Read Fantasmas del pasado Online
Authors: Nicholas Sparks
—Nunca se sabe —se rio él.
Mientras Jeremy observaba cómo Doris desaparecía en la cocina, se puso a pensar en la conversación que acababan de mantener. Había sido muy agradable, pero curiosamente impersonal. Y cayó en la cuenta de que Doris no había contestado realmente a su pregunta sobre el paradero de Lexie. Al final no había logrado averiguar nada, lo cual parecía sugerir que —por alguna razón—, de repente, Doris no deseaba hablar sobre Lexie. Y eso no le daba buena espina. Levantó la vista y vio que se acercaba de nuevo a la mesa. Esbozaba la misma sonrisa agradable que antes, pero esta vez Jeremy sintió una sensación de malestar en el estómago.
—Bueno, si tienes alguna pregunta sobre las entradas —dijo ella, entregándole la libreta—, no dudes en llamarme. Y si quieres, puedes copiar lo que quieras; sólo te pido que me la devuelvas antes de que te marches. Le tengo mucho aprecio.
—Así lo haré —prometió él.
Doris se quedó de pie delante de él, y Jeremy tuvo la impresión de que era su forma de indicarle que la conversación estaba a punto de terminar. En cambio, él no pensaba dar el brazo a torcer tan fácilmente.
—Una cosa más —agregó Jeremy.
—¿Sí?
—¿Te parece bien si le devuelvo la libreta a Lexie, si la veo hoy?
—Ningún problema —respondió ella—. De todos modos, ya sabes dónde encontrarme, por si acaso.
Jeremy comprendió la indirecta y sintió que el estómago se le encogía todavía más.
—¿Ha mencionado algo sobre mí cuando la has visto esta mañana? — preguntó él.
—No, no me ha contado casi nada. Sin embargo, me ha dicho que seguramente pasarías por aquí.
—¿Estaba bien?
—A veces —empezó Doris lentamente, como si estuviera midiendo las palabras— comprender a Lexie es difícil, así que no estoy segura de si puedo responderte o no. Aunque creo que se recuperará, si eso es lo que te interesa.
—¿Estaba enojada conmigo?
—No, de eso sí que estoy segura. No estaba enojada.
Esperando recibir más información, Jeremy no dijo nada. Un silencio incómodo se formó entre ellos, y Doris lanzó un prolongado suspiro. Por primera vez desde que se habían conocido, Jeremy se fijó en que las arrugas alrededor de sus ojos delataban su edad.
—Me gustas, Jeremy, y lo sabes —declaró ella con una voz suave—. Pero me estás poniendo entre la espada y la pared. Tienes que comprender que soy leal a ciertas personas, y Lexie es una de ellas.
—¿Y eso qué significa? — preguntó él, notando una repentina sequedad en la boca.
—Significa que sé lo que quieres y lo que estás intentando averiguar, pero no puedo contestarte. Lo único que puedo decirte es que si Lexie hubiera deseado que tú supieras dónde estaba, te lo habría dicho.
—¿La veré de nuevo, antes de irme?
—No lo sé. Supongo que eso lo decidirá ella.
Con ese comentario, Jeremy empezó a asimilar que Lexie se había marchado del pueblo.
—No entiendo por qué ha reaccionado de ese modo —dijo Jeremy, consternado.
Doris sonrió con tristeza.
—Sí —contestó ella—, creo que sí que lo entiendes.
Lexie se había ido.
Como un eco, las palabras resonaban en su cabeza una y otra vez. Sentado detrás del volante y de vuelta al Greenleaf, Jeremy intentó analizar los hechos con serenidad. No se alarmó. Jamás sentía pánico. Las ganas que le habían entrado de sonsacarle a Doris el paradero de Lexie no tenían importancia, ni tampoco la sensación de desesperación que lo había invadido, simplemente dio las gracias a Doris por su ayuda y se dirigió al coche, como si no hubiera esperado nada diferente.
Y además, se recordó a sí mismo, no había razón alguna para alarmarse. A Lexie no le había sucedido nada grave. Simplemente no quería volver a verlo, y eso le dolía. Quizá debería de haberlo supuesto. Le había pedido demasiado, incluso cuando ella le dejó perfectamente claro desde el principio que no estaba interesada en él.
Sacudió enérgicamente la cabeza, pensando que no le extrañaba que ella se hubiera ido. Aunque pudiera ser moderna en ciertos aspectos, en otros era tradicional, y probablemente estaba cansada de tener que hacer frente a sus tácticas seductoras tan transparentes. Probablemente para ella resultaba mucho más fácil marcharse del pueblo que tener que dar explicaciones a alguien como él.
Así pues, ¿qué pensaba hacer? Quizá Lexie regresara, o quizá no. Si regresaba, perfecto. Pero si no…, bueno, ahí era cuando empezaba a complicarse todo. Podía quedarse de brazos cruzados y aceptar su decisión, o podía ir a buscarla. Si en algo era diestro era en encontrar a gente. Con la ayuda de información pública, de conversaciones amistosas y de las páginas electrónicas adecuadas, había aprendido cómo seguir la pista de alguien hasta llegar a su mismísima puerta. Sin embargo, pensaba que con Lexie no sería necesario recurrir a todas esas artimañas. Después de todo, ella misma le había dado la respuesta que necesitaba. Sí, estaba seguro de que sabía su paradero; lo cual significaba que podía afrontar la cuestión del modo que quisiera.
De nuevo no supo qué pensar.
El hecho de poder afrontar la cuestión no logró aliviarlo de la angustia que sentía. Se recordó a sí mismo que en un par de horas tenía una teleconferencia pendiente, una con importantes ramificaciones para su carrera periodística, y si se marchaba a buscar a Lexie, probablemente no sería capaz de hallar una cabina telefónica en el momento preciso. Alvin llegaría esa misma tarde —posiblemente la última de las noches con niebla—, y a pesar de que su amigo podía encargarse de la filmación solo, tendrían que ponerse a trabajar juntos a la mañana siguiente. Además, tampoco podía olvidar que necesitaba dormir un rato, ya que sin duda se avecinaba otra larga noche, y podía sentir el peso del cansancio hasta en el hueso más diminuto de su cuerpo.
Por otro lado, no quería que la historia con Lexie acabara de ese modo. Quería ver a Lexie, necesitaba verla. Una vocecita en su interior le ordenaba que no se dejara llevar por las emociones y, racionalmente, sabía que no podía esperar nada bueno si salía disparado a buscarla. Aunque la encontrara, probablemente ella no le haría ni caso, o peor aún, pensaría que era un perturbado. Y mientras tanto, a Nate seguramente le daría un síncope, Alvin se sentiría abandonado y furioso, y él echaría por la ventana la historia de los fantasmas y su brillante futuro profesional.
Al final la decisión era más que sencilla. Aparcó el coche delante del búngalo que ocupaba en el Greenleaf, y asintió con cara de satisfacción. Haber analizado la cuestión bajo ese prisma le había permitido ver con claridad lo que tenía que hacer. Después de todo, no se había pasado los últimos quince años recurriendo a la lógica y a la ciencia sin aprender nada en todo el proceso.
Ahora, se dijo a sí mismo, todo lo que tenía que hacer era preparar la maleta.
Sí, lo admitía: era una cobarde de la cabeza a los pies.
Le resultaba difícil aceptar que había salido huyendo, pero según su explicación atenuante, durante los dos últimos días había sido incapaz de pensar con claridad. No era perfecta; lo sabía y no sentía remordimientos por ello. Si se hubiera quedado en el pueblo, las cosas se habrían complicado todavía más. No importaba que le gustara él y que a él le gustara ella; Lexie se había despertado esa mañana con la certeza de que tenía que poner punto y final a la situación antes de que fueran demasiado lejos, y cuando aparcó el coche en el camino sin asfaltar delante de la cabaña, supo que al venir aquí había hecho lo más adecuado.
No había mucho que admirar en el lugar. La vieja cabaña parecía formar parte del paisaje, puesto que estaba prácticamente fusionada con la vegetación silvestre que la abrazaba. El salitre del mar se había incrustado en las pequeñas ventanas rectangulares con cortinas blancas. La madera había perdido su color natural y ofrecía un aspecto ajado y gris, como una reminiscencia visible de la furia de una docena de huracanes. Siempre había considerado que esa cabaña era un reducto atrapado en el pasado; casi todo el mobiliario tenía más de veinte años, las cañerías silbaban de una forma escandalosa cuando abría el grifo de la ducha, y había que encender los fogones de gas con una cerilla. Pero los recuerdos de los años de juventud pasados en ese lugar le transmitían una sensación de paz instantánea, y tras organizar las maletas y la comida que había traído para el fin de semana, abrió las ventanas para ventilar el interior. Después agarró una manta y se acomodó en la mecedora del porche ubicado en la parte trasera de la casita, con el único deseo de contemplar el océano. El suave murmullo de las olas tenía un efecto tonificante, casi hipnótico, y cuando el sol emergió de entre las nubes y los rayos de luz se expandieron sobre el agua como unos larguísimos dedos nacidos del cielo, se quedó inmóvil y contuvo la respiración.
Cada vez que venía, reaccionaba del mismo modo. La primera vez que había contemplado esa luz tan especial fue poco después de su visita al cementerio con Doris, cuando todavía era una niña, y recordó que en esos instantes imaginó que sus padres habían hallado otra forma de hacerse presentes en su vida. Como si de dos ángeles enviados desde el cielo se tratara, ella creía que sus padres la protegían, que siempre estaban cerca pero que jamás intervenían, como si presintieran que ella siempre adoptaría las decisiones correctas.
Durante mucho tiempo necesitó creer en esas ideas románticas, simplemente porque a menudo se sentía sola. Sus abuelos habían sido atentos y maravillosos, pero aunque los amaba con devoción por el afecto que le habían dado y el sacrificio que habían hecho por ella, nunca llegó a acostumbrarse a la sensación de ser distinta del resto de los niños del pueblo. Los padres de sus amigos jugaban a béisbol los fines de semana y tenían un aspecto jovial incluso bajo la tenue luz de la iglesia los domingos por la mañana, una observación que le hacía cuestionarse qué era —si acaso existía algo— lo que le faltaba.
No podía hablar con Doris sobre esas cuestiones. Tampoco podía hablar con Doris sobre la sensación de culpa que la invadía como resultado de tales pensamientos. Por más que intentara buscar las palabras apropiadas, era consciente de que podría herir los sentimientos de su abuela. Aunque tan sólo fuera una chiquilla, comprendía esos detalles.
Y esa sensación de ser distinta había dejado una profunda huella, no sólo en ella sino también en Doris, y empezó a manifestarse durante los años de la adolescencia. Cuando Lexie no respetaba los límites, Doris solía evitar la confrontación, dejando que Lexie pensara que podía establecer sus propias reglas. En esos años se había desmadrado más de la cuenta; había cometido errores graves de los que se avergonzaba, pero su comportamiento cambió radicalmente cuando fue a la universidad. En su nueva encarnación, más madura, desarrolló la idea de que la madurez significaba pensar en los riesgos mucho antes que en las recompensas, y que el éxito y la felicidad consistían tanto en evitar los fallos como en dejar una estela personal en este mundo,
Era consciente de que la noche anterior había estado a punto de cometer un craso error. Se imaginaba que Jeremy intentaría besarla, y estaba más que satisfecha de su reacción cuando él quiso entrar en su casa.
Sabía que había herido los sentimientos de Jeremy, y lo sentía, pero de lo que probablemente él no se había dado cuenta era de que el corazón de Lexie no dejó de latir desaforadamente hasta que su coche se perdió de vista, porque una parte de ella deseaba dejarlo entrar, sin importar lo que hubiera sucedido después. No se arrepentía; era la decisión más acertada que había podido tomar. No obstante, cuando unas horas más tarde se halló dando cabezazos en la cama sin conseguir conciliar el sueño, fue plenamente consciente de que quizás en la siguiente ocasión no tendría la fortaleza para actuar del mismo modo.
Con toda honestidad, debería haberlo presagiado. Cuando la noche tocaba a su fin, empezó a comparar a Jeremy con Avery y con el señor sabelotodo, y para su sorpresa, Jeremy los superaba con creces prácticamente en todo. Tenía la sagacidad y el sentido del humor de Avery, y la gracia y la inteligencia del señor sabelotodo, pero Jeremy parecía más cómodo consigo mismo que ninguno de los otros dos. A lo mejor únicamente lo veía así porque había pasado un día fantástico, algo que no le sucedía en mucho tiempo. ¿Cuándo fue la última vez que saboreó una comida espontánea, o que se sentó en la cima de Riker's Hill, o que visitó el cementerio después de una fiesta en vez de irse directamente a dormir? No le extrañaba que la falta de predicción y ese sentimiento de excitación le hubieran recordado lo feliz que fue cuando todavía creía que Avery y el señor sabelotodo eran los príncipes de sus sueños.
Pero se equivocó en esas ocasiones, igual que se equivocaba ahora. Sabía que Jeremy resolvería el misterio hoy —de acuerdo, quizás era únicamente un presentimiento, pero estaba más que segura de ello, ya que la respuesta se hallaba en uno de los diarios que le había prestado, por lo que todo lo que él tenía que hacer era encontrarla— y no le cabía la menor duda de que Jeremy le habría pedido que celebrara la resolución del misterio con él. Si se hubiera quedado en el pueblo, los dos habrían pasado prácticamente todo el día juntos, algo que no deseaba. Pero de nuevo se dio cuenta de que, en lo más profundo de su ser, eso era precisamente lo que anhelaba, y esa contradicción le provocaba un estado de alteración y de confusión como no sentía desde hacía años.
Doris había intuido lo que sucedía esa mañana, cuando Lexie pasó por su casa, pero eso no era algo que la sorprendiera. En el momento en que Lexie puso un pie fuera de la cama, notó el cansancio alrededor de sus ojos y fue absolutamente consciente de su aspecto deplorable. Tras lanzar unas pocas piezas de ropa en la maleta para pasar el fin de semana, abandonó la casa sin ducharse; ni siquiera intentó pararse a pensar qué era lo que sentía. A pesar de la prueba, Doris simplemente se limitó a asentir con la cabeza cuando Lexie le comunicó que tenía que marcharse. Doris, aunque exhausta, pareció comprender que, si bien había sido ella la que había puesto en marcha toda esa historia, no había anticipado lo que podría suceder como resultado. Ese era el problema con las premoniciones: si bien podían ser precisas a corto plazo, era imposible saber cualquier detalle posterior.
Así que se había refugiado en la cabaña porque tenía que hacerlo; aunque sólo fuera para mantener la cordura. Ya regresaría a Boone Creek cuando las cosas volvieran a su cauce normal, lo cual suponía que no tardaría en suceder. En un par de días la gente dejaría de hablar de los fantasmas y de las casas históricas y del forastero, los turistas se marcharían y lo único que quedaría sería el recuerdo. El alcalde volvería a centrarse en sus partidas de golf, Rachel volvería a salir con algún tipo desconsiderado, y Rodney encontraría una manera de toparse con Lexie cerca de la biblioteca de un modo accidental y seguramente respiraría aliviado cuando se cerciorara de que la relación entre ambos podía continuar como hasta entonces.