Expedición a la Tierra (19 page)

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Authors: Arthur C. Clarke

Tags: #Ciencia Ficción, Cuento, Relato

BOOK: Expedición a la Tierra
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Esa fue la primera posibilidad que se le ocurrió al Comandante Smith, cuando se dio cuenta de la situación con que tenía que enfrentarse. Pero lue­go se dio cuenta que el área superficial de Fo­bos era de más de mil kilómetros cuadrados, y que no podía prescindir de más de diez hombres de su tripulación para registrar todo aquel salvaje caos. Y, además, K 15 iría con seguridad armado.

Si se considera el armamento que llevaba el
Doradus
, esta última objeción puede parecer franca­mente inepta, pero distaba mucho de serlo. En el curso normal de los acontecimientos, las armas de mano no son de más utilidad para un crucero es­pacial que lo serían machetes y arcos. Daba la ca­sualidad que el
Doradus
llevaba —y por cier­to, en contra del reglamento— una pistola auto­mática y cien proyectiles. Cualquier grupo explorador consistiría, por lo tanto, en un grupo de hom­bres desarmados que buscaban a un individuo te­merario y bien escondido, que podía apuntarles a su gusto. K 15 volvía nuevamente a jugar sucio.

El borde de Marte era entonces una línea perfectamente recta, y casi en el mismo instante apareció el Sol, no como un trueno, sino como una descarga de bombas atómicas. K 15 ajustó los filtros de su visera y se decidió a moverse. Era más seguro permanecer fuera de la luz del sol, no solamente porque sería más difícil de encontrar en la sombra, sino porque allí sus ojos serían mucho más sensibles. No tenía sino un par de gemelos que le sirviesen de ayuda, mientras que el
Doradus
debía llevar un telescopio electrónico de por lo menos veinte centímetros de apertura.

K 15 decidió que lo mejor sería tratar de locali­zar el crucero, si le era posible. Quizá fuese algo imprudente, pero se sentiría mucho más tranquilo cuando supiese exactamente donde estaba y pudie­se observar sus movimientos. Podría entonces per­manecer justamente bajo el horizonte, y el res­plandor de los cohetes le advertiría con tiempo su­ficiente de cualquier movimiento que aquél inten­tase. Lanzándose con precaución en una trayecto­ria casi horizontal, comenzó la circunnavegación de su mundo.

La imagen menguante de Marte desapareció bajo el horizonte hasta que solamente un gran cuerno se alzó enigmáticamente frente a las estre­llas. K 15 comenzó a sentirse preocupado; no se percibía aún señal alguna del
Doradus
. Pero eso era apenas sorprendente, pues estaba pintada de un negro de noche, y podía estar a sus buenos cien kilómetros de distancia en el espacio. Se detuvo, preguntándose si, después de todo, había hecho lo mejor. Y entonces notó que algo bastante grande estaba eclipsando las estrellas por encima de su cabeza, y se movía rápidamente mientras lo mira­ba. Su corazón se detuvo un instante; luego se re­puso, analizó la situación, y trató de descubrir cómo había podido cometer tan desastroso error.

Tardó algún tiempo en darse cuenta que la negra sombra que se deslizaba por el espacio no era el crucero, sino algo casi igualmente mortífero. Era mucho más pequeño, y estaba mucho más cerca de lo que había pensado al principio. El
Doradus
había enviado en su búsqueda a sus proyec­tiles dirigidos orientados por televisión.

Éste era el segundo peligro que había temido, y no había nada que pudiese hacer, salvo permane­cer tan inconspicuo como le fuese posible. El Do­radus tenía ahora muchos ojos que le buscaban, pero esos auxiliares tenían limitaciones muy pro­nunciadas. Habían sido construidos para buscar naves espaciales iluminadas por el sol frente a un fondo de estrellas, no para buscar a un hombre que se ocultaba en una selva de rocas oscuras. La potencia de sus sistemas de televisión era escasa, y solamente podían ver hacia adelante.

Había ahora más piezas en el tablero, y el juego era algo más mortal, pero todavía llevaba ventaja.

El torpedo desapareció en el cielo nocturno. Co­mo se movía en una trayectoria casi recta en ese pequeño campo gravitatorio, pronto dejaría atrás a Fobos, y K 15 esperaba lo que sabía tenía qué ocurrir. Unos cuantos minutos más tarde vio las breves llamaradas de los escapes de los cohetes, y adivinó que el proyectil volvía lentamente sobre sus pasos. Casi al mismo tiempo vio otro resplan­dor a lo lejos en el lado opuesto del cielo, y se pre­guntó cuántas de esas máquinas infernales había en acción. Por lo que sabía de los cruceros de la clase Z —y era bastante más de lo que debía— había cuatro conductos de mando de proyectiles, y probablemente todos ellos estaban en uso.

De repente tuvo una idea tan brillante que es­tuvo completamente seguro que ésta no podría salir bien. La radio de su traje podía sintonizarse, y cu­bría una banda excepcionalmente amplia; y no muy lejos de allí el
Doradus
estaba emitiendo po­tencia desde mil megahertzs para arriba. Encendió el receptor y comenzó a explorar.

Llegó muy pronto; el ronco zumbido de un transmisor pulsante, no muy lejos. Probablemen­te sólo captaba un subarmónico, pero eso bastaba. Por vez primera K 15 se permitió hacer planes a largo plazo sobre su futuro. El
Doradus
se había traicionado; mientras operase sus proyectiles, él sabría exactamente dónde se encontraba la nave.

Se desplazó cuidadosamente hacia el transmisor. Se sorprendió al observar que la señal se desvane­cía, y luego aumentaba nuevamente con rapidez. Eso le extrañó hasta que se dio cuenta que de­bía estar moviéndose a través de una zona de difracción. Su amplitud le podría haber dicho algo útil si hubiese sido lo suficientemente buen físico, pero no podía imaginarse qué pudiera ser.

El
Doradus
colgaba a unos cinco kilómetros so­bre la superficie, a plena luz del sol. Su pintura «no-reflexiva» estaba bastante deteriorada, y K 15 podía verlo claramente. Como él se encontraba todavía en la oscuridad, y la línea de sombra se estaba alejando de él, decidió que estaría tan se­guro allí como en cualquier otra parte. Se instaló cómodamente, de modo que pudiese justamente ver al crucero, y esperó, sintiéndose bastante se­guro respecto a que ninguno de los proyectiles dirigidos vendría tan cerca de la nave. Calculó que a aque­llas horas el Comandante del
Doradus
debía estar ya bastante furioso; y no se equivocaba.

Al cabo de una hora el crucero comenzó a dar la vuelta con toda la elegancia de un hipopótamo embarrancado. K 15 adivinó lo que ocurría. El Comandante Smith iba a echar una ojeada a las antípodas, y se preparaba para el peligroso viaje de cincuenta kilómetros. Observó muy cuidadosa­mente para ver la orientación que tomaba la nave, y cuando ésta se detuvo nuevamente se sintió ali­viado al ver que estaba casi de costado con respec­to a él. Y entonces, con una serie de sacudidas que no debieron ser muy apreciadas a bordo, el crucero comenzó a descender hacia el horizonte. K 15 le siguió a cómodo paso de paseo —si fuese posible emplear tal expresión— pensando que esa era una proeza que muy pocas personas habían realizado. Puso especial cuidado en no adelantársele en algu­no de sus deslizamientos de un kilómetro, y siguió vigilando cuidadosamente por si se aproximaba algún proyectil por la popa.

El
Doradus
tardó cerca de una hora en recorrer los cincuenta kilómetros. Lo cual, como K 15 se divirtió calculando, representaba bastante menos que el milésimo de su velocidad normal. En una ocasión se encontró que se estaba apartando hacia el espacio por la tangente, y antes que perder tiem­po girando nuevamente, disparó una andanada de proyectiles para reducir velocidad. Pero por fin lo consiguió, y K 15 se instaló nuevamente preparán­dose para otra espera, incrustado entre dos rocas desde las cuales podía justamente ver el crucero, y donde estaba seguro que el crucero no podía verle a él. Se le ocurrió que para entonces el Co­mandante Smith tendría quizá graves dudas acer­ca de si verdaderamente estaba sobre Fobos, y sintió ganas de disparar una bengala de señales para tranquilizarle. Pero resistió la tentación.

No serviría de mucho describir los acontecimien­tos de las diez horas siguientes, puesto que no se diferenciaron en ningún detalle importante de las que las habían precedido. El
Doradus
efectuó otros tres movimientos y K 15 le continuó acechando con el cuidado de un cazador que sigue las huellas de un elefante. En una ocasión, en que la perse­cución le hubiera conducido a la plena luz del sol, dejó que aquél se deslizase bajo el horizonte hasta que solamente pudiese captar por muy poco sus se­ñales. Pero la mayor del tiempo mantuvo al cru­cero justamente visible, generalmente muy por debajo, tras alguna colina adecuada.

Una vez un torpedo explotó a algunos kilóme­tros de distancia, y K 15 se imaginó que algún operador había quizá visto alguna extraña sombra, o bien que algún técnico se había olvidado de desconectar alguna espoleta de proximidad. Por lo demás, nada ocurrió que amenizase los aconteci­mientos; la verdad es que todo aquello estaba re­sultando aburrido. Hasta casi le alegraba ver algún proyectil dirigido que evolucionaba inquisitivamente sobre su cabeza, pues no creía que pudiesen verle si permanecía quieto y razonablemente a cu­bierto. Si hubiera podido permanecer en la parte de Fobos exactamente opuesta al crucero, hubiese estado a salvo incluso de aquellos, puesto que la nave no los hubiese podido gobernar allí, en la sombra de radio de la luna. Pero no podía pensar en ninguna forma de asegurarse la permanencia en la zona de seguridad si el crucero se movía nue­vamente.

El fin llegó muy repentinamente. Los chorros de dirección se inflamaron súbitamente, y el pro­pulsor principal de la nave lo lanzó hacia adelante en todo su esplendor y potencia. Al cabo de pocos segundos, el
Doradus
se empequeñecía en dirección hacia el Sol, libre al fin, contento de dejar, incluso derrotado, aquel triste pedazo de roca que tan eno­josamente le había privado de su legítima presa. K 15 sabía lo que había ocurrido, y una gran sen­sación de paz y de descanso le invadió. En la sala de radar del crucero, alguien había visto un eco de desconcertante amplitud que se acercaba a veloci­dad excesiva. K 15 ya no tuvo más que encender el faro de su traje y esperar. Incluso pudo permi­tirse el lujo de un cigarrillo.

* * *

—Interesante historia —dije— y ahora veo su relación con aquella ardilla. Pero se me ocurren una o dos preguntas.

—¿Sí? —dijo Rupert Kingman cortésmente.

A mí me gusta siempre llegar al fondo de las cosas, y sabía que mi anfitrión había desempeña­do un papel en la Guerra Joviana sobre el cual rara vez hablaba. Y decidí arriesgarme a ciegas.

—¿Podría preguntarle cómo es que sabe tanto acerca de este encuentro militar tan poco ortodoxo? ¿No es posible, verdad, que
usted
fuese K 15?

Se oyó una especie de ruido ahogado y extraño procedente de Carson. Y Kingman dijo:

—No, no fui yo.

Se levantó y salió en dirección del cuarto de escopetas.

—Si me excusan por un momento, voy a probar de nuevo con aquella rata de árbol. Quizá la cace.

Carson me miró como diciendo: «Esta es otra casa a la que ya no te invitarán más». Cuando nuestro anfitrión estuvo fuera del alcance del oído, dijo con voz fríamente clínica:

—Lo has reventado. ¿Por qué tuviste que decir aquello?

—Bueno, me pareció que era fácil de adivinar. Si no es así, ¿cómo pudo saber todo aquello?

—A decir verdad, creo que se encontró con K 15 después de la Guerra; debieron tener una interesante conversación juntos. Pero creía que tú sabías que Rupert había sido retirado del Servicio con solamente el rango de teniente comandante. El Tribunal de Investigación no pudo nunca com­prender su punto de vista. Al fin y al cabo, senci­llamente no parecía razonable que el Comandante de la nave más veloz de la Flota no consiguiese apoderarse de un hombre en un traje espacial.

ENCUENTRO EN LA AURORA

(Encounter at Dawn, 1953)

Fue durante los últimos días del Imperio. La pequeña nave estaba lejos de su patria y a casi cien años luz del gran navío nodriza que estaba investigando entre las compactas estrellas al borde de la Vía Láctea. Pero incluso allí no podía esca­par a la sombra que se cernía sobre la civilización; bajo aquella sombra, y deteniéndose de vez en cuando en su trabajo para preguntarse qué ocurría en sus distantes hogares, los científicos de la To­pografía Galáctica continuaban realizando su ina­cabable tarea.

La nave contenía solamente tres ocupantes, pero entre todos poseían el conocimiento de muchas ciencias, y la experiencia de media vida en el es­pacio. Después de la larga noche interestelar, la estrella que estaba frente a ellos caldeaba su espíritu mientras descendían en dirección a sus fuegos. Un poco más dorada, un poco más brillan­te que el Sol que ahora parecía una leyenda de su niñez. Sabían por pasada experiencia que la pro­babilidad de localizar ahí planetas era de más del noventa por ciento, y de momento olvidaron todo lo demás ante el entusiasmo del descubrimiento.

Encontraron el primer planeta al cabo de pocos minutos de haberse detenido. Era un gigante, de un tipo familiar, demasiado frío para la vida protoplásmica y que probablemente no poseía una su­perficie estable. Así, entonces, orientaron su búsqueda en dirección al sol, y pronto fueron recompensados.

Era un mundo que les hizo sentir la añoranza de su hogar, un mundo donde todo era impresio­nantemente familiar, y sin embargo, nunca exac­tamente lo mismo. Dos grandes masas de tierra flotaban en mares de un verde azulado, coronados de hielo en ambos polos. Había algunas regiones desiertas, pero la mayor parte del planeta era evi­dentemente fértil. Incluso desde aquella distancia, las señales de vegetación eran inequívocamente claras.

Contemplaron ansiosamente el paisaje que se di­lataba a medida que iban descendiendo a través de la atmósfera, encaminándose hacia mediodía en los subtrópicos. La nave flotó a través de cielos sin nubes en dirección a un gran río, retardó su caída con un golpe de silenciosa potencia, y se detuvo entre grandes hierbas, a la orilla del agua.

Nadie se movió; no había nada más que hacer hasta que los instrumentos automáticos hubiesen terminado su trabajo. Finalmente sonó una leve campana y se encendieron las luces del table­ro de mandos, formando una combinación caótica pero significativa. El Capitán Altman se levantó lanzando un suspiro de alivio.

—Estamos de suerte —dijo—. Podremos salir sin protección, si los ensayos patogénicos son satisfactorios. ¿Qué te pareció este lugar cuando entra­mos, Bertrond?

—Geológicamente estable, por lo menos sin vol­canes activos. No vi señal alguna de ciudades, pero eso no prueba nada. Si hay aquí una civilización, podría haber superado aquella fase.

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