Todos sus sueños, por tanto, dependían del éxito de aquella misión.
Si conseguían hacerse con el duodécimo huevo áureo, el Amo y Señor de Fabuland les concedería el deseo que pidieran. Rob el baktus se convertiría en un guerrero no baktus y el gregoch pasaría a ser un gregoch en toda regla, con voz ronca, aspecto imponente y desagradable y la satisfacción de saber que jamás le silbarían cuando pasara junto a una choza en construcción. La cuestión era que el huevo sólo les daba derecho a un deseo, por lo que tendrían que echar a suertes quién sería el beneficiado. Claro que antes tenían que encontrarlo.
La jungla se espesaba en su parte central, como si todos los árboles creyeran que los alrededores estaban siendo invadidos por un ejército de leñadores. Naj suspiró aliviado cuando tras varios machetazos llegaron a un claro en mitad de la espesura. Se guardó el machete y aligeró el paso, pero la mano de Rob le agarró la pantorrilla.
—Espera —susurró—. No tan rápido.
—¿Qué te pasa ahora? Todo está tranquilo.
—Demasiado tranquilo. ¿No oyes? No pían los pájaros, ni zumban los insectos, ni suenan los típicos ruidos que se supone que deben sonar en una selva. Es como si todo esto estuviera muerto.
Naj le dio la razón; aquel silencio resultaba siniestro. Parecía que alguien hubiera envasado la selva al vacío antes de arrojarla al mar. Rob sospechaba que la Hermandad de los Magos Hirsutos se encontraba en la zona, y si sus sospechas eran ciertas, el peligro que suponían los monos resinosos se convertiría en algo tan tonto como un chiste de mercadillo.
Y los chistes del mercadillo de la ciudad de Leuret Nogara podían ser increíblemente tontos.
—La Hermandad —se atrevió a decir Naj después de tragar un par de galones de saliva—. ¿Crees que andan por aquí?
—Si es así, buena señal. Eso es que buscan lo mismo que nosotros, lo cual significa que estamos cerca de nuestro objetivo.
—¿Y se supone que debo alegrarme? —preguntó el gregoch.
—Sé un poco optimista por una vez. Estamos a un paso del huevo. Y en el peor de los casos, si te matan…
La frase quedó a medias. Los dos sabían lo que significaba morir en Fabuland. Por un lado tendrían la posibilidad de volver a empezar, pero las leyes del Amo y Señor les obligarían a permanecer apartados de la acción un mes entero.
Así estaban las cosas y sólo había dos direcciones que seguir: hacia delante y hacia atrás. Continuaron hacia delante, pero de una manera muy curiosa. Mientras Naj avanzaba mirando el sudoeste, Rob lo hacía con su espalda pegada a la del gregoch y la vista fija en el nordeste. De esa manera se cubrían el uno al otro y vigilaban el entorno de un modo más eficaz. El único problema era que Rob, debido a su baja estatura, sólo veía su hacha y algo de maleza. Al menos, pensó, si les atacaba una manada de pulgones podría dar a tiempo la voz de alarma. No tardaron en dejar atrás el claro y llegar a la orilla del río. De momento la suerte les sonreía, pero ambos sabían que la sonrisa podía convertirse en una mueca horripilante en cuestión de segundos.
El río Nudoso era un ejemplo perfecto de lo relativo que es todo. Mientras que Naj podía cruzarlo en dos zancadas sin mojarse los pelos del ombligo, para Rob significaba un minuto y medio de natación a braza luchando contra la corriente. Naj le ahorró el esfuerzo montándolo sobre sus hombros, y al momento ya estaban en la otra orilla.
Rob se adelantó unos pasos. Lo hizo de puntillas, de manera que su estatura alcanzó el cinturón del gregoch. Olisqueó el aire tres veces. Los baktus, al tener limitada su capacidad visual en zonas de vegetación alta, habían desarrollado de manera extraordinaria el resto de sus sentidos. En el caso de Rob, el olfato era el más próspero, puesto que el oído lo tenía algo mermado tras una desafortunada aventura en un local de folk.
—¿Qué pasa? —preguntó Naj.
—¿No hueles? Es alguna clase de animal apestoso.
—Mira, si es una de tus ironías hirientes…
—Esta vez no. ¡Fíjate en eso!
Naj miró en la dirección que su compañero le indicaba, echándose instintivamente la mano al machete. La forma verde e inerte que había junto a un arbusto lechoso era un armadillo mensajero muerto. Y justo al lado, otro. Y un poco más lejos, otro más. Toda la zona estaba plagada de armadillos mensajeros muertos que se descomponían al sol del mediodía.
—Alguien se ha cargado a estos pobres armadillos —razonó el baktus.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Naj—. Es posible que éste sea el famoso Cementerio de Armadillos Mensajeros.
—No existe ningún Cementerio de Armadillos Mensajeros. Esto es algo peor. Es la escena de un crimen. Fíjate bien. Todos llevan abiertos sus estuches y no hay mensajes dentro. Tampoco hay señales de violencia. No los han matado con flechas ni ninguna clase de tecnología material. ¡Oh, por el Amo y Señor! Esto me huele a…
—¿Ya estás otra vez con el olfato? Te vas a quedar sin él de tanto usarlo.
—Esta vez era metáfora. Todo esto tiene pinta de ser obra de la Hermandad. Puede que los Magos Hirsutos hayan organizado una batida para encontrar el huevo y…
Le interrumpió un aullido que cortó el aire bajo las copas de los árboles. Las hojas del hacha y el machete se elevaron hacia el cielo mientras sus propietarios permanecían muy quietos, con la vista fija en el lugar del que parecía proceder el escalofriante sonido.
—Allí —susurró Rob señalando con la cabeza—. Entre aquellos arbustos.
Sin bajar la guardia ni las armas, se acercaron de forma cautelosa a la maraña vegetal de la que parecía proceder aquel triste sonido. Era una especie de lamento entre animal y humano. Naj bajó lentamente el machete, lo introdujo con cuidado en el arbusto y quedó muy sorprendido cuando topó con algo duro.
Clonc.
Rob apartó con su hacha las hojas que cubrían la fuente del sonido y enseguida apareció ante ellos algo que les llenó de tristeza.
El armadillo tenía los ojos entrecerrados. Su caparazón verdoso en forma de mosaico parecía intacto, sin señales de violencia, lo cual era lógico, ya que no existía en todo Fabuland un material más duro que la coraza de un armadillo mensajero. Sus patitas delanteras se aferraban con fuerza al estuche con forma de tubo que llevaba colgado del cuello. Aquella valiente criatura se había escondido con el fin de proteger hasta el final el mensaje que llevaba consigo.
Miró a los dos intrusos con sus grandes ojos verdes en los que se reflejaban el cansancio y la resignación, y después abrió la boca para emitir un silbante jadeo que se prolongó durante casi un minuto. Luego el sonido se extinguió definitivamente.
—¿Está…? —preguntó Naj sin poder dejar de mirarlo.
—Muerto —confirmó Rob mirando el cadáver con rabia y dolor—. Asesinado por la Hermandad.
—¿Cómo lo sabes? Podría haber sido una manada de orcos. O las sombras incorpóreas esas que dicen que habitan en el valle, o…
—Sólo las bolas de energía de los magos hirsutos son capaces de matar un armadillo mensajero. Su caparazón es demasiado duro como para herirlo con algo que no sea la fuerza negativa.
—¿Fuerza negativa?
—Tristeza. Estos armadillos murieron tras recibir una potente dosis de tristeza. Ni siquiera su coraza puede repelerla. Lo que ha ocurrido aquí no ha sido una cacería sino un sabotaje en las comunicaciones. Imi lo sabía. Dijo que los recientes fallos de los armadillos no eran producto de la casualidad. Por algún motivo, la Hermandad no quiere que haya contactos privados en esta zona. Probablemente busquen pistas sobre el huevo. Matando a los armadillos y robando sus mensajes quizá esperan encontrar esa información. —Rob hizo una pausa mientras contemplaba el estuche cerrado y sellado del armadillo que acababa de morir ante sus ojos—. Este valiente, sin embargo, se les escapó.
—Veamos qué mensaje llevaba —Naj adelantó una mano hacia el estuche y lo cogió con dos dedos.
Sin embargo, antes de que pudiera abrirlo, Rob pegó un salto y se encaramó al costado del gregoch aferrando uno de los extremos del tubo con las manos:
—¿Qué mariposas haces?
No lo abras. Ese mensaje no es para nosotros. El armadillo murió para protegerlo y no vamos a…
—Precisamente por eso. Tenemos que saber a quién iba dirigido. A lo mejor nos da una pista de por qué la Hermandad ha hecho lo que ha hecho. O puede que seamos capaces de entregar el mensaje a su destinatario. ¡Suelta eso, baktus!
—¡De ninguna manera!
Resultaba cómico ver al gregoch tirando del tubo con dos dedos mientras el pequeño Rob necesitaba las dos manos para contrarrestar la fuerza de su compañero. Entonces ocurrió lo inevitable. El estuche se partió y un vaporoso pliego blanco rodeado de polvo de estrellas flotó en el aire ante ellos y cayó sobre el dolorido Rob.
—¡Mira lo que has hecho, enano estúpido!
Pero el pequeño guerrero baktus no reparó en el insulto. Sentado en el suelo, sus sentidos sólo estaban atentos a la imagen tridimensional que empezó a formarse delante de sus ojos. Allí, con letras doradas y una cuidada caligrafía repleta de filigranas, se podía leer:
Remitente
: Princesa Sidior Bam
Destinatario
: Caballero Patrick de Direte
Asunto
: Ayuda
A continuación, las letras desaparecieron como borradas por el viento y una figura humana empezó a cobrar forma. El holgado vestido blanco le dejaba al descubierto los hombros y llegaba justo hasta los pies, calzados con unos zapatos dorados. La cabellera roja, sujeta por una diadema de brillantes de la que colgaba una larga trenza, enmarcaba un rostro sereno de grandes ojos plateados y labios finos que cuando se abrieron para hablar apenas temblaron un poco. Nunca en toda su vida había visto Rob nada tan hermoso como lo que en aquellos momentos tenía delante. Cuando habló, lo hizo con una voz dulce como la miel.
—Estimado caballero Patrick de Direte. Quizá os acordéis de mí, ya que nos conocimos hace poco junto al castillo de mi padre, el rey de Seranaz Nam. Yo acababa de escapar de la torre donde mi padre me tenía confinada a la espera de la llegada del príncipe de Iguarsork, con quien pretende casarme para formar alianza política. No quiero aburriros con mi historia, pero la razón de que os escriba es que vos sois la única persona de Fabuland con la que he mantenido contacto desde que fui hecha prisionera. Fue un contacto breve, tan efímero como mi libertad, ya que los guardias de mi padre me descubrieron y me apresaron, y ahora vuelvo a estar en la torre, sujeta a mayores medidas de vigilancia. No quiero comprometeros, caballero Patrick de Direte, pero si pudierais ayudarme a salir de aquí seguro que sabría cómo recompensaros. Que el Amo y Señor os bendiga.
La figura se desmaterializó dando paso a la realidad, compuesta en aquel momento por un armadillo muerto, un arbusto medio tronchado y un gregoch con pestañas y lacito que miraba a Rob con expresión preocupada.
—¡Eh! ¡Eh! —gritaba—. ¿Qué te pasa? Estás alelado. ¡Despierta!
El baktus sacudió la cabeza y trató de orientarse antes de incorporarse y guardar el pergamino en la bolsa que colgaba de su cinturón.
—¿Qué ponía en ese mensaje? —preguntó Naj—. Debe de ser algo horrible. Te has quedado como tonto. Como más tonto, quiero decir.
—Nada grave —acertó a decir Rob cuando logró tenerse en pie—. Era… un orfebre. Sí, eso, un orfebre exigiéndole el pago a su patrono. Deberíamos continuar. Ya hemos perdido demasiado tiempo aquí.
El baktus echó a andar dejando al gregoch confuso y sorprendido, contemplando con tristeza el cadáver del armadillo. Finalmente se puso en movimiento y emprendió la marcha junto a su compañero, que se detuvo a los pocos pasos al toparse con algo que le horrorizó aún más que la masacre que habían dejado atrás.
Era un tenebroso altar de piedra con imágenes de monos. En uno de los frentes había labrados tres monos, cada uno infinitamente más feo que el anterior, lo que hacía suponer que se trataba del mismo animal en un grado progresivo de dolor. Los ojos saltones, la mandíbula desencajada, la lengua casi saliéndose de la piedra y lamiendo el humus del suelo… Era un espectáculo grotesco.
—Ojalá Imi estuviera aquí —murmuró Naj sin atreverse a comprobar qué era aquel fluido rojo y viscoso que cubría el altar y atraía tantas moscas—. Él sabría interpretar esta cosa tan horrible.
Rob meneó la cabeza.
—No hace falta ser un perro lingüista para descifrar esto. Es un altar de sacrificios de los monos resinosos. Una vez cada dos semanas, cuando están hasta las cejas de resina, ejecutan a uno de los suyos para dar ejemplo.
—¡Qué asco! ¿Ejemplo de qué?
—Ejemplo a secas —Rob se sacudió una mosca del hombro—. Venga, sigamos adelante.
Seguir adelante era fácil ahora que habían establecido el rumbo y tenían claro que su prioridad inmediata era poner la mayor cantidad de espacio posible entre el altar de sacrificios y ellos mismos. A los pocos pasos llegaron al lugar que buscaban: una cueva cuya entrada, cubierta de lianas, les daba la bienvenida como una bocaza hambrienta. La emoción del triunfo les sacudió los huesos, si bien ambos sabían que la prueba más difícil estaba por llegar.
—Recuérdame que felicite a Imi —dijo Rob dando un grácil saltito y colocándose en la entrada.
Traspasada la persiana de lianas, la abertura se ensanchaba en un vestíbulo cavernoso del que partía un túnel oscuro. Rob abrió la bolsa de piel que colgaba de su cinturón y sacó un pequeño frasco vacío que entregó a Naj antes de coger otro para él. El baktus sacó entonces un paño de tela y lo desplegó con cuidado. En su interior se agitaba una docena de animales invertebrados que parpadearon temerosos al recibir la escasa luz, de la que se habían visto privados desde su captura. Lumis. Gusanos de luz. Rob eligió uno al azar, lo partió por la mitad y lo introdujo en el frasco, que al instante empezó a brillar con una luminosidad ambarina y potente.
Con las dos linternas cargadas, se internaron en el túnel. Aunque los lumis alumbraban el camino sin problemas, intentaron en lo posible no mirar los terribles relieves labrados en sus paredes. En ellos se mostraban monos gigantescos devorando toda clase de criaturas, desde hombres a enanos, pasando por vacas lecheras, ardillas, ninfas y urogallos.
El siguiente tramo de túnel descendía hacia las profundidades, circunstancia que no fue un problema para Rob pero sí para el corpulento Naj, que se golpeó en la cabeza un total de seis veces. Luego él mismo se golpeó adrede otras tres para intentar desprenderse del lazo, pero no funcionó.