Fortunata y Jacinta (151 page)

Read Fortunata y Jacinta Online

Authors: Benito Pérez Galdós

BOOK: Fortunata y Jacinta
7.37Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Pero dónde está?... Don Plácido, Don Plácido —exclamó Segunda, descompuesta y furiosa—; me parece que va usted a ir al palo... Voy a dar parte a la justicia. Usted es un forajido, sí señor, no me vuelvo atrás... Usted nos ha birlado a la criatura.

—¡Atiza!... Pero mujer de Barrabás —retirándose por miedo a que Segunda le sacara los ojos—. ¿Quiere usted callarse? ¿No ve que su sobrina se muere?

—Porque usted me la ha matado, so verdugo, caribe, usted, usted.

—Dale con gracia... Habrá que ponerle un bozal. Voy a avisar a la Casa de Socorro.

—A la cárcel... es donde tiene que ir usted.

Y en aquel momento entró José Izquierdo, a quien su hermana quiso incitar para que acometiese al bueno de Estupiñá.
Platón
vacilaba, no dando a Segunda todo el crédito que esta creía merecer.

—Ea, que me voy cargando... y quien va a traer el juez soy yo —afirmó el anciano, dando una patada—. El chico está donde debe estar, y bien saben que yo no miento. Y si no, pregúntenle a su madre.

—Hija de mi vida —chillaba Segunda, abrazando y besando a su sobrina, que si no era ya cadáver, lo parecía—. Dinos lo que te han hecho, dímelo, corazón. ¡Ay, qué dolor de hija!...

—Usted —dijo Plácido a Izquierdo autoritariamente—, corra a llamar a ese señor boticario que suele venir, el que ahora la protege. Yo avisaré a otra persona, y vamos a escape, que la muerte nos coge la delantera.

Se escabulló sin esperar la opinión de Segunda.
Platón
, comprendiendo por instinto antes que por criterio, que las órdenes de Estupiñá eran más prácticas que las de la placera, salió y fue presuroso a la calle del Ave María.

La primera persona que llegó a la casa fue Guillermina, a quien Plácido enteró por el camino de cuanto había ocurrido. Subiendo la escalera, la santa dijo a su sacristán:

—Entre usted en su casa a esperar a Jacinta que vendrá en seguida. Adviértale que no quiero que suba. En cuanto pueda, bajaré yo. A Jacinta que no se mueva de aquí y me aguarde.

Cuando la fundadora entró, la enferma continuaba en el mismo estado. Segunda, llena de consternación, no hablaba ya de asesinato, y aunque no acababa de comprender el
robo del chiquillo
, no se atrevió a mentarlo ante la señora casera. Había intentado hacerle tomar a Fortunata fuertes dosis de
ergotina
; pero no pudo conseguirlo. Apretaba los dientes, y no había medio de traerla a la razón. Guillermina tuvo más suerte o puso en ejecución mejores medios, porque logró hacerle beber algo de aquel eficaz medicamento. Hubo gran barullo, aplicación precipitada de remedios diferentes, externos e internos. La santa y la placera, ambas con igual ardor, trabajaron por atajar la vida que se iba; pero la vida no quería detenerse, y ante la ineficacia de sus esfuerzos, las dos mujeres se pararon rendidas y desconsoladas. Fortunata miraba con expresión de gratitud a su amiga, y cuando esta le cogía la mano, trataba de hablarle; pero apenas podía articular algún monosílabo. Calladas, se hablaron mirándose.

—El Padre Nones va a venir —dijo la santa—; le mandé recado al salir de casa. Prepárese usted, hija mía, poniendo el pensamiento en Nuestro Señor Jesucristo; y como le pida perdón de sus pecados con verdadera contrición, se lo dará. ¿Se lo ha pedido usted?

Fortunata dijo que sí con la cabeza.

—Mi amiguita se ha enterado del regalo que usted le ha hecho, y está tan agradecida. Ha sido un rasgo feliz y cristiano.

En las nieblas que envolvían su pensamiento, la infeliz joven, al oír aquello del
rasgo
, se acordó de Feijoo y de sus prohibiciones; pero este recuerdo no la hizo arrepentirse de su acción.

—Jacinta me encarga que dé a usted las gracias. No le guarda ningún rencor. Al contrario; usted ha sabido arreglarse para dejar buena memoria de sí. Además, ella es de las pocas personas que saben perdonar. Imítela usted ahora, que no le vendría mal en este instante sofocar sus pasiones, amar a sus enemigos y hacer bien a los que la aborrecen. Hija mía —abrazándola—, ¿ha perdonado usted al hombre que tiene la culpa de todos sus males y que la ha arrastrado tantas veces al pecado?

Fortunata dijo que sí con la cabeza, y sus miradas daban a entender que aquel perdón era de los fáciles, porque el amor andaba de por medio.

—¿Perdona usted también a esa mujer de quien se suponía ofendida, y a quien usted ofendió de palabra y de obra, con o sin motivo?

Este perdón sí que era de los duros. Callose la santa observando a la diabla intranquila. Esta tenía la cabeza echada hacia atrás, moviéndola sobre la almohada con cierta inquietud, y sus miradas vagaban por el techo.

—¿Qué?, ¿duda usted?... Pues Dios, para perdonarnos, necesita saber si perdonamos nosotros antes. ¿Para qué quiere usted ahora ese odio mezquino? ¿De qué le sirve? De peso para impedirle subir al Cielo. Hay que arrojar ese plomo —abrazándola con más cariño—. Amiguita, hágalo por mí, por
el mono del Cielo
, que debe quedar aquí rodeado de bendiciones, no de maldiciones.

Fortunata se estremeció desde el cabello hasta los pies... Su respiración fatigosa indicaba el afán de vencer las resistencias físicas que entorpecían la voz.

—No necesita usted hablar —le dijo la santa—; basta que manifieste su intención respondiéndome con la cabeza. ¿Perdona usted a Aurora...?

La moribunda movió la cabeza de un modo que podría pasar por afirmativo, pero con poco acento, como si no toda el alma, sino una parte de ella afirmase.

—Más, más claro.

Fortunata acentuó un poquitito más, y sus ojos se humedecieron.

—Así me gusta.

Entonces resplandeció en la cara de la infeliz señora de Rubín algo que parecía inspiración poética o religioso éxtasis, y vencida maravillosamente la postración en que estaba, tuvo arranque y palabras para decir esto:

—Yo también... ¿No lo sabe usted...? Soy ángel...

Y algo más expresó; pero las palabras volvieron a ser ininteligibles, y en la cara le quedó una expresión de dicha inefable y reposada. La santa estuvo un instante sin saber qué actitud tomar.

—¡Ángel...! Sí —dijo al fin—; lo será, si se purifica bien. Amiga querida, es preciso prepararse con formalidad. El Padre Nones va a venir, y él le dará a usted consuelos que yo no puedo darle... Ahora recuerdo que usted tenía una idea maligna, origen de muchos pecados. Es preciso arrojarla y pisotearla... Busque, rebusque bien en su espíritu y verá cómo la encuentra; es aquel disparate de que el matrimonio, cuando no hay hijos, no vale... y de que usted, por tenerlos, era la verdadera esposa de... Vamos —con extraordinaria ternura—, reconozca usted que semejante idea era un error diabólico a fuerza de ser tonto, y prométame que ha de renegar de ella y que no la olvidará cuando el amigo Nones la confiese. Mire usted que si se la lleva consigo le ha de estorbar mucho por allá.

La
Pitusa
no expresaba nada, por lo cual su fervorosa amiga volvía al ataque con más brío y pasión.

—Fortunata, hija mía, por el cariño que me tiene, y que yo no me merezco, por el que yo le he tomado y que le conservaré toda mi vida, le pido que se arranque esa idea, y la arroje aquí, como si fuera un adorno de los que se ponen las pecadoras, un lunar postizo, un colorete. Eso no sirve allá, como no le sirva al demonio para hacer de las suyas... Se la arranca usted, ¿sí o no? Hágalo por mí, para que yo me quede tranquila.

Fortunata volvió a tener la llamarada en sus ojos, al modo de un reflejo de iluminación cerebral, y en su cuerpo vibraciones de gozo, como si entrara alborotadamente en ella un espíritu benigno. La voluntad y la palabra reaparecieron; pero sólo fue para decir:

—Soy ángel... ¿No lo ve?...

—Ángel, sí; bueno, esa convicción me gusta —con inquietud—. Pero yo quisiera...

Interrumpió a la señora la aparición del Padre Nones, que no cabía por la puerta, y tuvo que inclinarse para poder entrar. Toda la estancia se llenó de una negrura triste y severa.

—Aquí estoy,
maestra
» dijo el anciano, y la dama se levantó para dejarle el asiento.

Algo susurraron los dos antes de que ella se retirara. Nones habló cariñosamente a la enferma, que le miraba con empañados ojos, sin dar ninguna respuesta a sus palabras... Por fin, echó una voz que parecía infantil, voz quejumbrosa y dolorida, como de una tierna criatura lastimada. Lo que Nones creyó entender entre aquellas articulaciones de indefinible sentimiento fue esto: «¿No lo sabe?... soy ángel... yo también...
mona del Cielo
».

Y siguió su exhortación el cura, diciendo para sí: «Trabajo perdido... cabeza trastornada».

Y en alta voz:

—Ángel, sí; pero es preciso, hija mía, confesar la fe de Cristo, consagrar a ella nuestros últimos pensamientos y pedirle con el corazón que nos perdone. Es tan bueno, tan bueno, que no niega su amparo a ningún pecador que se llegue a Él por empedernido que sea... Lo principal es tener un interior puro, un...

La miró alarmado. ¿Había dicho algo? Sí; pero Nones no pudo enterarse. Fue sin duda aquello de
soy ángel
, y luego inclinó la cabeza como quien se va a dormir. El sacerdote la miró más de cerca, y en alta voz dijo:

—Maestra, maestra, venga usted.

Entró Guillermina y ambos la observaron.

—Creo —dijo Nones— que ha concluido. No ha podido confesar... Cabeza trastornada... ¡Pobrecita! Dice que es ángel... Dios lo verá...

La maestra y el cura se pusieron a rezar en voz alta. Segunda empezó a escandalizar, y en aquel momento llegaba Segismundo, quien sabedor en la escalera de lo que ocurría, entró en la casa y en la alcoba más muerto que vivo.

—15—

M
ientras estuvo allí el Padre Nones, Ballester se mantuvo en una actitud consternada, contemplando el lastimoso cuadro con el respeto que infunden los muertos, y encerrando su dolor en una compostura que tenía cierta corrección. Pero cuando no quedaron allí más testigos que la santa y Segunda, el buen farmacéutico creyó que no tenía para qué sujetar la onda impetuosa que del corazón le salía, y llegándose al cuerpo todavía caliente de su infeliz amiga, la abrazó, y estampó multitud de besos en su frente y mejillas.

—¡Ah!, señora —dijo a la fundadora, secándose las lágrimas—; veo que se asombra usted de... de verme llorar así, y de estas demostraciones... Es que yo la quería mucho... era mi amiga... iba a ser mi querida... digo... no, dispense usted, éramos amigos... Usted no la conocía bien; yo sí... Era un ángel... digo, debía serlo, podría serlo; dispense usted, señora, no sé lo que me digo; porque me ha llegado al alma esta desgracia. No la esperaba... Ha sido un descuido. Ella misma, con los disparates que hacía... porque era de estos ángeles que hacen muchos disparates... ¿Me entiende usted?... ¡Pobre mujer... tan hermosa y tan buena!... La hemorragia ha provenido sin duda de no haberse verificado la involución... Me lo temía... La salida antes de tiempo, la agitación moral... Añada usted descuidos, falta de asistencia, de vigilancia, y de una autoridad que se le hubiera impuesto. ¡Ah!, si yo hubiera estado aquí. Pero no podía, no podía. Mis obligaciones... ¡Ah!, señora, crea usted que tengo el corazón destrozado, y que tardaré en consolarme de esta pesadumbre... La había tomado yo tanto cariño, que a todas horas la tenía en el pensamiento. Mi destino me ligaba a ella, y hubiéramos sido felices, sí, felices, créalo usted... Nos habríamos ido a otro país, a un país lejano, muy lejano. Con permiso de usted, la voy a besar otra vez. No la había besado nunca. No me atrevía, ni ella lo habría consentido, porque era la persona más honrada y honesta que usted puede imaginar.

Guillermina sentía tanto asombro como lástima ante las demostraciones de aquel buen hombre que con tanta franqueza se expresaba. Poco a poco fue tomando el dolor de Segismundo acentos más tranquilos, y sentado a la cabecera del lecho mortuorio, habló con la santa de un asunto que necesariamente y por la fuerza de la realidad se imponía.

—¡Ah!, no señora; dispense usted. Los gastos del entierro los pago yo. Quiero tener esa satisfacción. No me la quite usted, por Dios...

—Pero, hijo —replicó la fundadora—, si usted es un pobre. ¿Qué necesidad tiene de ese gasto? Si no hubiera más remedio, muy santo y muy bueno. Pero no sea usted tonto y guarde su dinero, que bastante falta le hace. Esta obligación la pagará quien debe pagarla, y no digo más: al buen entendedor...

No dándose por vencido, Ballester persistió en su idea: pero Guillermina hubo de machacar tanto, que al fin se la quitó de la cabeza. Segunda y sus dos compañeras de plazuela amortajaron a la infeliz señora de Rubín, y en tanto el farmacéutico se ocupaba con incansable actividad en los preparativos del entierro, que debía de ser a la mañana siguiente. En todo aquel día no abandonó la casa mortuoria. Al mediodía estaba solo en ella, y el cuerpo de Fortunata, ya vestido con su hábito negro de los Dolores, yacía en el lecho. Ballester no se saciaba de contemplarla, observando la serenidad de aquellas facciones que la muerte tenía ya por suyas, pero que no había devorado aún. Era el rostro como de marfil, tocado de manchas vinosas en el hueco de los ojos y en los labios, y las cejas parecían aún más finas, rasgueadas y negras de lo que eran en vida. Dos o tres moscas se habían posado sobre aquellas marchitas facciones. Segismundo sintió nuevamente deseos de besar a su amiga. ¿Qué le importaban a él las moscas? Era como cuando caían en la leche. Las sacaba, y después bebía como si tal cosa. Las moscas huyeron cuando la cara viva se inclinó sobre la muerta, y al retirarse tornaron a posarse. Entonces Ballester cubrió la faz de su amiga con un pañuelo finísimo.

Guillermina volvió más tarde. Subía del cuarto de Plácido a decir a Ballester algo referente al entierro. Un rato hablaron, y como ella se mostrase recelosa de que el marido de la difunta fuese por allá y armara un escándalo, el farmacéutico la tranquilizó diciéndole:

—No tema usted nada. Esta mañana hemos conseguido encerrarle. Está furioso el infeliz, y costó Dios y ayuda quitarle un maldito revólver que ha comprado y con el cual quiere fusilar a las pobres
Samaniegas
y a otra persona que suele pasear por el barrio. La célebre Doña Lupe estaba con el alma en un hilo. Acudimos Padilla y yo, y con gran trabajo pudimos desarmar al filósofo y encerrarle en su cuarto, donde quedó dando cabezadas contra las paredes y pegando unos gritos que se oían desde la calle.

Other books

Borges y la Matemática by Guillermo Martínez
The Sport of Kings by C. E. Morgan
Ravenous by Ray Garton
Forbidden by Syrie James, Ryan M. James
Arrested Pleasure by Holli Winters
Parallel by Shana Chartier
La Patron's Christmas by Sydney Addae