Excusas para no pensar (3 page)

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Authors: Eduardo Punset

BOOK: Excusas para no pensar
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Los siguientes cuarenta años han sido una exploración de las implicaciones de esta idea insólita. La peligrosa sugerencia de Darwin —evolución acumulativa por selección natural— hizo por la biología lo que la tectónica de placas hizo por la geología: creó una teoría del todo.

Hace 250 millones de años, Pangea, el supercontinente que existió durante la Era Mesozoica antes de que el proceso de las placas tectónicas separara los continentes, se dividió y empezó su camino hasta el mapa del mundo que conocemos hoy. Mucho antes ya se habían conglomerado otros supercontinentes. De los 4.500 millones de años que tiene la Tierra, tres cuartas partes pueden explicarse con la tectónica de placas. Esas que han creado el entorno al que la vida tuvo que adaptarse por selección natural.

Hoy vemos las consecuencias de millones de años de movimientos tectónicos en los paisajes y la vida que los habita. La Tierra, como la vida, también ha evolucionado. Las placas son el lenguaje de esta evolución, del mismo modo que los genes narran la evolución de los organismos. La tectónica de placas no sólo perfila la geología, sino que también subyace en los momentos más importantes de las sociedades humanas.

Cuando los distintos continentes constituían uno solo, como ocurrirá de nuevo dentro de millones de años, la persecución de los depredadores sobre sus víctimas no tenía fin, puesto que no había límites geográficos, y multitud de especies se extinguieron. La caída de muchas civilizaciones se debe al cambio climático producido por un volcán: cenizas arrojadas a la atmósfera pueden cambiar el clima y los cultivos creando un efecto global. Y los volcanes —como los terremotos, las fosas oceánicas, las cadenas montañosas y los grandes sistemas de fallas— sólo pueden explicarse por el movimiento de la tectónica de placas.

La vida inconsciente del planeta no siempre conduce al desastre. La lucha por los metales —oro, plata, cobre o hierro—, por el petróleo o por los materiales radioactivos ha determinado la historia humana, que, a su vez, está programada por razones geológicas por el movimiento de placas.

Tuvimos que aceptar que no éramos el centro del Universo; que los humanos no estábamos hechos de materiales distintos; que andamos, literalmente, sobre nubes de electrones; que nuestro genoma nos identifica como primates sociales; que apenas conocemos una cuarta parte de la materia que constituye el Universo; que más de un 90 por ciento de la realidad es invisible; que otro tanto de nuestras decisiones las tomamos en función de emociones que no controlamos; y que el marco de la vida está programado por las placas tectónicas.

Tal vez el único clavo ardiente al que agarrarse sea que somos los únicos en ser conscientes de que somos conscientes de que todo lo anterior ocurre. Aunque esto siga sin explicar el espíritu prepotente y dogmático que domina a tanta gente.

El largo viaje de nuestros antepasados

1) Por qué somos distintos unos de otros

Todo empezó con la gran migración procedente de África hace más de 50.000 años. Aquellos homínidos constituían un grupo de personas muy reducido, entre otras razones porque en el continente sólo habitaban unas cinco mil personas. Ignoramos la razón por la cual el número de seres humanos se había reducido tanto; quizá se debiera a una gran sequía u otra catástrofe similar.

Los estudios genéticos también indican que los seres que abandonaron África pertenecían a un único grupo tribal de unas 150 personas —el tamaño típico de este tipo de tribus—. Al concentrarse la migración en un solo grupo, podemos deducir que todas las personas de descendencia africana que viven en otros continentes descienden de unas pocas parejas. Los miembros de aquella tribu emigrante tenían la piel oscura y, probablemente, hablaban el mismo idioma. Algunos se fueron a Australia; otros, a Asia.

Entre veinte mil y treinta mil años después, los aborígenes de Australia mantienen una civilización prácticamente calcada a la de sus antepasados africanos. En cambio, los descendientes de aquellos que migraron a Asia y a Europa desarrollaron una civilización diferente. Una de las preguntas más interesantes acerca de la Prehistoria es intentar comprender cómo, a pesar de nuestro origen común, algunas sociedades se han mantenido casi intactas, mientras que otras se han transformado.

La hipótesis de algunos científicos es que la presión del medio ambiente resultó determinante para modelar las distintas formas de vida. Los seres humanos tenían que adaptarse a condiciones diferentes según la zona en la que viviesen. Las primeras personas que emigraron de África se dirigieron hacia el este hasta llegar a Australia y se adaptaron, porque la especie humana inicial era tropical y prefería vivir en países cálidos. Pero aquellos que llegaron a Asia y a Europa se trasladaron, paulatinamente, tierra adentro. En aquella época —en la cúspide de la última glaciación—, los seres humanos que migraron hacia latitudes del norte estuvieron sometidos a enormes presiones para sobrevivir en climas muy fríos. No tuvieron más remedio que recrear nuevas formas de organización y supervivencia.

En la primera etapa, las diferencias entre las distintas formas de vida probablemente no fuesen tan marcadas como ulteriormente, ya que, durante unos 35.000 años, el ser humano siguió viviendo en todo el mundo de acuerdo con las costumbres del cazador-recolector. El gran cambio no sucedió hasta hace apenas 15.000 años, cuando se formaron los primeros asentamientos humanos, probablemente a raíz de un profundo cambio genético en nuestro ADN mitocondrial que nos transformó en seres menos agresivos, algo más amables o, al menos, suficientemente pacíficos como para poder fundar comunidades estables y aprender a convivir. Nuestros antepasados eran terriblemente agresivos. Existen muchas pruebas de que las sociedades primitivas peleaban continuamente y de que la exterminación era una práctica habitual. Cuando las sociedades primitivas se enzarzaban en una guerra, no hacían prisioneros, salvo para traerlos a casa, cebarlos y comérselos luego. Eran guerras hasta la muerte. Por eso, el cambio hacia una sociedad menos agresiva fue fundamental para la evolución.

2) La cocina nos hizo humanos

Pero vayamos más allá. Ahora que sabemos que la convivencia social fue clave para la evolución de nuestra especie, cabe preguntarse qué fue, exactamente, lo que nos hizo humanos.

Los criterios que supuestamente nos tornaban más humanos tenían que ver con el tamaño del cerebro, unas veces; con su capacidad metafórica, que no dependía necesariamente del tamaño cerebral, otras veces; con la adopción del sistema motor bípedo en la sabana africana; con el cambio de dieta omnívora; con el sistema de ovulación oculta; con los primeros asentamientos agrarios; con el nacimiento del lenguaje hablado y, miles de años después, del escrito; y con la capacidad de fabricar máquinas herramienta. «Eso sí nos distingue del resto de los animales», se afirmaba tajantemente. Pues resulta que es mentira.

Lo que nos distingue realmente y propulsa el disparadero de nuestra diferenciación no tiene nada que ver —o mucho menos de lo que se creía— con el tamaño del cerebro; el hombre Neanderthal lo tenía mayor que nuestros antepasados directos, pero partes importantes de aquel cerebro no se utilizaban adecuadamente. La capacidad metafórica que permitía relacionar dominios dispares como el biológico y el de los materiales era más bien el resultado de algo más importante, acaecido con anterioridad, pero no era en sí mismo la causa del gran paso adelante. El echar a andar —o mejor, a correr— con dos piernas en lugar de cuatro patas patenta el modelo teórico para ejecutar el mayor despliegue de energía con el menor consumo posible. ¡Qué duda cabe de que la asimilación de carne —en lugar de sólo vegetales— suministra mayor energía!… Pero nuestros antepasados fueron carnívoros mucho antes que homínidos, como nosotros. La ovulación oculta de las hembras desempeñó un papel fundamental para disminuir los niveles de infanticidio, primero, e inducir el fortalecimiento de la pareja, después. Pero en nada o casi nada definió nuestra condición de humanos. Igual ocurre con la monogamia, que deja intacta a la especie, pero la hace más perdurable. El habla, en contra de lo que se ha dicho tan a menudo, no nos ha hecho humanos, ni la capacidad de fabricar herramientas para sobrevivir. ¡Que se lo pregunten si no a los chimpancés!

Ha sido Richard Wrangham, profesor de biología y antropología de la Universidad de Harvard, el que ha puesto el dedo en la llaga. Aunque a muchos paleontólogos y fisiólogos les cueste creerlo, resulta que fue la cocina la que nos hizo humanos.

Cocinar permite comer cantidades apreciables de alimento sin gran esfuerzo digestivo y concentrar recursos dietéticos sin necesidad de grandes establos para conservar el pienso. Te las arreglas perfectamente con un estómago mucho más pequeño que el del hombre primitivo y el de las vacas, y se hace más fácil obtener la energía de los alimentos. La cocina nos halaga con sabores y nos hace más felices. ¿Qué más queremos? Lo único que hace falta es el fuego. Para ser humanos como nosotros hacía falta cocinar y, por lo tanto, haber descubierto el fuego un poco antes de lo que habíamos creído hasta ahora. Wrangham asegura que nuestros dientes se volvieron mucho más pequeños que los de nuestros antepasados hace 1,9 millones de años, con el
Homo Erectus
, con lo que fue ésta la primera especie que cocinó los alimentos, ya que sus dientes no eran aptos para masticar comida cruda porque hay que tenerlos muy grandes para poder masticar la fibra de la comida vegetal o para triturar la carne. Y así nos hemos convertido en los únicos animales a los que la comida cruda no les sienta nada bien. Si le damos a un chimpancé comida cruda, le sienta bien, crece; en cambio, un humano adelgaza, no le gusta.

Una vez que aprendimos a cocinar no hubo forma de escapar de ello porque nos adaptamos biológicamente.

Pero ¿cómo llegamos hasta aquí?

Wrangham cree que el hecho de tener que cocinar los alimentos, tener que esperar a que se cuezan, provocó un pacto social entre los humanos: cada uno comía lo que había conseguido durante el día y había cocinado después y no le robaba la comida a su vecino. Es un dato extraordinario sobre la naturaleza de la comida y su relación con la sociedad.

Las personas, pese a lo que suele creerse, no se volvieron sedentarias por vivir en sociedades agrícolas, sino al revés. Este descubrimiento arqueológico nos remonta hasta hace unos 11.500 años en Oriente Próximo, donde arrancó una nueva era para la evolución humana. El universo mental de una comunidad sedentaria es completamente distinto al de una comunidad de cazadores-recolectores. En una comunidad sedentaria, todo el horizonte de la experiencia humana se modifica: las personas conviven permanentemente, aprenden a comerciar para acumular propiedades, a esperar para que la comida se cocine y poder mantener a más hijos. Para entenderse con los vecinos deben desarrollar su inteligencia. No hay mayor reto para un humano que entenderse con otros humanos. En ese momento de la historia, si una mujer, que era y es, en general, más débil físicamente que cualquier hombre, traía comida al campamento y la dejaba en el suelo, delante de todo el mundo, nadie se la quitaba. Si hubiese sido de un chimpancé, un león, una víbora o cualquier otro animal, los grandes se hubieran quedado con la comida. Pero en los humanos esto no sucede y es porque hemos desarrollado un sistema cultural que dice: «No, esta carne le pertenece a ella», pero tiene un precio, y el precio es que la defiende su marido. La defiende porque su marido forma parte de un grupo de hombres y tienen un acuerdo entre ellos: «No te alimentarás a costa de mi mujer y yo no comeré nada que sea de la tuya». Así es como se alimentan el marido y la mujer.

Cocinar los alimentos antes de comerlos fue un gran salto para nuestra especie, nos hizo más humanos.

© SPL / AGE FOTOSTOCK

3) La pareja y la monogamia

Al analizar la metamorfosis que experimentamos hasta llegar a humanos, vemos que hemos mantenido muchas cosas de nuestros antepasados, que también vemos en el resto de los primates actuales, nuestros primos. Esto queda patente en el ADN: el 99 por ciento del nuestro es idéntico al de los chimpancés, por ejemplo. Nuestra conducta también es muy similar: somos sociables y territoriales, peleamos por defender el territorio. Por si fuera poco, bostezamos como los simios, aunque sin finalidad aparente.

En investigaciones recientes se ha descubierto un gen del lenguaje, el FOXP2 —necesario para establecer los circuitos neurales imprescindibles en el aprendizaje del lenguaje—, que corrobora que la facultad del habla es innata, como sostienen Noam Chomsky o Steven Pinker. Sin este gen, que fue fraguándose con el tiempo, los niños no podrían aprender a hablar en sólo tres años.

Lo curioso es que el lenguaje es muy importante para entendernos, pero también para confundir a los demás. Como estábamos sumidos en tantas peleas, el lenguaje fue una manera de distinguir a los foráneos de los intrusos. Por eso tenemos tantos idiomas y dialectos, y antes de que viajáramos fácilmente era posible adivinar a qué distancia estaba el pueblo del que venía un visitante sólo con escuchar su dialecto.

Pero mucho antes, en las sociedades primitivas, acaeció otro cambio radical, que, junto con la convivencia social y el hecho de cocinar los alimentos, nos diferenció de nuestros antepasados: el vínculo de pareja entre el hombre y la mujer. Los chimpancés tienen una jerarquía bastante diferenciada para machos y hembras y pasan la mayor parte del día separados. Se juntan para aparearse y la hembra cuida posteriormente a las crías. El macho no protege a su mujer ni a su descendencia directamente, sino que defiende un territorio global que incluye a las hembras que lo habitan. No se fraguan relaciones individuales entre machos y hembras.

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