Fortunata y Jacinta (130 page)

Read Fortunata y Jacinta Online

Authors: Benito Pérez Galdós

BOOK: Fortunata y Jacinta
4.52Mb size Format: txt, pdf, ePub

Encendieron luz en el gabinete, y sobre una gran mesa que allí había, por el estilo de las mesas de los sastres, Aurora, sacando sus avíos, se puso a cortar y a preparar. Fortunata la ayudaba a desenvolver los patrones y a hilvanarlos sobre la tela. A cada momento se arrancaba Aurora del pecho una aguja enhebrada o se la clavaba en él, pues el pecho era su acerico, y allí tenía también una batería de alfileres. Extendiendo sus miradas sobre los patrones, con atención de artista, cogiendo ora la aguja, ora las tijeras, ya inclinada sobre la mesa, ya derecha y mirando desde lejos el efecto del corte; moviendo la cabeza para obtener la oblicuidad de la mirada en ciertas ocasiones, empezó a charlar, arrojando las palabras como un sobrante de la potencia espiritual que aplicaba a su obra mecánica.

—Hoy ha sido el funeral. ¡Cosa estupenda, según me ha dicho Candelaria! El catafalco llegaba hasta el techo, y la orquesta era magnífica; muchas luces... Ahí tienes para qué les sirve el dinero a esos
celibatarios
egoístas. Estaban las de Santa Cruz y Ruiz Ochoa,
las Trujillas
, y qué sé yo quién más... Como no nos vemos desde hace muchos días, no te he podido contar la impresión que recibí aquella mañana. Verás: pasaba yo a eso de las ocho y media por la plaza de Pontejos para ir a mi obrador, cuando vi que del portal salía despavorido el criado inglés... Según después supe, iba en busca de mi primo Moreno Rubio, que vive en la calle de Bordadores. Yo dije: «¿qué pasará?», y Samaniego salió de la tienda preguntando: «¿qué hay?». «¿Cómo que qué hay?». El inglés entonces, con un terror que no puedo pintarte, nos dijo: «Señor muerto; señor como muerto». Corrió allá Pepe y yo detrás. En el portal había un corrillo de gente; unos salían, otros entraban, y todos se lamentaban del suceso. Subí con Pepe... la puerta estaba abierta. Los gritos de Patrocinio Moreno se oían desde la escalera. ¡Ay, qué paso, hija! Yo tenía un miedo que no te puedo ponderar. Acerqueme poco a poco a la habitación. Allí estaba la santa, todavía con el manto puesto y el libro de misa en la mano... Parecía una imagen. Y Moreno... no me quiero acordar, sentado en una silla junto a la mesa... Dicen que le encontraron con la cabeza apoyada en las manos, seco, rígido y sin sangre. No puedo pintarte el horror que me causó lo que vi. Le habían incorporado en el asiento. Toda la pechera de la camisa estaba manchada de sangre, la barba llena de cuajarones... los ojos abiertos. —Aquí suspendió Aurora su trabajo, poniendo todo su espíritu en lo que relataba—. No quise entrar. De la puerta me volví, y no sé cómo llegué al taller, porque me iba cayendo por el camino; tal impresión me hizo. Hay que reconocer que ese hombre tenía que concluir de mala manera; pero eso no quita que una le tenga lástima —volvió a poner toda la atención en su trabajo—. Estuve muy mala aquel día, y a ratos me entraban ganas de llorar. Mal se portó conmigo, muy mal... ¡Ah!, ya veo yo que todo se paga en este mundo».

—¡Pobre señor! —exclamó Fortunata—. A mí también me dio lástima cuando lo supe. Pero, ¿no sabes una cosa?, que hoy hemos tenido la gran bronca
ese
y yo, porque le dije aquello...

—¿Lo de...? —apuntó Aurora, suspendiendo otra vez el trabajo, y mirando a su amiga con intención picaresca.

—Sí... Se enfadó tanto, que concluimos mal. ¡Ay, qué pena tengo! Porque si es calumnia, figúrate, ¡qué barbaridad ir con esa historia!

—Calumnia no —dijo la de Fenelón, atendiendo más a su corte—. Podrá ser equivocación. ¿Quién demonios sabe lo que pasa en el interior de la
mona
? Que el difunto Moreno andaba loco por ella, no tiene duda. Falta saber,
por ejemplo
, si ella le correspondía o no.

—Tú me dijiste que sí, y que tenían citas...

—Sí; pero te lo dije como una suposición nada más —replicó la astuta mujer con cierto despego, como si deseara mudar de conversación—. Tú te precipitaste al llevarle ese cuento. Se habrá volado. Hay que tener tacto, amiga mía, y no herir el amor propio de los hombres. Ya debías suponer que le sabría mal.

—¿Y tú qué crees?, hablando ahora como si estuviéramos delante de un confesor. ¿Tú qué crees?, ¿es, como quien dice, ángel o qué?

Aurora dejó las tijeras, y se clavó en el pecho la aguja enhebrada. Después de calcular su respuesta, la soltó en esta forma:

—Pues hablando con verdad, y sin asegurar nada terminantemente, te diré que la tengo por virtuosa. Si mi primo hubiera vivido, no sé a dónde habrían llegado las cosas. Él hacía el trovador de la manera más infantil del mundo. ¡Quién lo diría...! ¡Un hombre tan corrido!... Ella... no sé... creo que se reía de él... Y bien merecido le estaba, por pillo. Quizás le miraba con alguna simpatía... pero lo que es citas, amiga mía, me parece que no las hubo, digo, me parece; y si algo de esto dije, fue como un
tal vez
, y me vuelvo atrás.

Tornó a su faena dejando a la otra en la mayor confusión.

—Y en último resultado —le dijo después—, ¿a ti qué más te da que sea honrada o deje de serlo? Lo que te importa es que él te quiera a ti más que a ella.

—¡Oh, no!... —exclamó Fortunata con toda su alma—, es que si no fuera honrada esa mujer, a mí me parecería que no hay honradez en el mundo y que cada cual puede hacer lo que le da la gana... Paréceme que se rompe todo lo que la ata a una; no sé si me explico; y que ya lo mismo da blanco que negro. Créetelo; esa duda no se me va de la cabeza a ninguna hora; siempre estoy pensando en lo mismo, y tan pronto me alegro de que sea mala como de que no lo sea. ¡Ah!, no sabes tú lo que yo cavilo al cabo del día. Las cosas que me pasan a mí no tienen nombre.

—Pues para que te tranquilices de una vez —dijo la otra sin mirarla—. Tenla por honrada, y cuando hables de esto con
él
, hazle entender que lo crees así, y no aspires a que
él
te dé su respeto; conténtate con el amor.

—Quítate de ahí, mujer —saltó Fortunata muy nerviosa—. Si esto se acaba... ¡Si me está faltando ese perro! Si en quince días no le he visto más que dos veces. Siempre llega tarde, y como de mala gana. ¡Oh!, yo le conozco bien las mañas: me le sé de memoria. Nada, que quiere echarme al agua otra vez, lo veo, lo estoy viendo. Hoy se lo dije claro, y no me contestó nada.

—Entonces tenemos a
la mona del Cielo
de enhorabuena.

—¡Ah! No... Me parece que ahora la veleta marca para otro lado. Me está faltando con alguna que ni su mujer ni yo conocemos. Más claro, a las dos nos está dando el plantón
hache
, y yo estoy que no sé lo que me pasa, más muerta que viva... llena de rabia, llena de celos. No he de parar hasta cogerle, y de veras te digo que si le cojo, y si cojo a la otra, me pierdo. Yo vengaré a
la mona del Cielo
, y me vengaré a mí. No quisiera morirme sin este gusto.

—Dime una cosa... ¿Te has fijado en determinada mujer? —le preguntó su amiga mirándola de hito en hito.

—No sé; esta noche se me ocurrió si será Sofía la Ferrolana, o la Peri, o Antonia, esa que estaba con Villalonga.

—Es natural, piensas en las que conoces. ¿Qué me das, querida mía, si te lo averiguo?

Al decir esto, Aurora abandonó todo trabajo y se puso delante de su amiga en la actitud más complaciente.

—¿Que qué te doy? Lo que tú quieras. Todo lo que tengo... Te lo agradeceré eternamente.

—Bueno; pues déjame a mí, que como yo coja el cabo del hilo, hemos de llegar a la otra punta. Verás por qué lo digo; en mi taller hay una chiquilla, muy graciosa por cierto, que me parece, me parece...

—¡En tu taller!

—Sí, pero no te precipites... No es ella tal vez... Quiero decir, que por ella he de coger el cabo del hilo, y verás... iré tirando, tirando hasta dar con lo que queremos saber. Tú confíate en mí, y no hagas nada por tu parte. Prométeme que no te has de meter en nada. Sin esa condición, no cuentes conmigo.

—Pues bien, yo te lo prometo. Pero me has de decir todo lo que vayas averiguando. Te digo que si la cojo... No me importa ir al Modelo; te juro que no me importa. Si ya me parece que la tengo entre mis uñas...

Doña Casta entró, abriendo la puerta con su llavín. Era tarde, y Fortunata tuvo que retirarse. Aurora se quedó trabajando un momento más, y decía para sí: «Estas tontas son terribles, cuando les entra la rabia. Pero ya se aplacará. Pues no faltaría más... Estaría bueno...».

—3—

U
na tarde, Doña Lupe vio entrar a su sobrina tan desolada, que no pudo menos de írsele encima, llena de irascibilidad, no pudiendo sufrir ya que no le confiase sus penas, cualquiera que fuese la causa de ellas.

—¿Te parece que estas son horas de venir? Y haz el favor, para otra vez, de dejarte en la calle tus agonías y no ponérteme delante con esa cara de viernes, pues bastantes espectáculos tristes tenemos en casa.

Fortunata tenía su interior tan tempestuoso que no pudo contenerse, y estalló con esa ira pueril que ocasiona las reyertas de mujeres en las casas de vecindad.

—Señora, déjeme usted en paz, que yo no me meto con usted, ni me importa la cara que usted tenga o deje de tener. Pues estamos bien... Que no pueda una ni siquiera estar triste, porque a la señora esta le incomodan las caras afligidas... Me pondré a bailar, si le parece.

No estaba acostumbrada Doña Lupe a contestaciones de este temple, y al pronto se desconcertó. Por fin hubo de salir por este registro:

—Eso de que me ocupe o no me ocupe, no eres tú quien lo ha de decidir. ¿Pues qué? ¿Han tocado ya a emanciparse? Estás fresca. ¿Crees que se te va a tolerar ese cantonalismo en que vives? ¡Me gustan los humos de la loca esta!... Ya te arreglaré, ya te arreglaré yo.

Estaba la otra tan violenta y tenía los nervios tan tirantes, que al apartar una silla la tiró al suelo, y al poner su manguito sobre la cómoda, dio contra un vaso de agua que en ella había.

—Eso es, rómpeme la sillita... Mira cómo has derramado el agua.

—Mejor.

—¿Sí?... Ya te mejoraré yo, ya te arreglaré.

—Usted, señora, se arreglará sus narices, que a mí no me arregla nadie...

—No quiero incomodarme, no quiero alzar tampoco la voz —dijo Doña Lupe levantándose de su asiento—, porque no se entere ese desventurado.

Salió un momento con objeto de cerrar puertas para que no se oyera la gresca, y a poco volvió al gabinete, diciendo:

—Se ha quedado dormido. Si te parece, haz bulla para que no descanse el pobrecito. Te estás portando... ¡Silencio!

—Si es usted la que chilla... Yo bien callada entré. Pero se empeña en buscarme el genio.

—Mete ruido, mete ruido. Ni siquiera has de dejar dormir al pobre chico.

—Por mi parte, que duerma todo lo que quiera.

—Y lo que más me subleva es tu terquedad —dijo Doña Lupe bajando la voz—, y ese empeño de gobernarte sola, sí, esa independencia estúpida... Tú te lo guisas y tú te lo comes. Así te sabe a demonios. Bien empleado te está todo lo que te pasa, muy bien empleado.

Tanta turbación había en el alma de la esposa de Rubín, que la ira estaba en ella como prendida con alfileres, y el menor accidente, una nada, determinaba la transición de la rabia al dolor, y de la energía convulsiva a la pasividad más desconsoladora. Algo se derrumbaba dentro de ella, y perdiendo toda entereza, rompió a llorar como un niño a quien le descubren una travesura gorda. Doña Lupe se vanaglorió mucho de aquel cambio de tono, que consideraba obra de sus facultades persuasivas. Fortunata se dejó caer en una silla, y más de un cuarto de hora estuvo sin articular palabra, oprimiendo el pañuelo contra su cara.

—Pues sí, tía... es verdad que debiera yo... contarle a usted... No lo hice porque me parecía impropio. ¡Qué barbaridad! Traer a esta casa cuentos de... Soy una miserable; yo no debo estar aquí... Hasta llorar aquí por lo que lloro es una canallada. Pero no lo puedo remediar. El alma se me deshace. Yo tengo que decirle a alguien que me muero de pena, que no puedo vivir. Si no lo digo, reviento... Usted crea lo que quiera... pero soy muy desgraciada. Yo sé que me lo merezco, que soy mala, mala de encargo... pero soy muy desgraciada.

—Ahí tienes —le dijo Doña Lupe moviendo la mano derecha, con dos dedos de ella muy tiesos, en ademán enteramente episcopal—; ahí tienes lo que pasa por no hacer lo que yo te digo... Si hubieras seguido los consejos que te di este verano, no te verías como te ves.

La otra estaba tan sofocada, que su tía tuvo que traerle un vaso de agua.

—Serénate —le decía—, que ahora no te he de reñir, aunque bien lo mereces. No, no necesitas explicarme lo que te pasa; justo castigo de Dios. ¿Crees que no tengo yo pesquis? Me basta verte la cara. Ello tenía que suceder, porque los malos pasos conducen siempre a malos fines... El resultado es que sale todo lo que yo digo. El pecado trae la penitencia. Otra vez te da carpetazo ese hombre. ¿Acerté?

—Sí, sí... Pero ¡qué infame!...

—Anda, que los dos estáis buenos. Tal para cual. Las relaciones criminales siempre acaban así. Uno se encarga de castigar al otro, y el que castiga ya encontrará también su trancazo en alguna parte. Pues estás lucida... Tras de cornuda, aporreada, y después sacada a bailar.

—Pero ¡qué infame! —volvió a decir Fortunata, mirando a su tía con los ojos llenos de lágrimas—. ¿Pues no ha tenido el atrevimiento de decirme, entre bromas y veras, que yo estaba enredada con Ballester? Pretextos,
tiologías
y nada más. De seguro que no lo cree.

—Aguanta, que todo te lo tienes bien merecido. Ni vengas a que yo te consuele... Acudiendo con tiempo, no digo que no. Abres ahora los ojos y te encuentras horriblemente sola, sin familia, sin marido, sin mí.

Fortunata, con un pánico semejante al de quien se está ahogando, agarrose a la falda de Doña Lupe, y vuelta a soltar un raudal de lágrimas.

—No, no, no... yo no quiero estar sola, triste de mí. Dígame usted algo, siquiera que tenga paciencia, siquiera que me porte ahora bien... Sí, me portaré bien; ahora sí, ahora sí.

—Ahora sí. Vaya, hija, no madrugues tanto. Tú no te acuerdas de Santa Bárbara sino cuando truena. ¿Qué sacaría yo de consolarte ahora y corregirte, si el mejor día volvías a las andadas?

—Ahora no... Ahora no...

—Quien no te conoce que te compre... Al extremo a que han llegado las cosas, me parece que no debo intervenir ya, ni tomar vela en ese entierro. Sería hasta indecoroso para mí. Resultaría... así como cierta complicidad en tus crímenes. No, hija, has acudido tarde... ¡Te he estado metiendo la indulgencia por los ojos, sin que tú la quisieras ver, y ahora que te ahogas, vienes a mí...! ¡Ay!, no puedo, no puedo.

Other books

Never Too Far by Christopher, Thomas
Shadow Hunters by Christie Golden
The O'Briens by Peter Behrens
It's All In the Playing by Shirley Maclaine
Double Her Pleasure by Randi Alexander
Fae by Emily White
Iron Eyes Must Die by Rory Black
Healer's Touch by Howell, Deb E
Secret Society Girl by Diana Peterfreund
One Lucky Lady by Bowen, Kaylin