—Sabía que no me decepcionaríais —felicitó el viejo gnomo, acompañando sus palabras de una brusca palmada—. Siempre se aprende algo con cada ida y venida. Deberíais quedaros con nosotros una temporada. Aquí hay espaldas fuertes y manos dispuestas de sobra; podrías dirigir una excursión al nacimiento del río. Arrancar esa corrupción. Los Fenris brindarían por vuestro coraje y organizarían festines en vuestro honor.
—Me parece que ya hemos tenido nuestra ración de hospitalidad por parte de la banda de guerra Fenris —rechazó Stuart. Incluso a él le sonaban hirientes y amargas sus palabras. Se apresuró a continuar para enterrar la nota discordante—. Además, tenemos que asistir a nuestra cita con uno de los familiares de Víctor Svorenko. Espero que aún no sea demasiado tarde.
—Creo que no sois demasiado caritativos con los míos, pero puede que tengáis la oportunidad de hacer las paces. Y, si vuestra cita es con Lord Arkady —añadió el maestro de ceremonias, perspicaz—, tampoco creo que sea demasiado tarde.
—¿Sabéis algo de mi camarada? —inquirió Víctor, acercándose—. ¿Qué habéis visto, anciano?
Con la punta de su bastón, el maestro de ceremonias le propinó un fuerte golpe a Víctor en el esternón, deteniéndolo en seco.
—No se trata de lo que yo haya visto, señoritingo. Sino de lo que no he visto. Si el gran Arkady hubiese caído en la batalla, ¿no te parece que ya habríamos visto desfilar ante nosotros su piel desollada? Dicen que es tan blanca como las primeras nieves. El Wyrm no desaprovecharía esa oportunidad de minar nuestra moral.
Empero, Víctor seguía sin parecer convencido. Quizá estuviese pensando en el lóbrego estandarte de batalla de Cuchillo entre los Huesos y su delegación.
—¿Y si hubiese sucumbido en otra clase de pelea? Más personal, en un conflicto privado.
El anciano bajó su palo y se acercó a Víctor hasta sus ojos quedaron separados por el ancho de un dedo.
—Entonces, chiquillo, nos habríamos enterado por boca del propio Arkady. Erguido sobre las ruinas de un túmulo profanado. Escupiendo su desafío a la cara de las Doce Tribus. Agrupando a las fuerzas del enemigo a su alrededor para la Batalla Final.
Víctor apartó la mirada.
—Tenemos que irnos.
Stuart carraspeó.
—¿Puedes abrir una senda para nosotros, Guarda? Tenemos que llegar al clan del Alba y regresar al lugar donde Arkady fue visto por última vez. Quizá consigamos encontrar su rastro desde allí.
—Tarea harto sencilla —repuso el anciano, sonriendo—. Dejemos que Luna salga de la cama, por lo menos, antes de empezar a pedirle nada.
—Aquí ahí algo que no va bien. —La voz de Víctor era tirante. Alzó el morro al viento, un gesto inconfundiblemente lupino que resultaba algo ridículo en su forma humana, hecho sobre el que Stuart prefirió no llamarle la atención—. Algo flota en el aire. ¿No lo hueles?
El empinado y pedregoso sendero, llegados a aquel punto, ya no era más que una sombra en el suelo, un camino más propio de las desgreñadas cabras montesas que habitaban aquel paraje desolado que de ningún hombre o lobo. Stuart había experimentado con diversas formas pero, a la vista de la ineficacia de todas ellas, siempre terminaba por revertir a sus acostumbradas proporciones humanas.
Ya se habían adentrado mucho en las nieblas de los Cárpatos. Sobre sus cabezas brillaba la luna menguante. Aquello constituía un pequeño consuelo, pero la faz de Luna, más que iluminar el camino, lo que conseguía era imprimirle una fantasmagórica fosforescencia a la bruma. Serpientes de niebla se enroscaban sin pudor entre sus piernas. Stuart se sentía como si estuviese vadeando unas aguas heladas que le cubrían hasta los tobillos.
Por añadidura, aquello implicaba que sólo conseguía verse los pies a intervalos, por no mencionar dónde pisaba. Ahora bien, no era la primera vez que se encontraba en una montaña entrada la noche. Había pasado buena parte de su adolescencia escalando y explorando los Apalaches y la Cordillera Azul, pero incluso él había desistido ya de su intento por procurar no pisar en falso en medio de aquella oscuridad, y tropezaba uno de cada doce pasos que daba. Resignado a avanzar a ritmo de tortuga, tanteaba con el pie, con cautela, antes de apoyar su peso sobre él. Llegado el caso, podía ignorar una torcedura de tobillo, bloquear el dolor y seguir adelante. Si llegaba a rompérselo, o a caerse por el borde de un precipicio, ya sería otra historia.
Víctor, por su parte, parecía que lo sobrellevaba bastante bien. Los rigores físicos del ascenso no lo amilanaban. Ya se había caído de bruces en varias ocasiones, sin ni siquiera mascullar una maldición, pero aquel paseo por los penachos luminosos le estaba pasando otro tipo de factura. Se había refugiado en el silencio, absorto en sus propios pensamientos. Quizá estuviera recorriendo de nuevo el traicionero sendero del recuerdo y el arrepentimiento de su anterior visita a aquellas desoladas altitudes, cuando había caminado junto a Lord Arkady. Se asustaba de su propia sombra.
—Yo no huelo nada —replicó Stuart—. Sólo a pino. Y a barro, claro. Y a… ¿madera podrida? Y a cagarrutas de cabra.
—Chis. —Víctor le indicó que se callara con un brusco ademán—. Debemos de andar cerca. Ya tendríamos que escucharlo. Me temo que ha ocurrido algo terrible.
Stuart se detuvo y permitió que las corrientes de niebla fluyeran lánguidas a su alrededor. No oía nada fuera de lo ordinario.
—¿Qué hay que escuchar? Dijiste que estábamos buscando la boca de una mina. ¿Qué quieres oír, el eco?
Víctor insistió en que guardara silencio, enfadado. Al cabo, dejó de esforzarse por escuchar, frustrado.
—A lo mejor nos lo hemos pasado, en la oscuridad. Tendría que estar aquí mismo, por algún lado. A la derecha del camino.
—No he visto ninguna desviación desde que me indicaste aquel viejo cartel, hace ya más de medio kilómetro. ¿Qué se supone que debería oír?
—Las Lágrimas de Gaia.
—Me parece que me he perdido —dijo Stuart, ausente—, pero estoy más que seguro de que distingo algo ahí delante. Allí, ¿lo ves? —Le propinó una palmada en el brazo a su compañero y señaló hacia la izquierda del sendero.
Víctor bizqueó. Había algo. Una silueta difusa, del tamaño de una persona, de pie. Esperando, observando, sopesándolos.
—¡Hola! —llamó Víctor—. Venimos del clan del Alba. ¿Puede llevarnos ante Habla Trueno?
—¿Quién es Habla Trueno? —susurró Stuart. De nuevo, Víctor le indicó que se callara. Stuart pensó que ya estaba empezando a cansarse de esa costumbre.
—Traemos provisiones —insistió Víctor. Comenzó a avanzar, despacio, con los brazos extendidos en cruz para mostrar que no portaba armas.
Seguía sin escucharse respuesta. A Stuart no le gustaba aquello. Si el observador era un amigo, ¿por qué no contestaba? Despacio, comenzó a describir un amplio círculo hacia un lado. Si se trataba de una trampa, lo mejor sería que no cayesen los dos en ella.
Víctor profirió una maldición. Los sentidos de Stuart se agudizaron hasta niveles lupinos y se agazapó en posición de combate. Víctor arrastró un pie por el suelo, consiguiendo que un puñado de piedras sueltas se precipitara ladera abajo con gran estrépito. Stuart no se alegró de descubrir el barranco cortado a pico que se abría a escasos pasos de su posición.
Víctor le dio la espalda a la sombra del desconocido y se sentó de golpe sobre una roca que asomaba apenas sobre la omnipresente capa de bruma.
—Es otra vez ese maldito poste indicador. Hemos estado caminando en círculos.
Stuart exhaló un largo suspiro.
—¿Estás seguro? —Se aproximó con cautela a la silueta hasta que ésta se hubo perfilado con claridad como la señal de madera medio podrida. Arrancó un pedazo, tan sólo para descargar su frustración—. Vale, por lo menos ahora sabemos dónde estamos.
Víctor no dijo nada.
—Mira, está claro que esta noche no vamos a llegar a ningún sitio. ¿Por qué no acampamos? La niebla será más espesa al amanecer pero, después de unas horas, el sol la habrá dispersado. Esta subida será mucho más fácil durante el día.
—Supongo que tienes razón —admitió Víctor, a regañadientes—. Con esta luna tan brillante, no creí que fuésemos a tener ningún problema. He pasado por aquí en dos ocasiones, pero en ninguna de ellas se había levantado esta maldita niebla…
—No es culpa tuya. No te preocupes. Apostaría a que esa mina de estaño va a seguir ahí por la mañana.
Víctor soltó un gruñido.
—Espero que se pueda decir lo mismo de nosotros. Yo haré la primera guardia, para asegurarme. Dame un rato para recoger algo de leña y encender una fogata.
—¿Te parece que es buena idea? Lo del fuego, digo.
—Mientras contribuya a alejar esta niebla, sí.
Stuart se encogió de hombros.
—Supongo que lo que pueda rondar por aquí esta noche se sorprenderá más al encontrarse con nosotros que a la inversa. Quédate donde pueda oírte si gritas, ¿vale? Me daría mucha rabia que te despeñaras sin avisarme.
Víctor le dedicó una mirada extrañada (no era la primera vez), en un intento por dilucidar el grado de seriedad de sus palabras.
—No te preocupes. Tengo intención de bajar juntos de esta montaña.
Se adentró en la bruma y, en cuestión de momentos, se hubo perdido de vista. Stuart se mantuvo ocupado despejando un emplazamiento para la hoguera. Cada pocos minutos, exclamaba:
—Víctor, ¿te has caído ya por el barranco?
A lo que el aludido respondía:
—Todavía no. Paciencia.
El Colmillo no tardó en regresar, sonriendo. Parecía que su mal genio se había aplacado tras haber conseguido cumplir con un objetivo, aun cuando éste fuese tan nimio como la recolección de leña para el fuego. Las bromas y la buena disposición de Stuart añadían su granito de arena. Víctor tiraba de lo que parecía la punta de la copa de un pino caído.
—Está empapada —dijo, al tiempo que soltaba su carga—. Será un milagro si conseguimos que prenda. Maldita niebla.
—Tenemos suerte de que se me dé bien hacer este tipo de milagros. —Poco después, crepitaba el fuego ante ellos. Las llamas repelían el grueso de la bruma.
Víctor asintió con la cabeza, mostrando su aprobación.
—Puede que los demás vean la luz de la fogata, a pesar de la neblina. Ya que no conseguimos llegar a la montaña, que sea ésta la que venga a nosotros.
La danza de las llamas adormilaba a Stuart. Sofocó un bostezo e intentó concentrarse en las palabras de Víctor.
—¿A quién te refieres? Ya es la segunda vez que mencionas a otros esta noche. No he visto ni rastro de nadie desde que salimos del clan del Alba.
—Ésa es una de las cosas que me tiene preocupado. Deberíamos haber visto algún indicio de ellos a estas alturas. El sendero de la antigua mina no puede quedar a más de medio kilómetro de este cruce. Aunque no nos hayan avistado por culpa de la niebla, tendrían que habernos oído. Debería haberse acercado alguien a investigar.
Stuart se había perdido, estaba cansado y comenzaba a enojarse.
—Vale, me rindo. ¿De quién demonios estás hablando? ¿Quién tendría que habernos oído? ¿Qué era lo que querías escuchar ahí atrás?
—Las Lágrimas de Gaia —repitió Víctor, testarudo, antes de que cayera en la cuenta—. Ah, ya veo. Perdona, amigo, creía que lo entendías, que habías escuchado el relato en la asamblea… la historia de lo que aconteció cuando regresamos a la mina de estaño. Todo el mundo quería verlo con sus propios ojos, claro, no pude convencerlos para que desistieran de su empeño. Por eso terminé conduciendo a Sergiy Pisa la Mañana y a los demás al lugar donde Lord Arkady había dominado al… donde luchamos con el Wyrm del Trueno —concluyó, tras cavilar.
Stuart apartó la mirada del agradecido fulgor del fuego para atisbar el lugar donde suponía que debía discurrir el sendero. Cayó en la cuenta de que se le habían pasado por alto muchos detalles. Había dejado numerosas preguntas sin formular. Aquello no era propio de él.
Por ejemplo, ¿qué había ocurrido con el wyrm después de que lo sojuzgara Arkady? Víctor no había mencionado que nadie despachara a la bestia. Por lo que él sabía, quizá Arkady lo hubiese abandonado allí, agazapado en su negro agujero. De repente, la perspectiva de pasar la noche en la expuesta vertiente de la montaña había dejado de antojársele apetecible.
—Me dijiste que habías regresado con el cuerpo de Arne Ruina del Wyrm —acusó—. No mencionaste nada acerca del destino de Arkady. Ni, ya puestos, del de aquella sobrecogedora bestia del Wyrm. Además, ¿qué demonios tiene todo esto que ver con esas Lágrimas de Gaia, sean lo que sean?
Víctor se limitó a asentir, lo que no contribuyó sino a acicatear la irritación de Stuart. Lo que quería eran respuestas, pero Víctor se conformaba con remover las brasas con una rama de pino.
—Hay algo más que deberías saber.
—Seguro que sí. —Seguía sintiendo las ideas embotadas a causa de la fatiga, pero su instinto periodístico había asumido el control y, de permitírselo, lo guiaría en piloto automático durante horas, incluso a través de las abrumadoras nieblas etílicas o del embotamiento mental inducido por otras drogas más potentes—. Tendríamos que haber mantenido esta charla anoche.
—Anoche nos la pasamos cazando Danzantes. Lo que quizá explique por qué te cuesta tanto mantener los ojos abiertos.
—Va, ya te presto toda mi atención. A ver si me pones al día, despacito. —Paso a paso, Stuart describió el cuadro, conduciendo a Víctor atrás en el tiempo, hasta la batalla en el pozo de la mina—. Arkady. El wyrm. Llevas en brazos el cuerpo inerte de tu amigo, Arne. Coges y te vas. Le vuelves la espalda a tu camarada. Lo dejas aquí, sin más, a solas con ese ser. ¿Por qué?
—La batalla había terminado —respondió Víctor, quizá con demasiada precipitación—. El wyrm ya no podía herir a Arkady. No sé si habría sido incapaz desde el primer momento. Ésa fue la impresión que me dio, al menos.
—Nunca supiste lo que estaba ocurriendo. Tuviste miedo. Saliste corriendo.
—¡No! No estaba asustado. Aunque se abalanzaran tres wyrm encima de mí, no tendría miedo. Me…
—No, no del wyrm —interrumpió Stuart. Se inclinó, presionando a Víctor a propósito, con la intención de apabullarlo—. De tu familiar. De Arkady. O, mejor dicho, de aquello en lo que se había convertido.
—Mi batalla no era con Arkady. Si hubieses estado allí, si hubieses estado a su lado cuando
domó
al engendro del Wyrm, no emitirías juicios tan precipitados sobre los demás.