Festín de cuervos (114 page)

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Authors: George R.R. Martin

Tags: #Fantástico

BOOK: Festín de cuervos
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—¡Jaime! —se oyó gritar—. ¡Jaime!

Hasta en lo más profundo del sueño, el dolor seguía presente. El rostro era un suplicio. El hombro le sangraba. Le dolía al respirar. Una punzada le recorría el brazo como un relámpago. Pidió a gritos un maestre.

—No tenemos maestre —dijo una voz de niña—. Sólo estoy yo.

«Estoy buscando a una niña —recordó Brienne—. Una doncella noble, de trece años, con los ojos azules y el cabello castaño rojizo.»

—¿Mi señora? —dijo—. ¿Lady Sansa?

—Cree que eres Sansa Stark —dijo un hombre entre risas.

—No puede seguir así mucho más. Se va a morir.

—Un león menos. Mira qué pena.

Brienne oyó que alguien rezaba. Pensó en el septón Meribald, pero no era una de sus oraciones. «Porque oscura es la noche, y los terrores la pueblan, igual que pueblan los sueños.»

Cabalgaban por un bosque umbrío, un lugar húmedo, oscuro y silencioso donde los pinos crecían muy juntos. El terreno era blando bajo los cascos de su caballo; las huellas que dejaba se llenaban de sangre. Junto a ella cabalgaban Lord Renly, Dick Crabb y Vargo Hoat. La sangre manaba de la garganta de Renly. La oreja arrancada de la Cabra rezumaba pus.

—¿Adónde vamos? —preguntó Brienne—. ¿Adónde me lleváis?

Ninguno le respondió.

«¿Cómo van a responder? Todos están muertos.»

Entonces, ¿ella también estaba muerta?

Lord Renly, su dulce rey sonriente, iba delante de ella. Guiaba el caballo de Brienne entre los árboles. Brienne lo llamó para decirle cuánto lo amaba, pero cuando se volvió y la miró con el ceño fruncido, supo que no era Renly. Renly nunca fruncía el ceño.

«Siempre tenía una sonrisa para mí —pensó—. Excepto...»

—Hace frío —dijo el Rey, asombrado, y una sombra se movió sin que nadie la proyectara, y la sangre de su amado señor corrió por el acero verde de su gorjal y le manchó las manos.

Había sido un hombre cálido, pero su sangre era fría como el hielo.

«Esto no es real —se dijo—. Es otra pesadilla, pronto me despertaré.»

La montura se detuvo de repente. Unas manos bruscas la agarraron. Los haces de luz roja del atardecer se colaban entre las ramas de un nogal. Un caballo rumiaba hojas muertas más allá de los castaños; los hombres que se movían por allí hablaban en voz baja. Diez, doce, tal vez más. Brienne no reconocía los rostros. Estaba tumbada en el suelo, con la espalda contra un árbol.

—Bebed esto, mi señora —dijo la voz de la niña.

Le acercó una copa a los labios. El sabor era fuerte y amargo. Brienne lo escupió.

—Agua —jadeó—. Por favor. Agua.

—El agua no os quitará el dolor. Esto sí. Un poco. —Volvió a acercarle la copa a los labios.

Hasta beber le dolía. El vino le corrió por la mandíbula y le goteó por el pecho. Cuando la copa se vació, la niña volvió a llenarla de un odre. Brienne bebió hasta que no pudo más.

—Ya basta.

—Seguid. Tenéis un brazo roto, y también varias costillas. Dos, puede que tres.

—Mordedor —dijo Brienne recordando su peso, cómo le había clavado la rodilla en el pecho.

—Sí. Menudo monstruo.

Lo recordó todo de repente: los relámpagos en el cielo, el barro en el suelo, la lluvia que repiqueteaba contra el acero oscuro del yelmo del Perro, la terrible fuerza de las manos de Mordedor... De repente ya no soportaba estar atada. Trató de liberarse de las cuerdas, pero sólo consiguió magullarse más. Los nudos que le sujetaban las muñecas estaban demasiado prietos. Había sangre seca en el cáñamo.

—¿Está muerto? —Se estremeció—. Mordedor. ¿Está muerto?

Recordó como le había arrancado carne de la cara con los dientes. La sola idea de que pudiera estar por allí, respirando, le daba ganas de gritar.

—Está muerto. Gendry le clavó una punta de lanza en la nuca. Bebed, mi señora, si no queréis que os lo haga tragar.

Bebió.

—Estoy buscando a una niña —susurró entre trago y trago. «A mi hermana», había estado a punto de decir—. Una doncella noble de trece años. Tiene los ojos azules y el cabello castaño rojizo.

—No soy yo.

«No.» Saltaba a la vista. Aquella muchacha estaba tan delgada que parecía a punto de morirse de hambre. Llevaba el pelo recogido en una trenza, y tenía unos ojos más viejos de lo que le correspondía por edad. «Pelo castaño, ojos marrones, vulgar... Willow, con seis años más.»

—Eres la hermana. La de la posada.

—Es posible. —La niña entrecerró los ojos—. ¿Y qué si lo soy?

—¿Cómo te llamas? —preguntó Brienne.

Sintió una arcada. Tenía miedo de empezar a vomitar.

—Heddle. Igual que Willow. Jeyne Heddle.

—Jeyne. Desátame las manos. Por favor. Ten piedad. Las cuerdas me están desgarrando las muñecas. Me hacen sangre.

—No me lo permiten. Tenéis que quedaros atada hasta...

—Hasta que estéis ante mi señora. —Renly estaba tras la muchacha; se apartó un mechón de pelo de los ojos. «No. No es Renly. Gendry»—. Mi señora quiere que respondáis por vuestros crímenes.

—Mi señora. —El vino hacía que le diera vueltas la cabeza. Le costaba pensar—. Corazón de Piedra ¿Te refieres a ella? —Lord Randyll había hablado de aquella mujer en Poza de la Doncella—. Lady Corazón de Piedra.

—Algunos la llaman así; otros le dan nombres diferentes: la Hermana Silenciosa, la Madre Inmisericorde, la Ahorcadora.

«La Ahorcadora.» Cuando cerraba los ojos, Brienne veía los cadáveres que se balanceaban bajo las ramas desnudas, con el rostro ennegrecido e hinchado. De repente la dominó un miedo atroz.

—Podrick. Mi escudero. ¿Dónde está Podrick? Y los demás... Ser Hyle, el septón Meribald, el perro... ¿Qué le habéis hecho al animal?

Gendry y la chica se miraron. Brienne intentó levantarse y consiguió incorporarse sobre una rodilla antes de que el mundo empezara a dar vueltas.

—Vos matasteis al perro, mi señora —oyó decir a Gendry justo antes de que la oscuridad la engullera otra vez.

Volvía a estar en Los Susurros, ante las ruinas, enfrentada a Clarence Crabb. Era fiero y enorme, montaba a lomos de un uro aún más peludo que él. La bestia pateaba furiosa, dejando profundos surcos en la tierra. Los dientes de Crabb eran afilados, puntiagudos. Brienne fue a sacar la espada, pero tenía la vaina vacía.

—¡No! —gritó cuando Ser Clarence cargó contra ella. No era justo. No podía luchar sin su espada mágica. Se la había dado Ser Jaime. Iba a fallarle, igual que le había fallado a Lord Renly, y la sola idea le provocaba ganas de llorar—. Mi espada. Por favor, necesito mi espada.

—La moza quiere recuperar la espada —dijo una voz.

—Y yo quiero que Cersei Lannister me chupe la polla. ¿Y qué?

—Jaime la llamó
Guardajuramentos
. Por favor.

Pero las voces no escuchaban, y Clarence Crabb cayó encima de ella y le arrancó la cabeza. Brienne se hundió en una oscuridad aún más profunda.

Soñó que estaba tumbada en un bote, con la cabeza en un regazo. Estaban rodeados de sombras, de hombres encapuchados vestidos de cuero y malla que los impulsaban por las neblinas del río con los remos envueltos para no hacer ruido. Estaba empapada en sudor y ardía, y al mismo tiempo estaba tiritando. La niebla estaba llena de rostros.

—Bella —susurraban los sauces de la orilla.

—Monstruo, monstruo —decían, en cambio, los juncos.

Brienne se estremeció.

—Callaos —dijo—. Que alguien los haga callar.

La siguiente vez que despertó, Jeyne le acercaba un cuenco de algo caliente a los labios.

«Caldo de cebolla», pensó Brienne.

Bebió tanto como pudo, hasta que un trocito de zanahoria se le atravesó en la garganta. Toser era un suplicio.

—Tranquila —dijo la muchacha.

—Gendry —jadeó—. Tengo que hablar con Gendry.

—Ha vuelto al río, mi señora. A la forja, para proteger a Willow y a los pequeños.

«Nadie puede protegerlos.» Empezó a toser otra vez.

—Bah, deja que se ahogue. Esa cuerda que nos ahorramos.

Uno de los hombres de sombras apartó a la chica a un lado. Llevaba una cota de malla oxidada y un cinturón tachonado del que colgaban una espada larga y una daga. Se cubría los hombros con una larga capa amarilla, sucia y empapada. Tenía encima de los hombros una cabeza de perro, de acero, que enseñaba los dientes en gesto amenazador.

—¡No! —gimió Brienne—. No, estás muerto, yo te maté.

El Perro se echó a reír.

—Al revés. Seré yo quien te mate a ti. Por mí te mataría ahora mismo, pero mi señora quiere verte ahorcada.

«Ahorcada. —Sintió un escalofrío de pánico. Miró a la muchacha, a Jeyne—. Es demasiado joven para ser tan dura.»

—Pan y sal —jadeó—. En la posada... El septón Meribald dio de comer a los niños... Partimos el pan con tu hermana...

—La inmunidad de los huéspedes ya no es lo que era —respondió la muchacha—, y menos desde que mi señora volvió de la boda. Algunos de los que cuelgan al lado del río también creían que eran invitados.

—Fue un ligero malentendido —dijo el Perro—. Querían camas y les dimos árboles.

—Pero tenemos más árboles —aportó otra sombra. Bajo el yelmo oxidado le faltaba un ojo—. Siempre hay más árboles.

Cuando llegó la hora de montar otra vez, le taparon la cara con un capuchón de cuero. No tenía agujeros para los ojos. El cuero amortiguaba los sonidos. El sabor de la cebolla le impregnaba la lengua, tan intenso como la conciencia de su fracaso.

«Van a ahorcarme.»

Pensó en Jaime, en Sansa, en su padre, que estaba en Tarth, y se alegró de llevar el capuchón. Así podía ocultar las lágrimas que se le agolpaban en los ojos. De cuando en cuando oía conversar a los bandidos, pero no distinguía las palabras. Tras un rato, se dejó vencer por el agotamiento y el movimiento lento y rítmico del caballo.

En aquella ocasión soñó que volvía a estar en su hogar, en el Castillo del Atardecer. El sol entraba por las altas ventanas en forma de arco de su señor padre. Allí estaba a salvo. Estaba a salvo.

Iba vestida de seda: llevaba una túnica azul y roja adornada con soles dorados y medias lunas de plata. A otra niña le habría quedado bien; a ella, no. Tenía doce años, y se sentía fea e incómoda mientras esperaba al joven caballero con quien la había prometido su padre, un chico que tenía seis años más que ella y que, sin duda, algún día sería un campeón de gran fama. Ella temía su llegada. Tenía el busto demasiado pequeño; las manos y los pies, demasiado grandes. El pelo se le encrespaba constantemente, y le había salido una espinilla al lado de la nariz.

—Te va a traer una rosa —le había prometido su padre, pero una rosa no servía de nada, una rosa no podía protegerla. Lo que quería era una espada.

«
Guardajuramentos
. Tengo que encontrar a la niña. Tengo que recuperar el honor de Jaime.»

Y por fin se abrieron las puertas, y su prometido entró en los salones de su padre. Trató de recibirlo como le habían enseñado, pero le salió sangre de la boca. Mientras esperaba se había mordido tanto la lengua que se la había cortado. La escupió a los pies del joven caballero y vio la repulsión dibujada en su rostro.

—Brienne
la Bella
—dijo en tono burlón—. He visto cerdas más hermosas que vos.

Le tiró la rosa a la cara. Cuando se alejó, los grifos de su capa ondearon, se volvieron borrosos y se transformaron en leones.

«¡Jaime! —había querido gritar—. ¡Jaime, volved a por mí!»

Pero su lengua estaba en el suelo junto a la rosa, ahogada en sangre.

Brienne se despertó de repente, jadeando.

No sabía dónde se encontraba. El aire era frío y denso; olía a tierra, a moho, a gusanos. Estaba tumbada en un catre, bajo una montaña de pieles de oveja. Por encima de ella había roca, y de las paredes sobresalían raíces. La única luz procedía de una vela de sebo que humeaba en un charco de grasa fundida.

Apartó las pieles a un lado. Vio que le habían quitado la ropa y la armadura. Llevaba un vestido sencillo de lana marrón, fino pero recién lavado. Tenía el antebrazo entablillado y vendado. Sentía un lado de la cara mojado y rígido. Se lo tocó. Una especie de cataplasma húmeda le cubría la mejilla, la mandíbula y la oreja.

«Mordedor...»

Se puso en pie. Notaba las piernas débiles como el agua; la cabeza, liviana como el aire.

—¿Hay alguien ahí?

Algo se movió en uno de los nichos sombríos que había tras la vela. Era un anciano vestido de harapos. Las mantas con las que se había tapado cayeron al suelo. Se incorporó y se frotó los ojos.

—¿Lady Brienne? Me habéis asustado. Estaba soñando.

«No —pensó—, la que soñaba era yo.»

—¿Dónde estamos? ¿En una mazmorra?

—En una cueva. Al igual que las ratas, tenemos que refugiarnos en nuestros agujeros cuando los perros vienen olisqueando detrás de nosotros, y cada día hay más perros. —Su ropa parecía los restos de una vieja túnica, rosada y blanca. Tenía el pelo largo, canoso, enmarañado; la piel de las mejillas, floja, y la mandíbula, mal afeitada—. ¿Tenéis hambre? ¿Podréis retener un vaso de leche? ¿Tal vez un poco de pan con miel?

—Quiero mi ropa. Mi espada. —Se sentía desnuda sin la cota de malla; quería sentir
Guardajuramentos
en el costado—. Y la salida. Mostradme la salida.

El suelo de la cueva era de piedra y tierra; lo sentía basto y desigual bajo las plantas de los pies. Seguía teniendo nubes en la cabeza, como si estuviera flotando. La luz titilante proyectaba sombras extrañas.

«Los espíritus de los muertos bailan a mi alrededor, se esconden cuando me vuelvo para mirarlos.»

Había agujeros, grietas y hendiduras por todas partes, pero no tenía manera de saber qué pasadizos la llevarían al exterior, cuáles se adentraban aún más en la cueva y cuáles no iban a ninguna parte. Todos eran negros como boca de lobo.

—Permitid que os toque la frente, mi señora. —La mano del carcelero estaba llena de cicatrices y callosidades, pero tocaba con delicadeza—. Ya no tenéis fiebre —anunció con acento de las Ciudades Libres—. Muy bien. Hasta ayer, era como si tuvierais la carne en llamas. Jeyne se temía lo peor.

—Jeyne. ¿La chica alta?

—Esa misma. Aunque no es tan alta como vos, mi señora. La llaman Jeyne
la Larga
. Fue ella quien os arregló el brazo y os lo entablilló tan bien como un maestre. También hizo lo que pudo por vuestro rostro: os lavó las heridas con cerveza hervida para evitar la putrefacción. Aun así... Un mordisco humano es mal asunto; son muy sucios. Estoy seguro de que de ahí viene la fiebre. —Le tocó la cara vendada—. Tuvimos que cortar algo de carne. Mucho me temo que vuestro rostro no quedará muy agraciado.

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