Fortunata y Jacinta (103 page)

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Authors: Benito Pérez Galdós

BOOK: Fortunata y Jacinta
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Mauricia parecía melancólica y sosegada.

—¡Qué señora esa! —exclamó Fortunata—. ¿Habrá nacido de madre como nosotras?

—Apuesto a que no —replicó la Dura—. ¡Qué mujer!... El día que me quiso sacar de esos indinos protestantes, me entró el toque y la insulté... ¡Qué mala fui!... —Iba a soltar un terno; pero se contuvo, porque le estaba absolutamente prohibido pronunciar palabras feas, siendo esto para ella un gran martirio, a causa de la poca variedad de términos de su habitual lenguaje...— Y ella, como si le dijeran niña bonita... No has visto otra. ¡
Mia
que traerme aquí y cuidarme como me cuida! ¡Re...! No sé cómo hablar... ¡
Mia
que esto que hace conmigo!... Es prima hermana del Nazareno; no hay quien me lo quite de la cabeza... Figúrate lo que suponemos nosotras al compás de ella... ¡Nosotras que hemos sido unos peines...! Es que ni arrepentidas valemos para descalzarle el zapato. Pues déjate que venga la otra... también aquella es de la piel de Cristo...

—¿Quién?

—La amiguita, la que protege a mi niña...

Fortunata vio delante de sí, súbitamente, una oscura niebla que se le iba encima... El corazón le dio un salto...

—Jacinta —dijo—; pues qué, ¿también viene aquí esa?

—Ayer estuvo... Ella misma traía mi niña. Mira; créetelo porque te lo digo yo: cuando entró
paicía
que entraba una luz en el cuarto.

Fortunata sentía ganas de echar a correr.

—¿Pero todavía le tienes tirria?... ¡Ay, qué mala eres! Perdónala, que bien lo merece. Te quitó tu hombre; pero ella no tenía culpa. ¡Qué roña!... ¡Ay!, se me escapó. Palabra fea, vuélvete para adentro; no, quédate fuera... Pues chica, no seas pava... ¿Crees tú, que el mejor día no te vuelve a querer tu Don Juan?... Como si lo viera. Cuando una se va a morir, ve las cosas claras, muy claritas; la muerte la alumbra a una, y yo te digo que tu señor volverá contigo. Es ley, hija, es ley, que no puede faltar... Y si me apuras, te diré que a Jacinta no se le importa un pito. A cuenta que no le quiere nada... Estas casadas ricas, como viven con
tantismo
regalo, no quieren a sus maridos... quieren a otros. No lo digo por ella, Dios me oiga, aunque sabe Dios lo que hará, lo cual no quita que sea mayormente un ángel y que reparta muchas caridades.

Fortunata no decía nada. La enferma se inclinó hacia ella, y dándose unos aires evangélicos, en el tono que podría emplear un pastor de almas, le amonestó así:

—Arrepiéntete, chica, y no lo dejes para luego. Vete arrepintiendo de todo, menos de querer a quien te sale de
entre ti
, que esto no es, como quien dice, pecado. No robar, no
ajumarse
, no decir mentiras; pero en el querer, ¡aire, aire!, y caiga el que caiga. Siempre y cuando lo hagas así, tu miajita de cielo no te la quita nadie.

Algo iba a contestarle su amiga; pero no pudo porque entró Doña Lupe dándole prisa para marcharse. Era un poco tarde y tenían que ir a otra parte antes de regresar a casa. Despidiéronse con promesa de volver al día siguiente, y salieron. Por la calle hablaban de Guillermina, de quien dijo la de Jáuregui:

—Es una mujer esa que electriza; y cuando se la trata, sin querer se vuelve una también algo santa... Cincuenta y tres reales me debía Mauricia. Yo, de todas maneras, se los había perdonado; pero ahora, créelo, me alegraría de que me debiera lo menos doscientos, para perdonárselos también.

—2—

D
os horas antes de la señalada para que Mauricia recibiera a Dios, ya estaba allí la fundadora.

—Pero Severiana, ¿en qué estás pensando? —fue lo primero que dijo al entrar por el pasillo—. Quita de aquí esta artesa. ¡Vaya un adorno! Ropa sucia y agua de jabón...

—Señorita, lo iba a quitar... Pase usted. Me han dicho las vecinas que las dos láminas de Napoleón que caen al lado del altar deben quitarse, porque era muy protestante,
masónico
y...

—Déjate de tonterías... ¿Y cómo está esta pájara hoy? ¿Qué tal, hija?

Aquel día estaba bastante aplanada, las manos más temblorosas, respirando lentamente, aunque sin gran fatiga, con invencible tendencia a permanecer muda y quieta, los ojos vagando por el techo o por la pared de enfrente, cual si siguiera el vuelo de una mosca.

Enterose la dama minuciosamente de cómo había pasado la noche, de quiénes se quedaron a velarla, de lo que había dicho el médico en la visita de la mañana. A todo contestó Severiana: el doctor había mandado que se le diera doble dosis de
la nuez cómica
, seguir con las cucharadas por la noche, las papeletitas por el día, y a sus horas el Jerez o Pajarete. Guillermina, sin dejar de oír esto, empezaba a poner su atención en otra cosa. Frente a la ventana y formando ángulo recto con la cama habían puesto la mesa, que debía ser altar, y en ella estaba de rodillas Juan Antonio, el marido de Severiana, fijando en la pared todos los clavos que creía necesarios para suspender la decoración proyectada.

—No clavetee usted más, por Dios... Parece que va a derribar la casa... Y que el ruido la molestará... ¿Pero qué van a poner ustedes ahí?

La comandanta entró con unos pedazos de damasco rojo y amarillo, que habían sido cortinas cuarenta años antes, pasando después por distintos usos. Con aquella tela se forraría la pared, formando la bandera española, y en el centro se pondría una lámina del Cristo del Gran Poder, propiedad de la portera.

—No me parece mal —dijo Guillermina, sacando del estuche sus anteojos y calándoselos—. A ver, Juan Antonio, si se luce usted. ¿Y flores, no tenemos?

—De trapo... verá usted —replicó Severiana llevando a la señora a su alcoba y mostrándole un montón de flores de papel dorado, tul y talco extendidas sobre la cama.

Había también allí cintas de cigarros, y esas rosas con hojas plateadas que sirven para decorar los pitos de San Isidro.

—Esto es muy feo —opinó la santa—, ¿pero no hay naturales, o siquiera ramaje?

—Sí señora... El vecino del 6, que es no sé qué de la Villa, me ha prometido traer rama de pino y carrasca. Esto lo pondrá Juan Antonio por arriba haciendo cenefas...

—Buscar algún bonito tiesto de
bonibus
, hija; no se os ocurre nada —dijo Guillermina, volviendo a la sala—, y en las ramas verdes atáis flores de trapo, y resulta muy bonito—. Vaya, Juan Antonio, no más clavazón; ya están bien sujetas las cortinas. Ahora, cuélgueme usted la Virgen de las Angustias debajo del Señor, y a los lados...

La comandanta entró trayendo un cuadrote que representaba a Pío IX echando la bendición a las tropas españolas en Gaeta. Para hacer juego, propuso Juan Antonio poner al otro lado la
Numancia
. Guillermina vaciló en dar su asentimiento; pero al fin... una risita y un guiño resolvieron la duda.

—Poner el barquito, ponerlo, que todo lo de la mar es de Dios.

Salió luego al corredor, y habiendo notado que la escalera no estaba barrida aún, llamó a la portera.

—¿Pero usted en qué está pensando? ¿No le han dicho que hoy viene el Señor a esta casa? ¡Y está ese portal que da asco mirarlo! Coja usted la escoba mujer. Si no, la cogeré yo. Qué, ¿se cree usted que no lo hago como lo digo?

La portera vio que Doña Guillermina se quitaba el manto.

—No, señorita, no sea tan viva de genio. Barreremos... pero ya verá lo que tarda esta granujería en volver a ensuciarlo».

—Pues lo vuelve usted a barrer.

Bajó la señora al patio, donde había entrado un ciego tocando la guitarra y estaban algunos chiquillos jugando a los toros.

—Eh, niños, hoy es preciso que tengamos mucha formalidad. Y cuidadito con echarme basura en el portal y en la escalera. Estas eneas y juncos que habéis esparcido en el patio, me los vais a recoger y entregárselos a su dueño.

Los chicos oyeron esto sin chistar. En el fondo del patio se había establecido un sillero que hacía fondos de junco y tenía montones de ellos arrimados a la pared, los unos teñidos de rojo y puestos a secar, los otros sin teñir, cortados y apilados. Eran enemigos jurados de este industrial los
chavales
de la vecindad, que bonitamente le robaban los juncos para sus juegos y diabluras. Al ver a la santa parlamentando con ellos, salió de su tenducho y encarándose con la infantil cuadrilla, les dijo:

—Ya veis, gateras, lo que
vus
dice la señorita. Que
vus
estéis quietos, que
vus
estéis callados, que si no,
vus
llevará a todos a la cárcel.

—Tiene razón el maestro Curtis —dijo la fundadora, poniendo la cara más severa que le fue posible—. A la cárcel van atados codo con codo, si no se portan hoy como es debido, hoy que viene a honrar esta casa el...

La interrumpió un sacerdote anciano que entró y fue derecho hacia ella. Era el Padre Nones.

—Buenos días, maestra. Ya está usted en planta, oficiando de capitana generala.

—Tengo que estar en todo. Si yo no tratara de enseñar a esta gente la buena crianza, vendría usted luego con el Santísimo y tendría que entrar pisando lodo, y cuanta inmundicia hay.

—¿Y qué importa? —observó Nones riendo.

—Claro que no importa; pero ¿por qué no hemos de tener limpieza y decoro delante del Señor, siquiera por estimación de nosotros mismos? Se limpia la casa cuando vienen el teniente alcalde y el médico del Ayuntamiento con sus bastones de borlas, y se ha de dejar sucia cuando viene el... Pero cállese usted hombre, por amor de Dios.

Esto se lo decía al ciego de la guitarra, que habiéndose enterado de la presencia de la señora, quiso que esta conociera la suya, y se acercaba tanto, que al fin parecía querer meterle por los ojos el mango del instrumento. Al propio tiempo tocaba y cantaba hasta desgañitarse...

—Que se calle usted... por amor de Dios... Nos deja sordos —dijo la santa sacando su portamonedas—. Tenga, y a la calle a cantar. Hoy no quiero aquí fandangos. ¿Me entiende?

Marchose el porfiado ciego, y la fundadora siguió hablando con el Padre Nones:

—Suba usted a ver si me la reconcilia y le da la última pasadita. Paréceme que no está muy bien dispuesta. La encuentro peor de la enfermedad del cuerpo; y en cuanto al alma, cada vez la entiendo menos. ¡Qué ideas tan extrañas! Arriba, arriba. Nos veremos luego. Yo no me voy ya de la casa hasta que se acabe todo.

Subió Nones, y la dama, después de recomendar al sillero y a otros vecinos que barrieran la delantera de las respectivas puertas, iba a subir también; pero le interceptaron el paso dos sujetos que bajaban. Era el uno Don José Ido del Sagrario, a quien no conocerían los testigos de sus románticas hazañas al principio de esta historia, según estaba ya de bien trajeado y limpio. Visto por detrás, parecía otra persona; mas de frente, lo desengonzado de su cuerpo, la escualidez carunculosa de su cara y el desarrollo cada vez mayor de la nuez, le declaraban idéntico a sí mismo. El que le acompañaba era un infeliz músico, habitante en el segundo patio y en el mismo cuchitril en que anidara antes Izquierdo. Lo primero que se notaba en él era la gran bufanda que le envolvía el cuello subiendo en sus vueltas hasta más arriba de las orejas, y descendiendo hasta el pecho. Llevaba gorra con galón, y de la bufanda para abajo toda la ropa era de purísimo verano, y además adelgazada por el uso. Temblaba de frío, y con el brazo derecho oprimía los aros broncíneos de un trombón, dirigiendo la abollada boca hacia adelante como si quisiera bostezar con ella en vez de hacerlo con la suya propia.

—Este amigo —dijo Ido, en son de presentación—, este amigo mío... un italiano, señora... se llama el señor de Leopardi, un artista desgraciado. Pues me ha dicho que si la señora quiere, naturalmente, se pondrá en la escalera cuando pase el Santísimo y tocará la marcha real...

El otro infeliz murmuró algo, con marcado acento extranjero, llevándose a la gorra la temblorosa mano.

—¡Pero qué cosas se le ocurren a este hombre! Ave María Purísima —exclamó Guillermina con benevolencia—. Déjese usted de marchas reales... No, no se quite la gorra; se va usted a constipar. Caballeros, aquí, y durante la ceremonia, mientras menos música, mejor.

Ido y Leopardi se miraron desconcertados. A la observación de la señora no se ocultó lo mal que estaba de ropa el infeliz artista, y le dijo que se fuera a su cuarto, que tocara allí el trombón todo lo que quisiese y por fin que...

—Yo veré si encuentro por ahí unos pantalones.

Subió al principal, y de puerta en puerta exhortaba a los grupos de mujeres que allí estaban peinándose.

—A las doce... que no vea yo aquí estos corrillos, ¿estamos? Y barrerme bien todo el corredor. La que tenga velas que las saque; la que tenga flores o tiestos bonitos que los lleve allá... Y todos estos pingajos que aquí veo colgados, están ahora demás».

—¿Sirven estos ramos de caracoles? —dijo la del guarda de consumos, mostrándolos en la puerta de su casa.

—Ya lo creo. Llévalos. Y tú, Rita, recógete esas melenas, mujer, que pareces una cómica. Es preciso que estéis todas muy decentes.

La mujer del sereno se disponía a encender el farol de su marido y a ponerlo colgado del chuzo en la reja de la cocina. Otra preguntaba si valía el quinqué de petróleo. A las niñas que debían salir al portal con velas, se les pusieron los pañuelos de Manila llamados de talle, y la que tenía botas nuevas se las calzaba; la que no, salía como estaba, con las alpargatas llenas de agujeros.

—No se quiere lujo, sino decencia» repetía Guillermina, que comunicaba su actividad febril a todos los vecinos y vecinas de la casa.

Cuando volvía al cuarto de Severiana, encontró al Padre Nones que salía.

—Le he enderezado las ideas, maestra; ahora está bien preparada —le dijo el clérigo que, por su alta estatura, tenía que encorvarse para hablar con ella—. Voy a la iglesia. Dentro de tres cuartos de hora estamos aquí.

Entró la fundadora en la casa y vio el altar, que estaba muy bien. Juan Antonio había claveteado las flores de trapo al borde de los lienzos de damasco, formando como un marco. Resultaba un conjunto bonito y muy simpático, y así lo declaró la señora, echándole sus gafas. Luego cubrieron la mesa con una colcha muy hermosa que la comandanta, mujer de gran habilidad, había hecho para rifarla. Era de cuadros de malla, combinados con otros cuadros de
peluche
carmesí. Encima se puso un paño de altar traído de la parroquia, que tenía un hermoso encaje. Trajeron luego las ramas de pino, y para colocarlas fue preciso improvisar búcaros con barrilitos de aceitunas y de escabeche, que Juan Antonio cubrió y decoró con pedazos de papeles pintados. Era papelista, y en su arte, con paciencia y engrudo, hacía maravillas. Se colocaron los ramos de caracoles, cajitas de dulce y estampas; y por fin, los retratos de los dos sargentos hermanos de Juan Antonio, con su pantalón rojo, muy a lo vivo, y los botones amarillos, asomaban por entre las ramas de pino, como soldados que están en emboscada acechando al enemigo.

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