—La cerda, señor —dijo de pronto la voz del alguacil, que había irrumpido tembloroso en la habitación del gobernador—. Es evidente que buscan a la cerda. Le dije que esos intrusos no traían nada bueno.
—Hay que proteger a esa cerda —afirmó Steamboat—. Si cae en manos de Kreesor, Rob y Naj nunca encontrarán los huevos áureos y la Hermandad de los Magos Hirsutos será invencible.
—Olvídate de los huevos, Steamboat. Esos tuétanos no nos permitirán salir de aquí. Ahora lo importante es reducir en lo posible el número de bajas. —Un nuevo cañonazo hizo vibrar los cristales de toda la mansión—. No tenemos manera de contener ese ataque.
—Tenemos el Eyeon, señor.
—¿El Eyeon? Ese galeón se cae de viejo, Julius. Hace años que se retiró del servicio para convertirse en buque escuela.
—Aún conserva sus cañones. Y sé de al menos cinco vecinos que almacenan pólvora y municiones en su sótano. Ya sé que es ilegal, señor, pero en estos momentos es una noticia de la que espero se alegre.
El gobernador sólo necesitó que otro cañonazo alcánzala una de las corbetas del puerto para dar su conformidad. Mientras Steamboat reclutaba voluntarios, el gobernador pidió a Rob y Naj que custodiaran a Oguba y se escondieran en el sótano hasta que todo hubiera pasado. Rob se acercó a Haba y la zarandeó hasta despertarla. La rana, aunque soñolienta, parecía más fuerte después de aquella pequeña siesta.
—¿Te ves con fuerzas para un último hechizo?
—Puedo hacerlo, pero entonces volveré a caer rendida. Y no me gusta pasarme el día durmiendo. Me perdería muchas cosas —un fuerte estruendo sacudió la mansión, derribando un jarrón que se rompió en pedazos—. ¿Qué ha sido eso?
—Estamos siendo atacados por un barco tuétano.
—Dime qué hechizo quieres que haga, Rob. Prefiero caer tendida antes que pasar por eso.
Haba hizo un último esfuerzo para volver a reducir a Oguba y se quedó profundamente dormida mientras Rob introducía a la cerdita en su nueva bolsa de inventario. Luego Naj cogió a Haba en brazos y bajó al sótano, donde encontró una multitud formada en su mayoría por hombres temblorosos, niños lloriqueantes y varias mujeres jóvenes que protestaban porque no se les permitía tomar parte en el combate que se avecinaba.
—Seguro que yo me las arreglaría mejor que el seboso de mi marido —decía una joven de cabello castaño y un pañuelo verde enrollado en la frente.
Cuando Haba estuvo bien acomodada sobre un montón de cartones, Naj se dirigió a las escaleras, donde fue interceptado por uno de los guardias del gobernador.
—¿Adónde vas tú? Las mujeres se quedan aquí.
Fue todo lo que pudo decir antes de que un espantoso ruido le dejara los cabellos blancos. El gregoch empezó a subir las escaleras al trote para encontrarse con Rob y el gobernador.
—Muy bien —dijo—. Cuente con nosotros para defender la ciudad.
—Me temo que no, gregoch. Creo que vosotros seréis más útiles en otro lugar.
—No pretenderá encerrarnos en ese sótano. No somos ancianas desvalidas que necesiten esconderse. Venimos de Leuret Nogara con una misión y la llevaremos a cabo aunque tengamos que enfrentarnos a toda la flota tuétana.
—¿Leuret Nogara? ¿Acaso queréis acabar como vuestros conciudadanos?
Rob y Naj se miraron con gesto sombrío y el gobernador sintió que les debía una explicación.
—¿No lo sabíais? Leuret Nogara fue atacada hace dos días por un ejército tuétano. Según mis informadores, la ciudad ha ardido hasta los cimientos. Hay numerosos heridos y algunos muertos. Lamento daros esta mala noticia, sobre todo ahora que estamos a punto de pasar por lo mismo.
Por la mente de Rob circularon terribles imágenes de su ciudad siendo devastada por esos horribles soldados. Pensó en el Sabio Silvestre, en el perrito Imi, en la Fuente de las Tres Bocas… De pronto el miedo y la furia se apoderaron de él.
—Vamos a luchar.
—Hay algo más útil que podéis hacer. Iréis con dos de nuestros guardias a Villa Solfa y rescataréis a Jean de Guillaumes. Y baktus…
—¿Sí, señor?
—Protege bien a esa cerda o estaremos perdidos. Rob no supo cómo interpretar exactamente las palabras del gobernador, pero tampoco tuvo tiempo para ello. Acababa de enviar un armadillo al Sabio Silvestre para saber si se encontraba bien cuando los dos guardias que los habían detenido los escoltaron fuera de la mansión en dirección a Villa Solfa. A sus espaldas resonaban los cañonazos. Iba a ser una noche dura.
La mansión era de tipo colonial y estaba rodeada por un amplio jardín. Después de saltar el seto, corrieron hacia la ventana del sótano por la que Naj y Haba habían visto escapar al maestro Du Guillaumes hacía sólo unas horas.
—Salió por aquí —indicó el gregoch a los guardias—. Ahora ya es cosa vuestra.
—¿No llegasteis a entrar? —preguntó Larrazo, temeroso.
—Claro que no. Teníamos que esperar a que Rob saliera de la prisión con la cerda y…
—No tantos detalles, Naj —le interrumpió Rob con los ojos fijos en un montón de leña del que sobresalía el mango de un hacha—. Muy bien. Propongo que vosotros esperéis en la puerta principal mientras nosotros entramos por la ventana. Así evitaremos que la niña escape.
—Un momento, un momento… —dijo Larrazo de repente confundido—. Aquí las órdenes las damos nosotros. ¡Teniente Sparkot! ¡Vigile la puerta principal mientras estos civiles se cuelan por la ventana!
—¡A la orden!
Los dos guardias echaron a correr hacia la puerta mientras Rob y Naj iniciaban su parte del plan. El interior del sótano hedía a gimnasio y rata muerta. Los dos amigos caminaron por un oscuro pasillo que desembocaba en una rejilla de ventilación a través de la cual se veía una habitación que nada tenía que ver con el sombrío corredor en el que se encontraban.
—¿Seguro que es aquí? —preguntó Rob.
Naj se encogió de hombros.
—Desde luego tiene toda la pinta.
El barco tuétano estaba a punto de entrar en el puerto. Los cañones humeaban, algunos proyectiles volaban cada cierto tiempo hacia las naves atracadas y la tripulación daba horribles gritos. Una bala alcanzó uno de los postes del muelle por el que Julius Steamboat y cuatro de sus hombres cargaban una carretilla llena de sacos de pólvora.
—¡Cuidado! —advirtió—. Esos bribones están afinando la puntería.
—Pronto nos tocará a nosotros —rugió un hombre rubio con dientes de oro que caminaba encorvado tras él.
Los disparos se sucedían a intervalos regulares cuando el grupo de Steamboat alcanzó al fin la pasarela del Eyeon. Los cinco hombres se dispersaron por la cubierta inferior y al momento ya habían tomado posiciones detrás de los cañones de babor, que apuntaban al mar. Steamboat dedicó unos instantes a estudiar a los viejos piratas que había reclutado, todos ellos antiguos miembros de la Confederación que sembró el terror entre los navegantes a ambos lados del Mar de los Cenizos antes de que el nuevo gobierno de las Dos Costas regulara la piratería. Jimbo Hueso había sido el capitán del Azor Afilado, y en sus múltiples expediciones había hundido no menos de veinte galeones. A su lado, el enjuto Pepín Slade demostraba una sangre fría admirable mientras armaba con calma las espoletas de los cañones. El hombre de los dientes de oro era Anatolio Jenkins, un asesino y saqueador de la peor calaña que ahora se ganaba la vida como boticario de Port Varese. El cuarto integrante era Argos Hawkins, crítico musical de la Gaceta Varesiana. Su experiencia en combate era nula, pero el resto de los miembros de la Confederación estaban muertos o a punto de estarlo, y Hawkins siempre había mostrado una notable agresividad en sus críticas que ahora podría serles útil.
Jimbo Hueso cargó un proyectil en su cañón, retrocedió un paso y metió el pie en una montañita de gelatina de fresa que había en el suelo.
—¡Puaj! ¿Qué diablos es esto?
—Gelatina —explicó Steamboat—. Anoche se celebró aquí el Festival Infantil de Grumetes Cantores. Tened cuidado al acercaros al mástil, está cubierto de chocolate.
—Con o sin chocolate, les daremos a esos cerdos su merecido.
—Así se habla, Hawkins. ¿Cañones cargados? Bien. Fuego a mi señal.
La prueba de que los tuétanos habían detectado el intento de resistencia de los hombres del galeón llegó como un coro de grotescas carcajadas seguido por el estallido de uno de los cañones y un proyectil que impactó directamente en el casco de madera del Eyeon, cerca de la popa.
—¡Fuego! —ordenó Steamboat. Los cuatro cañones dispararon a la vez, concentrando su potencia en la proa de la nave atacante. Los dos proyectiles laterales pasaron de largo, pero los del centro dieron en el blanco, destrozando el mascarón de proa en forma de dragón y frenando el avance del barco.
—¡Carguen otra vez! —gritó Steamboat, consciente de que su única posibilidad de vencer dependía de someter al enemigo a un fuego constante. Ellos eran un blanco fijo mientas que los tuétanos tenían la posibilidad de esquivar los disparos—. Atención… ¡fuego!
Cuatro balas volvieron a surcar el aire, y esta vez fueron tres las que impactaron contra el barco enemigo, desviándolo un poco hacia estribor, por lo que ahora mostraba más superficie atacable.
—¡Carguen! ¡Fuego!
Ahora fueron cuatro de cuatro, pero el contraataque no se hizo esperar y fue brutal. El barco tuétano corrigió el curso y enfiló de nuevo hacia ellos disparando sus dos cañones frontales mientras la tripulación lanzaba flechas con sus ballestas desde detrás de la borda.
—¡A cubierto! —gritó Steamboat en el preciso momento en que una bala de veinticuatro libras atravesaba la madera y por poco le vuela la cabeza a Pepín Slade—. ¿Estás bien, Slade? ¿No te han herido? ¡Pues carga, muchacho! ¿A qué esperas?
El desigual combate continuó sin grandes cambios, pero cada vez que la tripulación del Eyeon hacía blanco en el barco tuétano, éste acribillaba de manera implacable el costado del viejo galeón. Uno de los proyectiles destrozó el cañón que maniobraba Anatolio Jenkins, quien dejó al descubierto sus dientes de oro cuando dio un grito de furia mientras corría al cañón de su derecha. Aquellos hombres no se dejaban engañar. A pesar del heroico desafío, el barco tuétano estaba cada vez más cerca y pronto lo tendrían encima. Entonces sólo podrían rendirse o morir.
Era un dormitorio decorado con pósteres de caballos y fotografías de cantantes y músicos de moda. Una muñeca de trapo contemplaba el techo con ojos ciegos tumbada en un edredón rosa con notas musicales estampadas. Sobre la mesilla de noche reposaba un viejo gramófono con varios discos de cera amontonados encima. En el suelo había una guitarra con su funda, una flauta dulce y una carpeta llena de partituras desparramadas. Pero lo más llamativo de la habitación era que frente a un atril junto a la puerta, con los tobillos atados, el maestro Jean du Guillaumes rellenaba con rabia un pentagrama.
Rob y Naj comprobaron que en la habitación no había nadie más antes de abandonar las sombras, retirar la rejilla de ventilación y presentarse ante el músico.
—Maestro Du Guillaumes —susurró Rob algo nervioso—. Hemos venido a rescatarlo.
Los ojillos almendrados del compositor se dilataron mientras abandonaba la pluma y señalaba frenéticamente las cuerdas de los tobillos.
—¡Desátenme! ¡Desátenme, deprisa! ¡Volverá en cualquier momento para ver mis progresos!
Mientras Rob luchaba con las cuerdas, Naj preguntó:
—¿No hay nadie más en la casa?
—Sólo esa niña del demonio. Su padre, el ilustrísimo Lalo Solfa, salió ayer para encontrarse con el presidente de la Unión de Músicos de Fabuland y planear mi liberación. Si ese idiota supiera que fue su hija la que me secuestró… —Rob terminó de desatar al músico—. ¡Vámonos! ¡No hay tiempo que perder!
Se introdujeron por el hueco del conducto de ventilación y echaron a correr por el estrecho pasillo en el momento en que la pequeña Virginia Solfa entraba en la habitación con una bandeja repleta de tostadas y un cuenco de leche. Al comprobar que el músico había escapado, dejó caer la bandeja, sacó del vestido un cuchillo enorme y echó a correr hacia la rejilla.
—¡Quietoz! —gritó cuando al final del corredor vio que dos intrusos estaban ayudando a Du Guillaumes a trepar por la ventana.
Rob se dio la vuelta y supo que lo que vio en ese momento le provocaría pesadillas hasta el final de su vida.
La niña no medía mucho más que él, pero su cara gorda y redonda con los ojos azules agrandados tras los cristales de las gafas, la prótesis dental, las coletas fuertemente apretadas y el cuchillo en la mano, configuraban una imagen más espeluznante que un grupo formado por tuétanos, magos hirsutos y monos resinosos.
—¡Dejad a mi pdizionero o modideiz!
Naj saltó hacia la niña para arrebatarle el cuchillo, pero ella fue más rápida y lanzó la mano hacia delante para clavárselo en el brazo, fallando por muy poco. Entonces Rob aprovechó para agarrarse a sus coletas como si montara un caballo, tirando con fuerza de ellas.
—¡Oz odioooooo! —gritó la pequeña Solfa lanzando cuchilladas al aire.
—Ya está bien de tonterías —dijo Naj dándole una bofetada que dejó a la niña conmocionada.
En ese momento los dos guardias aparecieron por el pasillo, encañonaron a la niña con sus armas y la ordenaron que se tirara al suelo. Luego la alegría que sintieron al ver a Jean du Guillaumes con vida diluyó toda la tensión y los guardias empezaron a saltar y a bailar, y a pedirle autógrafos, y a citarle sus obras favoritas. Una vez recobrada la calma, le ayudaron a salir por la ventana sin dejar de vigilar a Virginia Solfa, que caminaba ante ellos con las esposas puestas y los ojos cargados de odio.
Sólo entonces, cuando llegaron al seto, se dieron cuenta los guardias de que el baktus y el gregoch habían desaparecido silenciosamente.
—¡Fuego! —La voz de Steamboat empezaba a sonar desesperada.
Los hombres sudaban y cada vez que cargaban una bala en los cañones comprobaban que su resistencia era inútil. El Eyeon estaba lleno de agujeros, como si hubiera sido atacado por una colonia de termitas gigantes, y era un auténtico milagro que aún se mantuviera a flote. El hombre al mando del barco tuétano, un barrigudo que atendía al nombre de capitán Sapo, sabía que los rebeldes estaban a punto de agotar sus municiones, pues ya no disparaban con tanta frecuencia, y decidió mantenerse a una prudente distancia hasta que quedaran del todo indefensos. Entonces acabaría de masacrarlos.