Excalibur (43 page)

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Authors: Bernard Cornwell

BOOK: Excalibur
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—¿Crees, insensato, que es tan fácil encontrar cadáveres de príncipes virginales? Tardé años en llenar de pájaros la cabeza de ese zoquete para que se prestara al sacrificio. ¿Y qué he hecho hoy con él? ¡Lo he desperdiciado! Sólo por ayudar a Arturo.

—¡Pero vencimos!

—¡No seas tan necio! —me fulminó con la mirada—. ¿Que vencisteis, dices? ¿Qué es esa cosa abominable que llevas en el escudo?

Eché un vistazo a mi escudo.

—La cruz.

Merlín se froto los ojos.

—Los dioses están en guerra, Derfel, y hoy he dado la victoria a Yavé.

—¿A quién?

—Así se llama el dios cristiano. A veces lo llaman Jehová. Por lo que he podido averiguar, no es más que un humilde dios del fuego de un mísero país remoto, pero está empeñado en usurpar el poder de todos los demás dioses. Debe de ser un sapejo ambicioso, porque está ganando, y he sido yo quien le ha dado la victoria hoy. ¿Qué crees que recordarán los hombres de esta batalla?

—La victoria de Arturo —respondí con firmeza.

—Dentro de cien años, Derfel, nadie sabrá si fue victoria o derrota.

—Recordarán a Cuneglas —dije al cabo de un rato.

—¿A quién le importa Cuneglas? No será más que otro rey olvidado.

—¿La muerte de Aelle? —me aventuré a decir.

—Un perro moribundo merecería más atención.

—Entonces, ¿qué?

Mi torpeza hizo torcer el gesto a Merlín.

—Lo que recordarán, Derfel, es que llevabais la cruz en el escudo. Hoy, grandísimo zoquete, hemos entregado Britania a los cristianos, y he sido yo quien se la ha entregado. He proporcionado a Arturo lo que ambicionaba, pero el precio, Derfel, lo he pagado yo. ¿Entiendes ahora?

—Sí, señor.

—Y por eso he hecho mucho más ardua la tarea de Nimue. Pero lo intentará, Derfel, y ella no es como yo. No es débil. Nimue posee dureza interior, una dureza increíble.

—No matará a Gwydre —repliqué con confianza, sonriendo—, pues ni Arturo ni yo se lo permitiremos, y a ella no le será confiada Excalibur, de modo que no tiene forma de ganar la partida.

Merlín me miró fijamente.

—¿Crees, idiota, que Arturo o tú sois tan fuertes como para resistir a Nimue? Ella es una mujer, y las mujeres consiguen cuanto desean, y si para conseguirlo es preciso destrozar el mundo y todo lo que contiene, que así sea. Primero me destrozará a mí y luego volverá su ojo contra ti. ¿No es cierto lo que digo, mi joven profeta? —preguntó a Taliesin, pero el bardo había entornado los párpados y Merlín se encogió de hombros—. Le llevaré las cenizas de Gawain y le proporcionaré toda la ayuda que pueda —dijo—, porque se lo he prometido. Pero terminará en llanto, Derfel, todo terminará en llanto. ¡Qué caos he provocado! ¡Qué caos terrible! —Se arrebujó en el manto—. Ahora voy a dormir —dijo.

Más allá de la hoguera, los Escudos Negros violaban a las cautivas y yo me quedé sentado contemplando las llamas. Había contribuido a la victoria, pero me sentía inexpresablemente triste.

Aquella noche no vi a Arturo sino un breve momento cuando la aurora despuntaba entre brumas. Me saludó con la misma vivacidad de antaño y me pasó un brazo por los hombros.

—Deseo darte las gracias —dijo— por haber cuidado a Ginebra estas últimas semanas. —Llevaba puesta la armadura y tomaba un desayuno rápido consistente en una rebanada de pan mohoso.

—En todo caso —repuse— ha sido Ginebra quien ha cuidado de mí.

—¡Te refieres a las carretas! ¡Cuánto me habría gustado presenciarlo! —Arrojó el pan al suelo cuando Hygwydd, su escudero, salió con Llamrei de la oscuridad—. Te veré esta noche, Derfel —dijo, mientras Hygwydd le ayudaba a montar—, o tal vez mañana.

—¿Adonde vais, señor?

—A perseguir a Cerdic, naturalmente. —Se acomodó a lomos de Llamrei, recogió las riendas y Hygwydd le entregó la lanza y el escudo. Hincó los talones a la yegua y fue a reunirse con sus hombres, que esperaban entre la bruma como bultos de sombra. Mordred lo acompañaba también, ya sin guardianes que lo vigilaran y aceptado como soldado capaz por derecho propio. Vi que detenía a su caballo y me acordé del oro sajón que había encontrado en Lindinis. ¿Nos había traicionado Mordred? De ser cierto, no podía demostrarlo, y el resultado de la batalla lo negaba, pero aún odiaba a mi rey. Percibió mi mirada malévola y se alejó a caballo. Arturo reunió a sus jinetes y los vi partir entre estruendo de cascos.

Desperté a mis hombres a golpes de lanza y les ordené que reunieran a los sajones cautivos y los pusieran a cavar fosas nuevamente y a levantar piras funerarias. Creía que yo también pasaría el día ocupado en tan agotadora tarea cuando, a media mañana, Sagramor me mandó un mensaje rogándome que enviara un destacamento de lanceros a Aquae Sulis, donde se habían producido disturbios. Todo empezó cuando se extendió el rumor entre los lanceros de Tewdric de que se había encontrado el tesoro de Cerdic y que Arturo lo quería todo para sí. Aducían como prueba la desaparición de Arturo y proponían vengarse derribando el templo central, so pretexto de que había sido pagano en otro tiempo. Logré contener el frenesí de violencia anunciándoles que, efectivamente, se habían hallado dos cofres de oro, pero que estaban bajo vigilancia y su contenido se repartiría equitativamente tan pronto regresara Arturo. Por recomendación de Tewdric enviamos a seis soldados suyos a reforzar la vigilancia de los cofres, que se hallaban entre los restos del campamento de Cerdic.

Los cristianos de Gwent se tranquilizaron, pero los lanceros de Powys iniciaron nuevos disturbios arguyendo que Oengus mac Airem era el responsable de la muerte de Cuneglas. La enemistad cutre Powys y Demetia se remontaba muchos años en el tiempo, pues era proverbial la afición de Oengus mac Airem a saquear las tierras de su rico vecino en tiempos de cosecha; ciertamente, en Demetia se hablaba de Powys como «nuestra despensa», pero ese día fueron los hombres de Powys los que iniciaron la pelea so pretexto de que Cuneglas no habría muerto si los Escudos Negros hubieran llegado a tiempo al campo de batalla. Los irlandeses no eran hombres que rehuyeran las trifulcas y, tan pronto se restableció la calma entre los hombres de Tewdric, se oyó un entrechocar de espadas y lanzas en los alrededores de la sala del tribunal; los de Powys y los de Demetia organizaron una escaramuza cruenta. Sagramor impuso calma, aunque una calma inquieta, castigando ejemplarmente con la muerte a los cabecillas de ambos bandos, pero a lo largo del día las dos naciones continuaron hostigándose mutuamente. La discordia se agravó cuando se supo que Tewdric había enviado un destacamento de soldados a ocupar Lactodurum, una fortaleza situada al norte que Britania había perdido hacía años; los hombres de Powys la reclamaban como territorio propio, y no de Gwent; rápidamente se organizó una banda de lanceros de Powys que fue a perseguir a los de Gwent para hacer valer sus derechos. Los Escudos Negros, que no tenían parte en la contienda de Lactodurum, dieron la razón a los de Gwent sólo por enfurecer a los de Powys, actitud que tan sólo originó mayor número de escaramuzas. Se produjeron refriegas mortales por causa de una plaza de la que la mayoría de los combatientes ni siquiera había oído hablar y que, no obstante, tal vez estuviera guarnicionada aún por los sajones.

Los dumnonios logramos mantenernos al margen de las hostilidades, de modo que nuestros soldados se encargaron de patrullar por las calles y las peleas se produjeron sólo en las tabernas; no obstante, por la tarde, con la llegada de Argante, nos vimos finalmente arrastrados a las disputas. La princesa irlandesa llegó de Glevum con un puñado de criados y descubrió que Ginebra había ocupado la casa del obispo, construida tras el templo de Minerva. El palacio episcopal no era ni el mayor ni el más cómodo de Aquae Sulis, pues tal distinción pertenecía al palacio de Cildydd el magistrado; Lancelot había ocupado la casa de Cildydd durante su estancia en Aquae Sulis y por tal motivo Ginebra no deseaba trasladarse allí. No obstante, Argante insistió en ocupar el palacio del obispo porque se hallaba dentro del recinto sagrado, y un entusiasmado grupo de Escudos Negros se prestó a desalojar a Ginebra, mas toparon con una veintena de soldados míos que la defendieron a ultranza. Dos hombres murieron antes de que Ginebra anunciara que no le importaba instalarse allí o en cualquier otra parte, y se trasladó a los alojamientos de los sacerdotes, construidos a lo largo de las grandes termas. Argante, victoriosa en la confrontación, declaró que el lugar era apto para Ginebra, pues afirmó que los alojamientos de los sacerdotes habían sido un burdel en tiempos pasados, y Fergal, el druida de Argante, se llevó a una muchedumbre de Escudos Negros a las termas, donde se divirtieron preguntando los precios del burdel y dando voces a Ginebra para que saliera a enseñarles su cuerpo. Otro contingente de Escudos Negros ocupó el templo y derribó rápidamente la cruz que Tewdric había erigido en el altar, y entonces veintenas de lanceros de manto rojo de Gwent entraron por la fuerza en el templo a reponer la cruz.

Sagramor y yo llevamos lanceros al recinto sagrado que, a media tarde, prometía convertirse en un baño de sangre. Mis hombres quedaron apostados a las puertas del templo, los de Sagramor protegían a Ginebra, pero los guerreros borrachos de Demetia y Gwent nos superaban a ambos en número, mientras que los de Powys, satisfechos de tener una causa con la que fastidiar a los Escudos Negros, apoyaban a Ginebra a gritos. Me abrí camino entre la turba empapada de hidromiel repartiendo garrotazos entre los alborotadores que más destacaban, pero temí la violencia, que iba en aumento a medida que el sol se ponía. Hubo de ser Sagramor quien por fin impusiera una tregua inestable por la noche. Trepó al tejado de las termas y desde allí, erguido en toda su estatura entre dos esculturas, pidió silencio a gritos. Se había desnudado el torso de modo que, en contraste con los guerreros de mármol blanco que lo flanqueaban, su piel de ébano producía un impacto aún mayor.

—Si alguno de vosotros tiene ganas de pelea —anunció con su curioso acento— se las verá primero conmigo. ¡Hombre contra hombre! Espada o lanza, como gustéis. —Sacó su larga cimitarra y fulminó con la mirada a los hombres de abajo.

—¡Que se vaya la ramera! —gritó una voz anónima entre los Escudos Negros.

—¿Tienes algo en contra de las rameras? —respondió Sagramor—. ¿Qué clase de guerrero eres? ¿Eres virgen? Si tanto deseas preservar la virtud, ven aquí arriba que yo te castraré. —La respuesta provocó grandes risas que pusieron fin al peligro inminente.

Argante permaneció en el palacio llena de resentimiento. Se llamaba a sí misma emperatriz de Dumnonia y exigió que dispusiéramos para ella una guardia de dumnonios, pero ya era tan numerosa la guardia de Escudos Negros que su padre le había puesto que ninguno de los dos obedecimos. Por el contrario, ambos nos despojamos de la ropa y nos zambullimos en el gran baño romano, donde descansamos exhaustos. El agua caliente disolvía el cansancio como por ensalmo. El vapor subía hasta los azulejos rotos del techo.

—Tengo entendido —dijo Sagramor— que este edificio es el más grande de Britania.

—Probablemente —dije, mirando el vasto techo.

—Pero cuando yo era niño vivía como esclavo en una casa mucho mayor.

—¿En Numidia?

—Sí, aunque yo nací más al sur. Me vendieron como esclavo cuando era muy pequeño. Ni siquiera recuerdo a mis padres.

—¿Cuándo te fuiste de Numidia?

—Después de matar por primera vez. A un criado, sí. Yo tendría unos diez años, once, tal vez. Eché a correr y me uní al ejército romano como hondeador. Todavía soy capaz de dar una pedrada a un hombre entre los ojos a cincuenta pasos de distancia. Después aprendí a montar. Luché en Italia, en Tracia y en Egipto, y reuní dinero para unirme a los francos. Entonces, Arturo me hizo prisionero. —No solía ser tan comunicativo. El silencio era, sin duda, una de las armas más efectivas de Sagramor; el silencio, su semblante de halcón y su fama terrible, pero en privado era amable y reflexivo—. ¿Y ahora, de qué lado estamos? —me preguntó con cara de confusión.

—¿A qué te refieres?

—¿Del de Ginebra o del de Argante?

—Dímelo tú —respondí con un encogimiento de hombros.

Metió la cabeza debajo del agua, la sacó y se limpió los ojos.

—Del de Ginebra, supongo, si son ciertos los rumores.

—¿Qué rumores?

—Que Arturo y ella estuvieron juntos anoche, aunque siendo Arturo como es, pasarían la noche departiendo, claro. Antes desgasta la lengua que la espada.

—Cosa que a vos no os sucedería jamás.

—No —replicó con una sonrisa, y la amplió más aún al mirarme—. Derfel, tengo entendido que abriste brecha en una barrera de escudos tú solo.

—Era muy delgada —dije—, e inmadura.

—Yo abrí brecha en una muy gruesa —respondió con una sonrisa—, muy gruesa, y llena de guerreros curtidos. —Me desquité hundiéndole la cabeza bajo el agua y me fui rápidamente antes de que me ahogara él a mí. Los baños estaban a oscuras porque no había antorchas encendidas y los últimos rayos del sol poniente no se colaban por los agujeros del techo. La estancia estaba llena de vapor de agua y, aunque sabía que había más gente bañándose, hasta el momento no había reconocido a nadie; sin embargo, al cruzar la piscina a nado, vi una figura con ropas blancas agachada junto a un hombre que estaba sentado en uno de los escalones sumergidos en el agua. Reconocí el hirsuto pelo de los lados de la cabeza tonsurada del hombre que estaba agachado, y un instante después oí lo que decía.

—Confiad en mí —declaraba con sereno fervor—, dejadlo en mis manos, lord rey. —Levantó la mirada un momento y me vio. Era el obispo Sansum, recién liberado de su cautiverio y repuesto en su lugar con todos los honores gracias al compromiso que Arturo adquirió con Tewdric. Pareció sorprendido de verme, pero consiguió esbozar una sonrisa malévola—. Vos, lord Derfel —dijo, retirándose cautamente del borde de la piscina—, ¡uno de nuestros héroes!

—¡Derfel! —gritó el hombre del escalón, y vi que era Oengus mac Airem, que se precipitó hacia mí y me envolvió en un abrazo osuno—. Es la primera vez que abrazo a un hombre desnudo —comentó el rey de los Escudos Negros—, y la verdad, no le encuentro atractivo al asunto. También es la primera vez que me baño. ¿Crees que moriré por ello?

—No —dije, y miré a Sansum de soslayo—, mas frecuentáis compañías extrañas, lord rey.

—Los lobos tienen pulgas, Derfel, los lobos tienen pulgas —farfulló Oengus.

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