Fantasmas del pasado (31 page)

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Authors: Nicholas Sparks

BOOK: Fantasmas del pasado
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No era una vida excitante, pero era su vida, y no iba a permitir que nadie ni nada la desequilibrara. En otro lugar y en otro momento, habría pensado de forma distinta, pero de nada servía pensar en eso ahora. Mientras continuaba contemplando el océano, tuvo que esforzarse por no imaginar lo que podría haber llegado a ser.

En el porche, Lexie apretó con más fuerza la manta que le cubría los hombros. Ya no era una niña, sabía que superaría ese desengaño igual que había superado los otros dos. Estaba segura de ello. Pero incluso con la tranquilidad que esa aserción le confería, el murmullo del mar le recordó de nuevo lo que sentía por Jeremy, y le costó muchísimo contenerse para no derramar ni una sola lágrima.

Todo pareció relativamente simple cuando Jeremy tomó la decisión. Se precipitó hacia su habitación en el Greenleaf, e hizo los planes necesarios mientras se preparaba para partir. Agarró el mapa y la cartera, por si acaso. Decidió no llevarse el ordenador porque estaba seguro de que no lo necesitaría, e hizo lo mismo con sus notas. Guardó la libreta de Doris en su bolsa de piel. Escribió una nota para Alvin y la dejó en el mostrador de recepción, a pesar de que Jed no pareció demasiado contento con ello. Se aseguró de que llevaba el cargador del móvil y se marchó. Sólo tardó diez minutos en realizar todos los preparativos y dirigirse a Swan Quarter, desde donde el transbordador lo llevaría hasta Ocracoke, un pueblecito situado en la Barrera de Islas. Una vez allí se dirigiría al norte por la autopista número 12 hasta Buxton. Supuso que ésa era la ruta que ella habría tomado, por lo que lo único que debía hacer era seguir la misma senda y finalmente llegaría a la dirección deseada en tan sólo un par de horas.

Pero a pesar de que el viaje hasta Swan Quarter estaba resultando fácil a través de carreteras desiertas y con pocas curvas, Jeremy se puso a pensar en Lexie y apretó el acelerador, intentando no prestar atención al desagradable cosquilleo que sentía en la barriga. Pero ese cosquilleo era otra forma de referirse a la sensación de pánico, y claro, él nunca sentía pánico. Se enorgullecía de eso. Sin embargo, cada vez que se veía obligado a aminorar la marcha —en lugares como Belhaven y Leechville—, se sorprendía a sí mismo dando golpecitos nerviosos con los dedos en el volante y musitando palabras malsonantes.

Era una sensación realmente extraña para él, que crecía con más fuerza a medida que se acercaba a su destino. No podía hallar una explicación, pero en cierto modo tampoco deseaba analizar la cuestión. Era una de las pocas veces en su vida en que se estaba moviendo como un autómata, haciendo exactamente lo opuesto a lo que le dictaba la razón, pensando únicamente en cómo reaccionaría ella cuando lo viera.

Justo cuando le pareció que empezaba a comprender los motivos de su reacción tan extraña, Jeremy se encontró en la estación del transbordador, mirando fijamente a un hombre delgado y uniformado, quien prácticamente no levantó la vista de la revista que estaba leyendo. Se enteró de que el transbordador a Ocracoke no partía con la misma regularidad que el de Staten Island hasta Manhattan, y había perdido la última salida del día, lo que significaba que o bien volvía a la mañana siguiente o cancelaba todo su plan. Ninguna de las dos alternativas lo convenció.

—¿Está seguro de que no existe ninguna otra forma de llegar hasta el faro de Hatteras? — preguntó mientras notaba cómo se le aceleraba el corazón—. Es muy importante.

—Supongo que podría intentar llegar hasta allí conduciendo.

—¿Cuánto tardaría?

—Depende de usted, de lo rápido que conduzca.

«Evidentemente», pensó Jeremy.

—Digamos que conduzco rápido.

El sujeto se encogió de hombros, como si el tema lo aburriera soberanamente.

—Unas cinco o seis horas. Tiene que ir hacia el norte hasta Plymouth, luego tomar la carretera 64 hacia Roanoke Island, y luego hasta Whalebone. Una vez allí, vaya hacia el sur, hacia Buxton. Y llegará al faro.

Jeremy echó un vistazo a su reloj. Era casi la una del mediodía; se figuró que cuando alcanzara el faro, Alvin estaría probablemente llegando a Boone Creek. No le gustó nada la idea.

—¿Existe alguna otra forma de atrapar el transbordador?

—Bueno, hay uno que sale de Cedar Island.

—¡Fantástico! ¿Y dónde queda eso?

—A unas tres horas en la otra dirección. Pero igualmente tendrá que esperar hasta mañana por la mañana.

Por encima del hombro del individuo, vio un póster con todos los faros de Carolina del Norte. Hatteras, el más grande de todos, destacaba en el centro de la composición.

—¿Y si le dijera que se trata de una emergencia? — preguntó desesperado.

El hombre levantó la cabeza por primera vez.

—¿Es una emergencia?

—Digamos que sí.

—Entonces llame al guardacostas, o quizás al sheriff.

—Ah —dijo Jeremy, intentando no perder la paciencia—. Entonces, ¿me está diciendo que no hay ninguna otra forma de llegar hasta allí ahora? Desde aquí, me refiero.

El hombre se llevó el dedo índice a la barbilla.

—Supongo que podría alquilar una barca, si tiene tanta prisa.

«Ahora empezamos a entendernos», pensó Jeremy aliviada.

—Perfecto. ¿Y qué tengo que hacer para alquilar una?

—No lo sé. Es la primera vez que alguien me lo pide.

De un salto, Jeremy entró en su coche y finalmente admitió que empezaba a sentir pánico. Quizás era porque había llegado hasta allí, o quizá porque se daba cuenta de la gran verdad que encerraban las últimas palabras que le dijo a Lexie la noche anterior, pero algo más se había apoderado de él y no pensaba volver atrás. Se negaba a retroceder, no ahora, que se hallaba tan cerca.

Nate estaría esperando su llamada, pero de repente eso no le pareció tan importante, ni tampoco el que Alvin estuviera de camino. Si todo salía bien, todavía podrían llevar a cabo la filmación tanto esa noche como la siguiente. Contaba con diez horas por delante hasta que aparecieran las luces; calculó que en dos horas podría llegar a Hatteras en una lancha. Le sobraba tiempo para llegar hasta allí, hablar con Lexie y regresar, siempre y cuando encontrara a alguien que se aviniera a llevarlo de vuelta.

Pero las circunstancias podían torcerse, por supuesto. A lo mejor no conseguiría alquilar una barca, aunque si eso sucedía, era capaz de conducir hasta Buxton. Una vez allí, sin embargo, no estaba seguro de que lograra encontrar a Lexie.

Nada tenía sentido en su plan. Pero ¿qué más daba? Muy de vez en cuando, todo el mundo tenía derecho a cometer alguna locura, y ahora era su turno. Llevaba dinero en el billetero, y pensaba encontrar la forma de llegar hasta su destino. Asumiría ese riesgo sólo para ver cómo reaccionaba Lexie, aunque únicamente fuera para demostrarse a sí mismo que podía abandonarla y no volver a pensar jamás en ella.

De eso se trataba. Cuando Doris le insinuó que quizá no la volvería a ver, sus pensamientos se nublaron. Sí, iba a marcharse del pueblo en un par de días, pero eso no significaba que su historia con Lexie tuviera que darse por concluida; por lo menos todavía no. Podría venir a visitarla de vez en cuando, y ella también podría desplazarse hasta Nueva York; buscarían la forma de verse periódicamente. Eso era lo que hacía mucha gente, ¿no? Aunque eso no fuera posible, aunque ella hubiera tomado la inamovible determinación de poner punto y final a su amistad, Jeremy quería que se lo dijera a la cara. Sólo entonces podría regresar a Nueva York con la certeza de que no le había quedado ninguna otra opción.

Sin embargo, mientras llegaba a la barrera que daba acceso al primer puerto que avistó, se dio cuenta de que no quería que ella pronunciara esas palabras. No se dirigía a Buxton para escuchar un adiós ni para oír cómo Lexie le decía que no deseaba verlo nunca más. De hecho —y se sorprendió ante tal descubrimiento—, sabía que iba a averiguar si Alvin tenía razón.

El atardecer era el momento favorito del día de Lexie. La tenue luz invernal, combinada con la austera belleza natural del paisaje, hacía que el mundo pareciera de ensueño. Incluso el faro parecía un espejismo, coloreado con rayas negras y blancas como si se tratara de una barra de caramelo.

Mientras paseaba por la playa, intentó imaginarse lo difícil que debió de ser para los marineros y pescadores navegar por esa zona cuando todavía no existía el faro. Las aguas poco profundas que se extendían mar adentro con bancos de arena movedizos recibían el nombre de «la tumba del Atlántico», y en sus fondos descansaban los restos de miles de embarcaciones que habían naufragado. El
Monitor
, que había intervenido en la primera batalla entre barcos acorazados durante la guerra civil, se había hundido en ese lugar. Y la misma suerte había corrido el
Central America
, cargado con oro de California, cuyo naufragio fue uno de los motivos de la terrible crisis financiera de 1897. El barco de Barbanegra, el
Queen Anne's Revenge
, fue hallado cerca de Beaufort Inlet, y media docena de submarinos alemanes que se hundieron durante la segunda guerra mundial recibían ahora la visita casi a diario de un sinfín de submarinistas.

Su abuelo era un entusiasta de la historia, y cada vez que paseaban por la playa cogidos de la mano, le contaba anécdotas sobre los barcos que habían desaparecido a lo largo de los siglos. Aprendió cosas sobre los huracanes y las enormes olas peligrosas y los fallos en la navegación que motivaban que los barcos embarrancaran hasta que eran despedazados por la furia del mar. Aunque no estaba particularmente interesada y a veces incluso se asustaba al imaginarse esas tremendas situaciones, la cadencia lenta y melódica con que su abuelo relataba las historias tenía un efecto sedante, y jamás intentó cambiar de tema. Sabía que hablarle sobre esas cuestiones significaba mucho para él. Unos años más tarde se enteró de que el barco de su abuelo fue torpedeado durante la segunda guerra mundial y que él sobrevivió de milagro.

El recuerdo de esas largas caminatas hizo que de repente echara de menos a su abuelo con una súbita intensidad. Los paseos habían formado parte de su rutina diaria, algo sólo entre ellos dos, y normalmente lo hacían cuando faltaba una hora para la cena, mientras Doris cocinaba. A menudo él se hallaba sentado, leyendo, con las gafas en la punta de la nariz; de repente cerraba el libro con un suspiro y lo dejaba a un lado. Se levantaba de la silla y le preguntaba si le apetecía dar un paseo para ver los caballos salvajes.

Lexie se volvía loca ante la mera idea de ver los caballos. No sabía por qué; jamás había montado uno de esos animales, ni tampoco era algo que deseara particularmente, pero recordaba cómo se plantaba en la puerta en un abrir y cerrar de ojos tan pronto como su abuelo mencionaba la posibilidad. Por lo general los caballos se mantenían alejados de la gente y salían a la carrera cuando alguien se les acercaba, pero les gustaba pacer al anochecer, y entonces bajaban la guardia, aunque sólo fuera unos minutos. A menudo era posible acercarse lo suficiente para ver sus marcas distintivas y, con un poco de suerte, incluso escuchar sus relinchos, como si la advirtieran que no se acercara más.

Eran caballos descendientes de los mustang españoles, y su presencia en la Barrera de Islas databa desde 1523. En esos días el Gobierno aseguraba su supervivencia a través de unas normas muy estrictas, y los cuadrúpedos formaban parte del paisaje del mismo modo que los ciervos en Pensilvania, con el único inconveniente de que a veces había demasiados ejemplares. Los habitantes de la zona no solían prestarles atención, salvo cuando se convertían en un incordio; pero para muchos veraneantes, verlos era uno de los objetivos del viaje. A esas alturas Lexie se consideraba casi como una habitante más de la localidad, pero siempre que veía los caballos se sentía rejuvenecer, como si todavía fuera una niña, con mil sueños y expectativas por delante.

Deseaba sentirse de ese modo, aunque sólo fuera para escapar de las presiones de su vida de adulta. Doris la había llamado para contarle que Jeremy la había estado buscando, lo cual no la sorprendió en absoluto. Suponía que él se preguntaría qué error había cometido o por qué ella se había marchado de esa manera tan precipitada, pero a la vez pensaba que él se recuperaría del chasco rápidamente. Jeremy era una de esas personas fuertes con suficiente confianza en sí mismas que avanzaban por la vida sin arrepentirse de nada de lo que hacían y sin volver la vista atrás.

Avery también era así, y aún recordaba el sentimiento de dolor que le provocaba su arrolladora confianza en sí mismo y la indiferencia que le demostró cuando ella se sintió herida. Ahora reconocía que debería haber interpretado esos defectos de su carácter como lo que eran, pero en esos momentos no hizo caso de las señales de alerta: cómo observaba a las mujeres demasiado rato, o con qué efusividad abrazaba a otras mujeres, aunque él le aseguraba que sólo se trataba de amigas. Al principio quiso creerlo cuando le dijo que sólo había sido infiel una vez, pero poco a poco fue atando cabos con la ayuda de conversaciones olvidadas que emergieron de nuevo: una vez, una de sus amigas de la universidad le confesó que había oído rumores acerca de una historia tórrida entre Avery y otra estudiante; uno de sus compañeros de trabajo mencionó unas cuantas ausencias laborales injustificadas de Avery. Odiaba verse en el papel de una pobre inocentona, pero lo cierto era que lo había sido, y le dolía más la decepción que había sentido consigo misma que la decepción que sintió con él. Supuso que no tardaría en reponerse, que conocería a un buen chico…, alguien como el señor sabelotodo, quien le demostró de una vez por todas que no era una buena psicóloga a la hora de juzgar a los hombres. Parecía incapaz de mantener una relación estable.

No era fácil admitir esa cuestión, y había momentos en los que se preguntaba qué era lo que había hecho mal para que sus dos relaciones más serias hubieran fracasado. Bueno, quizá no podía incluir al señor sabelotodo, ya que lo suyo no llegó a ser una relación seria; pero ¿y con Avery? Lo había amado y había creído que él la amaba. Era fácil afirmar que Avery era un sinvergüenza y que todo había sido culpa suya, pero al mismo tiempo pensaba que probablemente él notó que faltaba algo en esa relación, que a ella le faltaba algo. Pero ¿en qué sentido? ¿Había sido demasiado quisquillosa? ¿Era aburrida? ¿No se sentía satisfecho en la cama? ¿Por qué después no fue en su busca, para rogarle que lo perdonara? Nunca encontró una respuesta a tales cuestiones. Sus amigas le aseguraban que ella no tenía la culpa, y Doris le decía lo mismo. Aun así, no acertaba a comprender lo que había sucedido. Después de todo, existían dos versiones de una misma historia, e incluso ahora a veces fantaseaba con la idea de llamarle para preguntarle qué era lo que ella tendría que haber hecho de un modo distinto. Tal y como una de sus amigas le indicó, el sentimiento de culpa en esos temas era algo muy propio de las mujeres. Los hombres parecían inmunes a esa clase de inseguridades. Aunque no fuera así, lo cierto era que los hombres habían aprendido a enmascarar sus sentimientos o a enterrarlos en lo más profundo de su ser para no sentirse coaccionados por ellos. Normalmente Lexie intentaba hacer lo mismo, y normalmente funcionaba. Normalmente.

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