Expedición a la Tierra (21 page)

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Authors: Arthur C. Clarke

Tags: #Ciencia Ficción, Cuento, Relato

BOOK: Expedición a la Tierra
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Hasta que Bertrond no estuvo seguro que había pasado a formar parte de la vida cotidiana de Yaan no le presentó al robot. Estaba enseñan­do a Yaan las imágenes de un calidoscopio, cuan­do Clindar hizo salir a la máquina a través de la hierba, con su última víctima colgando a través de uno de sus metálicos brazos. Por vez primera Yaan mostró algo parecido al miedo; pero se cal­mó al oír las palabras tranquilizadoras de Ber­trond, si bien continuó vigilando al monstruo que avanzaba. Se detuvo a cierta distancia, y Bertrond salió a su encuentro. Mientras se adelantaba, el robot levantó los brazos y le entregó la res muer­ta. La tomó solemnemente y se la llevó a Yaan, tambaleando un poco bajo el desacostumbrado peso.

Bertrond hubiese dado mucho por saber exac­tamente lo que pensaba Yaan al aceptar el regalo. ¿Trataba de decidir si el robot era el amo o el es­clavo? Quizá tales conceptos se escapaban a su alcance; para él el robot quizá no fuese sino otro hombre, un cazador amigo de Bertrond.

La voz de Clindar, algo más potente que al na­tural, salió del altavoz del robot.

—Es asombroso lo tranquilamente que nos acepta. ¿No habrá nada que le asuste?

—Continúas juzgándole por tu propio patrón —replicó Bertrond—. Recuerda que su psicolo­gía es completamente diferente, y mucho más sen­cilla. Ahora que tiene confianza en mí, todo lo que yo acepte no le perturbará.

—¿Será eso cierto de toda su raza? —pregun­tó Altman—. No es prudente juzgar por un solo ejemplar. Me gustaría ver lo que pasaría si enviá­semos el robot al pueblo.

—¡Hola! —exclamó Bertrond—. Eso sí que le ha sorprendido. Nunca ha conocido antes a una persona que pudiese hablar con dos voces dis­tintas.

—¿Crees que adivinará la verdad cuando nos vea? —dijo Clindar.

—No. El robot será para él pura magia, pero no será nada más maravilloso que el fuego y el rayo y todas las demás fuerzas, que ya debe aceptar normalmente.

—Y bien, ¿qué es lo que sigue ahora? —preguntó Altman un poco impaciente—. ¿Vas a lle­varlo a la nave, o vas a ir primero al pueblo?

Bertrond vaciló.

—Quisiera no precipitarme a hacer las cosas. Ya saben los accidentes que han ocurrido con razas extrañas cuando eso se ha probado. Dejaré que lo piense, y cuando volvamos mañana trataré de persuadirle para que se lleve consigo el robot al pueblo.

En la escondida nave, Clindar reactivó el robot y lo volvió a poner en marcha. Lo mismo que Alt­man, se estaba impacientando un poco ante tan­tas precauciones, pero en todas las cuestiones re­lacionadas con formas de vida extrañas, Bertrond era el experto, y tenían que obedecer sus órdenes.

Había ahora ocasiones en que casi deseaba ser él mismo un robot, desprovisto de sentimientos y emociones, y capaz de contemplar la caída de una hoja y los estertores mortales de un mundo con el mismo desapasionamiento.

* * *

El sol estaba bajo cuando Yaan oyó la gran voz que gritaba desde la jungla. Le reconoció inme­diatamente, a pesar de su volumen inhumano; era la voz de su amigo que le llamaba.

En aquel resonante silencio, la vida del pueblo se detuvo. Incluso los niños cesaron de jugar; el único sonido que se oía era el de un niño asusta­do por el súbito silencio.

Todos los ojos contemplaron a Yaan que se dirigía rápidamente a su choza y recogía la lanza que yacía junto a la entrada. Pronto se cerraría la em­palizada contra los merodeadores de la noche, pero él no vaciló cuando salió sumergiéndose en las cre­cientes sombras. Pasaba precisamente a través de las puertas cuando aquella voz poderosa le llamó nuevamente, y ahora resonaba con una nota de urgencia que se percibía claramente a través de las barreras de lenguaje y de cultura.

El resplandeciente gigante que hablaba con tan­tas voces distintas salió a su encuentro a poca dis­tancia del pueblo y le hizo seña para que le si­guiese. No se veían señales de Bertrond. Cami­naron más de un kilómetro antes que le viesen en la distancia, no lejos de la orilla del río, y mi­rando a través de las oscuras y lentas aguas.

Se volvió al acercarse Yaan, y sin embargo pa­reció no darse de momento cuenta de su presen­cia. E hizo entonces un gesto de despedida al brillante compañero, quien se retiró a distancia.

Yaan esperó. Era paciente, y aunque nunca pu­do expresarlo con palabras, estaba contento. Cuan­do se encontraba con Bertrond sentía los primeros síntomas de aquella devoción desinteresada y to­talmente irracional que los de su raza no deberían alcanzar hasta al cabo de muchos siglos.

Era un extraño cuadro. Allí, a la orilla del río, estaban de pie dos hombres. Uno de ellos estaba vestido en un uniforme muy ajustado. El otro lle­vaba la piel de un animal y una lanza de punta de sílex. Había entre ellos diez mil generaciones, diez mil generaciones y una insondable inmensidad de espacio. Y sin embargo ambos eran huma­nos. A semejanza de lo que haría con frecuencia hasta la eternidad, la Naturaleza había repetido una de sus formas fundamentales.

Y luego Bertrond comenzó a hablar, caminan­do hacia adelante y hacia atrás con cortos pasos mientras hablaba, y en su voz podía percibirse un vestigio de tristeza.

—Todo ha terminado, Yaan. Yo tenía la espe­ranza que con nuestros conocimientos podría­mos haberles sacado de la barbarie en una docena de generaciones, pero ahora tendrán que luchar solos para salir de la jungla, y quizá tendrán que luchar un millón de años para conseguirlo. Lo siento; había tanto que hubiésemos podido hacer. Incluso ahora yo quería quedarme aquí, pero Altman y Clindar hablan del deber, y me figuro que tienen razón. Hay poco que podamos hacer, pero nuestro mundo nos llama y no debemos aban­donarlo.

»Quisiera que pudieses comprenderme, Yaan. Quisiera que entendieses lo que estoy diciendo. Te dejo estas herramientas; descubrirías cómo utili­zar algunas de ellas, aunque lo más probable es que dentro de una generación se hayan perdido o hayan sido olvidadas. Fíjate como corta esta hoja; pasarán siglos antes que tu mundo pueda hacer una cosa semejante. Y conserva esto bien; cuando aprietes el botón, ¡fíjate!, si lo utilizas con cuidado, te dará luz durante años, aunque más pronto o más tarde morirá. En cuanto a esas otras cosas, encuéntrales el uso que puedas.

»Ahora salen las primeras estrellas, por allá, hacia el este. ¿Es que miras algunas vez a las es­trellas, Yaan? Quién sabe cuanto tiempo pasará antes que descubran lo que son, y me pregunto lo que habrá sido de nosotros para entonces. Aque­llas estrellas son nuestras patrias, Yaan, y no po­demos salvarlas. Muchas han muerto ya, en explo­siones tan gigantescas que yo no puedo imaginár­melas mejor que tú. Dentro de cien mil años de los nuestros, la luz de aquellas piras funerarias lle­gará a vuestro mundo y dejará perplejos a vues­tros pueblos. Quisiera poderles advertir de los erro­res que hemos hecho, y que ahora nos costarán todo lo que hemos ganado.

»Es bueno para tu pueblo, Yaan, que vuestro mundo esté aquí, en la frontera del Universo. Quizá escapen de la aniquilación que nos espera. Quizá un día vuestras naves irán a explorar entre las estrellas, como lo hemos hecho nosotros, y quizá se encuentren con las ruinas de nuestros mundos, y se pregunten quiénes éramos. Pero na­die sabrá que nos encontramos aquí, junto a este río, cuando vuestra raza era joven.

»Aquí vienen mis amigos; no me van a conce­der más tiempo. Adiós, Yaan, usa bien las cosas que te he dejado. Son los mayores tesoros de tu mundo.

Algo grande, algo que resplandecía en la luz de las estrellas, bajaba silenciosamente del cielo. No llegó hasta el suelo, sino que se detuvo un poco por encima de la superficie, y en completo silen­cio se abrió un rectángulo de luz por uno de sus costados. El resplandeciente gigante salió de entre las sombras de la noche y atravesó la dorada puer­ta. Bertrond le siguió, deteniéndose un momento en el umbral para despedirse con la mano de Yaan. Y luego la oscuridad se cerró tras él.

Lentamente, tal como el humo se aparta del fuego, la nave se levantó. Cuando era tan peque­ña que Yaan sintió que le cabría en la mano, pa­reció confundirse con una larga línea de luz que se elevaba inclinada hacia las estrellas. Desde el vacío cielo resonó un trueno sobre la dormida tie­rra, y Yaan supo por fin que los dioses se habían ido y que ya no volverían nunca más.

Largo tiempo permaneció en pie junto a las aguas que tan suavemente se deslizaban, y en su alma se infiltró una sensación de pérdida que no olvidaría jamás, ni jamás podría comprender. Luego, con cuidado y reverencia, recogió las dá­divas que Bertrond había dejado.

Bajo las estrellas, la solitaria figura se dirigió hacia su hogar a través de una tierra sin nombre.

Tras él el río fluía lentamente hacia el mar, ser­penteando a través de las fértiles llanuras donde, más de mil siglos más tarde, los descendientes de Yaan construirían una gran ciudad que llamarían Babilonia.

LO IMPREVISTO

(Loophole, 1946)

De: Presidente.

A: Secretario, Consejo de Científicos.

He sido informado del hecho que los habitantes de la Tierra han conseguido liberar la energía atómica y han estado experimentando con propulsión de cohetes. Esto es extremadamente grave. Remítan­me inmediatamente un informe completo. Y esta vez que sea
breve
.

K. R. I. V.

De: Secretario, Consejo de Científicos.

A: Presidente.

Los hechos son como sigue: Hace algunos me­ses nuestros instrumentos registraron una intensa emisión de neutrones desde la Tierra, pero un análisis de los programas de radio no proporcionó entonces explicación alguna. Hace tres días se pro­dujo una segunda emisión, y poco después todas las transmisiones de radio de la Tierra anuncia­ron que se estaban empleando bombas atómicas en la presente guerra. Los traductores no han ter­minado aún su interpretación, pero parece ser que las bombas son de considerable potencia. Hasta ahora se han utilizado dos. Se han revelado algunos detalles de su construcción, pero los ele­mentos utilizados no han sido todavía identifica­dos. Proporcionaremos un informe más completo tan pronto como sea posible. De momento todo lo que se sabe con certeza es que los habitantes de la Tierra han liberado, efectivamente, potencia atómica, hasta ahora solamente en forma explo­siva.

Se sabe muy poco referente a la investigación sobre cohetes en la Tierra. Nuestros astrónomos han estado observando cuidadosamente el planeta desde que se percibieron emisiones de radio, hace una generación. Es evidente que cohetes de largo alcance de alguna especie existen en la Tierra, pues en recientes transmisiones militares ha habi­do numerosas referencias a ellos. Pero no se ha verificado intento serio alguno de alcanzar el es­pacio interplanetario. Cuando termine la guerra, es de esperar que los habitantes del planeta efec­túen investigaciones en esa dirección. Prestaremos muy cuidadosa atención a sus emisiones de radio, y se observará la vigilancia astronómica.

Por lo que hemos podido deducir acerca de la tecnología del planeta, deberán transcurrir unos veinte años para que la Tierra pueda desarrollar cohetes atómicos capaces de cruzar el espacio. En vista de eso, parece que ha llegado la hora de es­tablecer una base en la Luna, a fin de poder ob­servar de cerca tales experimentos, cuando co­miencen.

Trescon.

(Añadido en manuscrito).

Ha terminado ya la guerra sobre la Tierra, se­gún parece debido a la intervención de la bomba atómica. Eso no afecta a los anteriores argumen­tos, pero puede significar que los habitantes de la Tierra pueden dedicarse nuevamente a la inves­tigación pura más rápidamente de lo que era de esperar. Algunas emisiones de radio ya han in­dicado la aplicación de la potencia atómica a la propulsión de cohetes.

T.

De: Presidente

A: Jefe de la Oficina de Seguridad Extraplaneta­ria (J. O. S. E. P.)

Ya ha visto la minuta de Trescon.

Equipe inmediatamente una expedición al sa­télite de la Tierra. Deberán mantener estricta vi­gilancia sobre el planeta, e informar inmediata­mente sobre si se están verificando experimentos con cohetes.

Debe ponerse el mayor cuidado en mantener se­creta nuestra presencia en la Luna. Será usted personalmente responsable de ello. Infórmese a intervalos de un año, o más a menudo si fuese necesario.

K. R. I. V.

De: Presidente

A: J. O. S. E. P.

¿Dónde está el informe sobre la Tierra?

K. R. I. V.

De: J. O. S. E. P.

A: Presidente.

Lamentamos el retraso, que ha sido debido a avería en la nave que traía el informe.

No ha habido señales de experimentos con cohe­tes durante el pasado año, ni referencia a ellos en las emisiones de radio del planeta.

Ranthe

De: J. O. S. E. P.

A: Presidente.

Habrá usted podido ver mis informes anuales a su respetado padre sobre este asunto. No ha ocu­rrido nada de interés durante los pasados quince años, pero ahora acabamos de recibir el siguiente mensaje de nuestra base sobre la Luna:

«Proyectil cohete, al parecer a propulsión ató­mica, salió a través de la atmósfera de la Tierra, partiendo de la masa terrestre del norte, y se des­plazó en el espacio por un cuarto del diámetro del planeta antes de regresar gobernado».

Ranthe

De: Presidente

A: Jefe del Estado

Ruego comente.

K. R. V.

De: Jefe del Estado

A: Presidente.

Eso significa el fin de nuestra política tradi­cional.

La única esperanza de seguridad consiste en evi­tar que los terrestres realicen nuevos adelantos en esa dirección. Por lo que sabemos de ellos, se requerirá una amenaza avasalladora.

Como la elevada gravedad del planeta hace que nos sea imposible a nosotros aterrizar en él, nues­tra esfera de acción es restringida. El problema fue discutido hace casi un siglo por Anvar, y yo estoy de acuerdo con sus conclusiones. Tenemos que actuar
inmediatamente
según aquellas direc­trices.

F. K. S.

De: Presidente

A: Secretario de Estado.

Informe al Consejo que se convoca reunión de emergencia para mañana a mediodía.

K. R. V.

De: Presidente

A: J. O. S. E. P.

Veinte naves de guerra serán suficientes para poner en práctica el plan de Anvar. Afortunada­mente, no es necesario armarlas todavía. Infórme­me semanalmente sobre el progreso de la cons­trucción.

K. R. V.

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