Víctor lo acalló, tajante.
—¡No hables de eso en voz alta! —rogó, apresurándose a hacer la señal contra el Ojo del Wyrm—. Aun cuando los Caídos acecharan en las proximidades, estas montañas albergan seres más siniestros, si cabe. Antiguas malignidades sumidas en un sueño muy ligero, con un ojo abierto.
—¿Qué clase de “
antiguas malignidades
”? —quiso saber Stuart. Antes de que Víctor pudiera responder, tropezó de nuevo y se calló de bruces al suelo. Se produjo un desmoronamiento de cascotes sueltos, seguido de un sofocado grito de alarma.
—¿Estás bien? —Stuart avivó el paso entre la granizada de pedruscos para echarle una mano, antes de detenerse en seco. Profirió una maldición queda cuando vio con lo que había tropezado su compañero.
El mojón que sobresalía entre los restos de la niebla baja adquirió el inconfundible perfil del cuerpo de una persona.
Víctor se arrodilló junto a él, apartando con impaciencia los tentáculos de bruma que obscurecían los rasgos del cadáver. El cuerpo había sido dispuesto de forma precisa, a conciencia. Yacía tumbado de espaldas, con las piernas juntas, los brazos pegados a los costados. Alguien se había tomado la molestia de alinear el cadáver perpendicular al
axis mundi
, con los pies apuntando al este y la cabeza hacia el oeste.
Conforme la niebla se disipaba ante los embates de Víctor, reveló un rostro casi sereno, sin distorsionar por la rabia, el dolor ni el sufrimiento. Parecía que el cachorro se hubiese tumbado a descansar y hubiese muerto mientras dormía plácidamente. Sus labios esbozaban incluso una tenue sonrisa. Cuando la bruma hubo retirado del todo su velo, Stuart se quedó sin aliento.
Se apreciaba una herida abierta en la frente del muchacho. Parecía que le hubieran asestado un golpe en el centro del ceño. La fuerza de aquel ataque había cascado el hueso frontal como si de una cáscara de huevo se tratara, provocando un agujero de bordes irregulares, semejante a un ciclópeo ojo rojo.
Sin duda, aquello no era obra de garras ni colmillos. La imaginación de Stuart, alimentada quizás por el imaginario literario referente a minas abandonadas, formó la imagen de una piqueta.
—Es Gennady —dijo Víctor, con la voz afectada por la emoción—. Este cachorro formaba parte de la manada de Habla Trueno, que fue el primero en propagar la noticia del milagro que había obrado Gaia en este lugar. Pisa la Mañana le había confiado la salvaguardia de este sitio.
Stuart posó una mano, vacilante, sobre la garganta del joven. Meneó la cabeza, compungido.
—Su piel está fría, y no se ve ningún charco de sangre, como cabría esperar al ver esa herida. Lleva aquí un día y una noche, al menos. ¿Cuántos… cuántos más?
Víctor levantó la cabeza de golpe, como si acabara de darse cuenta de qué era lo que habían ido a buscar. Aquello no era un simple asesinato, sino el preludio de una masacre.
Dejaron el cuerpo del muchacho donde yacía, escrutando el oeste del oeste con su único ojo sin párpado, fijo en el lugar donde incluso el sol se hundiría dentro de poco para sumergirse en las aguas de la noche.
Un oscuro presentimiento se había apoderado de ellos. Sabían que la velocidad resultaba fundamental. Tras volverle la espalda a la traicionera pendiente, Víctor se desvió hacia la derecha del sendero, siguiendo la dirección que indicaban los pies del cadáver. Con tan evidente señal, resultaba imposible pasar por alto el estrecho camino de tierra que serpenteaba hacia una hondonada.
La tupida vegetación del monte bajo delimitaba ambas márgenes del sendero, pero el rastro era evidente: algo pesado se había arrastrado por allí hacía poco. Stuart aceleró el paso, corriendo hacia un encuentro que temía que se produjera. Cuando el dúo hubo doblado el recodo del sendero, el hedor de la descomposición se alzó para recibirlos. La vía estaba bloqueada por un impenetrable dosel de espinas. La muralla de plantas se erguía sobre ellos, tan espesa como una selva, tan erizada de púas como una falange de lanceros.
No les quedaba más remedio que intentar abrirse camino a través. Stuart se cubrió con el espeso abrigo de su forma guerrera, a modo de escudo, y arremetió, arramblando con todo lo que le obstaculizaba el paso a fuerza de poderosos tajos de sus garras.
Los espinos no eran rival para él. Lo arañaban y se aferraban a su pelaje. Atacaban sin descanso su cara y sus ojos. Le desviaban del sendero una y otra vez, conduciéndolo a callejones sin salida y al borde de acantilados. Pero no podían contradecirle.
Cubierto de la cabeza a los pies con irritados verdugones rojos, asfixiado por el aire enrarecido que flotaba bajo el techo bajo del ortigal, Stuart arremetía hacia delante y abajo, ajeno a toda oposición.
Víctor seguía su estela, facilitado su tránsito por el túnel de proporciones Garou que excavaba Stuart.
—¿Quieres que vaya yo delante un rato? Está claro que no… —Se calló en seco, observando con asco y alarma algo oculto en la maleza, a su derecha.
—¿Que no qué? —gruñó Stuart, volviéndose hacia su compañero—. ¡Copón! ¿Qué demonios es eso?
Colgada lánguidamente sobre un arbusto espinoso, vieron un espeluznante espectáculo: la piel reseca y agrietada de un hombre. La rama se curvaba ligeramente debido al peso que sujetaba. La máscara de muerte, fina como el papel, les devolvió la mirada, sin parpadear, con los rasgos distorsionados reflejo del horror que les inspiraba.
Víctor aventuró un paso vacilante al frente, con una mano temblorosa extendida. Rozó la piel y retiró los dedos como si picara, con los nervios de punta por la inquietante textura de la carne tostada al sol.
—¿Qué podría hacer algo así? —Su voz tañía con incredulidad e indignación—. Despellejar a un hombre para luego colgar su piel en un árbol. ¡Es inhumano! Es…
—Es algo con lo que no nos queremos tropezar —interrumpió Stuart, con voz queda. Con un gesto, le indicó a Víctor que lo imitara—. Esto no me gusta más que a ti, pero no conseguiremos nada llamando la atención. Por lo menos, no hasta que hayamos descubierto a qué nos enfrentamos.
Víctor convirtió su voz en un susurro, cargado de amenaza.
—Quienquiera que haya hecho esto, lo pagará con creces.
—Vamos a ponerle las manos encima, no te preocupes —le aseguró Stuart a su compañero, mientras retrocedía despacio—. Eso seguro, pero tienes que mantener los ojos bien abiertos. No veo a un palmo de mis narices cuando estoy abriendo camino en esa cortina de zarzas.
—Es mi turno. Vigila tú —gruñó Víctor. Stuart no se lo discutió.
Tras el descubrimiento del tercer cadáver disecado, Stuart dejó de llamarle la atención a Víctor sobre ellos. Aquello no contribuía más que a horadar la frágil corteza de autocontrol de su compañero.
No tardó en pensar que, dondequiera que posara los ojos, vería la misma escena macabra. Sentía la cabeza embotada y tenía que parpadear de continuo por culpa del calor y del sudor, a fin de mantener la vista concentrada. No conseguía apartar la mirada de la constante procesión de cadáveres, del desfile de mórbidos espantapájaros, de aquellas víctimas desolladas.
En vano, se preguntó qué destino era el que se había cernido sobre ellos, obligándolos a convertir sus osamentas en meros marcos para las zarzas. Casi podía escuchar cómo corría la savia por los canales que otrora transportaran la noble sangre de los guerreros de Gaia.
Transcurrido algún tiempo, dejó de contar. No conseguía asimilar la desproporcionada magnitud de tamaña atrocidad. Debía de haber más de una docena de máscaras mortuorias adornando la espesura. Ya no soportaba aquellas miradas inexorables. Le asaltaban mudos reproches por doquier.
Es una bendición para los jóvenes que no encuentren caras conocidas entre los difuntos. Quizá Víctor tuvo suerte de atisbar sólo una, aunque ésta bastase para que estuviera a punto de desmoronarse casi por entero. Cuando hubo encontrado los restos de su amigo Habla Trueno colgados de un árbol, la resolución de Víctor le abandonó y se desplomó de rodillas. La piel de Habla Trueno estaba extendida y tirante, descolorida igual que una hoja seca. Sus extremidades ondeaban a la brisa. Abrazó el cascarón agrietado que fuese su amigo, con fuerza. No encontró resistencia. La piel se desmenuzó igual que un pergamino antiguo y cubrió el suelo a su alrededor.
Permaneció arrodillado, con los puños apretando los jirones ajados, durante mucho tiempo. Stuart lo dejó a solas con su dolor. Vio cómo se endurecía el semblante de Víctor. Hasta ese momento, Stuart podía haberse engañado a sí mismo, diciéndose que su aventura terminaría cuando se hubiesen abierto paso hasta la mina de estaño. Ahora, se había producido un cambio sustancial. Los rasgos de Víctor adoptaron una expresión sombría e inexorable, espejo de las máscaras funerarias que colgaban de los arbustos. La sangre llamaba a la sangre.
—Víctor —llamó Stuart, con tiento, apoyando una mano sobre el hombro del joven Colmillo—, tu amigo ya no está aquí. Se encuentra a salvo. Su espíritu ha abandonado este cascarón hueco.
—Lo sé —repuso Víctor, sin levantar la cabeza—. Debemos continuar. —Escrutó entre las zarzas tronchadas, como si hubiese atisbado un indicio de la torre oscura que se erguía al otro lado de las espinas.
Stuart tomó la delantera. El mediodía golpeaba con fuerza, y el calor acumulado bajo el dosel de espinos parecía exprimir la vitalidad y la voluntad de su cuerpo. Exhausto, se apartó de la muralla de rastrojos y se despojó del grueso abrigo de su forma guerrera.
—Es mi turno —dijo Víctor. Comenzó a pasar junto a Stuart, pero éste le hizo señas para que retrocediera.
—Ya no puedo ni levantar los pies —jadeó—. Paremos un rato. Tengo que recuperar el aliento.
Víctor frunció el ceño. La idea de detenerse, incluso de aminorar el paso, lo afligía. Su único propósito consistía en encontrar al responsable de aquella atrocidad, de aquel jardín de pieles arrancadas, para arrebatarle la vida del cuerpo con las manos desnudas.
Mas, al ver el agotamiento reflejado en el rostro de su compañero, se refrenó. El Colmillo había cruzado el umbral de la preocupación por su propio bienestar, pero eso no le daba derecho a empujar a su amigo más allá de sus límites.
—Descansa. Cuando el sol haya superado su cénit, continuaremos.
Stuart se desplomó sobre un tocón próximo y procuró no fijarse en el agitado pasear de Víctor. Fue al apartar la mirada cuando reparó por primera vez en el ser que los había estado siguiendo desde que se adentraran en los espinos.
Al principio, creyó que se trataba de un reflejo del sol que atravesaba el techo de ramas. Su mente saltó de inmediato a la idea de aguas (¡quizás un pequeño estanque!) ocultas entre los matorrales pero, cuando abrió la boca para alertar a Víctor de su descubrimiento, el reflejo resplandeció y desapareció. Al momento, volvió a titilar, algo más alejado.
Stuart escuchó en busca del sonido de una corriente de agua, aunque sabía que se habría percatado antes del mismo. Nada.
Era indudable que había movimiento en el corazón del macizo. Podía distinguir el frufrú de su lento avance. Algo de gran tamaño que se deslizaba entre los zarcillos y las ortigas.
Carraspeó para llamar la atención de Víctor sobre aquella presencia, pero las palabras murieron en su garganta. En ese momento, vio la cara.
Ya había visto una docena de rostros agónicos prendidos de las espinas. Casi había llegado a convencerse de que se había vuelto inmune a sus efectos. Aquel semblante, no obstante, echó por tierra su convicción. Apareció ante él y lo estremeció hasta la médula. Aquella no era una cara conocida dejada como monumento curtido para que la descubriera un viejo amigo. Aquello era el complemento de la máscara… no la envoltura de carne, sino el rostro de debajo, el auténtico. Una cara que había mudado la piel.
Stuart no sabía qué obscena transformación debía de haberse producido para engendrar tal monstruosidad, ni albergaba esperanza alguna de descubrirlo. Los rasgos del ser eran tan suaves como la porcelana, sonrosados. El perfil óseo se apreciaba con nitidez en la cabeza lampiña. Sus ojos sobresalientes le conferían un aspecto horrísono; las húmedas tiras de membrana que le cubrían las fosas nasales ondeaban con cada repugnante aliento.
Puesto que aquel engendro respiraba. Estaba tan vivo como Stuart, sólo que alguien se había aplicado a la ardua tarea de desollarlo y desprenderse de la piel, quizá colgándola de una rama para secarla al sol.
La imagen flotó ante sus ojos sólo durante un instante pero, en años posteriores, Stuart volvería a ver aquel rostro, en la oscuridad de la noche, espiándolo desde el interior de sus propios párpados. Con reproche. Con odio.
La criatura viró de improviso y se desvaneció tan de repente como había aparecido. Stuart prestó atención al roce de su retirada.
¡Pellejo!
, siseaba aquel cuerpo, acusatorio, mientras se arrastraba, sonrosado y vulnerable, entre los crueles zarzales. Las espinas zaherían y se ensañaban con los tejidos expuestos. Al menor gesto de la criatura, las púas aserradas se cobraban largas tiras ensangrentadas, pese a lo cual seguía adelante, reptando sobre su vientre.
Stuart rezó para que Víctor se hubiese librado de aquella visión. O para que al menos, si la había visto, no hubiese reconocido en esos rasgos los de su amigo, Habla Trueno. Sin pelo, sí. Sin piel, sí. Pero reconocible incluso para alguien que nunca había conocido a aquel hombre en persona, sólo al cascarón reseco y apergaminado que pendía de un árbol.
«
Se conoce a la máscara, nunca al hombre
», pensó.
La desdichada criatura se había ido con tanta rapidez como viniera. Stuart se sorprendió de que no hubiese gritado. Cayó en la cuenta de forma distante, víctima de una desconcertante dislocación. Era como si se encontrara en algún lugar lejos de sí, observando con curiosidad contenida al periodista sucio y mugriento, víctima de su propia curiosidad. Atrapado de nuevo mirando a dónde no debía.
Qué extraño, pensó, que ese Stuart de ahí no hubiese gritado. Ni si había inmutado. Permanecía sentado como un estúpido, atisbando el corazón de la espesura, mientras aquella furiosa pincelada escarlata surgía de la fronda y se abalanzaba sobre el joven Colmillo Plateado, cargado de odio, con un único propósito.
Aquello disipó las nieblas de la impresión que se habían cernido sobre su cerebro, igual que un grueso manto de lana.