Festín de cuervos (43 page)

Read Festín de cuervos Online

Authors: George R.R. Martin

Tags: #Fantástico

BOOK: Festín de cuervos
5.49Mb size Format: txt, pdf, ePub

«Será hijo de Kevan, pero por sus venas no corre sangre, sino leche. Tyrion me mintió; sólo quería hacerme daño.»

Jaime apartó a su primo de sus pensamientos y se concentró en su tío.

—¿Te quedarás en Darry después de la boda?

—Puede que un tiempo. Al parecer, Sandor Clegane está saqueando todo lo que encuentra a lo largo del Tridente. Tu hermana quiere su cabeza. Es posible que se haya unido a Dondarrion.

Jaime se había enterado de lo de Salinas, al igual que la mitad del reino, a aquellas alturas. Había sido un ataque de una crueldad excepcional. Mujeres violadas y mutiladas; niños asesinados en los brazos de sus madres; media ciudad quemada.

—Randyll Tarly está en Poza de la Doncella. Que se encargue él de los bandidos. Preferiría que fueras a Aguasdulces.

—Ser Daven está al mando allí. Es el Guardián del Occidente y no me necesita; Lancel, sí.

—Como quieras, tío. —A Jaime le latía la cabeza al mismo ritmo que el tambor: «Muerto, muerto, muerto»—. Harás bien en ir siempre rodeado por tus caballeros.

Su tío le lanzó una mirada gélida.

—¿Es una amenaza, ser?

«¿Una amenaza?» La sola idea lo dejó atónito.

—Una precaución. Sólo quería decir... Sandor es peligroso.

—Yo ya ahorcaba bandidos y caballeros ladrones cuando tú te cagabas en los pañales. No voy a salir a enfrentarme a Clegane y a Dondarrion en persona, si es eso lo que temes. No todos los Lannister hacen estupideces por un poco de gloria.

«Vaya, tío, si casi parece que te refieres a mí».

—Addam Marbrand se podría encargar de esos bandidos tan bien como tú. O Brax, o Banefort, o Plumm, o cualquiera de los demás. Pero ninguno sería una buena Mano del Rey.

—Tu hermana ya conoce mis condiciones. No han cambiado. Díselo la próxima vez que vayas a su dormitorio.

Ser Kevan picó espuelas y emprendió el galope, zanjando bruscamente la conversación.

Jaime no lo siguió; sentía espasmos en la mano de la espada. Había esperado contra toda esperanza que Cersei hubiera entendido mal a su tío, pero era evidente que no.

«Sabe lo nuestro. Y lo de Tommen y Myrcella. Y Cersei sabe que lo sabe.» Ser Kevan era un Lannister de Roca Casterly. No podía creer que su hermana fuera capaz de hacerle daño, pero... «Si me equivoqué con Tyrion, ¿por qué no con Cersei?» Si los hijos mataban a los padres, ¿qué le impedía a una sobrina ordenar el asesinato de un tío? «Un tío incómodo que sabe demasiado.» Aunque quizá Cersei esperase que el Perro se encargara del trabajo. Si Sandor Clegane mataba a Ser Kevan, no tendría que mancharse las manos. «Y es lo que sucederá si se enfrentan.» Kevan Lannister había sido fuerte y hábil con la espada, pero ya no era joven, y el Perro...

La columna lo había alcanzado. Cuando su primo pasó junto a él, flanqueado por sus dos septones, Jaime lo llamó.

—Lancel, primo, quería felicitarte por tu matrimonio. Lo que lamento es que mis obligaciones no me permitan asistir.

—Hay que proteger a Su Alteza.

—Estará protegido. Aun así, siento perderme tu encamamiento. Es el primer matrimonio para ti y el segundo para ella, tengo entendido. Seguro que mi señora estará encantada de explicarte cómo se encajan las piezas.

El comentario picante provocó las carcajadas de varios señores cercanos y una mirada de desaprobación de los septones de Lancel. Su primo se agitó en la silla, inquieto.

—Sé lo suficiente para cumplir con mi deber como marido, ser.

—Justo lo que quiere una recién casada en su noche de bodas —replicó Jaime—. Un marido que sepa cumplir con su deber.

Lancel se ruborizó.

—Rezaré por ti, primo. Y por Su Alteza la Reina. Que la Vieja la guíe hacia la sabiduría y el Guerrero la proteja.

—¿Para qué necesita Cersei al Guerrero? Ya me tiene a mí.

Jaime hizo dar la vuelta a su caballo, y la capa blanca ondeó al viento.

«El Gnomo se lo inventó. Cersei preferiría tener el cadáver de Robert entre las piernas antes que a un imbécil beato como Lancel. Tyrion, cabrón, podrías haberte buscado a alguien más verosímil para mentirme.» Pasó al galope junto al cortejo fúnebre de su padre, en dirección a la ciudad.

Las calles de Desembarco del Rey parecían casi desiertas cuando Jaime Lannister regresó a la Fortaleza Roja, en la cima de la Colina Alta de Aegon. La mayoría de los soldados que habían abarrotado los tugurios de juego y tenderetes de los calderos de la ciudad ya se había marchado. Garlan
el Galante
se había llevado a la mitad de los hombres de los Tyrell a Altojardín, y también a su señora madre y a su abuela. La otra mitad había partido hacia el sur con Mace Tyrell y Mathis Rowan, para defender Bastión de Tormentas.

En cuanto al ejército de los Lannister, había dos mil veteranos curtidos acampados junto a los muros de la ciudad, a la espera de que llegara la flota de Paxter Redwyne para cruzar la bahía Aguasnegras en dirección a Rocadragón. Al parecer, Lord Stannis sólo había dejado una pequeña guarnición cuando partió hacia el norte, de modo que Cersei calculaba que sobraría con dos mil hombres.

El resto de los hombres del Oeste había regresado con sus esposas e hijos, para reconstruir sus hogares, sembrar sus campos y obtener una última cosecha. Cersei había llevado a Tommen a hacer una ronda por los campamentos antes de que partieran; así tendrían ocasión de aclamar al pequeño rey. Nunca había estado más hermosa que aquel día, con una sonrisa en los labios y el sol del otoño arrancándole destellos del cabello dorado. De su hermana se podían decir muchas cosas, pero sin duda sabía cómo hacer que los hombres la adoraran cuando se lo proponía.

Cuando Jaime cruzó al trote las puertas del castillo se encontró con dos docenas de caballeros que se entrenaban con lanzas en el patio.

«Otra cosa que ya no podré hacer nunca más», pensó. La lanza era más pesada y aparatosa que la espada, y la espada ya le estaba dando más que suficientes problemas. Tal vez podría sostener la lanza con la mano izquierda, pero eso implicaría pasarse el escudo al brazo derecho. En las justas, el rival siempre estaba a la izquierda, por lo que el escudo en el brazo derecho le resultaría tan útil como unos pezones en una coraza. «No, para mí se han terminado las justas», pensó mientras desmontaba... Pero, pese a todo, se quedó a mirar.

Ser Tallad
el Tallo
cayó de la montura cuando el saco de arena que había golpeado volvió a su lugar y le dio en la cabeza. Jabalí golpeó el escudo con tal fuerza que lo rajó. Kennos de Kayce remató la destrucción. Colgaron un nuevo escudo para Ser Dermont de La Selva. Lambert Turnberry sólo lo alcanzó de refilón, pero Jon
el Lampiño
, Humfrey Swyft y Alyn Atackspear lo golpearon de lleno, y Ronnet
el Rojo
rompió la lanza. A continuación montó el Caballero de las Flores, y los humilló a todos.

Jaime siempre había pensado que tres cuartas partes del éxito en una justa dependían de la habilidad como jinete. Ser Loras cabalgaba de maravilla, y sujetaba la lanza como si hubiera nacido con ella en la mano... Cosa que sin duda explicaría el permanente gesto de dolor del rostro de su madre.

«Pone la punta justo donde quiere, y tiene el equilibrio de un gato. Tal vez no fuera simple casualidad que me hiciera descabalgar.» Por desgracia, no volvería a tener ocasión de probar suerte contra el muchacho. Se volvió y dejó que los hombres enteros siguieran entrenándose.

Cersei estaba en sus aposentos del Torreón de Maegor, con Tommen y la morena esposa myriense de Lord Merryweather. Los tres se estaban riendo de algo que había dicho el Gran Maestre Pycelle.

—¿Me he perdido algo divertido? —preguntó Jaime al cruzar la puerta.

—Oh, mirad —ronroneó Lady Merryweather—, vuestro hermano ha regresado, Alteza.

—O su mayor parte.

Jaime advirtió que la Reina había bebido demasiado. En los últimos tiempos, Cersei siempre tenía al alcance una frasca de vino; ella, que tanto despreciaba a Robert Baratheon por sus borracheras. Aquello no le gustaba, pero últimamente no le gustaba nada de lo que hacía su hermana.

—Gran Maestre —dijo ella—, tened la amabilidad de compartir la noticia con el Lord Comandante.

Pycelle parecía de lo más incómodo.

—Ha llegado un pájaro —dijo—. De Stokeworth. Lady Tanda nos dice que su hija Lollys ha dado a luz un varón fuerte y sano.

—¿A que no adivinas qué nombre le han puesto al bastardo, hermano?

—Creo recordar que querían llamarlo Tywin.

—Sí, pero se lo prohibí. Le dije a Falyse que no toleraría que el engendro de cualquier porquero y una retrasada llevara el noble nombre de nuestro padre.

—Lady Stokeworth insiste en que la elección del nombre no ha sido cosa suya —intervino el Gran Maestre Pycelle. Las gotas de sudor le corrían por la frente arrugada—. Dice que ha sido decisión del marido de Lollys. Ese tal Bronn, pues... Parece ser que...

—Tyrion —aventuró Jaime—. Ha llamado Tyrion al niño.

El anciano asintió tembloroso y se secó la frente con la manga de la túnica. Jaime no pudo contener una carcajada.

—Ahí tienes, querida hermana. Tú buscando a Tyrion por todas partes, y resulta que todo el tiempo estaba escondido en la barriga de Lollys.

—Qué divertido. Bronn y tú sois tan divertidos... Seguro que el bastardo está ahora mismo chupando de la teta de Lollys
la Lerda
, y mientras el mercenario la mira y sonríe, muy satisfecho de su insolencia.

—Quizá ese niño se parezca a vuestro hermano —sugirió Lady Merryweather—. Puede que haya nacido deforme, o sin nariz. —Dejó escapar una carcajada ronca.

—Tendremos que enviarle un regalo al pequeñín —declaró la Reina—. ¿Verdad, Tommen?

—Le podríamos mandar un gatito.

—Un cachorro de león —sugirió Lady Merryweather. «Para que le destroce la garganta», parecía sugerir su sonrisa.

—Había pensado en otro tipo de regalo —dijo Cersei.

«Un padrastro nuevo, seguro.»

Jaime conocía bien aquella expresión de los ojos de su hermana. La había visto en otras ocasiones, la última en la noche de la boda de Tommen, cuando prendió fuego a la Torre de la Mano. La luz verdosa del fuego valyrio había bañado el rostro de los espectadores de manera que todos parecían cadáveres putrefactos, una manada de alegres espectros, pero unos cadáveres eran más bellos que otros. Pese a aquella luz siniestra, Cersei estaba deslumbrante, allí de pie, con una mano en el pecho, los labios entreabiertos, los ojos verdes brillantes. «Está llorando», advirtió Jaime en aquel momento, pero no habría sabido decir si era de pena o de éxtasis.

Verla así lo había intranquilizado; le recordaba a Aerys Targaryen, a la forma en que se emocionaba cuando veía arder algo. Un rey no tenía secretos para su Guardia Real. Las relaciones entre Aerys y su esposa habían sido tensas durante los últimos años de su reinado. Dormían separados, y durante el día procuraban esquivarse. Pero siempre que Aerys entregaba un hombre a las llamas, la reina Rhaella recibía una visita por la noche. El día en que quemó a su Mano de la maza y la daga, Jaime y Jon Darry montaron guardia ante las puertas de su habitación mientras el rey hacía su voluntad.

«Me haces daño —oían gritar a Rhaella a través de la puerta de roble—. ¡Me haces daño!»

Por extraño que pareciera, aquello había sido peor que los gritos de Lord Chelsted.

—También juramos protegerla a ella —dijo Jaime al final, sin poder contenerse.

—Sí —reconoció Darry—, pero no de él.

Después de aquello, Jaime sólo había visto a Rhaella en una ocasión, la mañana del día en el que se marchó a Rocadragón. La reina iba envuelta en una capa con capucha cuando subió a la regia casa con ruedas que la llevaría de la Colina Alta de Aegon al barco que la aguardaba, pero más tarde oyó los comentarios de sus doncellas. Decían que era como si la hubiera atacado una fiera, que tenía zarpazos en los muslos y mordiscos en los pechos.

«Una fiera con corona», bien lo sabía él.

En sus últimos días, el Rey Loco tenía tanto miedo que no permitía que nadie llevara hojas afiladas en su presencia, a excepción de las espadas de su Guardia Real. Tenía la barba sucia y enredada; su melena era una maraña de plata y oro que le llegaba a la cintura, y sus uñas, zarpas amarillentas y agrietadas de un palmo de longitud. Pero lo seguían atormentando las hojas afiladas, aquellas de las que jamás podría escapar, las del Trono de Hierro. Siempre llevaba los brazos y las piernas llenos de costras y cortes a medio curar.

«Un rey que gobierna un reino de huesos chamuscados y carne asada —recordó Jaime, concentrado en la sonrisa de su hermana—. El rey de las cenizas.»

—Alteza, ¿podemos hablar un momento a solas? —preguntó.

—Como quieras. Tommen, ya va siendo hora de que vayas a tomar las lecciones. Acompaña al Gran Maestre.

—Sí, madre. Estamos estudiando a Baelor
el Santo
.

Lady Merryweather también se despidió después de besar a la Reina en las dos mejillas.

—¿Queréis que vuelva a la hora de comer, Alteza?

—Me enfadaré mucho con vos si no lo hacéis.

Jaime no pudo por menos que fijarse en la manera en que la myriense movía las caderas al caminar. «Cada paso es una seducción.» Cuando la puerta se cerró a su espalda, carraspeó para aclararse la garganta.

—Primero los Kettleblack, luego Qyburn y ahora ella. Últimamente tienes unas mascotas muy extrañas, querida hermana.

—Le estoy cogiendo mucho cariño a Lady Taena. Me divierte.

—Es una de las acompañantes de Margaery Tyrell —le recordó Jaime—. Informa de ti a la joven reina.

—Por supuesto. —Cersei se dirigió al aparador y se volvió a llenar la copa—. Margaery estuvo encantada cuando le pedí que dejara aquí a Taena para que me hiciera compañía. Tendrías que haberla oído: «Será una hermana para vos, igual que lo ha sido para mí. ¡Claro que se puede quedar! Yo tengo a mis primas y a mis otras damas». Nuestra pequeña reina no quiere que me sienta sola.

—Si sabes que es una espía, ¿por qué te quedaste con ella?

—Margaery no es ni la mitad de lista de lo que se cree. No tiene ni idea de la clase de serpiente que es esa puta myriense. Utilizo a Taena para que la pequeña reina sepa lo que quiero que sepa. Algunas cosas hasta son ciertas. —Cersei tenía un brillo travieso en los ojos—. Y Taena me cuenta todo lo que hace la doncella Margaery.

—¿De veras? ¿Hasta qué punto la conoces? ¿Qué sabes de ella?

Other books

Earthfall (Homecoming) by Orson Scott Card
American Pastoral by Philip Roth
Uptown Girl by Olivia Goldsmith
Saber perder by David Trueba
What a Westmoreland Wants by Brenda Jackson
Fallen by Tim Lebbon