—¿Por qué me sigues? —le preguntó al chico—. ¿Te han encargado que me espíes? ¿A quién sirves, a Varys o a la Reina?
—No. A ninguno de los dos. A nadie.
Brienne le echaba unos diez años, pero se le daba muy mal calcular la edad de los niños. Siempre le parecían menores de lo que eran, tal vez porque ella siempre había sido grande para su edad. «Monstruosamente grande —solía decir la septa Roelle—, y con trazas de hombre.»
—Este camino es demasiado peligroso para un niño solo.
—Pero no para un escudero. Soy su escudero, el escudero de la Mano.
—¿De Lord Tywin?
Brienne envainó la espada.
—No, de esa Mano no; de la anterior. Su hijo. Luché con él en la batalla. Yo gritaba «¡Mediohombre!, ¡Mediohombre!».
«El escudero del Gnomo.» Brienne no sabía siquiera que tuviera escudero. Tyrion Lannister no era caballero. Podría tener un criado o dos que lo asistieran y tal vez un paje y un copero, alguien que lo ayudara a vestirse. Pero... ¿un escudero?
—¿Por qué me sigues? —insistió—. ¿Qué quieres?
—Encontrarla. —El chico se puso en pie—. A su esposa. Vos la buscáis; me lo dijo Brella. Es su esposa. Brella no, sino Lady Sansa. Así que pensé que si la encontrabais... —De repente, su rostro se contrajo en una mueca de angustia—. Soy su escudero —repitió mientras la lluvia le corría por la cara—, pero se fue sin mí.
En cierta ocasión, cuando no era más que una niña, un bardo errante había pasado medio año con ellos en Invernalia. Era un hombre de edad avanzada, con el pelo canoso y las mejillas curtidas por el viento, pero cantaba sobre caballeros, hazañas y hermosas damas; Sansa derramó lágrimas de amargura cuando se marchó, y suplicó a su padre que no lo dejara partir.
—Ya nos ha cantado tres veces por lo menos todas las canciones que se sabe —le dijo Lord Eddard con cariño—. No puedo retenerlo contra su voluntad. Pero no llores. Te prometo que vendrán otros bardos.
No fue así; pasó más de un año antes de que llegara otro. Sansa había rezado a los Siete en su septo y a los antiguos dioses junto al árbol corazón; les pedía que le devolvieran al anciano, o mejor aún, que enviaran a otro bardo, que además fuera joven y guapo. Pero los dioses no le dieron respuesta, y las salas de Invernalia permanecieron en silencio.
Eso había ocurrido cuando era pequeña, pequeña y estúpida. Pero ya era una doncella; tenía trece años y había florecido. Todas las noches estaban llenas de canciones, y durante el día, en sus oraciones, lo que pedía era silencio.
Si el Nido de Águilas tuviera la estructura de otros castillos, sólo las ratas y los carceleros oirían las canciones del hombre muerto. Normalmente, los muros de las mazmorras eran tan gruesos que ahogaban las canciones y los gritos por igual. Pero las celdas del cielo tenían un muro de aire, así que cada acorde del hombre muerto volaba libremente para despertar ecos entre las rocas de la Lanza del Gigante. Y las canciones que elegía... Cantaba sobre la Danza de los Dragones, sobre la hermosa Jonquil y su bufón, sobre Jenny de Piedrasviejas y el Príncipe de las Libélulas. Cantaba sobre traiciones, sobre crueles asesinatos, sobre hombres ahorcados y venganzas sangrientas. Cantaba sobre el dolor y la tristeza.
Fuera adonde fuera en el castillo, Sansa no podía escapar de la música. Las notas flotaban y ascendían por las escaleras de caracol de las torres, la encontraban desnuda en la bañera, cenaban con ella al anochecer, se colaban en su dormitorio cuando cerraba los postigos por la noche. Llegaban con el aire frío y tenue, y al igual que el aire, le daban escalofríos. No había vuelto a nevar en el Nido de Águilas desde el día en que cayó Lady Lysa, pero todas las noches habían sido espantosamente frías.
La voz del bardo era potente y dulce. A Sansa le parecía que sonaba mejor que antes, que había adquirido matices, que estaba llena de dolor, de miedo, de añoranza. No comprendía por qué los dioses le habían concedido una voz tan bella a un hombre tan malvado.
«Me habría tomado por la fuerza en los Dedos si Petyr no hubiera apostado a Ser Lothor para protegerme —tuvo que recordarse—. Y tocó para ahogar mis gritos cuando la tía Lysa intentó matarme.»
Eso no hacía que le resultara menos duro escuchar las canciones.
—Por favor —le había suplicado a Lord Petyr—, ¿no podéis hacerlo callar?
—Le di mi palabra, cariño. —Petyr Baelish, Señor de Harrenhal, Señor Supremo del Tridente y Lord Protector del Nido de Águilas y del Valle de Arryn, levantó la vista de la carta que estaba escribiendo. Desde la caída de Lady Lysa había escrito cientos de cartas. Sansa había visto a los cuervos entrar y salir de la pajarera—. Prefiero soportar sus canciones que sus sollozos.
«Es mejor que cante, sí, pero...»
—¿Tiene que cantar toda la noche, mi señor? Lord Robert no puede dormir. Siempre está llorando...
—Por su madre. Es inevitable; la ha perdido. —Petyr se encogió de hombros—. Ya falta poco. Lord Nestor subirá mañana por la mañana.
Sansa sólo había visto a Lord Nestor Royce una vez, después de que Petyr se casara con su tía. Royce era el Guardián de las Puertas de la Luna, el gran castillo erigido al pie de la montaña y que protegía las escaleras de acceso al Nido de Águilas. Los invitados de la boda se habían alojado allí la noche anterior a emprender el ascenso. Lord Nestor no le había dedicado ni dos miradas, pero la perspectiva de verlo allí la aterraba. También era Mayordomo Supremo del Valle, vasallo de Jon Arryn y de Lady Lysa.
—No irá a... No permitiréis que Lord Nestor vea a Marillion, ¿verdad?
Su rostro debía de reflejar el espanto que sentía, porque Petyr dejó la pluma en la mesa.
—Todo lo contrario. Insistiré en que lo interrogue. —Le hizo un gesto para que ocupara una silla contigua a la suya—. Marillion y yo hemos llegado a un acuerdo. Es que Mord puede ser tan persuasivo... Y si nuestro bardo nos decepciona y canta una canción que no nos interese... pues nos bastará con decir que miente. ¿A quién te parece que creerá Lord Nestor?
—¿A nosotros?
Sansa habría dado cualquier cosa por estar segura.
—Pues claro. Nuestras mentiras redundan en su beneficio.
Hacía calor en la estancia; el fuego chisporroteaba alegre en la chimenea. Aun así, Sansa se estremeció.
—Sí, pero... ¿qué pasará si...?
—¿Si Lord Nestor valora más el honor que el provecho? —Petyr la rodeó con un brazo—. ¿Qué pasará si quiere la verdad, si quiere justicia para su señora asesinada? —Esbozó una sonrisa—. Conozco bien a Lord Nestor, cariño. ¿Crees que voy a permitir que le haga daño a mi hija?
«No soy tu hija —pensó—. Soy Sansa Stark, hija de Lord Eddard y Lady Catelyn, de la sangre de Invernalia.» Pero no lo dijo. De no ser por Petyr Baelish, habría sido ella en vez de Lysa Arryn quien habría caído al vacío, al cielo frío y azul, hacia la muerte entre las piedras, doscientas varas más abajo. «Qué valiente es.» Sansa habría deseado tener aquel mismo valor; lo único que quería era volver a meterse en la cama, esconderse bajo la manta y dormir, dormir, dormir. No había conseguido conciliar el sueño durante una noche entera desde la muerte de Lysa Arryn.
—¿No le podéis decir a Lord Nestor que estoy... indispuesta, o...?
—Le interesará oír tu versión de la muerte de Lysa.
—Mi señor, si... Si Marillion dice la verdad...
—Querrás decir si miente.
—¿Si miente? Sí... Si miente, será mi palabra contra la suya, y Lord Nestor sólo tendrá que mirarme a los ojos para ver lo asustada que estoy...
—Un poco de miedo no estará fuera de lugar, Alayne. Presenciaste una escena terrible. Nestor se conmoverá. —Petyr examinó sus ojos como si los viera por primera vez—. Tienes los ojos de tu madre. Ojos sinceros, inocentes. Azules como el mar iluminado por el sol. Cuando crezcas un poco, más de un hombre se ahogará en esos ojos. —Sansa no supo qué decir—. Lo único que tienes que hacer es contarle a Lord Nestor lo mismo que le contaste a Lord Robert.
«Robert no es más que un niño enfermizo —pensó—. Lord Nestor es un hombre, estricto y desconfiado.»
Robert era tan débil que había que protegerlo incluso de la verdad.
—Algunas mentiras son gestos de amor —le había asegurado Petyr; aprovechó para recordárselo.
—Cuando mentimos a Lord Robert, fue para ahorrarle muchos pesares —dijo.
—Y esta mentira nos ahorrará muchos pesares a nosotros. De lo contrario, tú y yo tendremos que abandonar el Nido de Águilas por la misma puerta que Lysa. —Petyr volvió a coger la pluma—. Le serviremos mentiras con dorado del Rejo, y se las beberá y pedirá más, te lo prometo.
«A mí también me está sirviendo mentiras —comprendió Sansa. Pero eran mentiras reconfortantes, y se las decía con buena intención—. Mentir no es malo si se hace con buena intención.» Ojalá pudiera creerlo...
Las cosas que había dicho su tía justo antes de caer seguían perturbando a Sansa sobremanera.
—Delirios —los denominaba Petyr—. Mi esposa estaba loca, ya lo viste.
Era verdad, lo había visto.
«No hice más que construir un castillo de nieve y por eso ella quería tirarme por la Puerta de la Luna. Petyr me salvó. Él amaba a mi madre y...»
¿Y a ella? ¿Cómo lo podía dudar? La había salvado.
«Salvó a Alayne, su hija», le susurró una vocecita interior.
Pero ella era Sansa a la vez... Y en ocasiones le parecía que el Lord Protector también era dos personas. Era Petyr, su protector, cariñoso, divertido y afable. Pero también era Meñique, el señor que había conocido en Desembarco del Rey, que se acariciaba la barba con su sonrisa taimada al tiempo que hablaba al oído a la reina Cersei. Y Meñique no era su amigo. Cuando Joff la golpeó, quien la defendió fue el Gnomo, no Meñique. Cuando la turba intentó violarla, quien la puso a salvo fue el Perro, no Meñique. Cuando los Lannister la casaron con Tyrion contra su voluntad, quien la consoló fue Garlan
el Galante
, no Meñique. Meñique nunca había movido ni el meñique por ella.
«Excepto cuando me sacó de allí. Lo hizo por mí. Pensé que era Ser Dontos, mi pobre Florián borracho, pero desde el principio fue cosa de Petyr. Meñique no era más que una máscara que se tenía que poner.» Sólo que a veces le costaba decidir dónde terminaba la máscara y dónde empezaba el hombre. Meñique y Lord Petyr eran muy parecidos. Tal vez debería huir de ambos, pero no tenía adónde ir. Invernalia había ardido; Bran y Rickon estaban muertos; Robb había sido traicionado y asesinado en Los Gemelos, junto con su señora madre; Tyrion estaba condenado a muerte por el asesinato de Joffrey, y si volvía a Desembarco del Rey, la Reina la haría decapitar también a ella. Su tía, la que creía que la protegería, había intentado matarla. Su tío Edmure era prisionero de los Frey, y su tío abuelo, el Pez Negro, estaba bajo asedio en Aguasdulces.
«No tengo adónde ir —pensó Sansa con tristeza—, y no tengo más amigos que Petyr.»
Aquella noche, el hombre muerto cantó «El día en que ahorcaron a Robin
el Negro
», «Las lágrimas de la Madre» y «Las lluvias de Castamere». Luego se detuvo un rato, pero justo cuando Sansa empezaba a adormilarse volvió a rasgar la lira. Cantó «Seis pesares», «Hojas caídas» y «Alysanne».
«Qué canciones tan tristes —pensó. Cuando cerraba los ojos se lo imaginaba en su celda del cielo, acurrucado en un rincón, lo más lejos posible del frío cielo negro, tapado con pieles y con la lira contra el pecho—. Pero no debo compadecerlo. Era vanidoso y cruel, y pronto estará muerto.» No lo podía salvar. Y además, ¿por qué iba a querer salvarlo? Marillion había intentado violarla, y Petyr la había salvado no una vez, sino dos. «A veces hay que mentir.» Sólo las mentiras la habían mantenido con vida en Desembarco del Rey. Si no hubiera mentido a Joffrey, su Guardia Real la habría matado a palizas.
Después de «Alysanne», el bardo volvió a guardar silencio el tiempo suficiente para que Sansa consiguiera conciliar el sueño apenas una hora. Pero cuando las primeras luces del amanecer arañaban los postigos le llegaron los dulces acordes de «En una mañana brumosa», y se despertó de inmediato. En realidad era una canción más apropiada para una mujer, el lamento de una madre en la mañana tras una batalla espantosa, mientras busca entre los caídos el cadáver de su único hijo.
«La madre canta su dolor por el hijo muerto —pensó Sansa—. El dolor de Marillion es por sus dedos, por sus ojos.»
La letra de la canción le llegó como un dardo que se le clavó en la oscuridad.
Ser, ¿habéis visto a mi hijo pequeño?
Un joven gallardo, de pelo trigueño.
Prometió volver, regresar al hogar.
Me juró que nunca me haría llorar.
Sansa se tapó los oídos con un almohadón de plumas de ganso para no seguir escuchando, pero no sirvió de nada. Había llegado el día; estaba despierta, y Lord Nestor Royce estaba subiendo por la montaña.
El Mayordomo Jefe y su grupo de acompañantes llegaron al Nido de Águilas a última hora de la tarde, cuando el valle se tornaba dorado y rojo a sus pies, y el viento empezaba a soplar con fuerza. Iba con él su hijo Albar, y también los acompañaban una docena de caballeros y una veintena de soldados.
«Cuántos desconocidos.» Sansa observó sus rostros con ansiedad. ¿Serían amigos o enemigos?
El atuendo con que Petyr recibió a los visitantes confería cierta oscuridad a sus ojos verde grisáceo. Llevaba una casaca de terciopelo negro, con mangas grises a juego con los calzones de lana. El maestre Colemon estaba junto a él, con la cadena de múltiples metales en torno al cuello largo y enjuto. Aunque el maestre era, con mucho, el más alto de los dos, el Lord Protector atraía todas las miradas. Por lo visto, aquel día había dejado de lado las sonrisas. Escuchó con atención solemne mientras Royce le presentaba a los caballeros que lo habían acompañado.
—Sois bienvenidos, mis señores —dijo cuando terminó—. Ya conocéis al maestre Colemon, por supuesto. Lord Nestor, ¿recordáis a Alayne, mi hija natural?
—Desde luego.
Lord Nestor Royce era un hombretón tan grueso de cuello como de pecho, con cabello escaso, barbita canosa y mirada severa. Inclinó la cabeza poco menos de un dedo en gesto de saludo.
Sansa hizo una reverencia, demasiado asustada para hablar, temerosa de decir alguna inconveniencia. Petyr la ayudó a alzarse.
—Cariño, ten la amabilidad de ir a buscar a Lord Robert y llevarlo a la Sala Alta para que reciba a sus invitados.