déjame ver si puedo descifrar su alfabeto. —Sus labios se movieron silenciosamente—. Kou… Koudelka.
Cordelia inclinó la cabeza.
—¿Murió?
—No estaba muerto cuando nos marchamos, pero desde luego no parecía muy sano.
—¿Qué estuvo usted haciendo todo el tiempo a bordo de la
General
? —preguntó Stuben.
—Pagando una deuda. De honor.
—Muy bien, como quiera. Ya me enteraré de la historia más tarde. —Guardó silencio, y luego añadió con un breve gesto de cabeza—: Espero que se la hiciera pagar al bastardo, fuera quien fuese.
—Mire, Stu… aprecio lo que han hecho todos. Pero quisiera estar sola unos minutos.
—Claro, capitana. —Él le dirigió una mirada de preocupación y se marchó murmurando «malditos monstruos» entre dientes.
Cordelia apoyó la cabeza contra la fría ventana y lloró en silencio por sus enemigos.
La capitana Cordelia Naismith, de la Fuerza Expedicionaria Betana, suministró al ordenador de su nave las últimas observaciones de navegación del espacio normal. Junto a ella, el oficial piloto Parnell ajustó los cables y cánulas de su casco y se acomodó en su silla acolchada, preparado para el control neurológico del inminente salto.
Su nueva nave era un lento carguero, desarmado, un recio caballo de tiro que hacía la ruta de comercio entre Escobar y la Colonia Beta. Pero no había habido ninguna comunicación directa con Escobar desde hacía más de sesenta días ya, desde que la flota invasora de Barrayar bloqueó el lado escobariano de la salida con la misma efectividad que un corcho en una botella. Según las últimas noticias las flotas de Barrayar y Escobar estaban todavía maniobrando en un baile letal buscando posiciones tácticas, con pocos enfrentamientos todavía. No se esperaba que los barrayareses desplegaran sus fuerzas de tierra hasta que su control sobre el espacio escobariano fuera seguro.
Cordelia llamó a la sala de máquinas.
—Aquí Naismith. ¿Todo preparado ahí abajo?
El rostro de su ingeniero, un hombre al que había conocido hacía dos días, apareció en la pantalla. Era joven, y procedente de Exploración como ella misma. No tenía sentido malgastar personal militar experimentado en esta excursión. Como Cordelia, llevaba el uniforme de explorador. Se rumoreaba que estaban trabajando en los uniformes para la Fuerza Expedicionaria, pero nadie los había visto todavía.
—Todo preparado, capitana.
No había miedo en su voz. Bien, reflexionó ella, tal vez no era lo bastante mayor para haber llegado a creer en la vida después de la muerte. Cordelia echó un último vistazo alrededor, se acomodó, y tomó aliento.
—Piloto, la nave es suya.
—Nave aceptada, señora —replicó él marcial.
Pasaron unos cuantos segundos. Una desagradable oleada de náuseas barrió a Cordelia, y tuvo la pegajosa e inquietante sensación de que acababa de despertar de un mal sueño que no podía recordar. El salto terminó.
—La nave es suya, señora —murmuró el piloto, cansado. Los pocos segundos que ella había experimentado se traducían en horas subjetivas para él.
—Nave aceptada, piloto.
Extendió la mano hacia la consola de comunicación y empezó a teclear para captar la posición táctica donde habían aparecido. Nadie había atravesado aquel pasadizo desde hacía un mes; ella esperaba fervientemente que las tripulaciones barrayaresas estuvieran aburridas y fueran lentas de reflejos.
Allí estaban. Seis naves, dos de ellas moviéndose ya. Se acabó la lentitud de reflejos.
—Justo entre ellas, piloto —ordenó Cordelia, suministrándole los datos—. Será mejor si podemos apartarlas a todas de sus puestos.
Las dos naves se acercaban rápidamente, y empezaron a disparar con mortífera precisión. Se tomaban su tiempo, y hacían que cada disparo contara.
Sólo una pequeña práctica de tiro, eso es lo que somos
, pensó Cordelia.
Yo os daré prácticas
. Todos los sistemas de energía noescudo se oscurecieron, y la nave pareció gruñir cuando el fuego de plasma la envolvió. Luego atravesaron el chispeante límite del radio de alcance barrayarés.
Llamó a la sala de máquinas.
—¿Proyección preparada?
—Preparada y firme..
—Adelante.
Doce mil kilómetros tras ellos, como si acabara de emerger del agujero de gusano, un acorazado betano cobró vida. Aceleró de manera sorprendente para tratarse de una nave tan grande: de hecho, su velocidad era comparable a la de ellos. Los siguió como una flecha.
—¡Ajá! —Ella dio una palmada llena de placer, y exclamó por el intercomunicador—: ¡Los hemos atraído! Ahora todos se mueven. ¡Oh, tanto mejor!
Las naves perseguidoras redujeron el ritmo, preparándose para virar y atacar a esta presa mucho mayor. Las cuatro naves que habían permanecido anteriormente en su puesto empezaron a virar también. Pasaron los minutos mientras maniobraban. Las últimas naves barrayaresas desperdiciaron pocos disparos en ellos, apenas algo más que un saludo, su atención atraída por el hermano mayor que les seguía. Sin duda, los comandantes de Barrayar consideraban que estaban en una buena posición táctica; se desplegaron en abanico y empezaron a disparar. La nave pequeña que precedía al navío de guerra estaba al otro lado de Escobar, sin ningún sitio al que ir. Podían abatirla a placer.
Ahora tenían los escudos bajados, y la aceleración caía a medida que la espantosa absorción de energía del proyector se cobraba su precio. Pero, minuto a minuto, el bloqueo barrayarés se alejaba más de su ratonera.
—Podemos continuar así unos diez minutos más —informó el ingeniero.
—Muy bien. Ahorre suficiente energía para convertirnos en chatarra cuando acabe. Si nos capturan, el Alto Mando no quiere que quede ni una molécula conectada a otra para que los barrayareses recompongan el rompecabezas.
—Qué crimen. Es una máquina muy hermosa. Me muero por echarle un vistazo por dentro.
Y es posible que mueras, si los barrayareses nos capturan
, pensó ella. Así que dirigió todos los ojos de su nave hacia la ruta que dejaban atrás. Lejos, muy lejos en la salida del agujero de gusano, el primer carguero betano auténtico cobraba vida y empezaba a dirigirse hacia Escobar, sin encontrar ninguna oposición. Era la más moderna incorporación a la flota mercante, carente de armas y escudos, reconstruida para hacer solamente dos cosas: llevar una carga pesada y correr como alma que lleva el diablo. Luego aparecieron la segunda y la tercera. Eso fue todo. Se perdieron en la distancia, con la suficiente ventaja para que los barrayareses no pudieran alcanzarlos.
El acorazado betano estalló con un espectacular juego de luces radiactivo. Por desgracia, era imposible disimular que se trataba de un cascarón.
¿Cuánto tiempo tardarán los barrayareses en darse cuenta de que les hemos tomado el pelo?
, se preguntó Cordelia.
Desde luego, espero que tengan sentido del humor
…
Su nave quedó quieta en el espacio, su energía casi agotada. Se sintió mareada, y advirtió que no era algo psicosomático. La gravedad artificial estaba fallando.
Se reunieron con el ingeniero jefe y sus dos ayudantes en la escotilla de la lanzadera, viajando con brincos de gacela que se fueron convirtiendo en saltitos de pájaro a medida que la gravedad rindió el alma. La lanzadera que iba a ser su vía de escape era un modelo simple, abarrotado e incómodo. Flotaron hasta su interior y sellaron la escotilla. El piloto se deslizó hasta la silla de control y se colocó el casco, y la lanzadera se apartó del costado de la nave moribunda.
El ingeniero flotó hasta Cordelia y le tendió una pequeña caja negra.
—Pensé que debería hacer usted los honores, capitana.
—Ja. Apuesto a que no mataría usted su propia cena tampoco —replicó ella, tratando de animar el ambiente. Habían servido juntos en su nave durante apenas cinco horas, pero dolía de todas formas—. ¿Estamos fuera de su alcance, Parnell?
—Sí, capitana.
—Caballeros —dijo ella, e hizo una pausa, mirándolos a los ojos uno a uno—. Gracias a todos. Aparten la mirada de la portilla izquierda, por favor.
Tiró de la palanca de la caja. Hubo un destello mudo de brillante luz azul, y una carrera general hacia la diminuta portilla inmediatamente después para ver el último resplandor rojo mientras la nave se plegaba sobre sí misma, llevándose a la tumba sus secretos militares.
Se estrecharon solemnemente las manos, algunos boca arriba, otros boca abajo, algunos flotando en otros ángulos, y luego se amarraron. Cordelia se colocó en el puesto de navegación junto a Parnell, se amarró, e hizo un rápido repaso de sus sistemas.
—Ahora viene lo difícil —murmuró Parnell—. Me sentiría más feliz con un impulsor máximo para intentar dejarlos atrás.