Fortunata y Jacinta (150 page)

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Authors: Benito Pérez Galdós

BOOK: Fortunata y Jacinta
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Fortunata, desde que su tía empezó a hablar, lloraba a lágrima suelta; pero al oír lo de que iban a ser marquesas, una ráfaga de jovialidad pasó por encima de la onda de tristeza, y la joven se echó a reír con la cara anegada en llanto.

—No, no te rías; tanto como marquesas no; ni para qué queremos nosotras ser
títulas
; pero lo que es nuestro coche no nos lo quita nadie... Yo te aseguro que si hoy viene la Jacinta, tiene que subir... Verás qué prontito viene el otro... Claro, cuando no esté aquí su mujer... Me
paice
a mí que su mujer, de esta hecha se tendrá que ir a plantar cebollino. Tú, tú eres la que va a subir al trono ahora, o no hay equidad en la tierra... Y no digan que eres casada y que tu hijo se tiene que llamar Rubín... ¡Qué comedia! Tú eres mayormente viuda y libre, porque a tu marido cuéntale como que está en gloria... Y bien saben todos que a la vuelta lo venden tinto, y el chico en la cara trae la casta, y lo que es la pensión verás cómo te la dan.

Fortunata no se rió más, ni Segunda dijo nada que excitase su hilaridad. Hasta la madrugada estuvo la tía acompañándola, y viéndola relativamente sosegada, se fue a descabezar un sueño antes de bajar al mercado. A poco de quedarse sola, la joven sintió dentro de sí una cosa extraña. Se le nublaron los ojos, y se le desprendía algo en su interior, como cuando vino al mundo Juan Evaristo; sólo que era sin dolor ninguno. No pudo apreciar bien aquel fenómeno, porque se quedó desvanecida. Al volver en sí advirtió que era ya día claro, y oyó el piar de los pajarillos que tenían su cuartel general en los árboles de la Plaza Mayor y en las crines de bronce del caballo de Felipe III. Fue a coger a su hijo en brazos, y apenas podía con él. Le faltaban las fuerzas; ¡pero de qué manera!, y hasta la vista parecía amenguársele y pervertírsele, porque veía los objetos desfigurados y se equivocaba a cada momento, creyendo ver lo que no existía. Se asustó mucho y llamó; pero nadie vino en su auxilio. Después de llamar como unas tres veces, fue a llamar la cuarta, y... aquello sí era grave; no tenía voz, no le sonaba la voz, se le quedaba la intención de la palabra en la garganta sin poderla pronunciar. Dio algunos toques con los nudillos en el tabique; pero al fin su mano se quedó como si fuera de algodón; daba golpes con ella, y los golpes no sonaban. También podía ser que sonaran y ella no los oyera. Pero ¿cómo no los oía Segunda, que estaba al otro lado del tabique? Luego, el brazo se puso también como carne muerta, resistiéndose a moverse. «¿Será que me estoy muriendo?» pensó la joven, echando miradas a su interior. Pero poco pudo ver allí, por estar el interior a oscuras o fantásticamente iluminado. Todas sus ideas sufrieron trastornos más o menos febriles, las imágenes se disfrazaron, cual si fuesen a las máscaras, tomando cara y apariencia de lo que no eran, y la única sensación dominante con alguna claridad en aquel desorden fue la de estar inmóvil y rígida, con los movimientos involuntarios suspendidos y los voluntarios desobedientes al deseo. A su parecer no respiraba; el oído y la vista daban de rato en rato alguna impresión fugaz de la vida exterior; pero estas impresiones eran como algo que pasaba, siempre de izquierda a derecha. Creyó ver a Segunda y oírla hablar con Encarnación; pero hablaban a la carrera, como seres endemoniados, pasando y perdiéndose en un término vago que caía hacia la mano derecha. El piar de pájaros también se precipitaba en aquel sombrío confín, y los chillidos con que Juan Evaristo pedía su biberón.

Pasado cierto tiempo, indeterminado para ella, recobró sus sentidos y pudo moverse, apreciando fácilmente la realidad.

—¿Quién eres tú? —preguntó a Encarnación, única persona que estaba a su lado—. ¡Ah!, ya te conozco... ¡Qué tonta soy! ¿No está mi tía?

Díjole la chiquilla que la señá Segunda había bajado al mercado, y que subió con la leche para el niño, y después se volvió a marchar. Sacó Fortunata de aquel desvanecimiento una convicción que se afianzaba en su alma como las ideas primarias, la convicción de que se iba a morir aquella mañana. Sentía la herida allá dentro, sin saber dónde, herida o descomposición irremediables, que la conciencia fisiológica revelaba con diagnóstico infalible, semejante a inspiración o numen profético. La cabeza se le había serenado; la respiración era fácil aunque corta; la debilidad crecía atrozmente en las extremidades. Pero mientras la personalidad física se extinguía, la moral, concentrándose en una sola idea, se determinaba con desusado vigor y fortaleza. En aquella idea vaciaba, como en un molde, todo lo bueno que ella podía pensar y sentir; en aquella idea estampaba con sencilla fórmula el perfil más hermoso y quizás menos humano de su carácter, para dejar tras sí una impresión clara y enérgica de él. «Si me descuido —pensó con gran ansiedad—, me cogerá la muerte, y no podré hacer esto... ¡Qué gran idea!... Ocurrírseme tal cosa es señal de que voy a ir derecha al Cielo... Pronto, pronto, que la vida se me va...». Llamando a Encarnación, le dijo:

—Chiquilla, vete corriendito al cuarto de abajo, y le dices a Don Plácido que le necesito... ¿Entiendes?, que le necesito, que suba... Anda, no te detengas. Ya debe de estar ahí, de vuelta de la iglesia, tomándose su chocolate... Anda prontito, hija, y te lo agradeceré mucho.

En el tiempo que estuvo fuera Encarnación, la diabla no hizo más que dar a su hijo muchos besos, diciéndole mil ternezas. El chico estaba despierto, y callado la miraba, y aunque nada decía, a ella se le figuró que hablaba... «Estarás tan ricamente... hijo mío. No te querrán tanto como yo, pero sí un poquito menos... Me estoy muriendo... qué sé yo qué tengo... La medicina esa... yo la tomaría... ¿Dónde está?... ¡Encarnación!... Pero si ha ido abajo... Parece que me voy en sangre... Hijo mío, Dios me quiere separar de ti; y ello será por tu bien... Me muero; la vida se me corre fuera, como el río que va a la mar. Viva estoy todavía por causa de esta bendita idea que tengo... ¡Ah!, qué idea tan repreciosa... Con ella no necesito Sacramentos; claro, como que me lo han dicho de arriba. Siento yo aquí en mi corazón la voz del ángel que me lo dice. Tuve esta idea cuando estaba aquí sin habla, y al despertar me agarré a ella... Es la llave de la puerta del Cielo... Hijo mío, estate calladito, y no chistes, que si tu mamá se va es porque Dios se lo manda... ¡Ah!, Don Plácido, ¿está usted ahí?...».

—Sí, señora —dijo el hablador entrando en la alcoba con los ademanes más oficiosos del mundo—. ¿Qué se le ofrece a usted? La señora me ha encargado...

—Amigo, hágame el favor de traer pluma y papel... Espere; deme la medicina, esos polvos amarillos... ¿Cuáles?, no sé... Pero deje, deje, que me tiene que escribir una carta.

—¡Una carta!... Pero antes... —revolviendo en la mesa de noche—. ¿Qué medicamento quiere?

—Ninguno, ¿ya para qué?... Ándese pronto, que me voy... que me muero.

—¡Que se muere! Vamos... no bromee usted.

—Don Plácido, si no me sirve para esto, llamaré a otra persona. Si pudiera esperar a Ballester; pero no, no me da tiempo...

—No, hija, no hay que apurarse. Voy por el tintero.

Y no tardó cinco minutos en volver, y al entrar de nuevo en la alcoba, vio que Fortunata se había incorporado en su cama con el chiquillo en brazos, y que después, entre ella y Encarnación, le ponían bien abrigadito en su cuna de mimbres, la cual venía a ser como un canasto. Le pusieron entre las manos su biberón para que no alborotase, y cubriéronle con un pañuelo finísimo de seda. Estupiñá no entendía una palabra, ni veía la relación que la pluma y papel pudieran tener con lo que veía.

—Don Plácido —dijo Fortunata con mucha animación—; hágame el favor de escribir... Aquí no hay mesa. Chiquilla, tráele el tablero de las damas. Déjate de medicinas... ¿Para qué ya?... Vaya, Don Plácido, prepárese; verá qué golpe... Se me ocurrió una idea, hace poco, cuando estaba sin habla, al punto que me entraba también la idea de mi muerte... Ponga ahí lo que yo le diga: «Señora Doña Jacinta. Yo...

—Yo... —repitió Plácido.

—No, hay que empezar de otra manera... No se me ocurre. ¡Qué torpe soy! ¡Ah!, sí, ponga usted: «Como el Señor se ha servido llevarme con Él, y ahora se me alcanza lo mala que he sido...». ¿Qué tal? ¿Va bien así?

—Lo mala que he sido...

—En fin, siga usted poniendo lo que le digo... «No quiero morirme sin hacerle a usted una fineza, y le mando a usted, por mano del amigo Don Plácido, ese
mono del Cielo
que su esposo de usted me dio a mí, equivocadamente...». No, no, borre el
equivocadamente
; ponga: «que me lo dio a mí robándoselo a usted...». No, Don Plácido, así no, eso está muy mal... porque yo lo tuve... yo, y a ella no se le ha quitado nada. Lo que hay es que yo se lo quiero dar, porque sé que ha de quererle, y porque es mi amiga... Escriba usted. «Para que se consuele de los tragos amargos que le hace pasar su maridillo, ahí le mando al verdadero
Pituso
. Este no es falso, es legítimo y
natural
, como usted verá en su cara. Le suplico...

—Le suplico...

—Usted póngalo todo muy clarito, Don Plácido; yo le doy la idea. Pues «le suplico que le mire como hijo y que le tenga por
natural
suyo y del padre... Y mande a su segura servidora y amiga, que besa su mano...». ¿Qué tal? ¿Está con finura?... Ahora, veremos si puedo echar mi nombre... Me tiembla mucho el pulso... Tráigame la pluma...

Puso un garabato, y luego mandó a Estupiñá abriese la cómoda y sacara la inscripción de las acciones del Banco. Después de revolver mucho, fue encontrado el documento.

—Eso —dijo Fortunata—, se lo da usted a mi amiga Doña Guillermina.

—Pero no vale sin transferencia —replicó el hablador examinando el papel.

—¿Sin qué?

—Sin transferencia en toda regla.

—Pamplinas. Es mío, y yo lo puedo dar a quien quiera. Coja usted la pluma, y ponga que es mi voluntad que esas acciones sean para Doña Guillermina Pacheco. Le echaré muchas firmas debajo, y verá si vale.

Aunque Estupiñá no creía válida aquella manera de testar, hizo lo que se le mandaba.

—Ahora, amigo —dijo ella, perdiendo gradualmente el uso de la palabra—, coja usted a mi hijo y lléveselo... ¡Ay!, déjemelo besar otra vez... Aguarde a que me muera... No; lléveselo antes de que venga mi tía, o mi marido, o Doña Lupe... gente mala. Pueden venir, y ya ve usted... qué compromiso. No me dejarán hacer mi gusto, me enfadaré, y no me moriré tan santamente... como quiero morirme.

No dijo más. Plácido, acercándose a contemplarla, se asustó extraordinariamente. Creyó que estaba muerta o que le faltaba poco para morirse; mandó a Encarnación en busca de Segunda y de José Izquierdo, y cogiendo la cesta en que Juan Evaristo dormía, la puso en la sala. «No me determino a llevármelo —pensó el buen viejo—. Pero al mismo tiempo, si esos brutos se empeñan en impedirme que me lo lleve... ¡Ah!, no; yo cargo con él, y que tiren por donde quieran». Cogió la cesta, y bajándola a su casa con toda la rapidez que le permitían sus piernas no muy fuertes, azorado como ladrón o contrabandista, volvió a subir y se aproximó a la enferma, mirándola tan de cerca, que casi se tocaban cara con cara.

—Fortunata...
Pitusa
—murmuró echando
talmente
la voz en el oído de la joven.

A la tercera o cuarta llamada, Fortunata movió ligeramente los párpados, y desplegando los labios, apenas dijo:


Nene
...

—14—

«¡
C
aracoles!, esta mujer se va... ¡Y yo solo aquí con ella!, y el crío allá abajo. ¡Van a decir que le he robado! Anda, los ladrones serán ellos. Que digan lo que quieran. ¿A mí, qué? Les presento el papelito firmado por ella, y en paz. ¡Pobre mujer! —contemplándola horrorizado—. ¡Virgen del Carmen, si se va en sangre!... Pero esta gentuza, ¿cómo es que la abandona así? ¿No vieron el peligro? Y ese médico, ¿en qué está pensando?... ¡Qué compromiso! ¿Y qué le diría yo?... Aquí hay medicinas; se las daré. Pero ¿y si me equivoco? Cuidado con las drogas, Plácido, y no hagas una barbaridad. Esperaremos. Pero qué... si cuando vengan ya estará ella en el otro barrio. Dios la perdone y le dé lo que más le convenga... Es preciso tratar de animarla...» Hablándole al oído:

—Fortunata, Fortunatita, abra usted los ojos, y no se nos muera así tan tontamente... Le traeré el Viático, si quiera la Santa Unción... ¡Eh!, hija, chica... Quiá, no se entera... Esto está perdido. Hija mía, piense usted en Dios y en la Santísima Virgen; invóqueles en esta hora tremenda y la ampararán... Nada, como si le hablaran en griego; no oye, o es que está tan aferrada a la maldad que no quiere que se le hable de religión. Voy a tocar otro registro —con malicia—. Fortunata, buena moza, mire usted quién está aquí... despierte y verá... ¿No le conoce? Es aquel sujeto, el señor Don Juanito que viene a ver a su... dama... Mírele, mírele tan afligido de verla a usted malita. —Hablando para sí—. ¡Cómo se sonríe la picarona! ¡Ah!, está dañada hasta el tuétano. Abre los ojos y le busca con las miradas. Es como los borrachos, que aunque estén expirando, si les nombran vino, parece que resucitan... ¡Como no se salve esta! Al infierno se va de cabeza... Vean qué manera de arrepentirse. Le nombro a Nuestro Divino Redentor y a María Santísima del Carmen, y como si tal cosa... Sorda como una tapia. Pero le nombro al señorete, y ya la tiene usted tan avispada, queriendo vivir, y sin duda con intenciones de pecar. ¡Ah!, cualquier día se salva esta... Me parece que sube ya la tía. Oigo sus resoplidos como los de una loba marina... Sí, aquí vienen —saliendo al pasillo y hablando con Segunda, que subía sofocadísima precedida de Encarnación—. ¡Vaya una calma que tiene usted! Se ha puesto muy mala, pero muy mala».

Apenas entró en la alcoba, Segunda empezó a dar gritos.

—¡Hija de mi alma, me la han matado, me la han matado, me la han asesinado! ¡Ay, qué carnicería! ¡Cómo está!... Me la han matado... ¿Y el niño? Nos le han robado, nos le han robado...

—Atienda a su sobrina, y vea si la puede salvar —dijo Estupiñá cogiéndola por un brazo—, y déjese de asesinatos, y de robos de hijos, y no sea usted mamarracho.

—Niña de mi alma... ¿Pero qué? Fortunata... ¿Te han matado, o qué es esto? A ver, cordera, ¿tienes heridas?
Paice
que te han dado cien puñaladas... Pero estás viva. Cuéntame qué ha sido, ¿quién ha sido? ¿Y tu niño, nuestro niño, dónde está? ¿Te lo quitaron?...

—Llame usted al médico —indicó Plácido con ira—. ¿Dónde vive? Yo le avisaré... Y no se cuide del niño, que está mejor que quiere, y nada le falta.

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